Pocas veces suceden libros de historia que conjuguen paciente investigación, novedosas interpretaciones y un estilo agradable. Este que ahora reseño es, sin duda, uno de ellos. Su autor se preocupa en él por la relación que mantuvo el Estado con el público y con lo público; por la calidad de la censura y por la manera que el vulgo encontró para manifestar su opinión sobre distintos sucesos, a pesar de las órdenes que prohibían hacerlo. Sus principales temáticas se tratan en tres grandes partes: la primera está dedicada al álgido asunto de la expulsión de los jesuitas en 1767 y a la furibunda actividad de la cuarteta Croix, Gálvez, Lorenzana y Fabián y Fuero, que aunque unieron sus fuerzas para desarticular a los agitadores o líderes más notorios de la oposición a esos mandatos, se vieron rebasados por algo que era más complejo y más difícil de controlar. La segunda parte se refiere a la publicación de todo tipo de impresos considerados sediciosos y al camino de su censura, y la tercera se destina al impacto de la Revolución Francesa en la Nueva España, desde el silencio impuesto sobre su noticia, hasta su efervescencia clandestina. Cada parte, a su vez, está dividida en dos capítulos y estos en muchos apartados, donde se da a conocer una buena variedad de casos particulares. A lo largo del libro se delinean sus principales asuntos, que le fueron revelados a su autor por una rica y copiosa documentación primaria y secundaria, con la que armará una importante interpretación sobre el tema de su interés para los años que corren entre 1767 y 1795. Ese período contiene tres décadas muy nutridas de sucesos notables que dieron mucho de qué hablar, ante los que el poder en turno, de manera a veces extremamente autoritaria, respondió con una burocrática red de prohibiciones, controles, juicios y consecuentes castigos, que aquí son estudiados con bastante acuciosidad.
El macro-espacio corresponde básicamente al de la ciudad de México, aunque tendremos la perspectiva de lo sucedido en algunas otras ciudades y poblaciones de la Nueva España aludidas en algunos de los casos descritos. El micro-espacio es el de las tertulias, las boticas, los teatros, los mercados, las plazas, los cosos de toros, el juego de pelota, las esquinas, los portales, los atrios, los pasillos, los cafés y los billares. La forma de exposición es cronológica y no temática, según su autor, porque él no estaba interesado en “encontrar la evolución de un proceso de opinión pública, ni [en] clasificar ideologías o corrientes de pensamiento como intentó hacer varias décadas atrás José Miranda”. Llama la atención que la mayoría de sus temas y asuntos particulares han sido bastante aludidos por otros historiadores (y en algunos casos atrayentes o discutibles, por varios de ellos), a pesar de lo cual Torres Puga los elige de nuevo para insertarlos en una perspectiva que intenta ser erudita y diferente, creando una versión que vale la pena conocer. El relato, como expresé más arriba, es fluido y está narrado con buena pluma, aun cuando, a veces, se desvíe por las ramas de la discusión académica.
Los temas de este libro son numerosos. Desde mi punto de vista se distinguen los que se refieren a las prácticas de lectura; los debates científicos; el poder de los libelos y las imágenes subversivas; la efectividad de las sátiras y los versos; el mensaje oculto de los sermones; el radio enorme de los rumores y sus distorsiones; la sinuosidad de los expedientes judiciales e inquisitoriales —estos últimos se verán privilegiados en este libro—; el peso de los testigos y la calidad buena o mala de su palabra (incluidas sus lealtades y deslealtades); el ámbito enorme de los libros prohibidos; el miedo por parte del poder a las palabras del público; la reacción de este a partir de la censura y sus consecuencias; las redes de lectores; la recepción de lo leído; el libre discernimiento con respecto a la lectura de libros prohibidos; los límites de la censura; el reconocimiento del gusto por la lectura; las influencias de los que sí podían leer libros censurados; el lenguaje de la censura; la censura de la Corona y la censura de la gente entre sí; el público en tanto clientela y sus espacios públicos y privados; el poder de lo transmitido de boca a boca; los asuntos que se salen de cauce; las denuncias por venganza o por mojigatería; la variable percepción del peligro de hablar; la conciencia del gobierno de su vulnerabilidad; el lenguaje y las prácticas de los abogados y los fiscales; las prohibiciones políticas y las prohibiciones de fe; y entre otros muchos tópicos, el de las copias manuscritas de los escritos subrepticios, algunas de ellas de enorme volumen.
