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Inicio Estudios Políticos Democracia y ética: el republicanismo cívico de Hannah Arendt:
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Vol. 2013. Núm. 30.
Páginas 79-103 (septiembre - diciembre 2013)
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Democracia y ética: el republicanismo cívico de Hannah Arendt:
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Jessica Baños Poo*
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La reflexión normativa sobre la calidad cívica y ética de nuestras democracias es importante para generar una cultura política más acorde con los principios y valores democráticos, y que tienda, además, hacia actitudes y prácticas más solidarias y protectoras de los derechos humanos. Del pensamiento político de Hannah Arendt se recupera una concepción ética republicana para la mejora de la convivencia cívica y democrática en todos los entornos en los que nos desenvolvemos. Lo anterior, es relevante para la construcción de un tejido cívico democrático en las relaciones interpersonales, frente a un mundo caracterizado por relaciones de intereses económicos e individualistas entre los seres humanos.

Palabras clave:
teoría política
ética
republicanismo cívico
Hannah Arendt
democracia
Abstract

Normative reflection about the civic and ethical quality of our democracies, is important to create a political culture, which could stand more in accordance to the principles and values of democracy, and which tends as well, to more solidarian attitudes and practices that protect human rights among persons. From the political thought of Hannah Arendt, a conception of a republican ethics is recovered in order to guide the civic and democratic coexistence in the different settings where we participate. This is relevant for the construction of a civic fabric in human interrelations, against a world characterized by human relationships based on economic and individualistic interests.

Keywords:
political theory
ethics
civic republicanism
Hannah Arendt
democracy
Texto completo
Introducción

Desde diferentes perspectivas teóricas y filosóficas se ha insistido en la importancia del compromiso cívico de los ciudadanos con la democracia, sus instituciones, principios y valores para mejorar la calidad de la misma. Dentro de las corrientes políticas contemporáneas como el liberalismo, el republicanismo ha formado parte de los estudios sobre la participación política y la sociedad civil. Estas investigaciones se han enfocado de distintas maneras en la necesidad de mejorar las formas de participación y compromiso democrático de los ciudadanos como condición para la estabilidad y la profundización de las democracias. Todas estas tendencias conciben a la democracia liberal como la mejor forma de organización, así como de convivencia política; en ellas se asume que es perfectible o que enfrenta algunos desafíos propios de las culturas políticas alrededor del mundo, y a la dinámica social y económica que promueve cambios de una manera recurrente.

De esta forma, uno de los grandes desafíos es precisamente la compaginación de la democracia en sociedades en donde priva un particular interés por lo económico, como valor supremo, por encima de otros valores no utilitarios pero también muy valiosos para la ciudadanía democrática como la convivencia democrática, el desarrollo humano, la libertad, la participación en la vida pública o el bien común (Skinner, 2008; Pettit, 1999; Sen, 1999; Habermas, 1998; Touraine, 1995).

Si en algo coinciden una gran parte de las corrientes de pensamiento normativo contemporáneo en torno a la democracia es en una preocupación compartida respecto a si una sociedad cuyos ciudadanos se tienden a concentrar cada vez más en sus fines privados y fundamentalmente económicos, es decir, una sociedad orientada por el utilitarismo puede sentar las bases ciudadanas necesarias para la estabilidad y el sostenimiento de una democracia a largo plazo. Les preocupa así proponer alternativas de prácticas y formas de convivencia política para contrarrestar estas tendencias (Nussbaum, 2010; Skinner, 2008; Pettit, 1999; Sen, 1999; Habermas, 1998; Touraine, 1995).

En este artículo se analizarán algunas reflexiones extraídas del pensamiento político de Hannah Arendt en torno a estos problemáticas para la mejora de las culturas cívicas democráticas. La recuperación de su republicanismo cívico es una propuesta interesante para comprender y reflexionar en torno a los problemas sociológicos asociados a la construcción de ciudadanías y culturas cívicas en las democracias contemporáneas, así como abrir líneas de pensamiento, reflexión y propuesta hacia la mejora de la calidad de las mismas, especialmente en lo que concierne a la convivencia democrática y el ethos cívico de una sociedad.

El principal objetivo es contribuir al debate existente en la teoría democrática vinculado con la construcción de culturas políticas cívicas plenamente respetuosas de los derechos y de las libertades, así como de las instituciones y constituciones que les dan plena vigencia y garantía. En este sentido, se recuperarán algunas líneas del republicanismo cívico de Hannah Arendt con el fin de analizar y proponer prácticas y virtudes cívicas que son necesarias en nuestras sociedades para mejorar la calidad de las democracias, en el sentido de generar culturas cívicas, más respetuosas de los derechos e instituciones democráticas.

Individualismo y ciudadanía en las sociedades contemporáneas

Si bien la valoración de la individualidad y la autonomía individual fueron parte de la evolución de la modernidad que dio lugar a la aparición y protección de los derechos individuales, existen actualmente algunas formas en las que se presentan los comportamientos individualistas de las personas, que cuando no tienen límites marcados por las propias leyes y derechos, este individualismo, en lugar de ser positivo, supone un serio desafío para el respeto a los principios, derechos y libertades garantizados en las constituciones democráticas.

La afirmación de la persona humana en el respeto a su individualidad, a su autonomía y la protección de los derechos individuales surgió en oposición a las monarquías absolutas y los despotismos que históricamente no observaban ningún límite en su capacidad de dominación e interferencia sobre la integridad, el pensamiento, la vida y la voluntad de las personas. Ello significaba otorgar a todas las personas, en consideración a su humanidad, una misma dignidad, iguales derechos y protecciones y la misma capacidad para la independencia de juicio, tanto en su vida personal como en sus juicios políticos. Gracias a esta evolución fueron desarrollándose leyes y garantías jurídicas a los derechos y las libertades individuales hasta llegar al constitucionalismo de las democracias modernas, cuyas bases se encuentran asentadas en estos principios y garantías.

Sin embargo, cuando el individualismo y la dinámica de los intereses privados se manifiestan en sus formas más extremas; cuando sucede un ensimismamiento en la vida privada y una desafección y una renuncia hacia las responsabilidades de la ciudadanía; cuando los intereses privados buscan adueñarse o se adueñan de las instituciones políticas para sus propios fines, nos enfrentamos a uno de los problemas más serios para generar condiciones de vida cívica y de condiciones necesarias para el respeto de los derechos.

