El autor señala que los Cuadernos de la Cárcel guardan la certeza de que si no se asume el riesgo de afrontar la política en toda su complejidad, la filosofía de la praxis quedará relegada a un relato prístino de la realidad y no provocará la transformación social que la origina; o peor aún, provocará los mismos desastres colectivos que se procuraron cambiar. Señala que Gramsci supo que no se podía destruir todo lo existente bajo un fuerte realismo político sin generar un proceso creativo, imaginativo, sobre el cual era necesario reflexionar para afrontar la dificultad histórica de conformar una voluntad colectiva.
In the present text, the author remarks that The Prison Notebooks hold the certainty that if the risk of approaching politics in all its complexity is not taken, the philosophy of the practice will be pushed into the background to a pristine account of the reality and will not cause the social change which originates it. Even worse, it could cause the same collective disasters that were aimed to be changed. Gramsci knew that everything existing under a strong politic realism could not be destroyed without, at the same time, generating a creative process, imaginative, in which it was necessary to start to reflect in order to face the historic difficulty of building a collective will.
José Arico, teórico del socialismo argentino y latinoamericano, nos introduce en la médula de los Cuadernos de la Cárcel (CC): “el mensaje de Gramsci sigue siendo actual, porque nos remite al problema irresuelto del sentido, que la hipertrofia de la modernización ha colocado de manera angustiante ante los hombres del presente” (Aricó, 1988: 130). Allí, a donde nos remite Gramsci para elaborar una apuesta teórica y política, es el lugar en el que nos dejó Marx: ante el problema irresuelto del sentido. Quizás una de las mayores virtudes del pensador alemán haya sido justamente volver el sentido un problema irresuelto y no algo que existía originaria, primaria y esencialmente. Marx quebró la armonía entre la vida práctica y sus construcciones simbólicas, y habilitó o explicitó —como afirma Eduardo Grüner— “una lucha por el sentido, que busca violentar los imaginarios colectivos para redefinir el proceso de producción simbólica mediante el cual una sociedad y una época se explican a sí mismas el funcionamiento del Poder” (Grüner, 1995: 22). Una lucha por el sentido, donde si bien la teoría marxiana cubrió el segmento contestatario de esta batalla, esto es, desnaturalizó los sentidos dominantes en la sociedad capitalista, no se introdujo en la fracción de la lucha por la producción de sentidos propios al proletariado, aun cuando se crearan incesantemente. Ganó la demarcación del terreno de la emancipación, señaló sus alteridades constitutivas, pero quedó por delante imaginar los rostros y figuras de la emancipación misma.
Gramsci intentará abarcar esa tarea pendiente. Ahora bien, Gramsci no se pregunta qué es lo ideológico para Marx y trata de canonizar así una interpretación para la burocracia “científica” y “partidaria” de la época, sino que su interrogante es: qué es o puede ser lo ideológico después de Marx, después de la aparición de textos como El Capital que produjeron un quiebre en la inteligibilidad de lo social, que fundaron una nueva forma de comprender (y transformar) la sociedad, que inauguraron un nuevo horizonte de pensamiento ante la complejidad de lo real humano. Y algunas de las respuestas que va encontrando Gramsci, es que el carácter de crítica y de desenmascaramiento de la utilidad de clase de las ideologías que forjaron los mejores textos de Marx, por más que sea esencial, no agota la concepción del imaginario característica de la filosofía de la praxis, no puede agotarlo porque no permite abarcar la complejidad que la praxis de las clases subalternas adquiere en la historia italiana. A diferencia de Marx, Gramsci tiene una concepción positiva y más extensa de la ideología; por ella los hombres poseen una “concepción del mundo” que se manifiesta en múltiples actividades culturales, económicas, religiosas y políticas. Y aun así, a pesar de la extensión del concepto (y debido también al grado de extensión del mismo), Gramsci no va a evitar la reflexión acerca de la contrariedad que se produce entre la necesidad de las ideologías y su contenido de dominación al interior de la vida social de un proyecto revolucionario. Si la expresión “ideología proletaria” ya no representa una contradicción de los términos, como planteaba entre otros textos de Marx, La ideología alemana habrá que detenerse a observar cómo lo imaginario se relaciona con la liberación cuando su genealogía marxista siempre nos condujo a una injusticia.
