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Vol. 55.
Páginas 126-129 (julio - diciembre 2016)
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María Teresa Álvarez Icaza Longoria, La secularización de doctrinas y misiones en el arzobispado de México, 1749-1789, México, IIH/UNAM, 2015.
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Brian Connaughton
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalata, Ciudad de México, México
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Este estudio aborda la larga y también la mediana duración histórica. La mirada larga se logra sobre todo mediante una atenta lectura y síntesis de las obras que en los últimos años han sido dedicadas a abordar la política eclesiástica de la monarquía española desde el sigloXVI hasta el XVIII. Tales abordajes han permitido entender con mayor precisión y detalle las líneas de continuidad en la política eclesiástica a través de los primeros siglos en que a nivel cotidiano el dominio de la empresa evangelizadora en la Nueva España era indudablemente asunto predominante de las órdenes religiosas. Ahí vemos que el Concilio de Trento sirvió de apoyo al deseo regalista de Felipe II —así como de los prelados diocesanos de la Nueva España— de plantear la ampliación y consolidación de la autoridad episcopal en América, y la paulatina reducción de la autonomía de los regulares. Simultáneamente el número de curatos diocesanos crecía y era promovida la formación de un clero secular acorde con tales planes. Los estudios citados por la autora, también han ofrecido una contemplación serena de los obstáculos que impedían el avance de tal política, como las necesidades particulares de la evangelización de una enorme población indígena, los retos lingüísticos afrontados más rápidamente por los regulares, la organización eficaz de los frailes en función no solo de su labor pastoral sino en defensa de sus intereses, las concesiones pontificias y —seguramente no el menor de los factores— los reiterados titubeos de los monarcas y enrevesamientos políticos consiguientes.

En los capítulos centrales de esta obra es tratado específicamente el tema anunciado con el título: la secularización de doctrinas y misiones entre 1749 y 1789. Sigue el recurso óptimo a una bibliografía actualizada, mientras la prolongada investigación de archivo revela sus hallazgos. Vale la pena notar que el tamaño de los capítulos es revelador: la política real desde el sigloXVI y hasta la primera mitad del sigloXVIII ocupa 63páginas, la prelacía de Manuel Rubio y Salinas (entre 1749 y 1765) 66páginas, la de Francisco Antonio de Lorenzana (entre 1766 y 1771) 38páginas y la de Alonso Núñez de Haro y Peralta (entre 1772 y 1789) 35páginas. Podría decirse en cuanto a estos cuatro capítulos medulares, que el primero y segundo —por el tamaño, densidad e importancia mayúscula de sus contenidos— son la espina dorsal de la obra. El primero condensa los últimos aportes sobre lo que María Teresa Álvarez Icaza llama «el largo camino a la secularización», y el segundo aborda el que resulta ser el episcopado eje en cuanto al giro efectivo en la política real, al poner en práctica aceleradamente un plan que venía preparándose de tiempo atrás. La prelacía de Manuel Rubio y Salinas, durante 16años, es la responsable del arranque del proyecto y la secularización de 68doctrinas; la de Francisco Antonio de Lorenzana, de cinco años, recoge el impulso anterior y sin flaquear logra secularizar 21doctrinas y 5misiones, un poco más del tercio de las secularizaciones de Rubio y Salinas en un poco menos del tercio del tiempo en el arzobispado, y el dilatado episcopado de Alonso Núñez de Haro, con 17años y por ende el más extenso de los tres, solo seculariza ochodoctrinas y tresmisiones, culminando el trabajo anterior y completando la secularización general, pero con un relativamente modesto aporte propio.