Durante el siglo xix, con la Revolución Industrial, se desarrollaron las formas de producción capitalistas y las economías modernas que implicaron organizar la vida social por medio de la dinámica de la acumulación y del consumo. Ello determinó que las sociedades fueran guiándose cada vez más por la preocupación en torno a las necesidades y apetitos individuales, el surgimiento de los intereses privados y la búsqueda de la riqueza y de la acumulación. Surgieron también las clases sociales y cobró nueva y distinta relevancia la búsqueda por el ascenso en el status social. A diferencia de la imposibilidad de movilidad social que se experimentaba en las sociedades aristocráticas, las sociedades de clases abrieron la posibilidad del ascenso social. Todo ello dio lugar también al nacimiento de ciertas formas culturales, de ciertas formas de vida e, incluso, de ciertas filosofías concentradas en la vida individual privada. El mundo de lo privado fue convirtiéndose poco a poco en la parte más sustantiva de la vida individual y pública, relegando la preocupación, participación y responsabilidad de los ciudadanos por el mundo público e institucional.

En el inicio del siglo xxi, los valores ligados al consumo desbocado o consumismo son prioritarios para las sociedades actuales (Bauman, 2007). Existe un creciente individualismo cuyos comportamientos se encuentran guiados por el afán de acumulación y de consumo, combinado con la búsqueda por el ascenso en el status social, que caracterizan a muchas de las prácticas y conductas en las sociedades contemporáneas conformando formas culturales de vida ensimismadas en el mundo privado y alienadas del mundo público. En los países de Latinoamérica, las instituciones son trastocadas por los múltiples intereses privados y ahora también por los del crimen organizado.

Cuando los ciudadanos actúan únicamente en torno a sus intereses, ambiciones y fines privados con apatía y desafección hacia los límites que impone la responsabilidad, el compromiso con lo público, la legalidad, la convivencia cívica y las instituciones democráticas tratamos con uno de los fenómenos sociales más riesgosos y más difíciles de revertir, pero también de los más importantes de abordar para la construcción de ciudadanía y de un mundo público guiado por los principios, derechos e instituciones establecidos en las constituciones democráticas.

Este problema es abordado por varias perspectivas contemporáneas en la teoría democrática. Para muchos autores, la existencia de ciertas formas de comportamiento social caracterizado por la desafección, el desinterés y la falta de preocupación de los ciudadanos por lo público, así como por ciudadanos que no aprecian ni guían su actuar bajo los valores, principios e instituciones fundamentales de las democracias liberales es uno de los principales desafíos de las democracias actuales (Cohen y Arato, 2000; Benhabib, 1999; Spitz, 1995; Skinner, 2003; Talisse, 2005; Kateb, 1992; Gutmann y Thompson; 2004; Pettit, 1999; Phillips, 2000). Para muchas de estas perspectivas planteadas desde el liberalismo, el neo-republicanismo y la democracia deliberativa, esta falta de interés y compromiso de los ciudadanos y la excesiva presencia de los intereses privados en la vida pública tienen fuertes repercusiones especialmente para la construcción de sociedades con culturas políticas en las que sean respetados los derechos y las libertades fundamentales. No es casualidad, por ello, que uno de los temas centrales a discusión en el marco de la teoría democrática sea la integración de los ciudadanos en torno a los valores, principios e instituciones de la democracia y la creación de cultura políticas cívicas y respetuosas de los derechos humanos.

Los riesgos de la hegemonía de lo económico y lo social en la esfera política

Para aportar en este debate sobre la construcción de ciudadanía democrática, la teoría de Hannah Arendt es sumamente pertinente. En La condición humana, Hannah Arendt realizó un análisis inusual que ha sido poco estudiado acerca de los riesgos asociados a la excesiva presencia de los intereses privados en la vida pública. Sus tesis señalan que el excesivo enquistamiento de los intereses privados en las instituciones y lo que ella denomina “la cuestión social”, que es la irrupción de lo social y lo económico en la vida pública y sus instituciones puede resquebrajar sus bases institucionales al no articular a éstas en torno a derechos, libertades y leyes, sino en torno a otro tipo de consideraciones económicas, sociales o ideológicas (hc: 1958, pp. 38-78). La irrupción de los contenidos económicos en la vida pública y el consiguiente desplazamiento de la política y sus objetivos fundamentales, la libertad y los derechos, por cuestiones económicas e intereses privados, de acuerdo con Arendt, serían un latente riesgo para las instituciones democráticas, pues la política y la convivencia democrática suele perder de vista que el objetivo fundamental de estas instituciones es la protección de los derechos (hc: 1958, pp. 38-78).

Ahora bien, una de las tendencias que se observan en las sociedades caracterizadas por un excesivo ensimismamiento en la persona individual y la desafección hacia el mundo público, es la huida de las responsabilidades de la ciudadanía por otras preocupaciones más superfluas y conformistas del mundo individual y económico que no favorecen las actitudes y prácticas democráticas, respetuosas y participativas (Canovan, 1992; Pitkin, 1998).

Como señalan Hanna Pitkin y Margaret Canovan, no es casualidad que Arendt haya iniciado La condición humana con el análisis de la labor y el trabajo para argumentar que el ser humano en el marco de la priorización por lo económico ha ido acometiendo una transformación de sus formas de ver el mundo —y por consiguiente de sus valores— centrándose en sus necesidades y llegando incluso a aplastar los derechos de los demás, con tal de conseguir sus objetivos (Pitkin, 1998; Canovan, 1992). En este sentido, su análisis del homo faber sería determinante para comprender la existencia de ciertas visiones excesivamente individualistas que son capaces de instrumentalizar a las personas, muy asociada a la lógica de medios y fines económicos, que con tal de obtener un objetivo a cualquier precio se es capaz de ir contra los derechos de otras personas y que también impone una vida conflictiva y violenta. Arendt asocia con violencia tratar a las personas como medios útiles para nuestros propios fines, en vez de como fines en sí mismos. En cambio, si las personas quieren ser libres deben renunciar a un tipo de soberanía mecanicista cuando hay la búsqueda de imponerse sobre otras personas o sobre las instituciones para conseguir objetivos individuales (hc, 1958, pp. 202, 244; wf, 1960: 165).