Relevamos una tensión. Por un lado, comprobamos que la identificación de lo ideológico con la dominación, con el ocultamiento y la usurpación de un poder común, es una herencia de Marx que el pensador italiano recolecta de manera directa de sus fuentes. Pero, por otro lado, contrastamos la distancia que se genera entre la noción marxiana de la tarea revolucionaria, que identifica la liberación con la develación y destrucción de lo ideológico y la afirmación gramsciana de la necesidad de un imaginario social para que las clases subalternas se unifiquen en un proyecto de transformación radical. Transcribimos una pregunta de los CC que nos introduce en la problemática, con los términos que la discusión adquiría en la época y con sus propios interlocutores: “¿Puede hablarse de “religión de la libertad”? En este caso, ¿qué cosa significa religión? Para Croce, es religión toda concepción del mundo que se presente como una moral. ¿Pero ha ocurrido esto para la “libertad”? (Gramsci, 1986: 131).
Más allá de su polémica con Croce, vemos aquí a un Gramsci que no escribe dentro de los núcleos más duros de la modernidad, más bien irrumpe en ella marcando sus límites, desobedeciendo sus reglas más rígidas y proponiendo un diálogo profundo con sus grietas. José Arico, en La cola del Diablo, asegura que con estos interrogantes “él tuvo la virtud de colocarnos en los umbrales de un cambio de época y de plantearnos nuevamente los problemas que ni él ni su tiempo pudieron responder” (Aricó, 1988: 130). María Pia López, en su libro Hacia la vida intensa, afirma que en estos terrenos complejos de la filosofía política, en los claroscuros de la modernidad, “los hechos se presentan en su doble faz: los mitos y los héroes pueden ser los que colocan los Estados totalitarios para encandilar a las masas o los que surgen de las gestas colectivas para simbolizarlas y expandirlas” (López, 2010: 151). Gramsci asume el riesgo de poner en relación su filosofía de la praxis, con ideas que históricamente se han presentado en su doble faz (las apariencias, la religión, la ideología, el mito) aun cuando alguna de ellas tenía una afiliación directa con el régimen fascista que lo tenía encarcelado;1 pero como reflexiona también María Pía López: “¿Se puede privarel pensamiento de transitar ciertas fronteras —la de la ambigüedad, la complejidad, la crítica— bajo el pretexto de su peligrosidad “objetiva”? No es, por el contrario, la privación, la restricción a un orden que debe ser preservado, el momento en que una disposición fascista anida en el pensamiento?“(López, 2010: 9).
Gramsci es un pensador de frontera, lo son sus preguntas: ¿una política libertaria puede resolverse como religión? ¿Y el monopolio de la razón? ¿La religión de la libertad no es una contradicción de los términos? Es posible vivir políticamente sin templos, sin religión, sin ideologías, sin mitos? Revolviendo estas cuestiones, el pensador italiano en sus cuadernos transcribe una cita de Plutarco como el inicio y no la clausura de la discusión: Viajando podréis encontrar ciudades sin murallas y sin escritura, sin rey y sin casas (!), sin riquezas y sin el uso de la moneda, faltas de teatro y de gimnasios (palestras). Pero una ciudad sin templos y sin dioses, que no practique ni plegarias, ni juramentos, ni adivinaciones, ni sacrificios para impetrar bienes y deprecar males, nadie la vio nunca, ni la verá jamás (Gramsci, 1984: 183)
Hay una experiencia histórica persistente que es necesario indagar. El pensador y político comunista no es unidireccional en su valoración historicista del hecho religioso (como del hecho ideológico); junto a la crítica negativa, Gramsci descubre un “núcleo sano”, un conjunto de elementos positivos. En otras palabras, para Gramsci es imposible concebir una religión de la libertad si la primera se cimienta sobre una concepción trascendente del mundo, donde el hombre depende de un poder extraño a la historia, pues lo único que así puede provocar es la pasividad y la impotencia entre las masas; de allí que en varias oportunidades retome la famosa frase del joven Marx sobre la religión como “opio de los pueblos”. Pero él también reconoce —quizá por sus lecturas de Pascal, Péguy y Sorel, entre otros— que para que la filosofía de la praxis alumbre un nuevo tipo de sociedad, ha de tener que adquirir entre las masas el carácter de una nueva fe. En este punto, la religión se muestra propietaria de una capacidad vital para la vida política, que no había sido resuelta por el socialismo y el materialismo: la iniciativa social. El ensayista argentino Nicolás Casullo advertía este fenómeno sobre la modernidad y el socialismo, el cual para nosotros atraviesa a Gramsci: “la religión cobra la envergadura de una de las claves de época, como inactualidad decisiva pistoneando en los trasfondos de políticas cada vez más notoriamente desfondadas en sus credos laicos” (Casullo, 2008: 453).
