En el presente artículo, el autor se plantea estudiar los siguientes conceptos: identidad, participación social, democracia, tradición, participación ciudadana, ciudadanía. Lo anterior, con la idea de orientar su propuesta hacia la revisión de los problemas derivados de la globalidad en la sociedad. La principal interrogante se circunscribe a la idea de ciudadanía como concepto, y saber si es compatible con formas de convivencia donde el sistema de cargo se convierte en la forma de organización para llevar a cabo festividades de carácter comunitario.
In this article, the author addresses the following concepts: identity, social participation, democracy, tradition, citizen participation, citizenship. This, with the idea of orienting its proposal to review the problems arising from globalization in modern society. The main question is limited to the idea of citizenship as a concept, for knowing if it is compatible with forms of coexistence where the cargo system becomes the form of organization to carry out community-based festivities.
Las sociedades modernas han pasado por una serie de transformaciones a través de su historia, cada una de ellas presenta procesos propios, dando un efecto particular en su devenir. Por ello, genera una cultura y estructura social, propiciando como consecuencia formas de comportamiento y expresiones culturales que se reflejan en la organización política, económica y social.
Para explicar el comportamiento de la sociedad mexicana, es necesario presentar dos antecedentes importantes: en primer lugar, el desarrollo de procesos históricos; en segundo, la integración de procesos culturales y sociales a la transformación de la sociedad. De la década de los años cincuenta a la de los setenta, el país vivió un proceso de industrialización impulsado desde una política económica regida por el Estado, lo que requirió de una subordinación de la población, estableciéndose como estructura política el corporativismo.
Después de la crisis económica de la segunda parte de la década de los setenta, se dio paso al neoliberalismo, en donde se requería que el mercado fuera el rector de la economía y que la democracia se generara a través de los partidos políticos y de la participación ciudadana. La cuestión clave que en este caso es resaltada, atinge a una acción colectiva que no necesariamente involucra la afirmación de derechos y la defensa de identidades culturales, así como que tampoco expresa la voluntad de participación política en referencia a las instituciones estatales. Se trata de otra posible dimensión de lo público: la producción de bienes públicos desde la sociedad, basada sobre todo en la solidaridad y fundamentada especialmente en la necesidad de restringir la acción del Estado. En tanto tal, sin embargo, no es autónoma de la primera dimensión anotada: como ha sido ya sugerido, resulta cada vez más evidente que para que la reducción del Estado cree condiciones al fortalecimiento de la sociedad, debe estar asegurada en aquél la representatividad social. Por tanto, bien pudiera afirmarse que ambas dimensiones remiten a un mismo requerimiento: la creación de una nueva institucionalidad pública, donde la sociedad cumpla un papel relevante (Cunill, 2004: p. 9).
Esto obliga a cambios sustanciales en las formas de organización de la sociedad, y altera las relaciones entre la sociedad y el Estado, planteando la necesidad de estructurar organizaciones sociales para garantizar la aplicación de políticas públicas, así como de buscar legitimidad de los gobiernos durante este proceso.
El cambio en la política económica impulsó al sector servicios, lo que proyectó el proceso de circulación de mercancías y comunicaciones, ocasionando una fuerte concentración de población en las zonas urbanas, que ha traído como consecuencia la expansión y el crecimiento de las ciudades.
México se inscribe dentro del ámbito mundial en una íntima relación con los efectos de las crisis y el crecimiento del capital, lo que obliga a participar dentro de los modelos de acumulación; esto es, actuar de manera particular en las condiciones generales de desarrollo del capitalismo. Sin embargo, se ha enfrentado a las medidas económicas que requiere este desarrollo y que se contraponen con la cultura y las estructuras de la sociedad mexicana, lo cual ha provocado que no se completen los procesos económicos que marcan las necesidades del capital. En la actualidad varias circunstancias y actores confluyen hacia una mayor demanda de participación de la sociedad civil en la gestión de programas o servicios, sobre todo del campo social. El Estado, en gran medida incitado por la crisis fiscal o por la conciencia de sus límites operativos, pareciera inclinarse crecientemente hacia la concurrencia de otros actores en el desarrollo de sus actividades. Los usuarios, en búsqueda de una mayor calidad de los servicios públicos, comienzan a favorecer su provisión privada. Muchas organizaciones no gubernamentales, ante el debilitamiento de las fuentes de financiamiento tradicionales, colocan su mirada en la asociación con instancias gubernamentales. Los organismos internacionales, unos en el marco de la revisión de los modelos de prestación de servicios sociales basados en el sector público, otros tras el fundamento de las virtudes intrínsecas al involucramiento de los beneficiarios, también reclaman un rol más activo para la sociedad civil (Cunill, 2004: p. 10).
Todo lo anterior, provoca un replanteamiento de las funciones de las organizaciones sociales, que pasan de ser gestoras, a participar directamente en la aplicación de las políticas públicas. Sin embargo, carecen de formas de representación en las comunidades en donde actúan, debido en gran medida a la falta de identidad y de vinculación con los intereses de los miembros de las comunidades en donde actúan.