Vinculada con esta tendencia hacia formas de individualismo no ciudadano, otra cuestión social y cultural de nuestras sociedades contemporáneas que Arendt señala de manera crítica en sus obras Rahel Varnhagen y en Eichmann en Jerusalén es la búsqueda del status a cualquier precio por parte de muchos individuos. En ámbitos donde priva la competencia sobre la colaboración y el respeto mutuo y las jerarquías sobre las relaciones entre pares, se promueven valores aristocráticos, caracterizados por la deferencia, la jerarquía, la obsesión por el status social, cargado de hipocresía, vicios y prejuicios que suelen homogeneizar y normalizar el comportamiento humano bajo una serie de parámetros autoritarios y discriminatorios respecto a lo que se considera lo aceptable o no aceptable.

Así, la teoría de Arendt nos enseña que la fuerte presencia de los intereses y cuestiones económicas en la vida política y las instituciones, así como el creciente individualismo y desafección hacia lo público y la política, pueden condicionar la calidad y los fines de la cultura política y del funcionamiento de las instituciones democráticas, ya que estas formas de organización, de consumo y de vida dificultan el surgimiento de un compromiso ciudadano que cuando sea necesario sea capaz de dejar de lado su excesivo individualismo hacia los valores de la responsabilidad, el reconocimiento de los derechos, el aprecio por la diversidad, la igualdad de ciudadanía y la democracia, la agencia social y el compromiso político.

El republicanismo cívico

En el republicanismo cívico de Hannah Arendt, los derechos y las libertades, así como la democracia y el Estado de Derecho democrático no tienen vigencia simplemente mediante su establecimiento y reconocimiento constitucional, sino que son las formas de la convivencia y la cultura y hábitos de los ciudadanos los que le dan plena vigencia y garantía (ot3: 301 y ss; Waldron, 2000: 207). Al igual que muchos de sus contemporáneos europeos marcados por la experiencia de los totalitarismos, dedicó su obra y su pensamiento a estudiar las causas y orígenes de la existencia de estos fenómenos, así como sentar nuevas bases dentro del pensamiento político que impidieran que el autoritarismo y el totalitarismo fueran experiencias que volvieran a repetirse en la historia de la humanidad.

Analizo así muchos de los elementos presentes en la tradición histórica y del pensamiento político occidentales que consideraba que estaban en los orígenes de fenómenos totalitarios y elaboró una teoría política que pretendía recuperar las mejores tradiciones del pensamiento occidental para sentar nuevas bases para la política y el pensamiento político dirigidos hacia la construcción de formas de organización y de convivencia política que permitan la libertad y la pluralidad y que resguarden los derechos y las formas de gobierno democráticas.

Gran parte de sus reflexiones desembocaron en analizar los hábitos y costumbres —el ethos— de las formas de vida colectivas contemporáneas y contrastarlas con la necesidad de crear hábitos y costumbres cívicos y democráticos en los distintos espacios y entornos de convivencia en los que participamos en nuestras vidas, particularmente aquellos que tienen relevancia y consecuencias políticas.

Una noción que concentra muchos de esos hábitos y formas de vida tienen que ver con las visiones más soberanistas respecto a la libertad individual, que muy extendidamente y sustentada en algunas ideas de principios de la modernidad llega a entenderse como la libertad de imponerse aun aplastando los derechos de los demás, sin miramientos a las consecuencias de los propios actos o los fines propios de las instituciones políticas.

Para Arendt, las sociedades modernas con las inseguridades del mundo del empleo, las presiones por el status social, la búsqueda del poder, la focalización del ser en sus necesidades económicas, más que en las políticas y cívicas, han engendrado costumbres de soberanía extrema y alienación de la política. Los ciudadanos no son impulsados a pensar por sí mismos, al pensamiento crítico y a participar y preocuparse por las consecuencias de sus actos sobre los derechos de los demás y sobre la vida pública y el bien común. Al contrario, las costumbres asociadas a una sociedad de empleados de instituciones caracterizadas por jerarquías serán las de la obediencia acrítica hacia la autoridad, el acomodamiento a cualquier precio, el individualismo egoísta.

Inició así una teoría política de tipo republicano en la cual existe una reflexión especialmente preocupada por las relaciones, prácticas y hábitos ciudadanos que permiten el cuidado de los derechos humanos, de la libertad y de las instituciones republicanas que lo hacen posible. Una de sus aportaciones fue demostrar que los derechos y la igualdad de ciudadanía no son cuestiones que se resuelvan con su establecimiento formal, sino que se construyen y se reconstruyen también en la convivencia: “No nacemos iguales, sino que nos convertimos en iguales como miembros de un grupo por la fuerza de la decisión de garantizarnos mutuamente iguales derechos” (ot3: 301).

Así, de su pensamiento puede extraerse la obligación moral de los ciudadanos por sostener una comunidad política capaz de hacer posibles los derechos (Michaelmann, 1996), ya que éstos son un producto social basado en la aceptación y el reconocimiento cotidiano en las actitudes y prácticas de respeto hacia la igualdad de derechos y libertades de todos (ot3: 301).

Su comprensión de la disolución de las instituciones a través del totalitarismo, llevó a esta autora a centrarse en la importancia de visualizar las formas de gobierno no sólo como formas institucionales, sino como resultado de las relaciones políticas que se establecen entre los ciudadanos. Siguiendo a Montesquieu, mientras que una forma de gobierno autoritaria o totalitaria se asienta en una cultura del miedo y la jerarquía, una forma republicana de gobierno requiere una cultura cívica capaz de dar reconocimiento activo a los derechos, libertades y garantías establecidas en las constituciones democráticas, reflejada en las propias prácticas e interrelaciones ciudadanas cotidianas y en la convivencia social y política (kmt: III).

Por esta razón, Arendt centra sus investigaciones en la recuperación del significado del ejercicio de la ciudadanía bajo el ejercicio real de la igualdad de libertad política y vincula esta reflexión con la caracterización de una vida colectiva o de un tejido social cívico (Giner, 2006).

La política y el espacio público: la experiencia de los griegos

De la experiencia de los griegos, Arendt retomó la importancia de entender la libertad en un sentido más político y menos privado. Se entiende la libertad particularmente como libertad política, en un sentido tanto griego como ilustrado, vinculada a la participación en lo público, al pensamiento libre, la independencia de criterio y la autonomía, así como participar y disentir libremente mediante argumentos y razones.