El «largo camino» abordado en el primer capítulo ofrece una excelente visión de los hitos principales por los cuales pasa el patronato real sobre la Iglesia católica: las concesiones pontificias, la jurisprudencia y cédulas reales, la promoción de la teoría del vicariato por los regulares, así como las tempranas medidas aprobadas para regular los ingresos eclesiásticos mediante un arancel. La política gubernamental procuraba controlar al clero regular al exigir licencias y aprobación episcopal para sus actividades pastorales, a la vez que subordinarlo mediante las exacciones económicas como el diezmo y un subsidio para un seminario diocesano, la proliferación de jueces eclesiásticos con jurisdicción sobre curatos y doctrinas, el derecho de la visita episcopal a ambos, y en las últimas décadas del sigloXVII el inicio de la reforma de las cofradías, pilar de la ritualidad religiosa promovida por los regulares. En este ambiente la temprana labor de los concilios mexicanos de 1555, 1565 y 1585 asumen un papel convergente desde sus orígenes con la política eclesiástica real, y la labor del obispo Juan de Palafox en la década de 1540 queda contextualizada. La relativa coherencia de las políticas seguidas por el alto clero diocesano y los funcionarios reales, pese a todo, enfrentaron inconsistencias a través del tiempo, concesiones a los regulares, y el peso de una tradición que prestaba atención especial a la población indígena en cuestiones religiosas. Favorecían la nueva política: la gradual erosión del patrón residencial dual entre las dos repúblicas de indios y españoles, el fortalecimiento tanto de las estructuras diocesanas como la autoridad de los prelados, así como la captación de recursos económicos generados en las zonas de control de los regulares, pero no lograron crear un claro predominio de la Iglesia arquidiocesana. A pesar de tan onerosos condicionamientos como las limitaciones a la formación de novicios desde 1717, para 1746 el balance a primera vista parecía favorecer aún a los regulares: de los 192curatos del arzobispado, 104 seguían en manos de los regulares, mientras solo 88 ya estaban bajo control del clero secular diocesano. Aún había nuevemisiones regulares en la Sierra Gorda.

Así, el capítulo dos plantea el giro fundamental que aún estaba por darse a mediados del sigloXVIII, bajo la autoridad del arzobispo Manuel Rubio y Salinas, impulsado por una cédula real del 4 de octubre de 1749 aplicable a los arzobispados de Lima, Santa Fe y México. En una atmósfera de acusaciones de conductas poco evangélicas, de irregularidades en la ocupación de sus doctrinas sin autorización virreinal o episcopal, y con la intervención eficaz de jueces eclesiásticos que habían proliferado desde principios de siglo, comenzó la remoción de los regulares de sus doctrinas y su sustitución por curas seculares bajo la vigilancia y acción convergente del prelado y el virrey. Una oportuna bula papal en 1751 (Cum nuper), avalaba la política real. Con una nueva cédula real del 1 de febrero de 1753, se ampliaron los planes de secularización a los demás obispados y ello facilitó que fuesen removidos y sustituidos los doctrineros dondequiera fuera conveniente.

Bajo Rubio y Salinas el programa de secularización ya iba acompañado de escuelas de castellanización y de una mayor vigilancia de la actividad de las cofradías. Debían poseer licencia real y ordenanzas, y estas debían revisarse en el Consejo de Indias. Los alcaldes mayores contaban el número de cofradías e inspeccionaban sus finanzas. Jueces eclesiásticos pretendían incidir en el uso apropiado de los fondos para fines religiosos. Fueron promovidas las cofradías del Santísimo Sacramento y las Benditas Ánimas del Purgatorio como más acordes con los fines episcopales de espiritualización y depuración de las actividades religiosas locales. Los nuevos curas diocesanos debían promover esta nueva dinámica espiritual e impulsar asimismo la proliferación de escuelas parroquiales en castellano.

María Teresa Álvarez Icaza argumenta que el impulso que todo esto representaba disminuyó notablemente después de 1757. Considera que finalmente las protestas de los regulares fueron escuchadas por Fernando VI, quien insistió que las doctrinas fueran pasadas al clero secular solo al darse la muerte del cura regular. Determinó el rey que las órdenes conservaran dos doctrinas de su elección, de las que aún no habían sido secularizadas, y que coadyuvaran en la labor pastoral en general. Recomendaba su labor en las misiones, pero adoptaba en general una actitud ya más complaciente. Según los datos brindados por María Teresa Álvarez Icaza, si 60doctrinas habían sido secularizadas hasta 1757, solo ocho más lo fueron bajo Rubio y Salinas hasta su muerte en 1765. Para decirlo de otra manera, 1757 marca justamente la mitad de la gestión episcopal del prelado. El 88% de las secularizaciones durante su prelacía fueron realizadas en sus primeros ocho años.

La obra de María Teresa Álvarez Icaza incita a una reconsideración de las Reformas Borbónicas en materia eclesiástica. Indudablemente la mayor parte de las secularizaciones se hicieron bajo Fernando VI y su prelado en la Arquidiócesis de México, Manuel Rubio y Salinas. Este colaboró más o menos estrechamente con varios virreyes, y en general el entendimiento entre funcionarios civiles y eclesiásticos fue bueno y eficaz. Carlos III, quien habitualmente lleva los laureles del reformismo eclesiástico como lo hace en otros aspectos, llega muy al final del episcopado de Rubio y Salinas, y tampoco altera el rumbo descendente de las secularizaciones. Desde luego, la otra figura que en términos historiográficos suele recibir el reconocimiento por su regalismo reformista, el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana, apenas estaba por llegar a tierras novohispanas.