Sin embargo, existe la identidad como un elemento que cruza de manera general a la sociedad mexicana, la cual se refleja en las partes simbólicas a través de costumbres, tradiciones, ideología, etcétera. Así podemos afirmar, de acuerdo con lo planteado por Arditi, lo siguiente: Cuando nos referimos a la identidad, sea de una persona o de un colectivo humano, tendemos a pensar en aquello que se mantiene invariable. La identidad sería la cara detrás de toda máscara, una suerte de núcleo duro que subsiste a pesar de las apariencias y de los cambios circunstanciales. La identidad aparece cuando los velos caen y la ambigüedad se desvanece (Arditi, 2010: p. 29)
Partiendo de que en la historia de México y de su sociedad se presentan cambios sustanciales en la economía, la cultura y las relaciones de la ciudadanía, como consecuencia del avance de la economía y la tecnología, la sociedad encuentra en la democracia el producto de los procesos de modernización y de transformación social, generando las adecuaciones necesarias que nos proponen los modelos de acumulación de capital, particularmente los que se generan en el último tercio del siglo xx, en donde se caracterizan por tener una serie de transformaciones generadas en torno al mercado y dan rumbo a los procesos de globalización, los cuales no pudieron penetrar de manera profunda en la cultura y en la integración del país.
En la historia política del país, el llamado desarrollo estabilizador dejó honda huella en la sociedad, ya que se generó la tendencia a buscar siempre el compromiso del Estado paternalista, autoritario y fuertemente centralizado, lo que provocó una falta de identidad con la democracia, y por tanto, la ausencia de espacios de participación política de manera formal. Este hecho se convirtió en una de los elementos importantes en la cultura política de los mexicanos. La construcción de las identidades utiliza materiales de la historia, la geografía, la biología, las instituciones productivas, la memoria colectiva y las fantasías personales, los aparatos de poder y las revoluciones religiosas. Pero los individuos, los grupos sociales y las sociedades procesan todos esos materiales y los reordenan en un sentido, según las determinaciones sociales y los proyectos culturales implantados en su estructura social y en su marco espacio/temporal (Castells, 2001: p. 29).
En el proceso histórico de México, particularmente en la última parte del siglo xx y los primeros años del siglo xxi, se ha buscado mantener y fortalecer la identidad a través de la construcción de héroes, apropiación de espacios y particularmente a partir de la familia y las tradiciones comunales. Si vemos estas diferencias y coincidencias de cara a los procesos urbanos, hallamos un común denominador: los pueblos tienen formas propias de comprender, organizar y usar sus tiempos y sus espacios. Así encontramos diversas temporalidades entretejidas: ciclos largos que podemos pensar como ancestrales (por la pertenencia prolongada en el mismo territorio), que marcan un origen o punto de partida comunitario; los ciclos rituales anuales y los ritmos cotidianos que anudan desde miradas campesinas hasta formas urbanas de desarrollar la vida (Portal, 2013: p. 57).
En el proceso histórico, encontramos que después de la Segunda Guerra Mundial se da inicio a la formación del nacionalismo, así como a la instalación de un proyecto de desarrollo a través de la sustitución de importaciones, aparejada de la urbanización de amplias zonas y la modernización en las comunicaciones. A este modelo se le denomina Estado de bienestar, en donde el Estado es el rector de la economía, así como el gran patrocinador del desarrollo.
El desarrollo estabilizador da paso al modelo neoliberal, en donde el objetivo es la reducción del Estado. Esto se entiende como delegar al mercado la rectoría de la economía, los servicios sociales de educación y vivienda, y con ello dar por terminado el compromiso paternalista, y así proponer como alternativa la descentralización del Estado, fortaleciendo el federalismo y promoviendo la participación ciudadana a través de la democracia. Este proceso no se genera por la búsqueda de la ciudadanía en la obtención de más democracia, sino como políticas gubernamentales, lo que provoca la necesidad de formar ciudadanía a través de identidades, dando por sentado que esto generará un sentido de igualdad. Así, la hipótesis sociológica latente en el ensayo de Marshall postula que existe un tipo de igualdad básica asociada al concepto de la pertenencia plena a una comunidad –o como debería decir: a la ciudadanía–, algo que no es inconsistente con las desigualdades que diferencian los distintos niveles económicos en la sociedad. Con otras palabras, la desigualdad del sistema de clases sociales puede ser aceptable siempre y cuando se reconozca la igualdad de ciudadanía (Marshall, 1997: p. 35).
Lo anterior presupone que se requiere de la participación de los ciudadanos como eje central para el ejercicio de sus derechos, así como la construcción de la democracia orientada a la edificación de la sociedad.
Para autores del neoinstitucionalismo como Olver Nort, la democracia debe estar sustentada por la ciudadanía, ésta a su vez por la participación de la propia ciudadanía, para la aplicación de políticas públicas, así como la vinculación con la administración pública para impulsar el desarrollo económico. Para ello se requiere de la reducción del Estado e incorporar a los ciudadanos en la toma decisiones.
Por lo anterior, es necesario incorporar a la ciudadanía en la formación de la democracia, así como respetar las diferencias entre las organizaciones y comunidades que crea la propia sociedad, algunas de ellas consideradas minorías, debido a que mantienen un entorno particular. Las sociedades modernas tienen que hacer frente cada vez más a grupos minoritarios, que exigen el reconocimiento de su identidad y la acomodación de sus diferencias culturales, algo que a menudo se denomina el reto del “multiculturalismo” (Kymlicka, 2003: p. 29).