Para Arendt, la ciudadanía debía ser, en primer término, la facultad de la persona para aparecer y deliberar en torno a la construcción de un mundo más humanizado en el sentido humanista del término. Esta autora retoma la visión aristotélica de que el logos (razón y palabra) es una capacidad sólo otorgada al ser humano para discutir sobre lo político y la humanización democrática de nuestras sociedades: preguntarse sobre lo justo e injusto, lo conveniente y lo dañino o la dominación y la violencia. Para Aristóteles dentro de nuestras mejores capacidades políticas estaría la posibilidad de construir un mundo que se humaniza, asimismo, a través de la ciudadanía y de la deliberación (Política: 1253a). En oposición a ella, aquellos que no participan en la construcción política de un mundo más humanizado, son considerados esclavos privados de la facultad para alzar la voz en el espacio público, disentir y argumentar (Política, 1575a y 1575b; hc: 27).

Así, en el pensamiento de Arendt está presente la idea aristotélica de que el ejercicio de la libertad política sucede cuando nos insertamos en el espacio público por medio del lenguaje, de la razón y de la acción, sin ser dominados ni pretender dominar, y guiados por el principio de humanización del mundo. A través de la palabra, el ser humano accede a un nivel superior de dignidad construyendo una relación especial con otros seres humanos al deliberar entre iguales acerca de la construcción de un mundo más humano y excelente.

Arendt retoma dos significados de la libertad política en la democracia ateniense: isonomía e isegoría. La primera de ellas, la isonomía, significaba el mismo derecho a la ciudadanía, la igualdad de derechos políticos y el derecho a una vida política donde los ciudadanos viven juntos en condiciones de no dominación; mientras que la isegoría consistía en la libertad para expresar las opiniones, el derecho a escuchar las opiniones de los demás y ser asimismo escuchado (Hansen, 1991). Por ello, la combinación de ambas nociones de libertad significaban una vida con libertad de palabra, expresión y persuasión y en donde la argumentación y no la dominación es lo que constituye el contenido de las relaciones políticas (qp: 70).

En este sentido, el espacio público es considerado como un espacio privilegiado para la participación de los ciudadanos con criterio propio e independiente ejerciendo la voz para compartir o disentir mediante argumentos y razones, sin exclusiones de ningún tipo, y sin ser dominado o coercionado por ejercer los derechos y participar. La importancia del espacio público es que puede permitir la igualación artificial —convencional— de las personas cuando se da el derecho a la inclusión de las diferentes voces y visiones que existen en la sociedad y es a través de esta participación que pueden transformarse las realidades de obstrucción a la libertad o de dominación.

Arendt, Tocqueville y Montesquieu

Tras vivir el totalitarismo nazi, Arendt argumentaba que uno de los grandes desafíos de las democracias era contar con ciudadanos que, en el marco de la libertad, se responsabilizaran por sustentar una ética pública que diera contenido y sustancia a los derechos e instituciones democráticas. En sus reflexiones en torno a estas cuestiones, retomó el pensamiento republicano de Tocqueville y Montesquieu, particularmente para discutir la relación entre la moral y la ética pública y la garantía de la libertad política. Como gran parte de la filosofía ilustrada del siglo xviii, ambos autores guiaron sus reflexiones sobre la centralísima importancia del ejercicio continuado de la libertad política como sostén de la forma de gobierno republicana, su base misma y su razón de ser. Vinculaban, además, la importancia del ejercicio de la ciudadanía y la protección de las libertades políticas con la naturaleza de la vida colectiva.

En La Democracia en América, Tocqueville sostenía que un ejercicio continuado y extenso de la libertad política e, incluso, cierta tendencia agonista de las democracias, permitían contrarrestar los hábitos de homogeneización y conformismo que produce la igualdad de condiciones de las sociedades democráticas modernas.

Con este autor, Arendt compartió la importancia del pensamiento libre y del criterio propio, de su expresión y de la capacidad de asociarse de los ciudadanos como barreras contra las tendencias niveladoras de la sociedad y el despotismo. El individualismo, el egoísmo,1 la vida en el aislamiento de lo público y la indiferencia ante los demás. Todas estas cuestiones eran para Tocqueville las mayores garantías para la persistencia del despotismo y el servilismo en las sociedades modernas.

La libertad política y la participación en el espacio público por medio del ejercicio de la expresión a través del discurso y la asociación política, así como un espacio agonístico resultado de un ejercicio extenso de la libertad política, si bien perturbaban de vez en cuando al Estado, eran favorables para cultivar hábitos de moderación, enseñando a las personas el equilibrio entre sus intereses privados y la vida pública y generando sentimientos de interdependencia, racionalidad, reciprocidad y ayuda mutua. Por estas razones Tocqueville consideraba que un espacio público con discusión, disenso y deliberación es una de las herramientas democráticas principales para fomentar la existencia de virtudes cívicas fundamentales (Tocque-ville, 2002: 134-137; 152 y 155; Reinhardt: 1997).

Frente a las tendencias de las democracias modernas hacia el individualismo, la homogeneización, la normalización y el conformismo, Arendt recupera del pensamiento de Tocqueville que consideraba que “sólo había un remedio eficaz: la libertad política” (2002: 138); es decir, estas tendencias solamente podían disminuir mediante un espacio público cargado de ciudadanos dispuestos a alzar la voz y a asociarse con criterio propio e independencia política. Sería ese espacio público libre y democrático, teniendo garantizadas las libertades de reunión, expresión y prensa, que conducía hacia cierta tendencia a la agonía, una de las principales manifestaciones de la salud de la vida democrática, capaz de revertir los despotismos del mundo moderno.

En paralelo, la participación por medio de asociaciones, en la prensa y en los gobiernos locales puede generar lazos comunes entre las personas que contrarresten el individualismo, pues los hábitos de participación y ciudadanía hacen comprender a las personas su necesidad mutua. Por estas razones, Tocqueville consideraba que el asociacionismo y la politización constante de temas y problemas políticos y su deliberación eran las mejores armas contra la tiranía, generando virtudes cívicas en los ciudadanos como la independencia de juicio político y la participación activa en los asuntos públicos (2002:134-146).

Otro de los grandes referentes para la construcción del republicanismo cívico de Arendt, lo constituye la recuperación del pensamiento de Montesquieu, al cual esta autora vuelve una y otra vez a lo largo de su obra para argumentar la importancia de los hábitos y las costumbres para dar vida a las distintas formas de gobierno.

