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Vol. 51.
Páginas 183-190 (julio - diciembre 2014)
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Martín Ríos Saloma
Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México
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“Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”. Fue con estas palabras con las que en 1209 el delegado papal Arnaud Amaury justificó el asalto violento del ejército cruzado en contra de la población de Béziers en el marco de la cruzada contra los albigenses organizada por el papa Inocencio III y el rey de Francia, Felipe Augusto. El sitio terminó con la vida de unas 8 000 personas y sembró el terror en toda la región occitana.

Este episodio puede considerarse el momento culminante del desarrollo de una serie de teorías destinadas a construir la identidad de Europa occidental como una sociedad cristiana en permanente lucha contra los enemigos externos (paganos e infieles) y los enemigos internos (herejes y judíos), tal y como lo han estudiando Dominique Iogna-Prat y Roger Moore. La acción de los ejércitos comandados por Simón de Montfort y bendecidos por Amaury ponía en evidencia en qué medida la Reforma iniciada por Nicolás II e impulsada por Gregorio VII en el siglo XI destinada a supeditar a los poderes terrenales había logrado desarrollarse con éxito y hasta qué punto la Iglesia se había hecho con el monopolio de la violencia dentro de la sociedad medieval, pero también muestra un continuo entre la forma de ejercer esa violencia, puesto que la toma de Jerusalén por el ejército cruzado y el sitio de Béziers pueden considerarse auténticas masacres justificadas por ser designio de la voluntad divina.

Asistimos así a la formación de una paradoja doctrinal: el Dios de la paz y el amor del Nuevo Testamento utiliza la violencia precisamente para lograr el restablecimiento de la paz, pero también para garantizar un orden moral y social.

Será esta paradoja el objeto de estudio del libro La justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo, del doctor Antonio Rubial García, profundo conocedor de la Edad Media y de la época moderna y en particular de los temas relacionados con la religión y la santidad. Con el rigor, la erudición y la buena pluma que le caracterizan, el maestro aborda de manera original el viejo y difícil problema de la sacralización de la violencia y sus consecuencias prácticas.

El texto está dividido en tres partes en las que se analizan otras tantas problemáticas, a saber: la guerra, la justicia y el martirio. Si bien es cierto que, como el propio autor señala, sobre estos temas han corrido ríos de tinta y cientos de folios a lo largo de los últimos doscientos años sólo en el ámbito de la historiografía académica, Rubial analiza las problemáticas mencionadas a partir de tres nuevos enfoques que logran construir una interpretación ciertamente novedosa: el primero consiste en utilizar en sentido amplio la palabra “santo” y no limitar su uso a quienes fueron canonizados por la Iglesia; el segundo consiste en analizar la violencia desde los propios marcos referenciales de la sociedad medieval y el sentido de justicia que le era inherente; el tercer postulado pretende no limitar el análisis a los aspectos institucionales o jurídicos de la problemática sino, antes bien, analizar los elementos que constituyen la violencia simbólica, concepto que el autor retoma de Pierre Bordieu y que define como “la aceptación de los códigos de violencia por parte de los fieles como algo dado y que no puede ser de otra manera”. En este sentido, “los eclesiásticos reflejan en sus escritos e imágenes el mundo de violencia en el que viven”, razón por la cual Rubial presta especial atención a las “opiniones, imágenes, prácticas, signos, gestos y anécdotas literarias” construidas en torno a la santidad, puesto que con ellas se recrea continuamente el orden establecido y se refuerza la idea de que es un orden querido por Dios (p. 17-19).

A estos enfoques novedosos, se añade una virtud poco frecuente entre los estudiosos de ambos lados del Atlántico que se dedican a la Edad Media y la modernidad y que me parece digna de subrayarse. Se trata del hecho de que nuestro maestro no constriñe su estudio a los límites cronológicos que tradicionalmente se han impuesto a la Edad Media, sino que retrotrae su trabajo a la antigüedad tardía con el objetivo de analizar en la patrística el germen de las ideas sobre la violencia sagrada y lo proyecta hasta el siglo XVIII con la finalidad de estudiar cómo y en qué medida los discursos, las imágenes y las prácticas sobre la violencia sagrada se implementaron en el imperio español en general y en la Nueva España en particular, en un estudio de muy larga duración. En este sentido, sorprende la vigencia de los elementos originarios que conforman la violencia simbólica a lo largo de trece siglos a pesar de sus continuas transformaciones y reactualizaciones.