Estableciendo la posibilidad de reglas que permiten que ciertos grupos tengan un comportamiento colectivo, que se opone a la norma, o bien que se respeten prácticas que algunas comunidades tienen en sus tradiciones, que afectan de manera directa los programas o bien las políticas y normas jurídicas creadas para la convivencia en ciudades.
Asimismo, las políticas públicas de la etapa del desarrollo estabilizador tuvieron impactos en las formas de vida de los ciudadanos, acostumbrados a que el sistema de salud, la educación y los problemas económicos nacionales, sean resueltos por el Estado. Sin embargo, el nuevo proyecto económico busca que sea el mercado el que regule y satisfaga las necesidades de los ciudadanos.
No obstante, se generaron importantes contradicciones, ya que la sociedad mexicana desarrolló una cierta dependencia a las políticas de bienestar, lo que provocó resistencia por parte de los ciudadanos, impidiendo de manera importante la transición de la conclusión del Estado de bienestar y la implementación del neoliberalismo. En la actualidad, varias circunstancias y actores confluyen hacia una mayor demanda de participación de la sociedad civil en la gestión de programas o servicios, sobre todo del campo social. El Estado, en gran medida incitado por la crisis fiscal o por la conciencia de sus límites operativos, pareciera inclinarse crecientemente hacia la concurrencia de otros actores en el desarrollo de sus actividades. Los usuarios, en búsqueda de una mayor calidad de los servicios públicos, comienzan a favorecer su provisión privada. Muchas organizaciones no gubernamentales, ante el debilitamiento de las fuentes de financiamiento tradicionales, colocan su mirada en la asociación con instancias gubernamentales. Los organismos internacionales, unos en el marco de la revisión de los modelos de prestación de servicios sociales basados en el sector público, otros tras el fundamento de las virtudes intrínsecas al involucramiento de los beneficiarios, también reclaman un rol más activo para la sociedad civil (Cunill, 2004: p. 10).
Ello provoca un giro sustancial en la aplicación de la política entre estas organizaciones, ya que buscan mantener su existencia a través del financiamiento estatal y dejan de lado la formación de ciudadanía, y con ello la posibilidad de aplicar estrategias de crecimiento y desarrollo social
La importancia del análisis del desarrollo de los procesos económicos y políticos nos permitirá establecer canales de superación de cada una de las etapas del desarrollo de la sociedad; encontraremos que estos procesos son sólo referentes, porque quedan resabios que no hemos superado y que causan problemas de integración, lo que da pie a que coexistan caracteres culturales en donde se combinan las formas pre modernas, las modernas e incluso las posmodernas de la sociedad, lo que provoca una serie de alteraciones sobre los métodos de organización de la sociedad, lo cual impacta de manera directa en la articulación de la democracia.
El proceso histórico que concentró el poder en un determinado tipo de instituciones políticas y económicas, atrofió la capacidad de participación ciudadana en las tareas de interés público. Los miembros de la sociedad, en el mejor de los casos, se convirtieron en validadores de un statu quo vía la democracia electoral y en consumidores de bienes y servicios (Arredondo, 2003: p. 3).
Lo anterior provocó que se generaran dos concepciones de la democracia, aunque es necesario aclarar que existen diversas concepciones de la misma. Para el presente estudio establecemos como referentes sólo dos, que ubican la discusión sobre las afectaciones a los pueblos originarios de la Ciudad de México.
Por una parte, la institucional, que busca a través de las maneras de representación resolver los problemas de participación ciudadana, la cual deberá estar sujeta a la acción de los partidos políticos, en donde se encontrarán las formas de canalizar las demandas y necesidades de la sociedad. Sin embargo, por otra parte, los partidos políticos no pueden resolver todos los problemas, ni cuentan con la capacidad de representación de la sociedad. Por ello, se presenta una forma alternativa de democracia, la que surge de la vida cotidiana, en el día a día de los individuos, que encuentran en la participación en las acciones de la comunidad, la solución a sus problemas, así como formas de comunicación e integración.
Los partidos políticos no pueden resolver los problemas de convivencia vecinal, ni las formas de representación que algunas comunidades de las ciudades tienen en México, debido en gran medida a su pasado agrícola que impone fiestas y procesiones derivadas de sus tradiciones. La propuesta remite, en primera instancia, a una práctica democrática que supone que la toma de decisiones debe llevarse a cabo con la participación de todos los que han de ser afectados por estas decisiones o por sus representantes, mediante la exposición de argumentos y criterios nacionales. En esta medida, se promueve la apertura de un espacio de intercambio y participación a miembros o grupos de la sociedad, no circunscrito necesariamente a las instancias de representación, y en eso estriba uno de sus principales aportes (Álvarez, 2007: p. 19).
La construcción de la democracia se convierte en una actividad de las comunidades, las cuales presentan formas internas de organización basadas en su cultura y tradición, resolviendo con arreglos internos los conflictos que pudieran tener, generando impulsos internos que llevan a la consolidación de sus tradiciones, las cuales se reflejan en la realización, en algunos casos, de las fiestas patronales.
La organización de estas fiestas, así como la conservación de sus espacios comunes, como parajes, templos, iglesias, incluso imágenes que representan parte de sus identidades, no pueden ser atendidas por las organizaciones políticas, ya que no entran dentro de su esfera de acción.
Estas instancias son responsabilidad de las comunidades, que en lo general lo resuelven de manera habitual, ya sea a través de organizaciones tradicionales como los sistemas de cargo, o bien por medio de patronatos e incluso los párrocos son quienes establecen las formas de patrocinio.