Arendt sostenía que Montesquieu había actualizado los conocimientos de la antigüedad sobre la ética asociada con la realización y el contenido de las formas de gobierno demostrando que son las prácticas y costumbres en las formas de convivencia entre las personas lo que hace posibles las las leyes y son la realidad y sustancia de una forma de gobierno. Montesquieu rescató el significado griego de las leyes y las instituciones como νοµοσ que refiere a su significado convencional, artificial, cultural, construido por los seres humanos y modificables por las personas y sus comportamientos. En este sentido, las leyes son “las relaciones que existen entre las leyes mismas y los diferentes seres, así como las que median entre esos diferentes seres” (1992: III), acentuando la relación política establecida entre las diferentes personas para hacer posible la vigencia real de la mis-mas. De manera que esta cultura política es tan importante para la vigen-cia de las leyes y los objetivos institucionales como el establecimiento de las leyes y la estructura institucional en sí misma (1992: III).

Identificó, así, tres principios que subyacen al carácter de las personas que se corresponden con las diferentes formas de gobierno. El carácter de las personas refiere a ciertas actitudes y disposiciones culturales y psicológicas que mueven las acciones de las personas y que impactan la vida pública e institucional. En las repúblicas, el principio de la acción política debe ser la virtud, que él define como una disposición cultural, psicológica y de carácter motivada por el aprecio por la igualdad de ciudadanía; en las monarquías ese mismo principio sería el honor, al que lo mueve la pasión psicológica por la distinción; mientras que en los despotismos, autoritarismos y totalitarismos el principio que domina las acciones y los caracteres sería el temor y el miedo (1992: iii y v).

Esta identificación de los principios culturales o psicológicos que se encontrarían detrás de las actitudes, prácticas y motivaciones de las acciones de las personas es lo que más estudió Arendt del pensamiento de Montesquieu, utilizando frecuentemente esas ideas para describir los hábitos de convivencia consustanciales a las diferentes formas de gobierno. Estas ideas demostraban que una forma de gobierno equivale a una actualización de las relaciones políticas y de convivencia de una sociedad, siendo las instituciones las cristalizaciones resultado de las complejas formas de convivencia entre quienes comparten la red de relaciones cívicas que constituyen la comunidad política (kmt: 303).

Así, con la adopción de estas ideas de Montesquieu, Arendt argumenta que una cultura que sostiene adecuadamente las instituciones democráticas, es una cultura política igualitaria en el reconocimiento a los derechos humanos y la igualdad de derechos de las personas mediante prácticas, conductas, hábitos y costumbres reales de convivencia. Estas serían virtudes cívicas manifiestas en el actuar cotidiano que involucren disposiciones psicológicas y culturales profundas comprometidas con respetar la igualdad de libertad y de derechos de sus conciudadanos, a los que entiende como pares. En otras palabras, una cultura política republicana, igualitaria en sus formas de relación y de convivencia, se establece no sólo adquiriendo la importancia del compromiso con la igualdad política —de derechos y de ciudadanía— sino cuando los ciudadanos asumen su relevancia y se aprecia como un valor importante que guía sus hábitos y costumbre de interrelación y de convivencia (ot3: II. 9; ont: 331 y ss.; qp: 134 y ss.).

En este sentido, el soporte de una forma de gobierno republicana es la identificación de los ciudadanos y el consiguiente reflejo en sus actitudes y costumbres de un respeto por las leyes de la República comprometidas con respetar la igualdad de ciudadanía, de libertad y de derechos de los conciudadanos. El gobierno republicano es más sustantivo cuando los ciudadanos guían sus acciones políticas mediante una disposición psicológica hacia la igualdad de ciudadanía y libertad de cada quien y hacia el respeto a los espacios de derechos y libertades de todos: la misma igualdad de los demás a tener un espacio de derechos y de libertades.

De ahí que sociedades protectoras de los derechos exijan la existencia de un tejido cívico que otorgue vigencia a los derechos y libertades democráticas, que se manifiesta cuando los ciudadanos se encuentran habituados en todas las relaciones de convivencia políticas hacia el respeto a ese espacio de derechos y libertades, así como hacia la igualdad de todos en el acceso a dichos derechos. Así, un tejido cívico sustantivo significa la existencia de hábitos, actitudes y prácticas democráticas que siguen el principio republicano de igualdad de libertad y de derechos de los ciudadanos. En resumen, cuando los hábitos cívicos y republicanos se convierten en hábitos y formas de convivencia política reales, conforman el tejido social cívico de un Estado de Derecho constitucional democrático protector de los derechos humanos.

Arendt retoma la diferencia antigua entre República y Democracia, en la que antiguos como Aristóteles preferían la República o Politéia a la Democracia de Asamblea, pues éstas referían a gobiernos regulados por leyes y no por seres humanos o incluso asambleas o mayorías democráticas, que un momento dado pueden excederse y violar derechos individuales. La República retoma entonces esa preocupación, porque sobre la legalidad no esté ninguna decisión arbitraria, incluso de la democracia misma, y hace necesaria la construcción de una seria cultura de la legalidad.

Así, esta noción sobre las leyes que Arendt retoma de Montesquieu tiene también que ver con una noción de tipo espacial vinculada con la idea de agencia. Su significado refiere al espacio para el despliegue de las libertades de cada quien, restringida únicamente por el espacio para el despliegue de sus derechos al que tienen derecho todas las otras personas. Las leyes,

proveen el espacio vivo para la libertad de cada individuo… circunscriben el espacio para el desenvolvimiento de cada uno de nuestros destinos individuales,… son fronteras que permiten a las personas moverse entre ellas y erigen canales y fronteras de comunicación entre quienes viven juntos y actúan en concierto” (ON, 334 y ss.; KMT: III).

En este sentido, la noción espacial de la legalidad implica hacer conciencia de que tenemos la responsabilidad de hacernos cargo de la defensa de nuestros propios derechos y de los derechos de los demás, construyendo culturas de la legalidad y convivencia democrática regulada por leyes y derechos.

Sin duda, la visión sobre el poder y las instituciones en la teoría de Arendt son lo contrario a violencia, coerción, sumisión u obediencia. Para ella, estas visiones sobre la libertad política y el constitucionalismo republicano estaban detrás de las tradiciones revolucionarias de los siglos xvii y xviii, pensando en que la legalidad pusiera un límite al gobierno y la dominación de unos hombres sobre otros (ov: 139). Lo anterior, combinado con un sistema judicial robusto, generaría una sociedad comprometidamente protectora con los derechos humanos.

Una vida republicana en este sentido debe construir las disposiciones psicológicas y de carácter en sus ciudadanos para respetar los espacios de derechos y libertades sin distinciones arbitrarias, aprender que esos derechos sólo surgen de nuestras interrelaciones sociales y de convivencia cotidiana para su vigencia y preservación.

