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Vol. 48.
Páginas 240-247 (enero - junio 2013)
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Reseña del libro
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Gerardo Lara Cisneros
Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Históricas
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En 1933, en la Universidad de la Sorbona, en París, un jurado presidido por Henri Hauser examinó la defensa de una tesis sobre historia de México cuyo título puede traducirse al castellano como La conquista espiritual de México. El autor de dicho trabajo seguía el camino trazado por Marcel Bataillon y a la postre esta obra sería muy influente en la historiografía mexicanista pues serviría de inspiración a un buen número de investigadores posteriores. Este trabajo sería traducido y publicado por primera ocasión en español en México en 1947 y luego reimpreso hasta en ocho ocasiones. El nombre de su autor fue Robert Ricard, y su libro es conocido en español como La conquista espiritual de México. Ensayo sobre el apostolado y los métodos misioneros de las órdenes mendicantes en la Nueva España de 1523-1524 a 1572. Uno de los pun-tos relevantes en la obra de Ricard fue que recogió una añeja tradición historiográfica en la que las órdenes mendicantes que establecieron la Iglesia mexicana gozaban de cierto aire de santidad y eran equiparados a los santos varones de la patrística cristiana.

La visión idílica de Ricard sobre el clero mendicante fue muy influyente en la historiografía posterior y entre otras cosas propició cierta inhibición al estudio sistemático del clero secular, por lo que esto fue postergado hasta fechas relativamente recientes. No obstante, no toda la historiografía sobre clero regular posterior a Ricard tuvo el mismo tono que este autor, existen algunas interesantes investigaciones de corte crítico en las que los integrantes de las órdenes son presentados como humanos sujetos a intereses y pasiones, textos en los que las agrias disputas políticas que se vivieron al interior de la orden llegaron a extremos de alarma. Un buen ejemplo de ello es el trabajo de Antonio Rubial sobre el gobierno interno de la orden agustina durante el siglo XVII. Otros es-tudiosos han abordado el estudio de la secularización de regulares y los intensos conflictos que esto provocó, por ejemplo la obra de Jonathan Israel sobre el tema en el obispado de Puebla del siglo XVII. Es en esta corriente, que analiza desde una posición crítica la historia del clero novohispano, que se inserta La disputa por las almas. Las órdenes religiosas en Campeche, siglo XVIII, obra de Adriana Rocher Salas.

Esta obra no sólo debe insertarse en la historiografía sobre temas eclesiásticos pues incide de manera notable entre los que han construido la historiografía peninsular yucateca, y en especial entre aquellos que han abordado el apasionante mundo de la vida religiosa de sus habitantes indígenas. Así, autores como Pedro Bracamonte o Gabriela Solís, por ejemplo, son interlocutores a los que Rocher alude cuando de la relación entre indios y clero se refiere, si bien la autora aborda este asunto desde una perspectiva analítica diferente a la de aquellos investigadores, posición que enriquece de manera destacada el paisaje historiográfico y teórico de los estudios sobre la región peninsular yucateca, pero muy especialmente, el de la porción campechana.

En la obra de Rocher hay varios personajes importantes que, como en una buena obra teatral, entran a escena en diferentes momentos para ir construyendo una trama en la que todos tienen voz de distinto calibre, pero finalmente cada uno lleva una parte importante en la historia. Así, en esta narración encontramos cuatro personajes que aparecen a lo largo de las más de 400 bien escritas páginas y estos son: los franciscanos, los jesuitas, los juaninos y los diocesanos encabezados por sus obispos. Otros personajes, aunque secundarios, tienen una presencia constante: me re-fiero a los indios, a los miembros del gobierno regional e imperial, y a los integrantes de las sociedades campechana y yucateca. Nuestra autora ha tenido el buen tino de presentar la historia de la Iglesia campechana como un asunto social más que algo estrictamente institucional o dog-mático, y con ello ha logrado hacer de esta historia una narración del drama humano y mundano, asunto que no siempre es fácil de lograr.

Con precisión de cirujano Adriana Rocher disecciona las entrañas del clero regular campechano para mostrarnos sus tejidos, sus huesos y sus órganos internos haciendo evidentes sus fortalezas y sus enfermedades. Con esa misma precisión delinea la composición de sus integrantes y los intereses que los mueven, así como las estructuras económicas en las que las instituciones regulares de Campeche se sostienen y que tantos conflictos generarían al interior de la orden seráfica y entre éstos y el clero diocesano; o la manera en que los jesuitas, contrario a lo que sucedió en otras regiones, fueron presa de sus propias torpezas e incapacidades administrativas que terminaron por llevarlos casi a la quiebra; o la manera en que los dieguinos lograron mantenerse con mayor estabilidad durante más tiempo que sus otros dos vecinos regulares y cómo construyeron un buen prestigio para su hospital, aún contando con menos recur-sos que su contraparte en Mérida. La cantidad y calidad de información que Rocher Salas reunió sobre cada uno de estos temas con facilidad le habría dado la opción de escribir un libro sobre cada uno de los tres casos, pero en su lugar entretejió sus historias para darnos un panorama mucho más completo de la Iglesia campechana del convulso siglo XVIII novohispano.