Las fechas y rituales, por lo general, son producto de las tradiciones de las comunidades en donde se crean las identidades y formas de convivencia, respetando las formas y las condiciones que las comunidades mantienen como parte de una herencia cultural. En ese sentido, la “tradición” debe distinguirse de la “costumbre” que predomina en las denominadas sociedades “tradicionales”. El objetivo y las características de las “tradiciones”, incluyendo las inventadas, es la invariabilidad. El pasado, real o inventado, al cual se refieren, impone prácticas fijas (normalmente formalizadas), como la representación. La “costumbre” en las sociedades tradicionales tiene la función de motor y de engrane (Hobsbawn, 2008: p. 8).
La elaboración de manera repetitiva de los rituales y las ceremonias obliga a que las comunidades encuentren una identidad, y con ello un sentido de pertenencia, lo que provoca, por ejemplo en el caso de la Ciudad de México, que algunas comunidades que son anteriores al desarrollo urbano, encuentren esa afinidad en las fiestas patronales, o bien en acciones colectivas de manera ritual, como el caso del “Resplandor” en el Pueblo de Magdalena Mixuca, o bien la “Pasión de Semana Santa”, en Iztapalapa. En este sentido, considero que la reproducción identitaria de nuestra sociedad se hace posible en función del uso, la organización y el control que se ejerce sobre el tiempo y el espacio social. Esto es, por la manera concreta y cotidiana en que los grupos sociales ordenan y consumen su tiempo y su espacio (Aguado y Portal, 1992), pero también se construye a partir de las identificaciones sociales; es decir, de todos esos referentes simbólicos colectivos desde los cuales se nombran y se autonombran los individuos y las colectividades, conformando con ello una imagen en la cual el habitante urbano se reconoce en la ciudad y configura una imagen propia del “ser ciudadano” (Portal, 2013: p. 59).
Estas fiestas, en general, rompen con la cotidianidad de la vida citadina, incluso interrumpen de manera prolongada la circulación en avenidas importantes para la interconectividad de la ciudad, obligando a presentar excepciones en la aplicación de los reglamentos correspondientes, debido a que la organización de la comunidad ejerce presión para que sus fiestas tradicionales se llevan a cabo con los rituales correspondientes.
En un sentido de participación ciudadana, estas fiestas deberán estar dentro de las actividades de cultura de los gobiernos locales, o bien de las organizaciones ligadas a los partidos políticos, para fortalecer la democracia y propiciar una eficiencia en la administración pública. Esta concepción se enfrenta a la resistencia de las comunidades con fuerte arraigo cultural, debido a que no encuentran las formas de organización adecuadas para canalizar sus demandas, además de que no existen líneas de comunicación mediante las cuales los institutos políticos permitan la participación de la sociedad a través de las formas tradicionales de organización de las comunidades; es decir, poder combinar los procesos de representación locales, que recuperen los procesos culturales, con los métodos institucionales. El marco general de esta reflexión se caracteriza por el agotamiento del paradigma que inspira a los programas de superación de la pobreza, pero también por el hecho de que la sociedad demanda y ejerce modos de empoderamiento suplementarios al electoral y por el reconocimiento de que se ha debilitado la hegemonía de la cual gozaban los partidos y la política partidista en términos de la acción y la deliberación en torno a los grandes problemas que afectan a la comunidad (Arditi, 2010: p. 123).
De otro lado, existe una construcción de la democracia a partir del trabajo comunitario y de la identidad. Esta forma tiene un fuerte arraigo en la cultura y la tradición; de hecho, se fundamenta en los modos de organización y participación que cada comunidad adopta como parte de su quehacer cotidiano. En efecto, nuestra identidad sólo puede consistir en la apropiación distintiva de ciertos repertorios culturales que se encuentran en nuestro entorno social, en nuestro grupo o en nuestra sociedad. Lo cual resulta más claro todavía si se considera que la primera función de la identidad es marcar fronteras entre un nosotros y los “otros”, y no se ve de qué otra manera podríamos diferenciarnos de los demás si no es a través de una constelación de rasgos culturales distintivos. Por eso suelo repetir siempre que la identidad no es más que el lado subjetivo (o, mejor, intersubjetivo) de la cultura, la cultura interiorizada en forma específica, distintiva y contrastiva por los actores sociales en relación con otros actores (Giménez, 2002: p. 1).
Así, se convierte a la identidad en una parte importante de la unidad de las comunidades, y con ello la formación de organizaciones internas que permiten la participación de sus miembros de formas propias; es decir, con lenguaje y protocolos que la comunidad genera.
La participación de la ciudadanía en la solución de conflictos, así como en la detección de problemas, es básica; sin embargo, si se busca delegar a la población acciones de vigilancia, procesos productivos, incluso mantenimiento del equipamiento urbano, se requiere de una participación comunitaria de manera importante, lo que resulta complicado.
Para atender esas demandas, es necesaria la intervención de las instituciones gubernamentales, las cuales atienden los programas de equipamiento y mantenimiento urbano. No obstante, estas instituciones carecen de identidad entre los representantes y los representados de la comunidad.
La organización de las fiestas patronales, así como el mantenimiento de los templos e iglesias por parte de las comunidades, se convierten en las prácticas culturales que permiten el surgimiento de formas organizativas internas; y de esta manera, con la propia participación de la comunidad, la población encuentra alternativas de patrocinio de tales obras.