La laicización de la sociedad iniciada a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa transformaría profundamente los valores del mundo occidental de manera tal que hoy en día lo político y lo sagrado pertenecen a esferas distintas y por lo tanto, en palabras del autor, aunque utilicemos las mismas palabras para referirnos a los conceptos de justicia, injusticia, violencia o santidad, sus significados ya no son los mismos. En este sentido, el libro de Antonio Rubial que hoy presentamos es también un llamado a los historiadores y a los científicos sociales en general para evitar caer en el anacronismo.

El primer capítulo, intitulado La guerra sagrada, se halla dividido en cuatro apartados. En el primero Rubial analiza los procesos de sacralización del poder político remitiéndose a los orígenes bíblicos de esta idea y estudiando con detenimiento los estrechos vínculos desarrollados entre la Iglesia y el Imperio a lo largo de la alta y la plena Edad Media, deteniéndose particularmente en las figuras de Constantino, Teodosio, Carlomagno, Otón III y Federico Barbarroja, así como en las de algunos monarcas de regiones fronterizas con el imperio bizantino y el propio San Luis. En el segundo apartado estudia con detenimiento el proceso por medio del cual las teorías desarrolladas por Cicerón, San Agustín, Isidoro de Sevilla y Tomás de Aquino en torno a la guerra justa se combinaron con aquellas desarrolladas por la congregación de Cluny a partir del siglo X y los movimientos de la paz y tregua de Dios que buscarían transformar a la nobleza en una Militia Dei o Militia Christi que lucharía a favor de la Ecclesia, es decir, de la comunidad sacramental de los fieles para defenderla del pecado. En este marco y subrayando las continuidades a lo largo de la época moderna, el autor refiere que Mendieta equipararía a Cortés con Moisés por considerar que el capitán extremeño había liberado al pueblo indígena de la esclavitud de la idolatría (p. 59). El tercer apartado analiza precisamente cómo las teorías sobre la guerra santa se materializaron en la cruzada. Recuperando los sermones de Urbano II y los escritos de Bernardo de Claraval, particularmente su De laude novae militiae, Rubial analiza cómo en el marco de la Reforma gregoriana y el auge de los cluniacenses la Iglesia demonizó y deshumanizó a sus enemigos y, por lo tanto, estuvo en condiciones de eliminarlos puesto que por su naturaleza bestial no podían ser considerados como hijos de Dios. Este proceso se enmarcaba, además, dentro de la acción política de Gregorio VII que pretendía erigirse como la máxima autoridad de la Ecclesia y supeditar el poder imperial, de manera tal que la cruzada impulsada por Urbano II no sería otra cosa que la materialización de las ideas de los gregorianos sobre la supremacía pontificia. Así, la Militia Dei acabaría convirtiéndose en una Militia sancti Petri cuya misión sería defender los intereses de la Santa Sede. La perversión de la idea de cruzada en el siglo XIII y un nuevo intento por parte de Inocencio III para afirmar la supremacía papal frente a las monarquías europeas, que se hallaban en pleno proceso de consolidación, llevaría a la cruzada albigense —la primera cruzada en territorio europeo en contra de cismáticos, a la matanza de Béziers y a la derrota de Pedro II de Aragón en la batalla de Muret el 12 de septiembre de 1213 a la que hacíamos alusión al inicio de este escrito. Junto a Tierra Santa y el Languedoc, la península ibérica sería escenario primerísimo de la idea cruzadista: desde el siglo Viii los musulmanes se habían hecho con el control de la mitad meridional del territorio y a partir de la conquista de Toledo en 1085, por Alfonso VI de Castilla, avanzaría lentamente sobre las tierras fronterizas apoyada en el arsenal ideológico aportado por el nuevo arzobispo toledano, Bernardo, un cluniacense cuya misión era desterrar el ritual mozárabe y sujetar a Hispania al rito y a los intereses romanos. Las conquistas de Córdoba y Sevilla realizadas por Fernando III ya en el siglo XIII serían presentadas también como auténticas cruzadas, así como la guerra contra el emirato de Granada desarrollada por los Reyes Católicos entre 1482 y 1492. La última cruzada llevada a cabo por España sería la campaña naval contra los turcos que culminó con el triunfo de las armas cristianas en Lepanto y, a decir del autor, “La Santa Cruzada se vació de Sentido y sólo restaría como recuerdo la llamada Bula de Cruzada”. En el último apartado nuestro autor realiza un recorrido hagiográfico e iconográfico sobre aquellos santos que dejaron de ser mártires y se convirtieron en santos guerreros que continuamente apoyaron a los ejércitos cristianos en contra de sus enemigos; en estas páginas Santiago Matamoros y san Miguel tienen un lugar protagónico como no puede ser de otra manera y Rubial no deja de analizar la vigencia del primero y sus usos a lo largo del proceso de conquista de la Nueva España.

