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Vol. 50.
Páginas 221-228 (enero - junio 2014)
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Reseña del libro
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Jaime Cuadriello
Instituto de Investigaciones Estéticas-Universidad Nacional Autónoma de México
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Todos los libros obtienen desde origen la propiedad de objetos, pero muy pocos se consagran literalmente al análisis (histórico) o a la evocación (poética) de un solo objeto de estudio: 420 páginas a doble columna y dos centenares de ilustraciones consagradas exclusivamente para examinar un solo cuadro. ¡Pero qué cuadro! Mide 12 metros de largo por 3.20 de alto y para exponerlo se requiere una sala entera del Museo Nacional de Historia. O todo un almacén contenedor de este mismo Almacén, así llamado y signado en 1797, al alimón, por el pintor Miguel Gerónimo Zendejas y el farmaceuta José Ignacio Rodríguez Alconedo; un dispositivo, a su vez, que proporcionaba almacenamiento efectivo a infinidad de envases y utilerías científicas, merced a sus puertas practicables, que ahora se abren y se cierran, al lector actual, para revelar sus más íntimos secretos.

Con tal pronóstico parecería que se trata de un libro obsesivo, reiterativo y posiblemente aburrido. El reto de contar la historia de un solo cuadro o, más bien, de una alegoría social desplegada en 36 metros cuadrados de pintura ha llevado a Lucero Enríquez a una pesquisa que se extiende en el plano de la larga duración: desde la devota cofradía de boticarios poblanos y el triunfo de la farmacéutica –y de la Ilustración como una mentalidad para enfrentar el futuro–, hasta la conciencia de emancipación y de enfado político con el Antiguo Régimen, y que nos avisa el escenario histórico. Aquí se leen, por primera vez, unos secretos bien resguardados que entonces eran declaraciones del poder asumido por sus ilustrados comitentes, tan estudiosos y críticos y, como suele suceder en la política académica hasta el presente, cuyas inquietudes también afectaban los intereses de los poderosos, los universitarios conservados en naftalina o encastillados en su torre de marfil.

Por eso mismo, para contestar al conformismo en la investigación, bien convino a la autora asumir un método indiciario y casi, casi, de espionaje archivístico y vivisección forense. Hay que notar en principio la portada que escogió: un esqueleto, con guadaña en mano, examinado al papel por un parnaso de musas inquisitivas (una escena algo más amable que la descarnada Lección de anatomía de Rembrandt). Incluso, para normar su insaciable curiosidad, la autora tuvo que recurrir a una pesquisa inferencial, de aliento baxandalliano, a partir del clásico libro al que los historiadores del arte acudimos cuando nos faltan pruebas para afirmar y acusar: Modelos de intención de Michael Baxandall. Pero no sólo de este autor se sirvió la doctora Enríquez para probar la intencionalidad de los comitentes, y el subgénero pictórico utilizado, venido del studiolo renacentista (conforme al sentido del decorum), sino que fue más allá vislumbrando los pliegues de la discursividad ilustrada y el papel de agencia que la pintura desata o concita entre sus creadores, promotores y público.

Así, entonces, en este libro se pasa revista a unos destacados enciclopedistas poblanos que, sin dejar de ser católicos, buscaban la interlocución científica y política adecuada con la mentalidad de sus tiempos. El gran cuadro mural tenía un destinatario específico y por eso puede verse como un alegato corporativo: la reivindicación total de los farmaceutas hartos de las presiones y el control del Protomedicato de México. Se dice fácil hallar esta conclusión, entre otras, pero esto exigió a la autora la consulta ingente, durante tres años, de archivos notariales, de la propiedad y el registro, los judiciales, edilicios y eclesiásticos. Amén de una miscelánea de impresos o folletería de la época que, cotejada con las imágenes, permitieron, a quien firma el libro, no sólo extraer jugosos datos sino insospechados significados ocultos desde el pasado, pero nada ajenos a los usos y mentalidades de la actualidad.