El autor sostiene, a partir de una abundante documentación que se resguarda en acervos mexicanos y españoles (alguna de ella novedosa), que existieron prácticas de opinión que no se ceñían al ámbito privado y que llegaron hasta formar redes de información y de comunicación, aunque los que participaron en ellas no percibieran su magnitud. Torres Puga reconstruye algunas de esas redes de circulación clandestina y concluye al respecto que el público novohispano tenía su propia y nada sumisa voz y que a pesar de las prohibiciones, mucha gente se las ingenió para dar su punto de vista y reforzar sus criterios con escritos seductores que circularon públicamente. El valor del análisis de los casos que trae a cuento en todo el libro, aunque radica en demostrar la existencia de una importante opinión pública —en tanto fenómeno de información y comunicación— que se convirtió en una fuerte amenaza a la aparente tranquila vida política novohispana, también radica en que nos revela personas y personajes —hombres y mujeres— con sus propios problemas y singularidad, que nos permiten recrear variados estratos sociales, incluida su mentalidad. En el libro que reseño accedemos a diferentes escenas e imaginarios de la vida cotidiana de la Nueva España -aunque su autor no lo mencione en sus preocupaciones teóricas- a través de una variadísima gama de personajes individuales y colectivos que decidieron actuar de una u otra forma en contra de decisiones autoritarias impuestas por decreto.
Presenta en sus páginas introductorias un sugerente y adecuado “estado de la cuestión” (trae a cuento a los historiadores y teóricos sociales que han reflexionado en los temas de su interés), que resulta un buen ejemplo de lo que se debe hacer para preparar una correcta tesis doctoral, que es el origen de este libro y de la que no pudo desprenderse del todo. Sin quitarle valor a esa discusión teórica que puede resultar interesante para algún público al que le gusten las controversias,1 me parece poco apetecible para el lector que prefiere entrar directamente en materia. De hecho, en cada una de las partes en las que divide su relato vuelve a traer a cuento a los autores que han trabajado antes que él los mismos asuntos y conocemos ahí su punto de vista hacia los que admira o les reconoce autoridad académica, con los que está de acuerdo, con los que polemiza e incluso a los que descalifica. Su crítica a algunos de estos últimos, que parece ser generacional, sea tal vez un poco exagerada. A Gabriel le da comezón, por ejemplo, cuando se habla de “influencias ideológicas” y prefiere usar los paradójicos términos de “compleja inserción” (Véase p. 35) o, por citar otro caso, critica a Monelisa Pérez Merchand por haber dicho en su libro Dos etapas ideológicas del siglo XVIII, que en el asunto de censura y revisión de libros los inquisidores estaban “completamente rebasad[o]s”, para afirmar pocas páginas después en uno de los casos de censura que relata, que “la Inquisición mostró a un mismo tiempo su eficacia para detectar y su incapacidad para solucionar un fenómeno que por el momento la rebasaba [sic]: la circulación de libros…vinculada con la actividad comercial” (Véanse p. 235 y 243).
Un asunto sugerente para comentar en estas páginas, es el de las ediciones de una “estampa de San Josafat” que fue declarada subversiva. Se trata de un tema que ha sido estudiado muchas veces, y aparece de nuevo en este libro, gracias a unos documentos que su autor localizó en la Academia de la Historia de Madrid y que cotejó cuidadosamente con los procesos inquisitoriales pertinentes. Ofrece, además de reconstruir el caso, una interesante colección de las imágenes de San Josafat (así lo llaman en Nueva España aunque en ese tiempo sólo era beato) que estuvieron en juego en aquél proceso judicial y, entre otras cosas, encuentra que la leyenda que motivó el escándalo y solía acompañar a la figura del santo, por lo menos desde los últimos cuatro decenios del siglo XVIII, podía leerse en un compendio sobre la vida de San Ignacio de Loyola, sin algunas palabras incendiarias pero más o menos similar. En este asunto sigue habiendo, sin embargo, cabos sueltos a la vez que nuevos datos que se suman al valioso camino de recuento e interpretación emprendido por el autor de este libro.