La religión cobraba envergadura, pero su presencia en la política no se advenía de manera inmaculada ni inmediata, el concepto cargaba con una historia de terror y sometimiento que Gramsci conocía muy bien. Pero aun bajo ese reconocimiento, hay diversas expresiones en los CC que preservan de crítica el corazón más auténtico de la experiencia religiosa frente a la denuncia de las funciones sociales y políticas y del deterioro de esa misma experiencia cuando se institucionaliza en el catolicismo, sobre todo en los jesuitas. Esta actitud de preservación tiene en Gramsci algunos antecedentes fuertes, uno de ellos en Sorel, cuando en Reflexiones sobre la violencia afirma que “las enseñanzas de Bergson nos han hecho ver que la religión no es el único que ocupa la región de la conciencia profunda: los mitos revolucionarios tienen allí su asiento con idénticos derechos” (Sorel, 2005: 93).
Existe una creatividad propia de la dimensión imaginaria de la sociedad (religiosa o mítica) que un proyecto de liberación no puede negar, sino que —por el contrario— debe disputar a los sectores reaccionarios que siempre la usufructuaron para sojuzgarla. De allí proviene la constante fascinación que tiene el filósofo italiano por la Reforma protestante y la Revolución francesa, dos experiencias de cambio histórico las cuales Gramsci sitúa como antecedentes de la reforma moral e intelectual que tiene que llevar adelante la filosofía de la praxis.
La dimensión imaginaria de la política cobra envergadura como problemática en el pensador sardo, por sobre todo por el contexto histórico de desintegración y derrota desde el que escribe, que lo obliga a realizar sus máximos esfuerzos por encontrar aquel elemento que le permita soldar esa multiplicidad de voluntades disgregadas y poder conformar una voluntad colectiva: el pueblo se halla en un estado misérrimo de indiferentismo y de ausencia de una vivaz vida espiritual: “la religión ha permanecido en el estado de superstición, pero no ha sido sustituida por una nueva moral laica y humanista por la impotencia de los intelectuales laicos (la religión no ha sido ni sustituida ni íntimamente transformada y nacionalizada como en otros países)” (Gramsci, 2000: 44).
Así como los católicos, los laicos han fracasado en su misión histórica de educadores y elaboradores de la intelectualidad y de la conciencia moral del pueblo-nación, no supieron superar los límites usuales de restringidos círculos intelectuales. Podemos decir que los intelectuales laicos han logrado deconstruir de forma contundente un sistema de dominación y sus lógicas de simulación, pero no resolvieron colectivamente con tanta contundencia la construcción de la identidad práctica de las clases subalternas. Los motivos se vuelven a descubrir en los interrogantes del propio Antonio Gramsci: “Y en realidad, ¿cómo se podría destruir la religión en la conciencia del hombre de pueblo sin, al mismo tiempo, sustituirla? ¿Es posible en este caso sólo destruir sin crear? Es imposible” (Gramsci, 1986: 181).
Al verdadero comunista no sólo le debe importar derrocar lo que existe,2 debe reconocer que la praxis negativa supone una creatividad (positiva) de clase que la ortodoxia marxista había postergado como motivo de deliberación y organización. Con todo, el autor de los CC no olvida la “sospecha” que Marx había ejercido sobre la religión y la ideología; y quizás el mayor valor del marxista italiano no estuvo en resolverla tensión entre las posibilidades que abría una “ideología proletaria” o una “religión del pueblo”, sino en hacerla presente como un conflicto que la ortodoxia había negado, cuando formaba parte constitutiva de la identidad de las clases subalternas: “¿Cómo logrará cada individuo aislado incorporarse al hombre colectivo, y cómo se producirá la presión educativa sobre los individuos obteniendo su consenso y colaboración, haciendo que se conviertan en “libertad” la necesidad y la coacción?” (Gramsci, 1999: 21).