Republicanismo, ética y derechos humanos

Tras vivir y analizar la experiencia del totalitarismo, Arendt defendía la idea de que todo ser humano tiene “el derecho a tener derechos”, un razonamiento que cobra relevancia no sólo como respuesta a la condición de los apátridas, sino como respuesta a la protección y la garantía de los derechos para cualquier ciudadano de una comunidad política que presume ser un régimen constitucional-democrático. La condición de apátrida no sólo significa la privación de un hogar, sino la pérdida de derechos a partir de la pérdida del status político de ciudadanía. Significa privar a cierto grupo de personas de que se escuche su voz y se puedan ejercer sus plenos derechos de ciudadanía. Siguiendo a Jeffrey Isaac, es también un atentado contra la dignidad humana en tanto atenta contra la capacidad de cada quien para ser un agente moral y político, disfrutando seguridad y libertad entre los conciudadanos, experimentando el mutuo reconocimiento que solo la ciudadanía confiere (Isaac, 1996: 63).

En ese sentido, la garantía del “derecho a tener derechos” depende de la existencia no sólo de leyes que protejan el status de la ciudadanía con sus libertades de pensamiento, expresión, reunión y asociación, sino también, y de igual importancia, sería la pertenencia a una comunidad política conformada por un espacio público constituido por un conjunto de redes de ciudadanos cuyos hábitos y costumbres cívicas den lugar a la conformación de un tejido cívico capaz de dar protección y garantía al ejercicio de esos derechos. De ese derecho a las libertades políticas fundamentales asociadas a la ciudadanía dependería la defensa del ciudadano frente a la conculcación de cualquier otro derecho.

Una de las más importantes afirmaciones del pensamiento de Arendt es que no nacemos iguales, sino que nos convertimos en iguales y pares como miembros de un grupo por un esfuerzo humano deliberado del propio grupo o comunidad por garantizarse mutuamente iguales derechos (ot3: 301).

De tal manera, a partir del pensamiento de Arendt podemos concluir que para mejorar la calidad de la democracia en el sentido de generar sociedades más protectoras de los derechos, se deben considerar tres importantes dimensiones. La primera sería la existencia de una constitución democrática que garantice los derechos y libertades fundamentales de todos los ciudadanos, sin distinciones de raza, sexo, clase o cualquier otro elemento arbitrario. En segundo lugar, la conformación de una cultura política que se conduzca bajo los principios de los derechos humanos en sus hábitos y costumbres cotidianos de convivencia, de modo que la constitución se convierta en una existencia real como forma de gobierno y convivencia de toda la comunidad. En tercer lugar, la existencia de un espacio público conformado por una red de redes de ciudadanos que no sólo actúan en sus hábitos y costumbres respetando el espacio de derechos y libertades de todos, sino que también son capaces de alzar la voz frente a cualquier abuso o intento de dominación tanto sobre los propios derechos como de terceros.

De modo que la garantía de los derechos es más sustantiva cuando la diversidad y pluralidad de los ciudadanos de una comunidad coincide en la importancia de la igualdad de libertad política y de derechos de todos y se compromete con el reconocimiento activo de estos derechos, sin que este status se encuentre condicionado por cuestiones relacionadas con lazos personales, privilegios, posición económica, status social, poder económico o político, opinión política, preferencias sexuales, o cualquier otra condición de las personas. En palabras de la propia Arendt:

la esfera pública está basada en la ley de la igualdad… La igualdad, en contraste con todo lo que está implicado en la simple existencia, no nos es otorgada, sino que es el resultado de la organización humana, en tanto que resulta guiada por el principio de la justicia. No nacemos iguales; llegamos a ser iguales como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de concedernos mutuamente derechos iguales. Nuestra vida política descansa en la presunción de que podemos producir la igualdad a través de la organización, porque el hombre puede actuar en un mundo común, cambiarlo y construirlo, junto con sus iguales y sólo con sus iguales (OT3: 301).

Por eso, el principio que debe guiar las relaciones políticas, siguiendo a Arendt, es el principio republicano del respeto a la igualdad de dignidad, de libertad y de derechos, que tendría como resultado la posibilidad de establecer relaciones políticas basadas en el respeto, el reconocimiento mutuo y la deliberación de las diferencias. En todas las relaciones de convivencia mostrar las disposiciones psicológicas hacia el respeto al espacio de derechos y libertades de todos, y particularmente hacia el respeto a la libertad de opinión, que debido a nuestra pluralidad universal conducirá necesariamente hacia la pluralidad y la multiplicidad de opiniones.

La construcción de la comunidad política coincide así con la construcción de un espacio público que por medio de las leyes y hábitos y costumbres de los ciudadanos garantiza la libertad, la pluralidad y los derechos, así como acepta la libertad de cada quien para expresarse libremente y que sus acciones sean tomadas en cuenta. Implica también un consenso social en torno a los principios, derechos e instituciones constitucionales que permiten y protegen esa libertad y esa pluralidad. En términos de Montesquieu significaría realizar la forma de gobierno republicana, como una forma de gobierno real a lo largo de todas las relaciones de convivencia entre ciudadanos y entre ciudadanos y gobernantes.

George Kateb sintetiza muy bien la idea acerca de la preservación del constitucionalismo en el pensamiento de Arendt, especialmente de las libertades de pensamiento y expresión, que estarían vinculados con la preservación de la propia democracia representativa. Esto sería el resultado de un contrato social en donde el consenso correctamente otorgado es hacia una constitución y el contenido moral del consenso es también una constitución que garantiza el imperio de la ley, el derecho al disenso y la plena aceptación de los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, que deben ejercer activamente en sus prácticas cotidianas (Kateb, 1983: 134 y ss).

El gobierno republicano se constituye así en torno al consenso de los ciudadanos sobre una serie de instituciones y procedimientos democráticos que protegen la libertad, los derechos y la pluralidad conjuntamente con un espacio público que le da pleno contenido y garantía. En resumen, los derechos no son verdades auto-evidentes, son el resultado de un espacio público vivo y, en ocasiones, agonístico constituido por ciudadanos que muestran las costumbres y prácticas cívicas conformes a su protección.

