Una de las garantías de la cohesión de las sociedades se ha fincado en prohibir el libre uso de los cuerpos humanos. Pintar o adornar los cuerpos, mutilarlos o sacrificarlos, externar gestos o movimientos, cubrir partes del cuerpo, hacer que desaparezca bajo la indumentaria o establecer relaciones carnales han sido conductas impuestas por las normas culturales con el fin último de regular la producción y reproducción que permita la supervivencia de la especie humana. Bien visto, el cuerpo es el valor más preciado de los hombres y las mujeres, pues con él comienza y concluye la vida y él los confronta cotidianamente con la muerte.
Es el cuerpo y no el alma el que recuerda constantemente a los seres humanos su naturaleza animal y han sido la razón y el desarrollo espiritual los que han logrado controlar y disciplinar sus inclinaciones instintivas. El cuerpo es biología y cultura –subrayan Estela Roselló y Alfredo Nava en la Introducción a este libro y en el artículo “La voz descarnada. Un acercamiento al canto y al cuerpo en la Nueva España”, respectivamente–, mas en aras de superar la primera condición la cultura ha desarrollado formas para tomar conciencia de él y encaminarlo por las sendas determinadas como convenientes. Por eso afirma Roselló: “El cuerpo encarna códigos históricos, sociales y culturales que se interiorizan psíquicamente en las personas y se proyectan a partir de expresiones y re-presentaciones simbólicas […] Los códigos analizados por las autoras y los autores de este libro muestran tensiones, ambivalencias y contradicciones que igual se materializan en el desprecio, el martirio y la autodestrucción del cuerpo, que en su conservación, sanación, purificación, sacralización e incluso en su divinización.
En el artículo de Alfredo Nava antes mencionado puede apreciarse con claridad, por ejemplo, cómo la decisión humana de controlar y dis-ciplinar los cuerpos se plasmó en la educación novohispana de la voz como un instrumento musical al servicio de la liturgia católica, al inten-tar dotarla de la perfección, el poder y la fuerza capaces de alcanzar a Dios. La música debía salir del corazón para alabar al Supremo y debía ser “alta, clara, recia y suave”. En el proyecto catedralicio novohispano, nos dice Nava, “[…] el canto no podía disociarse de la devoción”, era un vehículo de espiritualización del cuerpo. Cantar dentro del templo debía anular todo placer mundano, tal y como lo establecía, entre otras obras, el manual del músico renacentista Pietro Cerone, El melopeo y maestro. Al respecto cabe recordar que los acuerdos del Concilio de Trento estipularon que los obispos ordinarios tenían la obligación de cuidar la liturgia con esmero y prohibir todo lo relacionado con el culto de los ídolos, la superstición, la irreverencia, la impiedad y la avaricia. Asimismo, debían apartar de sus iglesias los instrumentos ruidosos, las actitudes irreverentes de los músicos y todas “[…] aquellas músicas en que ya con el órgano, ya con el canto se mezclan cosas impuras y lascivas; así como toda conducta secular, conversaciones inútiles, y consiguientemente profanas, paseos, estrépitos y vocerías; para que, precavido esto, parezca y pueda con verdad llamarse casa de oración la casa del Señor.”
La educación de la voz requería empezar desde la infancia. Desde entonces se debía conocer el cuerpo, sus inclinaciones y debilidades a fin de evitar todo lo que pudiera hacerle daño. Como en otros ámbitos, “lo bueno –recuerda Nava– provenía sólo de la prohibición de algo que generalmente provocaba un placer corporal o carnal, si se le mira desde la perspectiva de la moral católica“.
De las cuatro franjas sonoras (bajos, tenores, altos y tiples), los tiples sólo se encontraban entre las mujeres, los niños y los eunucos. La necesidad de la liturgia católica de contar con estas voces propició la castración de algunos niños elegidos por los maestros de capilla por considerar que poseían voces prometedoras. Además de advertirnos sobre la existencia de esta cruel práctica en Nueva España, el testimonio recogido por Nava sobre las castraciones de esclavos para servicios musicales, y en especial el caso del capón Luis Barreto, pone de manifiesto hechos coloniales contradictorios, pues ahí donde los sacrificios cruentos habían formado parte de las religiones prehispánicas y habían justificado la violencia conquistadora, la mutilación de los cuerpos se permitía y practicaba ahora también con un carácter religioso.
La influencia de factores contextuales en la visión del cuerpo, la manera y las circunstancias como los habitantes de Nueva España per-cibieron y describieron los cuerpos son asuntos centrales abordados en los seis artículos que integran este libro.
