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Vol. 34.
Páginas 117-137 (enero - abril 2015)
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El nuevo institucionalismo: ¿hacia un nuevo paradigma?
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Eduardo Torres Espinosa*
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Resumen

En las últimas tres décadas, el nuevo institucionalismo ha avanzado considerablemente en el campo de las ciencias sociales. No obstante, el artículo argumenta que este enfoque teórico se encuentra en proceso de construcción por lo que adolece de dos problemas teórico-conceptuales clave: la falta de una definición unívoca de institución y de una explicación satisfactoria de cómo ocurre el cambio institucional. La principal conclusión del trabajo es que, a pesar de lo anterior, tal vez un paradigma institucional haya ya emergido en el campo de las ciencias sociales sin habernos dado cuenta.

Palabras clave:
Ciencias sociales
nuevo institucionalismo
teoría de la elección racional
paradigma.
Abstract

In the past three decades, the new institutionalism has made considerable progress in the field of social sciences. However, the article argues that this theoretical approach is in a construction process so that suffers from two key theoretical and conceptual problems: the lack of a clear definition of institution and a satisfactory explanation of how institutional change occurs. The main conclusion of the paper is that, despite the above, perhaps an institutional paradigm has already emerged in the field of social sciences without realizing it.

Key words:
Social sciences
new institutionalism
rational choice theory
paradigm.
Texto completo
Introducción

Este artículo explora el notable avance del llamado nuevo institucionalismo en el campo de las ciencias sociales en las últimas tres décadas. En esencia, este enfoque teórico enfrentó al llamado “paradigma racional” de la posguerra, atacando su presupuesto paradigmático central, a saber, que lo social puede ser explicado a partir del individuo visto como actor racional. Su principal alegato fue que las instituciones son importantes en la vida social porque afectan la conducta y la toma de decisiones individuales y colectivas. Por lo anterior, se ha afirmado que en la actualidad dos grandes teorías luchan por la dominancia en las ciencias sociales, que un “paradigma institucional” está a punto de emerger.1

De manera diferente, el artículo parte del supuesto de que el paradigma institucional nació con el amplio acuerdo logrado entre los científicos sociales de que había que poner atención, nuevamente, en el papel de las instituciones. Este acuerdo fue bautizado como nuevo institucionalismo por March y Olsen en 1984. Se considera que al igual que ocurrió en el caso de la “revolución racional”, este nuevo enfoque teórico no emergió ni se ha desarrollado como una propuesta teórica homogénea, libre de silencios y unánimemente aceptada. Desde su nacimiento, el nuevo institucionalismo siempre ha sido una colección de corrientes teóricas disciplinares, ligadas tan sólo por su interés en lo institucional.

El argumento central de este trabajo es que al interior de cada ciencia social, el nuevo institucionalismo —entendido como un marco teórico de alcances generales— hace tiempo que llegó a la fase de lo que Kuhn describió como ciencia normal. Una etapa en donde la investigación se orienta a la resolución de problemas y enigmas, tanto teóricos como experimentales, enfrentados por cada disciplina. Se argumenta que a pesar de ello, ninguno de los nuevos institucionalismos ha logrado todavía explicar satisfactoriamente algunos hechos y procesos sociales clave o bien no se ha ocupado lo necesario de ellos. El punto es que la identificación de estas deficiencias se remonta al origen mismo del paradigma institucional.

En este artículo se abordarán dos de los problemas teórico-conceptuales asociados con dicho paradigma, mismos que por su relevancia han sido los más mencionados por la literatura. Ellos son la ausencia de una definición unívoca de institución y la falta de una explicación satisfactoria de cómo ocurre el cambio institucional. Luego de contextualizar la aparición del nuevo institucionalismo, se analiza cada uno de ellos. La estrategia metodológica empleada consiste en demostrar la existencia de dichos problemas a partir de la manera en que han sido abordados por los autores más representativos dentro de las principales corrientes del nuevo institucionalismo. Al mismo tiempo, se discuten algunas implicaciones teórico-prácticas de esas “anomalías”.

Esto último se hace con especial referencia a la Unión Europea por tres razones. Primera, su área de influencia es la más institucionalizada del mundo. Segunda dicha organización ha servido como un importante laboratorio de experimentos institucionales sin precedentes. Tercera, el cambio institucional ha sido no sólo continuo, sino inusualmente acelerado. El argumento aquí es que la Unión Europea si bien ha magnificado los problemas objeto de este trabajo, también ha brindado y sigue brindando una oportunidad como pocas para mejorar los cimientos del paradigma institucional a partir de la abundante evidencia empírica que se está generando.

¿Actores racionales o institucionales?

Durante la segunda mitad del siglo pasado, tres fueron las principales teorías en la Ciencia Política anglosajona: el conductismo (behavioralism), la teoría de la elección racional (racional choice theory) y el nuevo institucionalismo (new institutionalism). Cabe destacar que la importancia de cada una de ellas se modificó con el paso del tiempo. Por un lado, se observó el continuo declive del conductismo —la escuela dominante en la década de los sesenta—, así como el rápido desarrollo y consolidación de la teoría de la elección racional a partir de los años sesenta. Empero, la gran novedad fue la más reciente aparición y creciente influencia del nuevo institucionalismo (NI), en perjuicio de los otros dos enfoques (Hay, 2002a: 7-13).