Ética, responsabilidad y juicio político

Junto a sus obras de teoría política, Arendt elaboró una filosofía ética o moral que atañe a la importancia de la responsabilidad, el pensamiento crítico y el juicio político en un intento de proponer una filosofía humanista, laica y secular para la prevención del daño, la violencia o consecuencias negativas en el ejercicio de la acción y la libertad (lm, 1978; lkpp, 1982; rj, 1971). Para nuestra autora, era necesario comprender y renovar un discurso ético basado en los principios de la Ilustración, que así como considerara un sano escepticismo frente a los excesos de la modernidad discutidos en la teoría crítica del siglo xx, de las ideologías y de la imposición de absolutos en política, no renunciara a una visión humanista y a los valores ilustrados de fraternidad y solidaridad necesarios para dar rumbo a la cohesión social de las democracias pluralistas contemporáneas.

Así, su propuesta filosófica propone una actitud de duda moderna e ilustrada frente a la fe y las creencias, así como una apertura constante de la mente a someterse a la razón práctica y la revisión de las creencias, categorías y opiniones propias para evitar actitudes dogmáticas que no son propias ya de las sociedades plurales y que incluso se contraponen al pluralismo. Es, en cambio, una invitación a la duda reflexiva, a la examinación personal entre la congruencia de los valores que sostenemos y los hábitos y prácticas que llevamos a cabo y al aprendizaje de la vida respetando y sabiendo aprender de la pluralidad humana.

Las verdades absolutas en política son contrarias a un mundo secular, laico y plural, pues imponen cuestiones trascendentes a la propia acción, diversidad y contingencia humana. En un mundo secular, laico y plural sólo pueden existir una diversidad de opiniones (or: 46-47), y sería justamente el volver a la importancia del respeto a la validez de las distintas opiniones lo que nos hace reconocer y reconciliarnos con la pluralidad de la condición humana2 (up: 310).

En este sentido, para Arendt, el ejercicio de la responsabilidad implica, en primer lugar, una comprensión del mundo en su realidad y su pluralidad, no huyendo de él por medio de discursos ideológicos o metafísicos, sino a través de un tipo de pensamiento siempre abierto hacia la duda acerca de nuestras verdades y creencias, la auto-examinación personal, la disposición a participar en deliberaciones y ejercicios de razón práctica y la revisión de los propios hábitos, puntos de vista y valores.

La introducción en política de verdades absolutas tanto ideológicas como religiosas conduce al terreno del adoctrinamiento, no al de la comprensión. Introduce un elemento de obediencia en la esfera pública al que se pide el sometimiento colectivo, a costa de la pluralidad y la espontaneidad humanas, que se encuentran asociadas con cualquier ejercicio de la libertad (up: 310). Por otro lado, las ideologías entendidas como verdades absolutas nos vuelven insensibles a la realidad de las personas, negando su particularidad y su pluralidad. Quien detenta un pensamiento ideológico dogmático es incapaz de aceptar que otras personas muestren sus diferencias específicas. Toda diferencia de opinión o de punto de vista se concibe como ofensa y enemistad. Por ello, la pretensión de imponer un tipo de pensamiento al mundo lleva siempre al adoctrinamiento y a la violencia para someter a la realidad y a la pluralidad.

Este tipo de pensamiento dogmático no permite actitudes y prácticas cívicas, ni tolerantes, y por ello impide a las personas el ejercicio de un juicio político razonado. De Kant, Arendt toma la idea del juicio político como una de las virtudes principales de un ciudadano democrático que implica aprender a valorar nuestro punto de vista en relación con los puntos de vista de otras personas, para ampliar nuestra conciencia y comprender el bien común en una sociedad pluralista.

Las ideologías pueden atrofiar el sentido de realidad del mundo cuando sus defensores no son sensibles a lo que sucede en él, ni a las evidencias de un mundo con una condición humana plural y que se guían por normas preestablecidas. En cambio, cuando permanecemos atentos a escuchar distintas opiniones y a observar el impacto de la realidad y la pluralidad sobre nuestro pensamiento, se abre la posibilidad de realizar un proceso de revisión, auto-examinación y auto-crítica con nosotros mismos. A ese proceso Hannah Arendt lo llamaba juicio político.

El juicio político está vinculado entonces con el diálogo que se establece entre uno y uno mismo y que se encuentra en la base de la facultad de la conciencia (lm: 186-191). La participación y el diálogo con el mundo de la realidad y con un debate plural en el espacio público (la participación en la razón práctica) produce un diálogo entre el sí y el sí mismo, desatando la auto-examinación y el pensamiento. Conciencia y pensamiento no serían lo mismo, pero sin la primera el pensamiento no sería posible (lm: 186-191; tmc: 184-185). Junto con estas facultades va relacionada también la capacidad para escuchar y la conciencia de falibilidad, competencias políticas esenciales para la convivencia política plural y tolerante.

Así, el juicio político nos requeriría de la responsabilidad para entender puntos de vista con los que no congeniamos, de un esfuerzo por comprender los razonamientos de los puntos de vista contrarios a los nuestros y representarlos y sopesarlos en nuestro intelecto, por medio de un acto de imaginación. Esto produciría una ejercicio de mentalidad ampliada que abre la mente a la sensibilidad necesaria para la comprensión de que las personas somos diferentes y que cada una tendrá un punto de vista particular sobre las cosas o cuestiones; así también que la comprensión de los argumentos y razonamientos ajenos a los nuestros nos proporcionan aprendizajes que nos enriquecen como personas, ampliando nuestra sensibilidad y nuestra conciencia hacia lo humano (lm: 76 y 92; lkpp: 36-42).

Por ello, Kant relacionaba la facultad de pensamiento y la responsabilidad con la participación en el uso público de la razón. El pensamiento crítico no sólo se utiliza para revisar los dogmas, doctrinas, prejuicios y tradiciones de la sociedad, sino también debe ser aplicado hacia el propio pensamiento, actitudes y valores. No se trata de adoptar los puntos de vista ajenos, sino desligarnos de los juicios previos e intereses que tenemos en el mundo posibilitando un razonamiento con imparcialidad, apertura y compromiso con las personas en su diversidad (lkpp: 42).

Por eso, los derechos a la libre expresión y la participación en el uso público de la razón se encuentran totalmente asociados a las capacidades para el pensamiento y el juicio políticos y, asimismo, dicho ejercicio de la razón ayuda a sacar del aislamiento a los individuos permitiendo formas de sociabilidad que prefiguran el compromiso mutuo y la solidaridad cívica:

el ejercicio de la mentalidad ampliada nos desvelaría la naturaleza del mundo en la medida en que se trata de un mundo común y sería entonces la actividad más importante en la que se produce este compartir-el-mundo-con-los-demás (CC: 221).