En “Las señas de los novohispanos. Las descripciones corporales en los documentos inquisitoriales (finales del XVI-comienzos del XVIII)” Raffaele Moro Romero hace ver cómo el cuerpo sirvió para identificar a los sujetos, cómo marcó la pertenencia a los grupos sociales, étnicos, raciales y económicos, y cómo las “señas” (la edad, la talla y la cara), dis-tinguidas por la población novohispana, fueron el resultado de una forma particular y aprendida de observar los cuerpos. Las “señas” se convirtieron en un vehículo de comunicación, en un poner en común, inclusive entre grupos que podrían considerarse antagónicos o en conflicto, como los testigos y los jueces de los procesos inquisitoriales llevados al cabo por el Santo Oficio. Tal y como demuestra Raffaele Moro, después de analizar una serie de documentos de primera mano, los inquisidores emplearon las señas de manera similar al grueso de la población en una transmisión cultural que de alguna manera unificó los contextos de producción.
Pero si con la transmisión cultural uniformada los grupos dominantes novohispanos intentaron fijar las reglas y reclamaron el acatamiento de las leyes, fracasaron –al igual que sociedades de todos los tiempos– en el terreno de la corporalidad, la sensualidad, la sexualidad y la carnalidad debido a la arrolladora fuerza de las pasiones.
En todo el orbe, desde tiempos lejanos, muchas religiones difundieron que los impulsos libidinales no destinados a la procreación conforme las reglas del matrimonio debían canalizarse hacia el trabajo y/o el cultivo del espíritu (orare et laborare); que la actividad sexual debilitaba el raciocinio y menguaba el entendimiento y que la fornicación libre, el adulterio y, por supuesto, la sodomía y el bestialismo eran señales distintivas del “otro”, del bárbaro, el pagano o el hereje.
En el artículo de Úrsula Camba Ludlow, “El pecado nefando en los barcos de la Carrera de Indias en el siglo XVI. Entre la condena moral y la tolerancia”, puede advertirse, por ejemplo, cómo en el ámbito novohispano, “[…] los encuentros sexuales entre hombres eran hasta cierto punto tolerados, siempre y cuando no desembocaran en conductas es-candalosas y se convirtieran en comportamientos de `pública voz y fama´ […]” (p. 110) En el siglo XIII –retoma esta autora– el fuero real español “[…] infligía a los culpables de actos de sodomía y bestialidad el castigo supremo y daba a la pena una publicidad ejemplificadora e intimidatoria: el condenado era castrado ante el pueblo y suspendido por los pies has-ta que moría desangrado.” No obstante, los tres procesos inquisitoriales revisados por Úrsula Camba, llevados a cabo tres siglos después del fuero citado, con motivo de casos de sodomía entre grumetes y pajes, negros y mulatos, ilustran cómo en la sociedad estratificada y autoritaria novohispana las relaciones de dominación, el ejercicio del poder y los privilegios, sumados a la intensa convivencia de las tripulaciones exclusivamente masculinas, a la situación de aislamiento y de condiciones insalubres y escasez, creaban al interior de las naves un ambiente propicio para relaciones sentimentales y abusos sexuales, especialmente los denominados en aquella época de carácter sodomítico.
Como se sabe, otros tipos de abusos de autoridad, como los del confesor con sus hijas espirituales, así como transgresiones más sofisticadas de carácter teológico y canónico, no faltaron en Nueva España. En el texto “El goce del cuerpo. La impecabilidad entre los alumbrados de la Nueva España”, Adriana Rodríguez Delgado estudia la propuesta de los alumbrados de elegir la mística como el camino de la unión amorosa con Dios y ubicar el alcance del estado de la perfección en la pérdida de la conciencia obtenida en el éxtasis del placer sexual. Similares a las acusaciones recibidas por los cátaros en el siglo XIII y por muchos otros heterodoxos, la Iglesia católica afirmó ¿o inventó? que la comuni-dad de los alumbrados incurría en transgresiones sexuales. Este tema resulta interesante, entre otras cosas para advertir cómo aquello que la Inquisición perseguía por un lado, era, por otro lado, promovido y avalado por los religiosos católicos, pues en las visiones, las revelaciones, los raptos y los arrobos de algunas monjas y doncellas veían actos de virtud que podían conducirlas a la santidad.
El caso de los alumbrados poblanos narrado por Adriana Rodríguez ilustra también cómo en la época colonial la prohibición del contacto carnal se convirtió en una obsesión por el cuerpo. Así, los relatos pro-movidos por la Iglesia católica sobre novicias que arrebatadas por los deseos sexuales vencen al Demonio, desarrollaron en el imaginario co-lectivo esas fantasías sexuales que la misma Iglesia aconsejó erradicar.
Tensiones, ambivalencias y contradicciones en la cultura novohispana como las antes mencionadas, igualmente se pueden percibir en el artículo de Estela Roselló, “Cuerpo y curación. Espacios, solidaridades y conocimientos femeninos. En torno a una curandera novohispana”. De hecho la misma autora lo señala: pues mientras “el dolor y el sufrimien-to del cuerpo tenían un valor meritorio, expiatorio y redentor”, la gente buscaba “remedios para recobrar la salud, para alargar la vida y para paliar el sufrimiento”.