El segundo capítulo lleva por título La justicia implacable y en él se analizan las múltiples vías que tenía Dios para hacer cumplir su justicia. La primera de ellas, tema del primer apartado, era la venganza de los santos, quienes podían hacer que sus verdugos sufrieran castigos corporales e incluso podían provocar la muerte de los pecadores. En cualquier caso, Rubial subraya el papel intercesor de los santos —y sus reliquias— y de la Virgen para contener la ira divina. Por ello las vidas de los santos, condensadas en la leyenda dorada, formaron parte integral de la liturgia, pues imponían modelos de vida y comportamiento que garantizaban la continuidad del orden establecido. En el segundo apartado Rubial analiza los discursos eclesiásticos contra los judíos, los homosexuales y las mujeres. Los primeros fueron objeto de ataque por su contumaz incredulidad y por ser considerados como el pueblo deicida. En su caso el discurso se materializó en prácticas de segregación, despojo, señalamientos o matanzas que fueron desarrolladas a partir del siglo XI como consecuencia de la definición de la sociedad medieval como una sociedad cristiana. Menos agresivas físicamente, las polémicas teológicas en contra de los judíos contribuyeron a fortalecer lo que autores como Iogna-Prat han denominado violencia intelectual. El siglo XIV volvería a ser testigo de un recrudecimiento en contra de las comunidades judías, particularmente las de la península ibérica. En el caso de la homosexualidad, Rubial señala que la condena se basa en los textos bíblicos referentes a los habitantes de Sodoma y Gomorra y su destrucción por el fuego, así como en la condena explícita contenida en Levíticos, y su prohibición por parte de la Iglesia significó una ruptura de gran calado cultural respecto del mundo grecorromano. Sin embargo, el autor señala que la persecución efectiva de tales prácticas no se dio sino hasta el siglo XII. Por lo que respecta al discurso contra las mujeres, este obedece en realidad a una herencia greco-latina que se reformuló en los textos de san Pablo y los padres de la Iglesia, con Agustín a la cabeza, en los que se consideraba que al probar el fruto del árbol prohibido y ofrecerlo a Adán ésta era la encarnación del pecado, que en la mayoría de las veces se asoció al pecado sexual que eliminaba la pureza del cuerpo y del alma. Sin embargo en el siglo XI surgió una lenta revaloración de la mujer que se materializó en la promoción de la figura de la Virgen como madre de Cristo, reina del cielo, protectora del ser humano e intercesora favorecida por el propio Dios. El tercer apartado está consagrado a la Inquisición, uno de los temas de especialidad del autor y en el cual analiza tanto los orígenes de la Inquisición papal como del tribunal del Santo Oficio en época de los Reyes Católicos y su instauración en la América Hispana. La Inquisición fue un eficaz tribunal destinado a extirpar la herejía y destruir el error y se consideraban como heréticas todas aquellas ideas, prácticas sociales y prácticas litúrgicas que se apartaban de lo estipulado por Roma. Formulada por primera vez la dogmática en el Concilio de Nicea del 325, Gregorio VII la resignificaría en su célebre Dictatus Pape, en la que se establecía que no podía considerarse católico a quien no seguía los designios de Roma (XXVI. Quod catholicus non habeatur, qui non concordat Romane ecclesie). La primera vez que se puso en marcha un proceso inquisitorial fue en el marco de la cruzada contra los albigenses y aquellos que fueron hallados culpables fueron entregados al fuego purificador. Rubial se cuida de señalar las diferencias entre la Inquisición medieval y la Inquisición moderna y de subrayar el importante papel social y político que ésta última cumplió en el mundo hispano y de matizar el uso que hicieron los tribunales de la violencia, pues aunque hubo varios momentos en que los herejes fueron quemados, en la mayoría de los casos la violencia se ejercía a través de azotes y distintas penitencias. También insiste en el hecho de que la brujería fue una invención de la época moderna, que en el mundo hispano fue un fenómeno poco frecuente y que las brujas no fueron procesadas por la Inquisición, sino por tribunales civiles. El último apartado del capítulo está consagrado a la violencia infernal y a ofrecer, en función de los textos y la iconografía, una precisa descripción del infierno y el purgatorio y un catálogo de los tormentos a los que eran sometidos los pecadores, relacionando su concepción al contexto histórico en el que fueron pensados estos lugares como forma de controlar a los fieles a través del terror psicológico.