Y no obstante los buenos resultados que se presentan en este libro, tan reveladores para la historia social del arte en la Puebla tardo dieciochesca, la doctora Enríquez no se olvida de la personalidad del artista, de su prolífica y longeva producción, de la peculiaridad de su lenguaje estilístico y de la práctica de la pintura en el medio de una escuela regional tan poco valorada en este periodo (incluso denostada como “fácil”, “afeminada” o “decadente”). Las enormes telas y series de don Miguel Gerónimo Zendejas que visten los templos de la Angelópolis, a partir de hoy, serán fácilmente reconocibles, atribuibles y valoradas. En efecto, ahora contamos con una biografía sustancialmente ampliada de Zendejas, aquí presentado con el perfil de un pintor de corte episcopal pero que igual desahogaba, solícito, los deseos de franciscanos, agustinos, oratorianos, monjas, cabildos o caciques indígenas. También conocemos mejor las audacias de su valiente pincelada, de su variado colorido y de su especial gusto por la alegoría pictórica. Enríquez lo muestra amigo de la buena doctrina de la pintura –para enseñar, persuadir y deleitar a la vista y la mente–, asimilada desde sus conocimientos de la retórica y la óptica, y todo es prueba de lo bien que estaban recibidas las ideas de Antonio Palomino en la Nueva España. Ducho entre la teoría y la práctica, se comprueba el buen partido de sus composiciones, es decir, del ingenio y la disposición que el artista tenía para resolver “la toma de un partido estético” (como dice Baxandall). Ya que, más allá del palimpsesto de grabados del que Zendejas echó mano para articular el Almacén, pudo consumar, ante la mirada exigente y exquisita de su público, la excelencia de una obra bien “conmensurada” en cada una de sus partes, figuras y planos. Por entonces, don Gerónimo ya era un consumado estratega en el arte de manipular el efecto de visión, por medio de pantallas arquitectónicas y los recursos de la óptica; y no sólo para obtener la verosimilitud requerida en los trampantojos sino para continuar y establecer los parámetros de un peculiar gusto local, en el que texto e imagen hacían las veces de un libro abierto y las figuras se mostraban “parlantes”: sufrientes, gozosas, anhelantes o festivas (hay que ver la elocuencia con la que pinta las vidas del beato Sebastián de Aparicio en San Francisco o de san Juan Nepomuceno en Santo Domingo). Pero más aún: hay que valorar su enorme talento para resolver los muchos planos del discurso –o las sutilezas del mismo metadiscurso–, es decir, de aquellos mensajes implícitos y cruzados que reconstituyen a la pintura en una imagen disparadero y, como tal, en un discurso de “declaración y alegato” social, en un vehículo acomodaticio ajustado a una semántica de ida y vuelta o de las propiedades de un lenguaje elíptico capaz de hacer sentir el poder y el contrapoder, el elemento más apasionante de la memoria histórica y sumamente activo durante aquellos años de trasformación o sustitución de paradigmas. El Almacén sería el mejor caso, pues, en que se configura un nuevo paradigma científico válido para una comunidad que se manifiesta y un artista que, por su parte, ejerce a plenitud “la inteligencia de arte”.

Hay otro campo de la interdisciplina que este libro hace suyo: me refiero al ineludible estudio de la materialidad del cuadro o a su estatuto de artefacto (como se quiera), para entender la realidad física del soporte y su estructura de funcionamiento, en tanto mueble receptor de objetos y depósito de seguridad, abatible y penetrable, y contemplado tan sólo para los iniciados y conocedores que manipulaban sustancias y fórmulas curativas. Lucero Enríquez nos presenta un sancta sanctorum propio de aquellos hombres venidos de la botánica y descubridores de la nueva farmacéutica; merced a sus 18 hojas concebidas como puertas y los bastidores “enlienzados”, reales y aparentes, que juegan con la idea de una escenografía alegórica, interior y envolvente, como aquellas que el pincel de Zendejas ejecutaba para el Coliseo de comedias o Teatro Principal.