No vamos a encontrar una respuesta cerrada a este interrogante, porque el interrogante no busca una respuesta, trata de mantener abierto su cuestionamiento político en la praxis de las clases subalternas. En Gramsci, hay una hipótesis creativa sobre las prácticas constituyentes de las masas y una perspectiva de reconstrucción del poder que tiene su eje en el concepto de hegemonía, en el arte político que debe combinar la fuerza y el consenso (o sus variables: las armas y la religión, la coerción y la persuasión, etcétera). Es en el interior del concepto de hegemonía donde el interrogante que citamos cobra importancia. Porque si bien la vida colectiva se desarrolla bajo la persistencia de un modo de ser social —el hegemónico— al cual no es posible destruir sin sustituirlo (ya que de ningún modo es posible destruir sin crear), Gramsci no escribe para reproducir un sistema de dominación, ni para desarrollar una religión o ideología que narcotice a las masas populares. Y aunque tenga presente que la combinación fuerza-consenso y sus asimetrías son inextinguibles de las relaciones humanas, la tarea constante es desnaturalizarlas y cuestionarlas en sus modos coercitivos.
La nota que leeremos a continuación es fundamental para comprender la riqueza que adquiere una teoría revolucionaria como la de Gramsci cuando enfrenta la cuestión de la reconstrucción del poder; nos permitimos reproducirla en toda su extensión, porque sostenemos que en ella está la clave de la originalidad de Gramsci y su criticidad al interior de la filosofía política en general y del marxismo en particular: Para formar dirigentes hay que partir de la siguiente premisa: ¿se quiere que existan siempre gobernados y gobernantes; o por el contrario, se desea crear las condiciones bajo las cuales desaparezca la necesidad de que exista tal división? O sea, ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que tal división es sólo un hecho histórico, que responde a determinadas condiciones? Sin embargo, es necesario tener claro que la división entre gobernantes y gobernados, si bien en última instancia corresponde a una división de grupos sociales, existe también en el seno del mismo grupo, aunque éste sea homogéneo desde el punto de vista social (…) Es justamente en este terreno donde se cometen los “errores” más graves, donde se manifiestan las incapacidades más criminales y difíciles de corregir. Se cree que una vez planteado el principio de la homogeneidad del grupo, la obediencia no sólo debe ser automática y existir sin una demostración de su “necesidad” y racionalidad, sino que debe ser indiscutible. (…) La mayor parte de los desastres colectivos (políticos) ocurren porque no se ha tratado de evitar el sacrificio inútil, o se ha demostrado no tener en cuenta el sacrificio ajeno y se jugó con la piel de los demás (Gramsci, 2008: 26).
Las primeras preguntas que abren la cita se debaten entre las principales herencias del pensador sardo, ahí está Maquiavelo, ahí está Marx. El primero entendiendo la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, insuperable; el segundo exponiendo también el conflicto como eje de la historia, pero indicando (aunque no en todas sus obras) que las causas de la división que lo provocan serían suprimidas en un estado final, en la eliminación de la lucha de clases. Evidentemente, Gramsci está muy lejos de una idea de solución, en esto compartiría la lectura de Lefort sobre Maquiavelo: “por obstinado que fuera el deseo del pueblo, nunca alcanzaría su objetivo. El pueblo no puede hacerse libre, si ser libre supone librarse de todo gobierno” (Lefort, 2010: 577). Pero al mismo tiempo, no abandona la idea marxiana de que la división del género humano no es perpetua ni natural. Eduardo Rinesi reconoce así la presencia de una doble herencia en Gramsci: Esta fuente maquiaveliana de la que bebe Gramsci, aun relativizada en su radicalidad política por su inscripción dentro de esa más tranquilizadora filosofía de la historia, no deja de inspirar todo el tiempo la imagen gramsciana de la sociedad como el campo de una batalla sorda e incesante, que no cesa sólo porque una clase, llamada por la fuerza de la historia a ocupar en cierto momento el timón de mando de los procesos sociales, haya conseguido conquistar la hegemonía ideológica y cultural sobre el resto de la sociedad. Ya que, incluso cuando esto ocurre, sigue ocurriendo también que “por debajo”, en ese tejido infinitamente complejo y resistente que es la sociedad civil, incontables vectores de resistencia, múltiples formas de impugnación al poder (de impugnación, es decir: de pensamientos y acciones forjados en la pugna, en el conflicto, en la lucha) continúan actuando, como en sordina, “de abajo a arriba” contra el cierre de la historia y el congelamiento del sentido (Rinesi, 2005: 226).