Su filosofía ética, en ese sentido, sienta las bases para la reflexión en torno a un tipo de pensamiento político laico y secular que afirme una apertura constante hacia la duda, la razón práctica, la revisión y la autoexaminación de nuestras propias categorías y hábitos de pensamiento, de manera que los ciudadanos puedan acceder a un diálogo en donde se pongan a prueba la revisión personal de los propios hábitos, prácticas y valores, y que a través de escuchar y respetar a otros en su diferencia, a través de entender la posición de otros, se pueda abrir la posibilidad de generar lazos comunes de comprensión, solidaridad, entendimiento y compromiso mutuos.

Ello requeriría aceptar y tener una firme decisión por compartir el mundo con otros seres humanos en toda su pluralidad, y el resultado sería la dignificación de la política y de la propia humanidad en su pluralidad.

Libertad y responsabilidad

El ejercicio de la libertad política, tal como fue comprendido y defendido por los autores republicanos de las revoluciones de los siglos xvii y xviii, significaba la capacidad para alzar la voz y ejercer el disenso ante los excesos tiránicos del poder; la capacidad para mostrar las diferencias, para disentir y para argumentar; para ejercer el juicio crítico frente al poder y no sujetarse a él o no obedecer cuando el resultado es la injusticia o la coerción. Recordemos que frente a las monarquías absolutas, la ilustración republicana proponía una idea de libertad entendida como no sujeción a ninguna voluntad ajena a uno mismo y no dominación (Skinner, 2008).

En una época de dictaduras y totalitarismos, la filosofía de la responsabilidad de Arendt recupera lo mejor de la tradición revolucionaria de los siglos xvii y xviii para recordarnos que la responsabilidad política significa de manera muy relevante que las sociedades no pierdan la capacidad humana para el ejercicio de la libertad y la autonomía, alzando la voz y ejerciendo el disenso ante la dominación ilegítima del poder político o social, que lleva a la violación de los derechos. Una actitud de ciudadanía y vigilancia que se opone a las formas de dominación y que actúa como parte sustantiva del cuidado y defensa de los derechos y de las libertades.

En este sentido, siguiendo este otro razonamiento del republicanismo arendtiano, la responsabilidad cívica en sociedades democráticas debe implicar las capacidades políticas de los ciudadanos para ejercer la libertad para mostrar las diferencias, para disentir, para argumentar, para no sujetarse o no obedecer ante un poder político o social tiránico cuyo resultado sea la injusticia, la violencia, la dominación, el aplastamiento de los derechos de los demás o el daño (prud, 1964; ej, 1963). Si las democracias otorgan esos derechos a la libertad de expresión y a la libre asociación no se puede renunciar al verdadero contenido de la libertad y de la acción políticas, cuya naturaleza es el disenso por medio de la razón y la argumentación, y particularmente, a partir de la modernidad, cuando suceden violaciones a los derechos fundamentales.3

Asimismo, la filosofía ética de Arendt se complementa con una teoría de la democracia que afirma la importancia de los consensos en torno a las instituciones, derechos y procedimientos democráticos que ayudan a salvaguardar la libertad y que son necesarios para establecer límites a la política y a las derivaciones peligrosas en el ejercicio de la acción y la libertad políticas: cultura de la legalidad, división de poderes y contrapesos, estructura institucional democrática, límites al poder, entre otros.

El resultado es una teoría ética que busca los equilibrios entre la importancia de la afirmación y el cuidado de la libertad —la cual conlleva espontaneidad y contingencia y que, por lo tanto, necesita de un espacio sin determinismos—, pero también estableciendo y respetando los límites constitucionales adecuados para preservar y cuidar de los derechos y libertades que son los espacios que abren y cuidan la posibilidad para el surgimiento de la acción y de la libertad política e individual.

Por ello, esta salvaguarda, tomando los elementos de la tradición republicana, implicaría aceptar los límites y contenciones al poder tanto de un líder, caudillo o monarca, como de una mayoría democrática. Significa una cultura societal convencida respecto a los procedimientos y límites constitucionales que protegen los derechos y las libertades, frente a cualquier forma de poder político o social y frente a cualquier gobierno o movimiento político que atente contra ellas sea éste de derechas o de izquierdas. De ahí la importancia de construir una identidad democrática y republicana más allá de las diversas ideologías políticas existentes.

Conclusiones

Las reflexiones teórico-políticas del republicanismo cívico de Hannah Arendt aportan importantes contribuciones para la reflexión normativa en torno a la construcción de democracias más sustantivas, basadas en culturas con una ética cívica democrática republicana, deliberativa y asociativa necesarias para la mejora de las democracias, en lo que corresponde al fortalecimiento de los regímenes constitucionales democráticos y la cultura de la legalidad basada en el marco regulatorio de los derechos humanos para la convivencia.

La historia política de la democracia nos ha mostrado que su establecimiento no garantiza su estabilidad y permanencia y que ésta llega a caer si las condiciones políticas y culturales de la sociedad no la favorecen. De ahí que esta reflexión sobre nuestra cultura ético-política sea relevante para la construcción de las condiciones necesarias para convertirnos en sociedades protectoras de derechos.

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Maestra en Teoría Política por la London School of Economics and Political Science del Reino Unido. Recientemente concluyó el Doctorado en Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid. La profesora está adscrita al Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma del Estado de México.

Para Tocqueville, el individualismo es “un sentimiento que induce a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos, de suerte que después de formar una pequeña sociedad para su uso particular, abandona a la grande a su destino”; asimismo, el “egoísmo” sería quien “desarrolla un amor apasionado y exagerado hacia la propia persona que induce al hombre a no referir nada sino a uno mismo y a preferirse en todo” (2002:128).

Por supuesto, la diversidad de opiniones y la tolerancia hacia las mismas está delimitada por los derechos de las personas, por lo que opiniones contrarias a ellas no deben ser aceptadas en el espacio público.

Hablando sobre la responsabilidad dentro de las dictaduras y los totalitarismos en el ensayo “Responsabilidad personal dentro de las dictaduras”, Arendt argumenta que aquellos que muestran obediencia, asienten y apoyan a esos regímenes. Podemos pensar, nos dice, qué sucedería si todos aquellos que “responsablemente obedecen” dentro de estas formas de gobierno se niegan a dar su asentimiento aun sin ninguna rebelión o resistencia de por medio, simplemente negándose a obedecer. Es realmente eso lo que caracterizaría al potencial de poder de la libertad individual (PRUD:47-48).

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