Si se pudieran rescatar estas formas organizativas para la aplicación de políticas públicas, proporcionarían importantes beneficios para la democracia, la gobernanza y la aplicación de recursos de manera objetiva. Debemos recordar que este proceso es derivado de la propuesta de política económica y de la administración pública, lo que conforma un proyecto social de corte neoliberal.
Por otra parte, tenemos la idea de que la participación ciudadana debe establecer una organización base para la construcción de organizaciones en busca de representaciones generales, incluyendo intereses e identidades, lo que fortalece de manera directa a la toma de decisiones por parte de gobiernos y la formulación de reglamentos y leyes.
Se parte de la necesidad de explicar el comportamiento político de los individuos, así como de las formas organizativas que éstos adquieren y adoptan para resolver los problemas cotidianos, o bien para expresar sus intereses y que los mismos se reflejen en políticas públicas o en políticas económicas. Si entendemos la ciudadanía como la identidad política que se crea a través de la identificación con la república, se hace posible un nuevo concepto de ciudadano. En primer lugar, estamos tratando con un tipo de identidad política, una forma de identificación, ya no simplemente como un status legal. El ciudadano no es, como en el liberalismo, el receptor pasivo de derechos específicos y que goza de la ley. No se trata de que estos elementos sean pertinentes, sino que la definición de ciudadano cambia porque ahora el énfasis recae en la identificación con la república (Mouffe, 1999: p. 101).
La democracia se convierte en la forma sustancial de organización social y por tanto de la participación social, la cual se trata de impulsar a través de la acción institucional. Sin embargo, es importante rescatar las formas culturales y organizativas de manera interna, rescatando las tradiciones y las formas culturales de las comunidades.
En general, estas dos concepciones de la democracia (institucional y ciudadana) se enfrentan y nunca coinciden en forma y objetivo; mientras que para la democracia formal el problema es la legitimidad y la legalidad, ya que se encuentra en la parte institucional de la sociedad, la otra prefiere encontrar los métodos que llevan a acuerdos internos, que les permita mantener la identidad y la participación de la sociedad.
La discusión se traslada a la ubicación de las relaciones democráticas, ya sea en la parte institucional o bien en la formación de la participación social, lo que nos lleva a la concepción del individuo: de una parte tenemos al ciudadano, el cual se encuentra investido por una serie de normas y formas determinadas, a través de las organizaciones representativas, que le obligan a obedecer reglas y condiciones legalmente establecidas, que le otorgan una serie de beneficios, tales como derechos y protecciones por parte de los organismos e instituciones que la propia sociedad ha formado. No obstante, también le generan obligaciones, como la de obligarse a participar, de manera formal y moral, en el protocolo de la democracia, como es el sufragio, el reconocimiento de gobiernos e instituciones que probablemente tengan poco que ver en la vida cotidiana de los individuos. Pareceré un sociólogo típico si empiezo diciendo que propongo dividir la ciudadanía en tres partes. Pero el análisis, en este caso, está guiado por la historia más que por la lógica. Llamaré a estas tres partes, o elementos, civil, política y social. El elemento civil consiste en los derechos necesarios para la libertad individual –libertad de la persona, libertad de expresión, de pensamiento y de religión, el derecho a la propiedad, a cerrar contratos válidos, y el derecho a la justicia. Este último es de una clase distinta a la de los otros, porque es el derecho a defender y hacer valer todos los derechos de uno en términos de igualdad con otros y mediante los procedimientos legales. Esto nos demuestra que las instituciones asociadas más directamente con los derechos civiles son los tribunales. Con el elemento político me refiero al derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de los miembros de tal cuerpo. Las instituciones correspondientes son el parlamento y los concejos del gobierno local. Con el elemento social me refiero a todo el espectro desde el derecho a un mínimo de bienestar económico y seguridad, al derecho a participar del patrimonio social y a vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares corrientes en la sociedad (Marshall, 1997: p. 302).
La libertad se inscribe como uno de los elementos más importantes en la construcción de ciudadanía, en tanto ésta se convierte en el vértice a través de los cuales se aplican y se desarrollan los derechos, construyéndose así una línea de acción colectiva.
Por otra parte, existen una serie de formas de participación de la sociedad que se han generado a lo largo del tiempo y se han convertido en atemporales, ya que no existe un registro de su origen, así como de las normas que los rigen. Estas formas de participación se han establecido de manera especial debido a las condiciones que la comunidad tuvo que enfrentar, y también se generan como reflejo de la cotidianidad de la población que les llevó a establecer una serie de elementos político-culturales en donde determinan las condiciones y modos en las que se deben organizar. Tal es el caso cuando el establishment liberal califica fenómenos tales como el populismo como contrarios a la democracia debido a su tendencia a glorificar a los líderes, a su frecuente desdén por los contrapesos institucionales o a su predilección por mecanismos plebiscitarios de legitimación. Pero en la medida en que los desafíos populistas constituyen una forma de manifestación de la voluntad popular, debemos verlos como parte del propio juego democrático o, al menos, como un subproducto de éste. El populismo no es un simple exterior, pues también puede ser visto como una sombra o espectro que acompaña a la democracia liberal y adquiere un estatuto indecidible en relación con ésta (Arditi, 2010: p. 19).