Para Rinesi, es la herencia maquiavelina la que impide en Gramsci la clausura de la historia y el congelamiento de su sentido, la que pone encuestión la certeza de que la historia tiene un rumbo. Sin embargo, también se puede interpretar que es la herencia marxiana —su apuesta por un rumbo— la que permite no naturalizar la división social como el modo de ser eterno de los hombres. Para comprender a Gramsci en su riqueza, no hay que tomar partido sino observar la confluencia de estas dos interpretaciones.
Recuperando también aquí una idea de Lefort, podemos interpretar de la siguiente manera la confluencia de Marx y Maquiavelo en la concepción gramsciana: si la historia es la repetición en el infinito de la vida de los pueblos constituyendo conflictivamente la sociedad, hay que entender que esta repetición también es histórica, pues las condiciones en las cuales se establece la constitución social no son nunca las mismas y no tiene por qué seguir siendo las mismas. Esta apertura histórica que (im)posibilita la repetición, es viable por los interrogantes y los horizontes que Gramsci recupera de Marx, por su crítica, que debía ser radical para no quedar presa de una lógica propia de la historia de la lucha de clases, de la historia de la dominación.3 En Gramsci, si bien hay una aceptación de la persistencia del conflicto político en la historia, la interpretación de esta última debe estar guiada por una idea de “progreso” hacia una “sociedad regulada”, aunque la misma no se presente inexorablemente. Aricó, en La cola del diablo, comprende la radicalidad del planteo: ¿Es posible concebir una transformación de la sociedad si se acepta como insuperable una forma de organizar la vida económica y social de los hombres que produce aquellos resultados que precisamente se quieren transformar? ¿Se puede imaginar una democratización radical de la sociedad si no se incorpora de algún modo la hipótesis-límite de otra sociedad en la que se vuelva innecesaria la existencia de gobernantes y gobernados? (Aricó, 1988: 13).
Es una problemática abierta en los CC. Ahora bien, la segunda parte de la extensa cita de Gramsci debe ser comprendida surgiendo de las entrañas de un dirigente que vislumbra una de las principales tragedias políticas del siglo XX. Encerrado en las cárceles fascistas, Gramsci no se arrincona en la crítica del enemigo, lo que hubiese sido un camino demasiado corto y estéril; por el contrario afirma: “los desastres colectivos (políticos) nos son propios, las incapacidades criminales nos pertenecen, nos conciernen por no saber distinguir la dirección política de la dominación, por omitir el problema que las relaciones de poder y las ideologías imponen al interior de las clases subalternas, al interior de un “Estado Socialista”.
Las incapacidades son difíciles de corregir, y para Gramsci, esto no se revierte postulando la abolición de las relaciones de poder, ni de las ideologías. Hay que extender el pensamiento revolucionario sobre estas problemáticas y ensayar como lo hace él en la siguiente nota: la disciplina no anula la personalidad y la libertad: la cuestión de la “personalidad y la libertad” se plantea no por el hecho de la disciplina, sino por el “origen del poder que ordena la disciplina”. Si este origen es “democrático”, esto es, si la autoridad es una función especializada y no un “arbitrio” o una exposición extrínseca y exterior, la disciplina es una elemento necesario de orden democrático, de libertad” (Gramsci, 1999: 138).
La disciplina no puede ser pasiva y supina recepción de órdenes, la personalidad de los hombres no puede ser una mecánica ejecución de una consigna; se obedece libremente cuando se comprende, cuando se asimila consciente y lúcidamente la directiva a realizar.
La relevancia filosófica y política de estas reflexiones toma volumen cuando nos damos cuenta, junto a Aricó, que el movimiento comunista ha pecado por un enorme retraso en el desarrollo de un pensamiento estratégico en lo que respecta, por un lado, al proceso de trasformación de la sociedad y, por el otro, en la concepción sobre el contenido y las formas que asumen las sociedades socialistas: “el significado de este proceso de tránsito, su posibilidad, sus mediaciones, no se explicitan, es decir, no hay una teoría de la conquista del poder” (Aricó, 1979: 34).