El argumento de la leyenda perseguida era: “San Josaphat arzobispo de Polonia, mártir por la obediencia al Papa, decía que lo eran suyos los malquerientes de la Compañía de Jesús, los tenía por sospechosos en el catolicismo y los miraba como réprobos”. El contenido en cuanto a las imágenes representaba a Josafat mártir (con una alabarda clavada en la cabeza), al papa en el costado inferior izquierdo (en este caso Juan XVIII que estaba en activo cuando sucedió el martirio de Josafat) y en el costado inferior derecho a un jesuita, mientras el mensaje simbólico aludía a que había sido martirizado por ser un amigo fiel del papa y de los jesuitas. Por el amplio tiraje de las distintas impresiones (tres de ellas tuvieron lugar precisamente en los meses posteriores a la expulsión) y por el contenido de su leyenda, es comprensible que esa imagen fuera perseguida —no el culto al santo— ante el silencio impuesto. La última de las versiones, por ejemplo, fue encargada y pagada por una aparentemente devota señora de nombre Manuela de Candía (no sé por qué el autor la llama “beata”), que, según dijo en su proceso judicial, se preocupó porque la tinta usada fuera de color encarnado porque ese le agradaba más, estampa que luego ella repartía, como lo hizo una ocasión a las puertas de un convento.
Aunque Torres Puga nos presenta la imagen “antigua” sobre la que se hizo la primera reimpresión (que a su vez sirvió de modelo a las tiradas posteriores), no menciona, por ejemplo, que Joseph Manuel de Estrada (el mercader criollo que encargó a José Mariano Navarro la primera de esas impresiones), escribió al reverso del modelo lo siguiente: “Esta no me cuadra. Primero por la cara pueril de la Compañía; Segundo, por lo mucho negro. Quiero mucho blanco en medio; Tercero por lo impropio de la rueda de molino…En fin una obra primorosa, no como ésta”, dato dado a conocer por Kelly Donahue-Wallace desde el año de 2001.2 Tampoco se interesará por la rueda de molino aludida y por su presencia como elemento iconográfico relacionado con el martirio. En cuanto a esta rueda, a los pies del santo que aparece sentado en una nube suspendida en el cielo, hay pintada una enorme rueda de molino que se desprende de sus pies y que muestra indicios de que estuvo atada con una cuerda que todavía da vuelta alrededor de su cuello. No sé a qué se referiría Estrada al decir que era “impropia”, pero sí es posible revisar los pocos relatos sobre la vida de Josafat Kuncevyk que mencionan que su martirio ocurrido en 1623, consistió en haber sido atacado con una alabarda, luego en haber sido rematado con disparos de lombarda, y, finalmente, en haberse arrojado su cuerpo al río Duna con piedras atadas a la cabeza y a los pies. Estas biografías nunca aluden a alguna enorme rueda de molino, cuando sí lo hacen, por ejemplo, para representar el martirio de otros santos como el de San Quirino, quien fue arrojado a un río, atada su garganta a una de ellas.
Es posible argumentar que el primer impresor no supiera a qué se refería su patrón con “lo impropio” de la rueda3 y que simplemente la cambió de lugar porque su composición, sin bajar al santo de la nube, destacaba ahora que era desde la tierra (en lo que parece ser un templo) que el papa y los jesuitas honraban el martirio de san Josafat por la amistad y fidelidad que les tuvo. La leyenda que se agregó en las siguientes impresiones aprovechó estas circunstancias para, de modo subversivo, llamar réprobos o enemigos al monarca y a sus corifeos que se ensañaron con una orden protegida por el papa, que para nada pasaba desapercibida en la Nueva España en donde jugó un papel muy influyente al tiempo que fue muy querida por el “respetable” con el que entró en contacto. Con respecto a “la cara pueril de la Compañía”, es hasta la última de las versiones (la que encargó doña Manuela de Candía) donde el rostro del jesuita fue realmente virilizado. Como lo expresó verbalmente ella ante los inquisidores, en su encargo al impresor Manuel de Villavicencio le dio como base la estampa que imprimió Navarro, a la que se hicieron algunas alteraciones como la que tuvo “la imagen de San Ignacio, porque la de Navarro más parece a mujer”. 4 Torres Puga dirá -para por lo menos dos versiones de la estampa- que se trata en efecto de una mujer, cuando lo que fue señalado, primero, es que era pueril (infantil, aniñada, inocente) en uno de los modelos, y, segundo, que “parecía mujer” en las demás versiones, donde da un poco cierto aire femenino su rostro regordete, aunque sin alterar la idea de que se trataba de un sacerdote de la Compañía.