A partir de lo anterior, se puede entender una serie de cambios sustanciales en los procesos de creación de elementos de convivencia entre los individuos. Así, es posible establecer que la democracia tiene dos grandes vías: las condiciones en donde las instituciones imponen las formas y reglas de participación de la comunidad a partir de la figura de ciudadanía; de tal suerte, la norma impone las formas en que la participación se debe desarrollar, por lo que la mayoría de los casos se llevan a cabo a través de intermediarios. Es importante recordar que existen diversas teorías de la democracia, y como se señaló anteriormente, sólo se recurre a aquella que tiene referencia a las comunidades de los pueblos y barrios de la Ciudad de México.
Por un lado, se encuentra la democracia representativa, en donde las organizaciones partidistas, así como la ciudadanía, encuentran formas de injerencia en la toma de decisiones, acciones de gobierno a través de métodos institucionales. Por otro, está la democracia participativa que adquiere formas particulares de acción. El momento actual se caracteriza por la búsqueda de una nueva institucionalidad para la democracia que sea capaz de atender simultáneamente los principios de reconocimiento, participación y redistribución. Se trata de una articulación entre la innovación social y la innovación institucional que permitiría una nueva institucionalidad a la democracia ((Fleury, 2005: p. 34).
En cuanto a la democracia representativa, se ha vinculado de manera directa a la democracia electoral, en donde se han desarrollado formas de organización ciudadana, así como elementos de acción colectiva mediante la cual el ciudadano encuentra identidades a través de intereses. La democracia electoral-representativa descansa en general sobre el principio de que los ciudadanos no deliberan ni gobiernan si no es a través de sus representantes. Este marco restringido ubica a la participación en los momentos electorales, la elección de los representantes. Podemos llamarlo “momento soberano”, es el momento en el que los ciudadanos deciden verdaderamente quién va a decidir después por ellos. Como lo señala Pierre Rosanvallon (2008), el momento electoral equivaliendo a la totalidad del mandato es una ficción. Sin embargo, podemos admitir que se trata del momento en el que los ciudadanos participan del poder. Hay que distinguir ahora la participación electoral de la participación no-electoral, a la que vamos a llamar “momento ciudadano”. Es Rousseau quien nos recuerda en su Contrato Social que los ciudadanos son los miembros del soberano tomados individualmente (“en tanto que participantes de la autoridad soberana”) y los súbditos son los mismos pero desde el punto de vista de la sumisión a las leyes. Esta participación por fuera de las elecciones no puede ser comprendida como el momento pasivo del súbdito, sino justamente como la resistencia del carácter doble del ciudadano, no siendo ni solamente súbdito ni verdaderamente el soberano que actúa en común. Una primera gran división de las prácticas que consideramos participación es la de la participación electoral (intermitente) y la participación no-electoral (que puede ser también intermitente caso por caso, pero que en su conjunto es permanente), la que Habermas situaría probablemente entre el espacio público-político y la sociedad civil (Annunziata, 2009: pp. 6-7).
Estas formas organizativas llevan por necesidad al fortalecimiento de las instituciones, las cuales deben sustentarse en proyectos generales; sin embargo, carecen de vínculos con las comunidades, provocando una separación entre los individuos y las instituciones, la cual deberá ser resuelta a través de la participación ciudadana.
Por su parte, la participación ciudadana encuentra en la organización interna formas de acción en la que sus intereses se ven vinculados de manera intensa en las acciones que llevan a cabo para participar de manera directa en la solución de problemas y en la toma de decisiones.
Ello hace aparecer a la resistencia como una forma de acción colectiva en busca de identidad, que se origina a partir de las fiestas y de la defensa de las tradiciones de organizaciones propias, en donde las organizaciones institucionales y gubernamentales no tienen cabida.
Los intermediarios que se nos imponen, por lo general, tienen la forma de partidos políticos, los cuales se erigen como los representantes de la sociedad en los órganos de gobierno, ya sea en el gobierno, o bien en los parlamentos. Estos partidos surgen como consecuencia de la formación de legitimidades formales.
Esta concepción de la democracia conduce a la formalización de la participación ciudadana, que propone que a través de los partidos políticos es como se resuelven los problemas y se atienden las demandas ciudadanas, apropiándose con ello de la representación. Tal hecho ocasiona que la reglamentación obligue a que toda petición, descontento o alternativa de solución a los problemas de la sociedad, pase por la intermediación de los partidos, y éstos participen de manera directa en la toma de decisiones. Por un lado, el actor no apareció más como ciudadano o como trabajador sino como individuo, miembro de comunidades primarias ligado a cierta tradición cultural. Finalmente y sobre todo, las normas de funcionamiento de la sociedad y la evolución histórica se manifestaron como disociadas; el cambio histórico no se definió más como progreso o modernización, sino como una red de estrategias destinadas a sacar el máximo provecho del empleo de recursos limitados y a controlar zonas de incertidumbre. Desapareció la ida de sociedad y hasta lo “social” se reemplazó con la política, la cual adquirió dos opuestas formas: por un lado, la del poder totalitario que devora la vida social; por otro, la de grupos de presión y aparatos de decisión que se enfrentan en un mercado político. Mundo frío del cual el actor resultó eliminado (Touraine, 1987: p. 26).