Por otra parte, desde esta suerte de análisis multidisciplinar, hoy se puede reintegrar al Almacén a su primer estatuto como un artefacto activado y con valor de uso cotidiano y postrero. El examen de la materialidad –y su vínculo con la funcionalidad de los objetos artísticos– constituyen, sin duda, un territorio frontera en el conocimiento de nuestra disciplina y que en este libro arroja sus primeros y sorprendentes resultados. En suma, el Almacén era un objeto de uso privado y restringido, a modo de un “estrado corporativo”, que tenía la función de mostrarse como un espejo identitario e ideológico, propio de un cenáculo de “amigos de las Luces” que por entonces celebraban haber dejado de ser mayordomos de cofradía –y simples boticarios tolentinianos– y ya se declaraban profesionistas, liberales y notables, sin dependencia del gremio de médicos y cirujanos. Aquí se mira un escenario de poder mostrado a modo de “sala de juntas”: el mejor índice del tránsito secular de una “oficina de botica” a “una estancia sagrada y respetable”, como dicen los documentos, y cuyos miembros se representaban orgullosa y optimistamente merced a los artilugios de la pintura, en tanto se sabían y reconocían en el espejo de “una comunidad imaginada”. O dicho en otras palabras, la descomunal pinturaartefacto es un microcosmos del pensamiento ilustrado arraigado en Puebla, personalizado entre los miembros de una corporación que se atreve a decir su nombre, aunque esto incomode a sus colegas y a las autoridades.

Para empezar, los integrantes de la “cofradía” han dejado atrás al patético, lacerante y sombrío san Nicolás de Tolentino, el medieval patrono titular, y en cambio han asumido al luminoso, esclarecedor y sanador arcángel san Rafael que distribuye entre las ciencias y las artes las ráfagas emanadas de la sabiduría divina o de aquél otro ángel bíblico que, a un extremo del Almacén, cura a los desvalidos agitando las salutíferas aguas de la piscina probática de Siloé (último episodio del cuadro mural).

Hay que destacar otro compromiso asumido por la autora: su creencia en que la biografía cultural de los objetos es tanto o más reveladora que el acto creativo o generador de los mismos, más allá del instante en que la inteligencia del artista se reserva el control del partido técnicoformal y de los significados asignados y adquiridos. De acuerdo con el antropólogo Igor Koppytof, lo más evidente de los objetos artísticos se nos olvida a menudo: su valor de “mercancía” determinado por el poseedor y el inevitable mecanismo de circulación al que se somete, tal como una moneda de cambio. El Almacén, desde su invención en 1797, nunca de dejó de ser eso y sus transformaciones de sentido en el siglo xix, como simple armario, y su salida al mercado en los albores del siglo xx, acabaron por confinarlo en lo menos funcional que se desea para los objetos patrimoniales o que por desgracia quedaron arrancados de su contexto arqueológico: antes de su actual museografización en el Museo Nacional de Historia, este artefacto pictórico pasó por un penoso tránsito de incuria, deterioro y olvido. Incluso, se le mira atesorado entre las fruiciones transgresoras de algunos intelectuales, o ya a manos de funcionarios y museógrafos de moda, activos bajo el imperio del presupuesto público y trabajando a pedido del capricho o el interés personal. Nada más hay que contar que, en algún momento de la Decena Trágica, el Almacén llegó a ser una extensión del exquisito jardín japonés del poeta José Juan Tablada en Coyoacán y, en otras circunstancias, todavía más lamentables, apareció como una simple obra de relleno o “tapadera” de inauguración “por decreto”; es decir, cuando “un alguien” en el inah lo refundió –desmembrado y en pésimo estado de conservación–, en medio del trópico inclemente de un museo regional, tan ajeno y adverso, como el de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

La biografía cultural de los objetos, pues, no sólo registra los accidentes de valor de uso y transacción sino también los inherentes cambios del gusto o los esquemas de consumo “estético” que le asigna cada propietario, expropiador o custodio. Desde luego que esto sucede para incrementar el capital social y simbólico de los sujetos ya que, al cabo, el comercio del arte es –y seguirá siendo–, el mejor factor de estatus para ascender y posicionarse en la escala social e intelectual (Pierre Bourdieu dixit).