¿La búsqueda de la felicidad aquí en la Tierra serpenteaba ya entre los cimientos de las instituciones coloniales que promovían el sentido de la vida en el Más Allá? El caso analizado por Estela Roselló de la curandera Manuela Josepha Galicia, apresada en 1752 en la cárcel del arzobispado por publicar milagros y tener revelaciones, liberada por ser mestiza y procesada más tarde por la Inquisición, devela coincidencias entre médicos y curanderas, entre prácticas mesoamericanas, medievales y modernas, que apuntan a respuestas universales dadas ante el cuerpo enfermo o moribundo.
Curanderas depositarias de la cultura femenina, identificadas como pecaminosas, supersticiosas, paganas e idólatras habían existido siempre en la España cristiana, pero en el siglo XV –como aclara Roselló– con los Reyes Católicos y el nacimiento del Estado-nación y su afán ordenador y controlador, se intentó que la curación de los cuerpos quedara en ma-nos del Protomedicato, un gremio varonil y católico. En este texto se puede observar cómo los elementos mágicos, religiosos y científicos están mezclados tanto en las prácticas de los médicos con licencia como en las prácticas de las curanderas. Ambos grupos aplicaban la teoría medieval de los humores para efectuar diagnósticos y restablecer equilibrios corporales y ambos recurrían a la intercesión de los santos y las vírgenes, lo cual denota la importancia de la fe en la superación de la enfermedad y la recuperación de la salud. Si bien con sus trabajos los médicos quizás buscaron el dinero y las curanderas el prestigio, ambos respondían a los tan estimados valores de la fama y el honor y unos y otros ejercieron el poder que se desprende de la posesión de la sabiduría que en aquel entonces quería decir posesión de los secretos para restituir la integridad del cuerpo.
El artículo de Estela Roselló expresa cómo las experiencias del cuerpo, la ampliación de la privacidad para explorar emociones, sensaciones y percepciones íntimas, constituyen una lenta subversión del orden, ya que la atención en el cuerpo provocada por la enfermedad abría posibilidades de tomar conciencia de sí mismo, de alimentar una cierta individualidad, prerrequisito de cualquier tipo de liberación. La enfermedad misma, en particular la psicosomática, podría interpretarse como una manifestación de descontento hacia determinadas condiciones psicológicas, sociales y culturales.
En conjunto, el libro Presencias y miradas del cuerpo en la Nueva España invita a olvidar por un momento el carácter disruptivo de la gesta de Independencia en México para ir al encuentro de esos procesos de trasformación que avanzan sigilosos durante los tres siglos de la colonia, pues al ras del piso, en la vida cotidiana, la transgresión de las reglas de disciplina de los cuerpos apuntan cambios, sobre todo el reclamo de mayor libertad para usar el cuerpo y la paulatina toma de conciencia de los derechos individuales. Asimismo, este es, entre otros, uno de los asuntos abordados por José Luis Souto y Fernando Ciaramitaro en el artículo “El cuerpo imperial. Ideología del retrato regio en Nueva España bajo Carlos III y Carlos IV”, donde, como su título lo sugiere, estos investigadores analizan algunas pinturas novohispanas dedicadas a la figura de los mo-narcas borbones. La manera como los cuerpos de estos soberanos se es-tampan y se entienden en su circunstancia social proporciona un universo semiótico marcado por el tránsito de las sociedades hispanoamericanas estamentales a las clasistas, por el paso de la predominancia de lo religioso a lo civil, de la mayor presencia de la política y del cuerpo mili-tar, y de la substitución de los héroes y los santos por los reyes.
Tal vez el proceso de secularización, desacralización y resacralización iniciado en el siglo XVIII, estudiado por Souto y Ciaramitaro, sirva para plantear preguntas sobre algunos hechos contemporáneos: ¿la divinización de los cuerpos que antes correspondía a santos y reyes corresponde hoy ahora a los deportistas, las vedettes y los pop stars en la espiral escalada por el mercado para convertir a los cuerpos en artículos de consumo? Como señala Estela Roselló en la introducción de la obra, actualmente los cuerpos son objetos de “placer, sexo, nutrición, ejercicio, cirugías estéticas y la moda” que responden a códigos culturales, pero si se trata de ver hacia el pasado la misión de los historiado-res es, precisamente, descifrar dichos códigos y explicar los significados que se han escondido detrás de muchas rutinas, gestos, hábitos, técnicas y representaciones corporales construidas a lo largo del tiempo.
La historia del cuerpo conduce, indefectiblemente, a la historia de las emociones, las sensaciones, los sentimientos y, muy especialmente, de la carnalidad y la sexualidad. Hasta hace unas décadas, los historiado-res pensaban que estos eran objetos difíciles incluso imposibles de estudiar, aunque en alguna parte de la historiografía mundial hubieran aparecido intermitentemente. Como se puede apreciar en el recuento historiográfico que Estela Roselló proporciona al inicio de este libro y como muestran las seis narraciones de hechos ocurridos en la Nueva España a las que he hecho mención, los avances en este terreno son notables y abren nuevos horizontes hacia los cuales la historiografía en lengua española podrá mirar en el futuro.