Es importante señalar que una de las características determinantes en la democracia es la ciudadanía, la cual se construye a partir del ejercicio de derechos; sin embargo, se ve la limitación del ejercicio de sus derechos plenos, precisamente por el papel de los intermediarios, provocando la ausencia de una participación constante y permanente. De hecho, la búsqueda de la construcción de la ciudadanía permite la creación de movimientos sociales. La cultura es un bien, un conjunto de recursos y modelos que los actores sociales tratan de dirigir, controlar y apropiarse, o negociar entre ellos su transformación en organización social. Sus orientaciones están determinadas por el trabajo colectivo y el nivel de acción que las colectividades ejercen sobre ellas mismas (Touraine, 1987: p. 29).
Este tipo de participación nos lleva a que en las sociedades existan comunidades en donde la acción social se desarrolla por una serie de mecanismos propios; en estos procesos, la intermediación no se lleva a cabo a través de los organismos gubernamentales, sino que se genera a partir de diversas formas; una de ellas es la que se produce a través de usos y costumbres, lo que obliga a abrir nuevas formas de negociación. El poder es, pues, una relación y no un atributo de los actores. No puede manifestarse más que mediante el inicio de una relación que enfrenta a dos o más actores, dependientes unos de otros, en el cumplimiento de un objetivo común que condiciona sus objetivos personales. Para ser más precisos, no se puede desarrollar más que a partir del intercambio de los actores comprometidos en una determinada relación (Crozier, 1990: pp. 55-56).
Esto nos lleva a entender que el concepto ciudadanía tiene una serie de connotaciones; que es necesario establecer una serie de lineamientos para su estudio. Así entendemos, de acuerdo con Marshall, la idea de ciudadanía. La ciudadanía es un status que se otorga a los que son miembros de pleno derecho de una comunidad. Todos los que poseen ese status son iguales en lo que se refiere a los derechos y deberes que implica. No hay principio universal que determine cuáles deben ser estos derechos y deberes, pero las sociedades donde la ciudadanía es una institución en desarrollo crean una imagen de la Our Partnership (p. 79), ciudadanía ideal en relación con la cual puede medirse el éxito y hacia la cual pueden dirigirse las aspiraciones. El avance en el camino así trazado es un impulso hacia una medida más completa de la igualdad, un enriquecimiento del contenido del que está hecho ese status y un aumento del número de aquellos a los que se les otorga. Por otra parte, la clase social es un sistema de desigualdad. Y al igual que la ciudadanía, puede basarse en un conjunto de ideales, creencias y valores. Es, por tanto, razonable pensar que la influencia de la ciudadanía en la clase social debe adoptar la forma de un conflicto entre principios opuestos. Y si estoy en lo cierto al afirmar que la ciudadanía ha sido una institución que se ha desarrollado en Inglaterra al menos desde la última parte del siglo xvii, entonces es evidente que su desarrollo coincide con el surgimiento del capitalismo, que es un sistema no de igualdad, sino de desigualdad (Marshall, 1997: p. 312).
Ello conduce a la necesidad de abrir una serie de demandas en busca de la ampliación de derechos; es decir, de encontrar mecanismos adecuados en el proceso de construcción de la democracia, partiendo de la premisa de que la sociedad no es igualitaria y requiere de una serie de elementos encaminados a la construcción de nuevas formas de representación.
Por otra parte, la sociedad que no se siente representada por los partidos, genera sus propias formas de organización y participación, que es uno de los elementos importantes de la democracia participativa, provocando sin embargo que dichas formas sólo resuelvan de manera tangencial las demandas de los ciudadanos, así como los métodos de organización permanentes a través de las organizaciones no gubernamentales y todas aquellas que se crean al margen de las organizaciones institucionales, partidos políticos; o bien las formas de representación ciudadana creadas por las instancias de gobierno. En contraste con las organizaciones de la llamada sociedad civil, no pueden resolver los problemas de fondo, ya que carecen de los canales legales para participar en la toma de decisiones. Los derechos reclamados por los grupos particulares en el marco de la llamada política de la identidad ponían en cuestión la idea del individuo soberano, así como la del universalismo de los derechos del liberalismo clásico. Estamos aquí ante un modo de pensar y de hacer política que no puede ser entendido como estrictamente liberal o, al menos, que pone de relieve la existencia de una periferia interna a dicha política (Arditi, 2010: p. 20).
Las formas no legales de organización de la sociedad se convierten en la manera más directa de la representación de la sociedad; sin embargo, carecen de los elementos suficientes para poder resolver o garantizar un vínculo real con la toma de decisiones. Para su consolidación, la sociedad civil requiere del desarrollo de un amplio conjunto de asociaciones voluntarias en las que se materializan las nuevas formas de solidaridad y de la existencia de una esfera pública autónoma, en la que tenga lugar la deliberación sobre los asuntos de interés general; igualmente se hace indispensable la disponibilidad de medios institucionales que establezcan el vínculo entre la sociedad civil y la esfera pública, por una parte, y entre las instancias de representación política y el Estado, por la otra (Álvarez, 2004: p. 27).
La participación ciudadana adquiere matices especiales, sobre todo cuando es necesario establecer un vínculo con una comunidad particular, ya que se requiere de una fase de identidad, así como la participación voluntaria, la cual incorpora las tradiciones y se reflejan en las expresiones culturales, dando como consecuencia la creación de identidades, las cuales en algunos casos representan la defensa de sus orígenes y protocolos comunitarios.