El último capítulo está consagrado a estudiar el cuerpo victimado y es, hasta donde tengo noticias, uno de los pocos trabajos destinados a analizar la violencia o la autoviolencia que de muy distintas formas se ejercieron sobre el cuerpo humano si exceptuamos la literatura penitencial. La base de la reflexión teológica fue, por supuesto, el propio sacrificio de Cristo que ofreció su sangre y su carne para la redención de la humanidad. En consecuencia y frente al disfrute de la vida, de los placeres mundanos y del cuerpo, la Iglesia primitiva, heredera en cierto sentido de las corrientes estoicas de la tardoantigüedad, impuso la renuncia al cuerpo y el martirio, la penitencia y la flagelación como medio de salvación del alma. Rubial señala la naturaleza de la agresión que el martirio significó denominándolo suicidio. Así, frente a la apologética desarrollada a lo largo de la Edad Media y la época moderna, desarrollada en la hagiografía y la iconografía a favor del martirio, nuestro autor pone de manifiesto su violencia y señala que las primeras comunidades cristianas lo rechazaron por atentar precisamente contra la vida. Sin embargo, a partir de las persecuciones de Diocleciano el martirio se impuso como un vehículo privilegiado para alcanzar la santidad. Tras un decaimiento como consecuencia de la aceptación del cristianismo en el siglo IV, la Edad Media conoció cuatro etapas en las que de nuevo se recuperó esta forma: los siglos VIII y IX en los que se evangelizó Sajonia; el siglo x cuando algunos cristianos predicaron en contra del Islam en territorio Andalusí; los siglos XIII y XIV cuando los franciscanos comenzaron a predicar en el norte de África; la última sería el siglo XVI, cuando diversos misioneros se embarcaron hacia América, Filipinas, China y Japón con el fin de llevar el evangelio a las poblaciones nativas y, como es bien sabido, muchos de ellos murieron a manos de sus oidores. Frente a los mártires que alcanzaron oficialmente la santidad, Rubial dedica un apartado a aquellos mártires que por diversas razones no ascendieron a los altares, mostrando con ello la ambigüedad de la práctica y subrayando el hecho que siempre fue difícil distinguir entre la santidad y el suicidio y que la Iglesia se cuidó muy mucho de ser la única capacitada para reconocer y sancionar la santidad. En muchos casos, los mártires novohispanos del siglo XVIII no alcanzaron la santidad, pero sí crearon un nuevo modelo de mártir que demandó un nuevo victimario: los indios salvajes del norte. El tercer apartado está dedicado a las prácticas ascéticas y la violencia autoinfligida a través de los ayunos, el uso de cilicios, las vigilias, las oraciones prolongadas, los baños de agua fría, la ingestión de alimentos inmundos, la aceptación de la enfermedad hasta la muerte y las humillaciones que recreaban el propio sufrimiento de Cristo. A veces como prácticas colectivas y a veces como prácticas individuales, la mortificación fue una manera de preparar la comunión con Dios o de buscar su perdón. El capítulo se cierra con un apartado destinado a aquellos santos elegidos por Dios y en cuyas representaciones la violencia ejerció un papel central, como santa Teresa, cuyo corazón fue traspasado por una flecha que la condujo al arrobo.

El libro de Antonio Rubial se cierra con un epílogo en el que señala que “la asimilación de discursos violentos en el cristianismo del Antiguo Régimen respondía a una situación política y social y el éxito de su recepción se debió a que manejaba un código que todos los occidentales comprendían.” La violencia, añade, “formaba parte de la vida cotidiana” y “la precariedad de la vida cotidiana daba al cuerpo un valor distinto al que nosotros le otorgamos” (p. 247).

Quisiera cerrar la lectura con una idea a la que vengo dando vueltas desde hace tiempo. La historiografía más tradicional pretende que el siglo XV significó una ruptura con respecto a los siglos anteriores y el concepto de Renacimiento ha distorsionado nuestra visión sobre los procesos históricos pretendiendo que hubo un corte radical en el desarrollo de Occidente a partir del siglo XV. El libro de Antonio Rubial, La justicia de Dios, muestra con claridad que los procesos culturales iniciados en el siglo XI se mantuvieron y se proyectaron hasta el siglo XVIII y la religión se mantuvo como el principal marco referencial de Occidente. Mucho avanzaría la ciencia histórica si en vez de presentar el siglo XV como un periodo de rupturas fuera considerado como una época de transformaciones. El reto de los historiadores consiste en calibrar las rupturas y las innovaciones, pero también en ponderar y explicar las continuidades que hunden sus raíces en la undécima centuria y que acabarían definiendo al mundo moderno. En este sentido el texto de Rubial apuntala la tesis de Jacques Le Goff, quien a lo largo de su trayectoria invocó una “larga Edad Media” que se extendía hasta el siglo XVIII.

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