En el epílogo con el que Torres Puga cierra el tema de la imagen de San Josafat, nos informa que el mismo Joseph Manuel de Estrada (que mandó hacer la primera estampa con el lema que resultaría subversivo), encargó la pintura al óleo de dos lienzos. Uno de ellos representando a San Josafat del que nos ofrece la imagen (gracias a que se resguarda en la Pinacoteca de la Profesa) y el relato de que también esa imagen contuvo en su momento la leyenda polémica que le fue en parte borrada. Es notorio que en ese cuadro, aunque conserva la alabarda incrustada en la cabeza, ya no trae consigo la rueda de molino. Del otro lienzo que pintaba a San Juan Nepomuceno y a San Josafat, nos dice el autor de este libro que actualmente está perdido, y que podría tratarse del descrito por Bernardo Couto, quien lo vio en el Colegio de San Ildefonso al mediar el siglo xix y atribuyó al pintor novohispano José de Ibarra y al año de1740. Si es que se trata de la misma imagen que encargó Estrada como dice nuestro autor, tendríamos que preguntarnos si realmente fue pintado en ese año anotado por Couto (poco más de 20 años antes del encargo) o si se trata de diferentes imágenes aunque con temas similares. En todo caso, con respecto a la genealogía de las que vio Couto y que están perdidas, el investigador Jaime Cuadriello ha encontrado nuevos indicios sobre ese lienzo que alguna vez estuvo en El Generalito. Escribió recientemente, que ya desde 1778 el cronista Juan de Viera dejó testimonio en su Breve y compendiosa narración de la ciudad de México que en el salón general del Colegio de San Ildefonso había un cuadro que representaba “el martirio de san Juan Nepomuceno y de otro santo, san Josafat, que también padeció martirio arrojado a un río”.5
Cuadriello cita también la opinión de Bernardo Couto, y sostiene que si bien las pinturas fueron desmanteladas por el positivismo de Gabino Barreda al triunfo de la República, ahora puede decir “con un gran grado de certeza que afortunadamente ha quedado un testimonio visual” en un par de laminitas de cobre —que ofrece a todo color— que representan cada una a los santos en cuestión (que compartían haber sido arrojados a sendos ríos) pintados al óleo, con la alabarda hundida en la cabeza de san Josafat y sin rueda de molino, que aunque “sin fecha”, son obras “factiblemente atribuibles al pincel de José de Ibarra”, quien los hizo como bocetos de aquellas pinturas murales ahora desaparecidas.6 Además de probar que Ibarra gustaba de hacer bosquejos de sus obras, encuentra que esas laminillas “están pensadas como composiciones de mayor aliento” por la amplitud y profundidad del paisaje y por el planteamiento de las figuras centrales y señala por último que en el culto a ambos santos había connotaciones políticas, por lo que llegó a ser, a partir de la expulsión en 1767, un importante mecanismo de protesta y recordación.7
Son varios más los asuntos de este sugestivo libro sobre los que se antoja seguir indagando. Con otro de ellos cierro este comentario: se trata de la imagen que inserta en la página 380 para documentar las significativas modificaciones al espacio urbano que emprendió el virrey Revillagigedo, en relación específicamente con los festejos de los días y las noches del 27, 28 y 29 de diciembre de 1789 por la exaltación al trono del monarca Carlos IV, presencia soberana, dice Torres Puga, que dicho virrey trató de renovar. El primero de esos días sucedió la inauguración de tres tablados llenos de símbolos y alegorías virtuosas y la de “una estatua ecuestre del nuevo soberano”, que es la que aparece en la imagen en cuestión, que retrata uno de los ángulos de la Plaza Mayor, donde se encuentra la esquina norte del palacio virreinal que coincide con la propia esquina del Sagrario de la Catedral metropolitana, entre los cuales se colocó la referida estatua. Esta lámina, cuyo original se encuentra en el Museo Naval de Madrid, ya había sido dada a conocer en el libro coordinado por Calderón Quijano sobre los virreyes de la Nueva España publicado en Sevilla en 1972. Además de la imagen —pintada por el italiano Fernando Brambila en 1791 durante su estancia en la capital novohispana días antes de unirse a la expedición de Malaspina en el puerto de Acapulco— se cuenta con tres testimonios más (citados también por Torres Puga) que prueban que, efectivamente, estuvo ahí esa estatua ecuestre: una carta anónima fechada en enero de 1790, la noticia sobre los festejos que publicó la Gazeta de México el 12 de enero de ese año, y lo que registró en su diario el alabardero José Gómez.