Estos movimientos presentan una serie de inconvenientes, ya que en la observación para resolver los problemas, requieren de canales para encontrar los elementos necesarios en las instancias establecidas. Una vez resuelto el problema, este movimiento se convierte en contestatario, es decir, no tiene una propuesta para mantener la representación, o bien de continuidad, de participación, lo que le garantiza una vida efímera, o de igual forma sirve como base para la incorporación a los partidos políticos.
Además de estos movimientos, existen otros que por su formación y existencia son de largo alcance. Estos se refieren a los sectores alejados de la representación y de la operación política, porque no representan las grandes cantidades de votantes, o bien porque sus demandas son poco menos que imposibles de cumplir debido a que rompen con los intereses de primer orden de los grupos de poder. Esto puede establecer la diferencia entre los derechos civiles y los derechos políticos, que crean dos ámbitos diferentes de acción por parte del ciudadano, y con ello a entender las formas de participación en la comunidad. En el caso de los derechos civiles, el movimiento ha ido en sentido opuesto, no desde la representación de las comunidades hacia la de los individuos, sino desde la representación de los individuos hacia la de las comunidades. Y Pollard hace otra precisión. Una de las características de los primeros sistemas parlamentarios –sostiene– era que los representantes eran aquellos que disponían del tiempo, los medios y la predisposición necesarios para realizar su tarea. La elección por mayoría de votos y su estricta responsabilidad ante los electores no eran esenciales. Los distritos electorales no daban instrucciones a sus miembros, y se desconocían las promesas electorales (Marshall, 1997: p. 321).
Los movimientos étnicos, así como los culturales, pocas veces tienen un referente en los programas de los partidos políticos, o incluso en los programas de gobierno, lo que provoca un aislamiento de estos movimientos en la intención de representación, particularmente cuando no es posible recuperar a estas comunidades para la democracia; por el contrario, se busca de diferentes maneras incorporarlos dentro de los esquemas de la representación formal, tratando de convencerlos que las formas de representación y organización que mantienen son obsoletas e incompatibles con la sociedad global a la que la democracia aspira llegar.
Con lo anterior, encontramos una serie de elementos que son importantes de tomar en cuenta a la hora de considerar la participación social dentro de la toma de decisiones, o bien en el desarrollo de la democracia como producto de la organización interna de los pueblos.
Por tanto, es importante considerar la participación social como parte de la acción colectiva, en donde los individuos se organizan de manera especial, y espacial, ya sea para resolver un problema, o bien para generar formas de participación y acción colectiva que se tornan permanentes. Por ello se pueden interpretar como parte de las expresiones de la cultura de los pueblos; en primer lugar, como producto de su cotidianidad, que es reflejada en las formas de organización y en las particularidades de la participación colectiva en la solución de problemas comunes. La participación ciudadana implica en cambio dos tipos de movimiento: uno que coloca necesariamente a la sociedad en contacto con el Estado, y el otro que reconcentra a la sociedad en sí misma, buscando su fortalecimiento y desarrollo autónomos. Lo característico de este tipo de participación estriba en que se despliega en la intermediación de la relación Estado-sociedad y se sustenta en la búsqueda de intervención de los individuos en las actividades públicas, en tanto portadores de intereses sociales particulares (Álvarez, 2004: p. 50).
Ante la disyuntiva de participación política, se abre la posibilidad de la participación social, en donde se involucran los miembros de la comunidad identificando intereses y prácticas sociales cotidianas.
De esta manera, la participación social se ve reflejada en la búsqueda de elementos que conjunten aspiraciones generales de convivencia y cooperación en lo que la misma comunidad considera propio.
Por tanto, la interpretación de la democracia adquiere matices de diferencia entre los elementos generales, ya que pasa de una representación general a la búsqueda de la acción colectiva, aunque ésta se presenta con un alcance limitado, porque no busca la obtención de grandes transformaciones o logros importantes entre la comunidad, sino que por carácter local, a través de una participación adecuada a las posibilidades del individuo, se generan los pequeños cambios que permiten la transformación general a través de formas novedosas de organización. Esto permite la proyección de nuevos elementos en la integración de una forma de entender la representación social. La conceptualización de la democracia, entonces, se convierte en una veta nueva de discusión, ya que por una parte se discute la posibilidad del ciudadano, el cual está representado en el Derecho y en la participación de los grandes problemas que enfrenta la sociedad; sin embargo, éste lo hace a partir de organizaciones permanentes incluso con carácter ideológico y político dominado generalmente por los partidos políticos.
Sólo queda por señalar que la participación ciudadana institucional también requiere de principios generales de identidad, cultura y tradición, ya que de ella se desprenden las formas organizativas formales, que permiten llevar a cabo políticas públicas, incluso ofrece legitimidad a la práctica social institucional.
Como se puede concluir, la participación social es fundamental para la democracia; sin embargo, es preciso establecer que cada sociedad enfrenta diversos elementos para crearla. Por tanto, se generan dos tipos de la misma: por una parte, la institucional, en donde la gobernanza adquiere formas de legalidad; y por otra, la participación derivada de las tradiciones y condiciones de cada comunidad, que se traducen en legitimidad.
Así, se requiere de una mayor atención a las cuestiones culturales y ¿políticas locales, para crear condiciones de acción colectiva, y con ello establecer la relación entre gobernados y gobernantes.