Lorenzana solo secularizaría 21doctrinas y cincomisiones, pero haría una buena labor para deslindar sus parroquias con la ayuda pericial de José Antonio de Alzate, y sus esfuerzos por vigilar la vida religiosa de sus feligreses correrían en paralelo con el gobierno y su nueva Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad. La secularización se aprecia más claramente bajo Lorenzana como parte de un proyecto mucho más vasto. Lorenzana publicó un nuevo arancel eclesiástico para regir los cobros por servicios religiosos en 1767. Procuró suprimir los servicios personales y retomó con bríos los esfuerzos de Rubio y Salinas por revisar las cuentas y las actividades de las cofradías. Le tocó avalar la expulsión de los jesuitas y mirar por su sustitución. Presenció la continuada disminución del número de frailes. Lorenzana, en medio de algunas voces disidentes, quizá yendo un paso más allá de Rubio y Salinas, promovió con fuerza la castellanización en pos de una visión que asociaba claramente unidad política y homogeneidad lingüística. Promovió el estudio de la historia eclesiástica y publicó los tres primeros concilios mexicanos. En 1771 presidió el IV Concilio Mexicano que produjo diversas directrices orientadas a un mejor gobierno espiritual de la arquidiócesis, y la exigencia a curas y feligreses de cumplimiento en sus deberes religiosos. Las parroquias de la Ciudad de México fueron reorganizadas para una feligresía hipotéticamente integrada por encima de orígenes etnosociales, si bien María Teresa Álvarez Icaza hace hincapié en el persistente registro de recién nacidos según dicho origen. Lorenzana había tenido la fortuna de realizar su prelacía durante la gestión de un solo virrey, Carlos Francisco de Croix, y con la presencia del visitador José de Gálvez. El poder de los tres en la Nueva España terminó casi al unísono, y con Croix recomendando a su sucesor la importancia de que los poderes eclesiástico y civil caminaran en mancuerna para bien de la paz pública.

Quedaban muy pocas doctrinas por secularizar al siguiente arzobispo, Alonso Núñez de Haro y Peralta. La tónica de su gobierno se asemeja más al de Lorenzana, secularizando poco y colaborando estrechamente con la política de frenar las cofradías, las cuales redujo de 900 a 425 y sometió la realización de fiestas religiosas al requerimiento de licencias del clero y ayuntamiento. También siguió velando por la sustitución de los jesuitas en el norte del país por regulares franciscanos. Bajo instrucciones de Carlos III, realizó un padrón de la arquidiócesis de México en 1777 con la estrecha colaboración de los curas seculares, que ya atendían una mayoría de parroquias. El censo demostraba el nuevo predominio de la Iglesia secular sobre las órdenes regulares, y el resultado acumulado de la proliferación de nuevas parroquias al dividirse las antiguas doctrinas cuando pasaban al clero secular. Si había 192curatos en 1746, en 1777 ya eran 235. No sé si llega a redondearse para constituir un argumento en este capítulo, pero María Teresa Álvarez Icaza comenta un número importante de protestas frente a los cambios, y roces entre autoridades civiles y eclesiásticas, como en el caso de la secularización de Xochimilco. Queda la incógnita de si aquí ya aparecen las semillas de un conflicto futuro, augurando la descomposición de la armonía eclesiástico-civil que había imperado previamente en la prelacía de Rubio y Salinas igual que la de Lorenzana. Parroquias más chicas pretendían una más escrupulosa vigilancia de la conducta cristiana de los feligreses, ayudadas por las nuevas normativas puestas en vigor, y las estadísticas diocesanas levantadas por Núñez de Haro a través de sus párrocos capacitó al arzobispo a entregar cuentas claras de los haberes económicos de su Iglesia a las autoridades civiles.