De estos cuestionamientos profundos a las propias formas orgánicas, Gramsci esboza criterios filosóficos y políticos, hipótesis-límites que guían la reconstrucción del poder por parte de las clases subalternas. Una de las hipótesis más clara es la que se construye bajo la diferencia entre el “centralismo orgánico (o burocrático)”, donde hay un predominio de una parte sobre el todo, donde el grupo dirigente está saturando y clausurando el nacimiento de nuevas fuerzas, y el “centralismo democrático”, confiando en que este último es el que deben adoptar las clases subalternas, porque es un centralismo en movimiento, o sea, una continua adecuación de la organización al movimiento real, un modo de contemporizar los impulsos de abajo con los mandos de arriba, una inserción continua de los elementos que brotan de lo profundo de la masa en el marco sólido del aparato de dirección, que asegura la continuidad y la acumulación regular de las experiencias.
Más allá de la especificidad de la propuesta, el eje en Gramsci siempre es la necesaria relación del partido con las masas, la articulación entre la ideología y el pueblo. Y agregamos que más allá de la particularidad de cada propuesta son todas expresiones, criterios filosóficos y políticos, hipótesis-límites de una dificultad histórica: darle figura a la libertad política.
Ahora bien, para consumar el cierre de este ensayo y retomar la tensión relevada en su comienzo, quisiéramos recuperar una fórmula de los CC que aborda esa tensión de manera virtuosa, que encuentra entre la experiencia y la expectativa, entre la realidad y la posibilidad, un núcleo problemático cuyo desarrollo condensa de manera original las formas de desentrañar la dominación entre los hombres y, al mismo tiempo, organizar su liberación: “con el pesimismo de la inteligencia, y el optimismo de la voluntad”.4
Esta fórmula no nació en los CC (aunque aparezca en reiteradas oportunidades), ni es propiedad de Gramsci; él mismo se la atribuye, en un artículo del Ordine Nuovo, al escritor francés Romain Rolland. Y en la misma revista, el pensador sardo —cuando escribía allá por los años veinte— manifestaba que esta afirmación debía ser considerada la consigna de todo comunista conciente de los esfuerzos y sacrificios que se exigen a quien voluntariamente ha ocupado un puesto militante en las filas de la clase obrera. Había que actuar con el pesimismo de la inteligencia, pues ya no era posible sostener un optimismo denodado y, mucho menos, el de la inevitabilidad del socialismo. Gramsci surge de la derrota, esgrime y exige una visión lúcida, realista de la tragedia del movimiento obrero que había sido aplastado por el nacionalismo durante la Primera Guerra Mundial. El pesimismo de la inteligencia debe revelar la desagradable realidad, no sólo aquella que ha ocultado la clase dominante, sino también la que la propia clase subalterna se ha inculcado, confundiendo lo que declaman con lo que practican. Parafraseando a Grüner (1995), el pesimismo no debe permitir ocultar ni ocultarse la estructura constitutivamente violenta de la Historia y de la Política, atravesada por la lucha de clases y en general por el conflicto social.
Eso sí, una visión pesimista no significa nihilista, propia de quienes viven el presente como desilusión. El pesimista —como afirmaba Sorel y Gramsci compartía— conlleva una concepción de un camino hacia la liberación, estrechamente ligado al conocimiento experimental que hemos adquirido de los obstáculos que se oponen a la satisfacción de nuestras ideas y a la convicción profunda de nuestra debilidad o finitud natural. Así retomaba Gramsci la reflexión sobre la consigna de los CC: Optimismo y pesimismo. Debe observarse que el optimismo no es otra cosa, muy a menudo, que un modo de defender la propia pereza, las propias irresponsabilidades, la voluntad de no hacer nada. Es también una forma de fatalismo y de mecanicismo. Se cuenta con factores extraños a la propia voluntad y actividad, se los exalta, parece que se arde en un sagrado entusiasmo. Y el entusiasmo no es más que exterior adoración de fetiches. Reacción necesaria, que debe tener como punto de partida la inteligencia. El único entusiasmo justificable es el que acompaña la voluntad inteligente, a la actividad inteligente, la riqueza inventiva en iniciativas concretas que modifican la realidad existente (Gramsci, 1986: 100).