Después de haber leído este libro, centrado en un solo cuadro y sus avatares, nadie puede decir que sólo mira un telón acartonado de personificaciones y atributos. Más bien, cada lector tiene que asumirse como un partícipe del mismo contemplando, en primera fila, un desdoblamiento virtual de la perspectiva sobre el espacio real y que vívidamente nos desvela, ante una mirada curiosa, una estancia ajardinada y placentera, como desde el Renacimiento se leía en el Sueño de Polifilo o en una escena misteriosa del Orlando furioso. Una reactivada stanza que nos invita a deambular por el gabinete de la experimentación botánica de la Nueva España, pero ya no entre alquimistas ensimismados en su antro o cueva, sino de individuos emplazados en un campo de trabajo a cielo abierto. En este gabinete de mostración tiene lugar la recolección, el ensaye y la taxonomía, transportado al visitante al medio natural donde pululan plantas, aves y flores; los tertulianos, allí retratados, se pavonean y representan como nuestros amables anfitriones. Para recibir no sólo a sus allegados en aquél año de 1797 sino de todos nosotros, los reunidos a efecto de quienes compren, lean y repasen este libro. De esta suerte estaremos permanentemente convocados ante el cuadro para cultivar el arte de la conversación, una afición típicamente dieciochesca, y no solo padeciendo los exámenes y certámenes, propios de las taxonomías y los experimentos, que hacen tan difícil y engañosa –y siempre competida– la vida universitaria; más aún, en medio del ir y venir entre las facciones de la academia, el cenáculo y el laboratorio (o la subcultura de los puntajes que sobreviene al darse de alta en el SNI). Las efigies de los tertulianos se desempeñan a manera de festaioli del cuadro, que reformulan y hacen ostensible su idea personal del mundo y de sistema en el que habitan: dígase, casi, casi, un cuadro en el que se desvela una cosmovisión fincada desde el origen del mundo. Del universo todo, que si bien nace del acto creativo del Padre Eterno o el Gran Demiurgo, o como se quiera, se sistematiza y seculariza merced a esta apropiación epocal de la Enciclopedia francesa y de los asegures que le impone el medio local y cultural.

De tal suerte, estas bodas entre la pintura y la farmacia abrían una dimensión esperanzadora a sus semejantes, acogidos a un imaginario peculiar del Siglo de las Luces, o más bien amparados en una ciencia que avanza sin detenerse y al ritmo de una sociedad que se desprende de los métodos escolásticos y peripatéticos para combatir, por igual, al fanatismo, la charlatanería, el disimulo y la ignorancia. Todas las matronas de las ciencias y las artes, a coro, alaban al Altísimo como supremo mistagogo y oráculo sempiterno del saber universal; un conocimiento antaño revelado, pero desde entonces aprehendido a efecto de la razón y sometido, día a día, a la comprobación y la experimentación científica.

No es un despropósito decir que el Almacén anuncia y celebra, en esta parte del continente americano, el nacimiento de un nuevo paradigma científico y visual, incluso de un emergente partido político (el de los criollos desafectos). No recuerdo en el arte hispanoamericano otra obra de esta enjundia intelectual y artística, mucho menos un objeto de semejante monumentalidad y novedad: para quien tenía dudas de que en las regiones de “la periferia” del Mundo Hispánico no había un “arte ilustrado”, esta pieza, sin secretos, es “un airado mentís”. Es por ello una feliz metonimia de los tiempos y, desde luego, un índice de corrección y desafío para el sistema de pensamiento del Antiguo Régimen y que, gracias a las empeñosas, puntuales y apasionadas indagaciones de una historiadora del arte, hoy nos revela las tensiones complejas y emergentes entre el poder absolutista y los individuos, entre el naciente Estado y los inminentes ciudadanos.

Por algo, el comitente de este encargo, don José Ignacio Rodríguez Alconedo, acabó prisionero en 1808 y, lo mismo que su hermano, el orfebre José Luis, quedaron acusados de infidelidad e insurrección y padecieron en carne propia el desenfado de sus posturas intelectuales, aunque sólo este último pagó con la vida las consecuencias políticas de aquellos actos y declaraciones; así, como se sabe, luego de ponerse a las órdenes del cura Morelos en la fundición de cañones, murió fusilado en los llanos de Apan en 1815.

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