Según contó el autor de la carta, se trató de una figura provisional costeada por el Gremio de Arquitectos de la ciudad, mientras se hacía una de bronce,8 proyecto este último que, sin embargo, Revillagigedo no logró concretar por entonces. Esa talla efímera, posiblemente elaborada con madera y yeso y de la que no se conoce el nombre de su diseñador ni mayores descripciones, estuvo primero en ese rincón de la Plaza rodeada por una rectangular verja de hierro y luego, al parecer, fue llevada al palacio virreinal donde pervivió hasta el 21 de noviembre de 1791, día en el que, según el mismo diario de José Gómez, “se empezó a quitar la pila del caballito que estaba en su patio principal”.9 De hecho podemos apreciar que hacia 1793 en la plaza ya no está esa estatua, según un grabado muy famoso fechado ese año, que muestra las reformas que hizo a ese espacio público el virrey Revillagigedo, y que Torres Puga (sin mencionar aquí el asunto de la escultura) también ofrece a sus lectores como un ejemplo del orden, la limpieza y la utilidad pública que buscaban, según él, “crear una presencia renovada de la majestad real”. Interesante resulta en este caso que José Gómez ya se refiriera a la estatua del monarca como “el caballito”, revelándonos el verdadero imaginario político, según el sentir popular, con respecto a esa presencia. También lo es el hecho de que en relación con la historia de las estatuas ecuestres de Carlos IV se hable sólo del logrado proyecto de Manuel Tolsá en tiempos del virrey de Branciforte (a partir del año de 1796 con la estatua provisional, hasta su inauguración definitiva en bronce en 1803, en tiempos de Iturrigaray, que tuvo un lugar destacado en la plaza y que también será para el pueblo “el caballito”), y que nunca se mencione como antecedente esa escultura efímera de la época de Revillagigedo aunque estuviera arrinconada y a pesar de que éste (incluidos después algunos historiadores) usara retóricamente la imagen de ese monarca para justificar su proyecto funcional y modernizador.
Sirvan estas páginas, en fin, para invitar a la lectura de un libro lleno de temas a cual más interesantes, historiados con eficacia y con la conciencia de parte de su autor, de ejercer un oficio en el que sólo se recuperan fragmentos del pasado, pero con los que es posible reconstruir, inventar o hilvanar, una explicación que no necesita señalar héroes o culpables, y que entiende a las sociedades del ayer a partir de interrogantes de actualidad.
Entre otros asuntos y por mencionar algunos, pueden encontrarse autores (y el pertinente debate con ellos) que tratan al espacio público, la opinión pública, la censura, la publicidad, lo público y lo privado, la prensa oficial y la clandestina, la Ilustración, la Revolución Francesa, la Modernidad o las Independencias americanas.
Kelly Donahue-Wallace, “Nuevas aportaciones sobre los grabadores novohispanos”, Barroco Iberoamericano. Territorio, arte, espacio y sociedad, v. 1, Sevilla, 2001.
Rueda de molino que aparecerá en las reimpresiones que se siguieron de la estampa, aunque no en las pinturas al óleo sobre san Josafat que también provienen de ese siglo XVIII.
Kelly Donahue-Wallace, op. cit., quien lo toma del Archivo General de la Nación (México), ramo Inquisición, t. 1521, exp. 9, f. 70.
Jaime Cuadriello, “El padre Clavijero y la lengua de san Juan Nepomuceno”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, v. XXXIII, n. 99, 2011, p. 170.
Ibid., p. 171. Esas láminas se resguardan en la oficina del director del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México.