Un conocimiento que Gramsci tomó de Sorel es que el optimista es un hombre inconstante, o hasta peligroso cuando anda sólo guiado por su entusiasmo, porque no se percata de las grandes dificultades que ofrecen sus proyectos, que parecen poseer una fuerza propia que conduce a su realización. Por el contrario, el hombre rebelde gramsciano no se guía sólo por una dimensión, es un centauro (emula al maquiaveliano) que encuentra el origen de su iniciativa política en el optimismo de su voluntad, pero que sabe que la fuerza de la iniciativa se pierde o se vuelve en su contra si no encuentra un cause delimitado por el pesimismo de la inteligencia.
A lo largo de los CC se llega a la certeza de que para la fundación y permanencia de un nuevo Estado, es necesaria un amplia política secular (o una secularización de la política), que sólo va ser posible mientras se sostenga el pesimismo de la inteligencia como motor de un extendido realismo político que impida que la sociedad quede sometida exclusivamente a una fuerza heterónoma. Por un lado, el pesimista no cae fácilmente bajo las entelequias de las estructuras ideológicas dominantes, es su virtud; pero por otro, el pesimismo aislado o es pura prevención, cuyo exceso lleva al entumecimiento social, o es en última instanciasólo negación superficial y mecánica de lo ideológico que no acaba por permitir el desenlace de un proceso revolucionario.
Es necesario completar la fórmula gramsciana, actuar políticamente también a partir del optimismo de la voluntad, inaugurar la iniciativa social; motivo que impulsó a Gramsci a inmiscuirse en los claroscuros de la modernidad, en el fragoso territorio del mito. Es justamente el optimismo que puede engendrar el mito de la voluntad nacional y popular, lo que permite superar la tragedia que vivió constantemente el movimiento obrero. Arico define la importancia de esta segunda parte de la fórmula en esta entrañable manifestación filosófica y política que ultima el cuadro que intentamos componer del italiano: El hombre es un ser en libertad. Hay una cosa que no puede ser controlada en el hombre y es el sueño, la fantasía. En el terreno del sueño y de la fantasía el hombre puede ser todo. Puede ser Dios, príncipe o cualquier cosa. Eso no puede ser controlado. Sobre ese mundo de fantasía y del sueño se construye un mundo proyectual donde se concibe que la sociedad puede ser distinta, que se puede vivir de manera distinta, que la felicidad puede ser conseguida, que la satisfacción plena de las necesidades de los hombres puede ser conseguida. Este es el fondo irreductible de la libertad humana. Esto no lo puede controlar ninguna ideología de mercado, ni ninguna ideología sustitutiva de esta que pretenda hacerle aceptar a los hombres, como naturales, las relaciones existentes (Aricó, 1999: 89).
La fantasía como (des)medida es un excelente criterio para reconstruir el imaginario colectivo, y no sólo un criterio, un motivo, una motivación. En el mundo del sueño; el hombre, cualquier hombre, puede ser cualquier cosa. Y lo importante es que el mundo del sueño es parte del mundo de la vigilia, no es su negación. El lúcido pesimismo de la razón luego podrá escrutar, delimitar, criticar el mundo proyectual, pero no controlarlo hasta eliminarlo, porque es un fondo irreductible de la libertad humana, tanto como la desagradable realidad. Como afirma Grüner, esta ambivalencia le exige a las clases subalternas prestarle atención a la inestable articulación entre las inviolables resistencias de lo real y el voluntarismo transformador o elaborador de la materia social, al lugar de lo imaginario, lo simbólico y lo verosímil en el desarrollo de las pasiones públicas, a las a veces caprichosas y a veces controlables variaciones en la relación de fuerzas, a las verdades que a veces son superfluas y las mentiras que a veces son útiles, a las duras realidades de la violencia y la dominación, a las blandas facultades de la astucia, la sagacidad y la agudeza, al “pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad” que celebraba Gramsci. En una palabra, a la Historia como es y cómo podría ser, al mismo tiempo. Pero insistimos: a una Historia cuyas lecciones para el presente son el insumo para la creación del futuro (Grüner, 2000: 56).
La problemática entre imaginación y realismo político, entre la historia como es y cómo podría ser, no se resuelve, se introduce en la vida social de un proyecto de liberación. La necesidad de inaugurar la iniciativa social y suscitar el optimismo de la voluntad llevó a Gramsci a abandonar los cimientos más cristalinos de la modernidad e inmiscuirse en el fragoso territorio del mito de la voluntad nacional y popular. La revalorización del mito como figura política logra apreciar un valor inédito para el marxismo, el espíritu popular creativo, que junto a un intenso realismo político guiado por el pesimismo de la inteligencia puede generar las fantasías concretas que reúnan y organicen a un pueblo disperso en el camino de la emancipación.