La obra de Rocher va más allá de presentar un proceso de evangelización complejo y arduo. En realidad ese es un tema que aparece en el trasfondo de su trabajo pero que, como resulta claro en su investigación, ya para el siglo XVIII no era el asunto que más ocupaba la atención de los religiosos, aunque si era su principal argumento y en ocasiones casi un pretexto, por lo menos entre los seráficos, para defender sus muchos privilegios. En este sentido, la investigación que nos ocupa es uno de esos, por desgracia, aún pocos trabajos que hacen de la historia de la Iglesia del siglo XVIII su tema de estudio. Y es que una de las graves herencias de la historiografía liberal decimonónica, que no ha empezado a ser subsanada sino hasta hace unos treinta o cuarenta años por autores como Farriss, Brading, Taylor, Mazín, Zahíno, Pilar Martínez o Rodolfo Aguirre (sólo un par de ellos mexicanos), es la falta de interés por la Iglesia dieciochesca, pues durante un buen tiempo la evangelización fue casi el único tema de la historia religiosa de las colonias españolas en América.

La disputa por las almas es un libro sobre el conflicto, razón por la que podría ser vista como una obra de carácter político más que sobre religión: en ese sentido, esta investigación demuestra, contrario a lo que nuestra tradición laica ilustrada pretendería, que el estado clerical no invalida el quehacer político. En otras palabras, Aristóteles tenía mucha razón al afirmar que el hombre es un animal político por naturaleza. En esta investigación se llega incluso más allá, pues es evidente que la religión, el culto y el dogma, o la evangelización, quedaron relegados a un segundo plano por los miembros del clero regular y secular campechano del siglo XVIII frente a la disputa política y, en consecuencia, “el control de las almas indígenas” pasó a ser el mero pretexto para continuar detentando el poder. Los indios, o sus almas, fueron rehenes de una disputa entre las diferentes corporaciones religiosas campechanas que basaban en ellos su prestigio, pero también su acceso a recursos económicos. Así, los nobles principios de salvación de las almas indígenas que Corona e Iglesia pregonaban defender como su razón de ser en América quedaron relegados cuando del control de los dineros se trataba.

Sin duda los franciscanos jugaron el papel principal en la historia eclesiástica de Campeche en los siglos XVI y XVII, y es a ellos y a su dis-puta contra el clero diocesano y su espíritu secularizador a quienes el libro destina mayor atención y algunas de sus mejores páginas. Fueron las transformaciones sociales, políticas y económicas que ocurrieron durante el siglo XVIII el punto de arranque y conflicto que marcaron el siglo ilustrado y que son punto de inflexión en la historia de la Iglesia campechana del XVIII. Nuestra autora describe con nitidez cómo la vida religiosa se había convertido en una buena alternativa para que muchos individuos aseguraran una rentable y segura forma de vida, sobre todo si en turno les tocaba administrar alguna de las misiones de mayor densi-dad demográfica en la provincia franciscana de San José de Campeche.

En Campeche los franciscanos aprovecharon sus puestos para tejer redes de complicidad en la explotación del trabajo indígena, así como para aprovechar los recursos que la tierra daba, eso sin contar los pingues ingresos que las obvenciones y derechos parroquiales les dejaban. Estos frailes menores dieciochescos estaban muy lejos del ideal de pobreza y humildad que había santificado a su fundador. Las acusaciones contra los frailes iban desde su falta de celibato, hasta la denuncia de su afición por los juegos de azar, pero lo más común fueron los señalamientos de que no reparaban en mentir, ocultar y sobornar a quien fuera necesario para mantener el control de la población indígena. Su control sobre la población indígena les arropó en una zona de confort y para dominarla protagonizaron enfrentamientos entre facciones que buscaban el control interno de la orden. Además de sus disputas internas, Rocher describe con claridad los conflictos de los regulares campechanos contra sus obis-pos, ayudando así a completar un panorama historiográfico sobre el mapa de las secularizaciones en la Provincia de México del siglo XVIII. Las estrategias políticas franciscanas fueron camaleónicas pues no dudaron en formar bandos rivales o aliados según conviniera a sus intereses, así como tampoco chistaron en buscar aliados/socios/cómplices fuera de la orden para enfrentar a la otra facción que procedía exactamente de la mis-ma manera que sus contrincantes. Así, la relación de los frailes menores con el resto de la clerecía, con las autoridades coloniales y con algunos sectores de la población campechana osciló entre la alianza y la confrontación. Sin duda su signo político fue el pragmatismo.

A lo largo del siglo que Rocher los estudia, los franciscanos enfrentaron altibajos y vivieron etapas de abundancia y de decadencia, aunque aprendieron a moverse según los tiempos que vivían y en ocasiones contaron con suerte, por ejemplo en 1761 cuando sus fundaciones estaban a punto de ser secularizadas estalló la rebelión de Jacinto Canek que se localizó en zonas bajo el dominio de los seculares, dejando a éstos muy mal parados y presentando a los franciscos como salvadores, tomando así un nuevo aire y retrasando el impulso secularizador. Algo similar sucedió cuando se suscitó la expulsión de los jesuitas en 1767. No obs-tante, la determinación secularizadora de la Corona terminó por consumir de manera considerable la influencia seráfica a lo largo y ancho de la península yucateca.