A mi juicio la obra de María Teresa Álvarez Icaza pone las bases para plantear varias incógnitas más a fondo. ¿Hasta qué punto la sociedad novohispana había cambiado, propiciando una mayor interacción e incluso integración de sectores diversos de la población, en particular las antiguas repúblicas de españoles e indios? ¿Qué nos indica al respecto las referencias al bilingüismo indígena, o bien la persistencia de núcleos monolingües? ¿Los altibajos de la política de castellanización son reflejos de la veleidad de los gobiernos de la época, o más bien del debilitamiento de un gran proyecto frente a realidades indómitas? ¿Su señalamiento de los paralelismos entre la reorganización eclesiástica y civil es sintomático de la percepción de que una monarquía católica no podía entablar cambios en un orden sin hacerlo en el otro? La vigilancia acrecentada y la mayor dirección vertical de la sociedad parece ser un objetivo tanto de las autoridades civiles como de las eclesiásticas. ¿Pero en qué medida hemos de juzgar sus esfuerzos fallidos y sus reformas burladas o truncas, y en qué medida significaron el inicio de un reformismo modernizante que —burlado o no— ha persistido siglos enteros y dejado numerosos éxitos entre otros tantos fracasos? ¿En qué medida son ciertas las acusaciones de relajamiento moral y conducta impropia registradas contra los regulares? ¿Forman tales denuncias simplemente armas en una política orientada a marginarlos de las tareas pastorales, o son parte asimismo de un esquema alterado de lo que debía ser la nueva ética de una monarquía que aspiraba a mayor orden, productividad creciente y competencia internacional efectiva?

Aunque a veces se asume que tales preguntas deben contestarse contundentemente de una manera positiva o negativa, es posible que deban contestarse de manera matizada, con atención a tiempos, coyunturas y lugares, y más bien en una escala de grises que otra de blanco y negro. Además hay otra dimensión que sale a luz en esta obra, corroborando lo que ya habían argumentado algunos otros autores: la aparente indiferencia de la vasta mayoría de los indígenas al cambio de jurisdicción y ministros eclesiásticos. ¿Fue simplemente indiferencia? ¿O sería que en la monarquía católica la autoridad de los funcionarios reales en materia religiosa era ampliamente reconocida? ¿Había complicidad para maximizar algunas ventajas? También, habría que recordar aquí, que María Teresa Álvarez Icaza nos anota la detallada ritualidad seguida en el traspaso de la doctrina y la asunción de su cargo por el nuevo cura secular. ¿Cómo es que a la aparente indiferencia, siguió un auge de pleitos en torno a la aplicación del arancel, otras medidas económicas o de control del nuevo cura, y a veces denuncias sobre su comportamiento ético?

Como lo retoma y desarrolla María Teresa Álvarez Icaza en su capítulo final refiriéndose al impacto de conjunto de la secularización, es notable el paralelo entre renovados ataques a supersticiones e idolatrías, la promoción de las cofradías devocionales preferidas por los obispos, la proliferación de escuelas de castellanización, el fomento del culto a la Virgen de Guadalupe a una escala inusitada mientras eran dejados de lado los cultos promovidos por los regulares, todo en un afán de centralización y dirección de la vida religiosa bajo la autoridad diocesana del prelado. Si esto no constituía una revolución triunfante en materia eclesiástica, devocional y moral, cuando menos habrá que coincidir con María Teresa Álvarez Icaza en que tales transformaciones, o atisbos conflictivos de transformaciones, constituían lo que ella en sus últimas palabras en este libro califica como «grandes cambios».

Proyectando esto hacia adelante, más que plantear su relación con el proceso independentista, me parece que habría que plantear su relación con la reorganización del país desde el advenimiento del constitucionalismo, en 1812, 1814 y 1824. Porque a mi juicio la reorganización diocesana y parroquial representaba un adelanto del tipo de cambio fundamental pretendido luego por el constitucionalismo, no solo en la dinámica religiosa orientándola a la práctica cotidiana más que al dogma y el comportamiento más que el ritual, sino en la jerarquía de autoridad y normativa socio-ética que debía regir en México en momentos en que el marco del mundo atlántico estrechaba y estimulaba integrar más la sociedad y volverla más efectiva en su vida pública.

Este libro constituye un aporte indudable al darnos por primera vez una visión sistemática y de conjunto de la secularización en la arquidiócesis de México, parte medular de la política tanto real como de los prelados arquidiocesanos, en su lucha por consolidar una Iglesia tridentina de indiscutible autoridad episcopal. Ha tocado una y otra vez la tupida red de relaciones que tales cambios alteraron, y así deja abiertas ventanas a múltiples incógnitas. Es una obra oportuna y bien llevada.

La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Copyright © 2016. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas
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