Una primera versión de este texto fue presentada en las II Jornadas de Teoría Política. El quehacer político entre la fortuna y la dialéctica, realizadas en la Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina, en agosto de 2013.
Si bien todos los cuadernos son un muestra de este “riesgo” asumido por la filosofía de la praxis gramsciana, hay una nota perdida entre los renglones carcelarios que reflexiona sobre la Mística, y es paradigmática de la complejidad que venimos remarcando; además, nos permite identificar distintas fuentes de “lectura” del propio Gramsci, entre las cuales asoma el propio hermano de Mussolini: “La “mística” no puede ser separada del fenómeno del “éxtasis”; o sea, de un estado nervioso particular en el cual el sujeto “siente” que entra en contacto directo con Dios, con lo universal, sin necesidad de mediadores (por eso los católicos son desconfiados respecto al misticismo, que desprecia a la iglesia-intermediaria). Se entiende porque los franceses han introducido el término “mística” en el lenguaje político: quiere significar un estado de ánimo de exaltación política no racional o razonada, un fanatismo permanente incoercible a las demostraciones corrosivas, que por lo demás no es otra cosa que la “pasión” de la que habla Croce o el “mito” de Sorel juzgado por cerebros cartesianamente logicistas: se habla por tanto de una mística democrática, parlamentaria, republicana, etcétera. Positivamente se habla de mística (como en la “Escuela de mística fascista” de Milán) para no usar los términos de religiosidad o incluso de religión. En la introducción de Arnaldo Mussolini para el tercer año de la Escuela de mística fascista se dice, entre otras cosas: “Se ha dicho que vuestra escuela de mística fascista no tiene el título apropiado. Mística es una palabra que se adapta a algo divino, y cuando se la saca del campo rígidamente religioso se adapta a demasiadas ideologías inquietas, vagas, indeterminadas. Desconfiad de las palabras y sobretodo de las palabras que pueden tener numerosos significados. Es cierto que alguien podría responderme que con la palabra “mística” se han querido poner en evidencia las relaciones necesarias entre lo divino y el espíritu que es su derivación. Acepto esta tesis sin entretenerme en una cuestión de palabras. En el fondo no son éstas las que cuentan; es el espíritu lo que vale. Y el espíritu que os anima está en justa relación con el correr del tiempo que no conoce diques, ni límites críticos; mística es una apelación a una tradición ideal que revive transformada y recreada en vuestro programa de jóvenes fascistas renovadores” (Gramsci, 1984: 197). El trabajo de (re)escritura de Gramsci en la cárcel, su cuidadoso empeño sobre las palabras y sus múltiples significados, entre otros motivos para eludir la censura y buscar distintas formas de nombrar un mismo proceso histórico, podemos decir que es la inversión exacta de la advertencia fascista de Arnaldo Mussolini que remarcamos. Por lo demás, su confianza está sobre todo en aquellas palabras que tienen numerosos significados, por el poder de suscitación de fuerzas que esconden, entre ellas sus predilectas, la palabra mito o nación.
Hacemos referencia a una de las partes fundamentales de un texto clave para la filosofía política, La Ideología Alemana de Marx y Engels, cuando polemizan con quienes identifican allí como empiristas abstractos o materialistas contemplativos, coleccionistas de materias inertes en las que buscan fosilizar la esencia de las cosas. Así lo expresan: “Feuerbach aspira, como los demás teóricos, a crear una conciencia exacta acerca de un hecho existente, mientras que lo que al verdadero comunista le importa es derrocar lo que existe” (Marx y Engels, 1970: 45).
La siguiente cita es imprescindible para comprender la base fundamental de Marx en Gramsci sobre esta última problemática: “La filosofía de la praxis, por el contrario, no tiende a resolver pacíficamente las contradicciones existentes en la historia y en la sociedad, incluso es la misma teoría de las contradicciones; no es el instrumento de gobierno de grupos dominantes para obtener el consenso y ejercer la hegemonía sobre clases subalternas; es la expresión de estas clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte del gobierno y que tienen interés en conocer todas las verdades, incluso las desagradables, y en evitar los engaños (imposibles) de la clase superior y tanto más de sí mismas” (Gramsci, 1986: 201).