Tras la línea trazada hace ya varias décadas por Nancy Farriss, Adriana Rocher nos dibuja el contorno de la compleja relación que las órdenes religiosas y el clero secular mantuvieron con la Corona en Cam-peche, demostrando cómo, a pesar del énfasis que Farriss dio siempre al sometimiento de la Iglesia ante el régimen de los Borbón, en realidad siempre hubo una relación de dependencia mutua, si bien, eso sí, esta relación se complicó en la segunda mitad del siglo XVIII.

El devenir jesuita en Campeche fue el de la bancarrota, historia contrastante con la imagen de grandes administradores que la historiografía ha forjado sobre ellos en otras latitudes. Aunque eso sí, su prestigio como educadores bien lo defendieron en Campeche, lo que —al igual que sucedió en casi todos los lugares en los que se asentaron— los ligó con los sectores más poderosos y acomodados de los ámbitos urbanos. La relación de jesuitas y franciscanos con la población campechana se basó en una especie de salomónico acuerdo en el que los franciscanos controlaban los espacios rurales en tanto que los jesuitas lo hacían den-tro de la ciudad amurallada.

El libro también dedica algunas páginas, aunque menos que las dedicadas a jesuitas y franciscanos, al Hospital de San Juan de Dios. Quizás las razones de la menor atención se deban al muy focalizado ámbito de acción de esta orden hospitalaria. A juzgar por las palabras de Rocher los juaninos fueron menos conflictivos que los mendicantes y los hijos de Loyola y se concentraron más en su función hospitalaria, cumpliendo así una importante tarea social. Al parecer sus conflictos fueron más contra la constante carencia de recursos que en muchas ocasiones amenazaron su subsistencia y más bien les imprimieron un sello de permanente austeridad.

En los últimos años la Iglesia se ha convertido en un tema de interés renovado. Se han expuesto las razones que han motivado a que varios historiadores se dediquen, particularmente, a estudiar la situación de la Iglesia en el siglo XVIII frente a las reformas borbónicas y luego frente al proceso independentista. Ha quedado claro, sin embargo, que sin los avances producidos por la historiografía que se ocupa de estudiar a la institución en periodos previos o posteriores a la década de 1810, nuestra comprensión sobre la Iglesia tardocolonial sería mucho menor. La historia eclesiástica del siglo XVIII novohispano no se entiende por com-pleto sin considerarla parte de un largo proceso que no se cierra con la Independencia, sino con la Reforma Liberal del siglo XIX. En ese sentido, el libro de Rocher Salas sobre la Iglesia de Campeche en el siglo XVIII debe mirar con mayor intensidad al siglo que le siguió y quizás sería deseable un mayor diálogo con la historiografía que en la última década, o un poco más, ha producido investigaciones respaldadas por un amplio caudal de documentos provenientes de archivos que antes no estaban disponibles o bien que han sido estudiados desde perspectivas novedosas. En parte, esto mismo ha propiciado la aparición de libros cuyo sello distintivo es el empleo de un análisis sistemático y cuidadoso de dichas fuentes, como es el caso de la obra reseñada.

Desde luego hay aún mucho por discutir y mucho por avanzar en la riqueza de fuentes, temas y regiones para la indagación. La disputa por la almas nos plantea la posibilidad de abrir nuevas vetas de saber y señala la importancia de replicar estudios regionales sobre la Iglesia mexicana de los siglos coloniales para entender mejor sus complejidades y particularidades. Es también un llamado de atención a darnos cuenta que no siempre las conclusiones derivadas de los estudios sobre la Iglesia del centro del virreinato pueden ser aplicadas sin más a las regiones, en especial a las que, como Campeche o Yucatán, constituyeron su propio eje peninsular. Es en este sentido una invitación urgente a replicar investigaciones semejantes para otras regiones del país. Podríamos sospechar que la existencia de obras como la de Rocher no serían pensables sin el con-curso de disciplinas como, por ejemplo, la etnología o la antropología cultural. En este sentido este libro puede ser el inicio de un puente entre trabajos previos de acento antropológico y un nuevo impulso por la historia institucional en Campeche y la península de Yucatán, es decir que hay más continuidades y complementariedades que rupturas.

A partir de trabajos como el que aquí se reseña nos damos cuenta de la necesidad cada vez más apremiante de diversificar nuestra mirada sobre la Iglesia colonial pues nos percatamos de sus múltiples centros de existencia simultánea. Nos obliga a mirar a esta institución clave en la historia de México como un complejo entramado de intereses globales, pero matizados por contextos locales que muchas veces pesaron tanto como los afanes dictados desde las distantes cabeceras imperiales o co-loniales. Clasificar una obra como ésta no es tarea fácil pues es un trabajo de historia eclesiástica, pero también de historia regional y de historia política, y aún más que la suma de esto. Es más bien una obra de historia cultural, de historia de la cultura política del clero en Cam-peche, pero seguramente también sería un tanto injusto limitarlo a eso.

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