La teoría de la elección racional en Ciencia Política, también denominada teoría de la elección pública (public choice theory), se construyó tomando como base los conceptos de individualismo metodológico y de elección racional propios de la economía neoclásica (Kjosavik, 2003). Por un lado, dicha teoría considera al individuo como la unidad básica de análisis y, por el otro, elabora deducciones a partir del supuesto de que todo individuo es un actor racional, esto es, un eficiente maximizador de utilidad. En otras palabras, la racionalidad individual se ejerce sin perturbaciones y es ilimitada. Los factores institucionales eran irrelevantes en la toma de decisiones. Este fue el paradigma durante buena parte de la segunda mitad del siglo pasado.

Lo anterior provocó el desarrollo de posiciones, primero, cautelosamente opuestas al concepto de racionalidad en que se sostenía el paradigma y, luego, cada vez más radicales. Herbert A. Simon fue pionero en este proceso. Su influyente noción de racionalidad limitada (bounded rationality) de los años cincuenta partía del hecho de que en los contextos organizacionales la racionalidad de los individuos está acotada por la escasa información de que disponen, por la su limitada capacidad cognitiva para procesarla, así como por la cantidad finita de tiempo de que disponen para tomar la decisión (Barros, 2010: 457-459). La visión de Simon determinó no sólo el rumbo de la teoría de organizaciones, sino el de la Ciencia Política. Este proceso se caracteriza por un gradual acotamiento de los alcances del concepto de racionalidad (Vergara, 1997: 10-16).

De modo especial, los trabajos de Simon, James G. March, Richard M. Cyert, Michael D. Cohen, Johan P. Olsen, en el campo de la teoría de organizaciones, así como los de Theda Skocpol y otros, en el ámbito de la historia, contribuyeron a sentar las bases del NI en Ciencia Política. El nombre de este nuevo enfoque fue popularizado por March y Olsen en 1984. De esta manera, el tema de las instituciones políticas comenzó a cobrar fuerza en el ámbito no sólo de la Ciencia Política sino en el de todas las ciencias sociales. En síntesis, el NI tomó distancia de la mayoría de las corrientes teóricas dominantes al criticar dos de sus principales rasgos característicos. El primero fue su concepción de la política como un mero reflejo de que ocurre en la sociedad, como una noción subordinada a fuerzas contextuales. El segundo fue su inclinación a explicar la política y sus procesos a partir del individuo y de la acción individual agregada (March y Olsen, 1984: 735-736; Skocpol, 1985: 4-7).

En respuesta, el NI ofreció una visión muy diferente de la vida social, incluidas sus dimensiones política y económica. Sin negar la influencia de los factores sociales sobre la sociedad ni restar importancia a los “motivos” de los individuos, el NI considera a las instituciones como actores independientes y autónomos, capaces de perseguir sus propios objetivos y al hacerlo afectar a la sociedad. Frente a la visión de la acción colectiva como la agregación de decisiones individuales calculadas, el NI argumentó que los individuos no actúan en el vacío sino dentro de contextos institucionales, los cuales moldea sus preferencias a través de “una combinación de educación, adoctrinamiento y experiencia” (March y Olsen, 1984: 738-739). Al reconocer el crucial papel de mediación que juegan las instituciones y reconocer la complejidad de sistemas políticos, el NI buscó restaurar la relación entre la realidad y los supuestos teóricos que intentan explicarla (Hay, 2002: 14).

La plausibilidad de los planteamientos anteriores provocó que el número de seguidores de esta nueva perspectiva teórica aumentara rápidamente a costa del pluralismo clásico, el estructural funcionalismo, el conductismo y la teoría de la elección pública, entre otras teorías. B. Guy Peters, un simpatizante tardío de los enfoques institucionales, explica así lo ocurrido:

Me formé en una época en que “institución” era más bien una mala palabra. Todos sabíamos que había instituciones, pero nadie quería hablar de ellas seriamente porque representaban el pasado de nuestra disciplina, no su futuro. Yo seguí trabajando en mi campo y después de más de 25 años tuve que reconocer que teníamos que hablar de las instituciones (Peters, 2003: 9).

Aparte del Estado, no quedó prácticamente ninguna institución, arreglo institucional, proceso, problema o decisión en el ámbito social, a escala nacional o supranacional, que escapara al escrutinio teórico o empírico de los nuevos institucionalistas. Además, al margen de la perspectiva disciplinar adoptada, su abordaje partía de la presunción de que las instituciones “juegan un papel crucial en la asignación de recursos y en la estructuración de incentivos, opciones y restricciones” que afectan a los actores políticos. El hecho de que este enfoque fuera “ampliamente compartido en la Ciencia Política contemporánea” llevó a Pierson y Skocpol a afirmar que: “Todos somos institucionalistas ahora” (2002: 706).

En este contexto, Giovanni Sartori (2004) hizo una demoledora crítica a la “Ciencia Política estadounidense”, de la cual se considera fundador y fiel promotor por décadas. Sin decirlo, este influyente politólogo se refería al conductismo y, de manera muy especial, a la teoría de la elección racional. Para Sartori, esa particular “Ciencia Política” tenía tres deficiencias. En primer lugar, era “antiinstitucional y, en el mismo sentido, conductista”; en segundo lugar, hace un uso intensivo y preferencial de los métodos cuantitativos y estadísticos; y en tercer lugar, privilegia “la investigación teórica a expensas del nexo entre teoría y práctica”. Y a continuación fija su posición ante cada una de esos rasgos distintivos en los siguientes términos:

Mi primera reacción a lo anterior es: i) que la política es una interacción entre el comportamiento y las instituciones (estructuras) y, por lo tanto, ese conductismo ha matado una mosca con una escopeta y, en consecuencia, exageró; ii) que el cuantitativismo, de hecho, nos está llevando a un sendero de falsa precisión o de irrelevancia precisa, y iii) que al no lograr confrontar la relación entre teoría y práctica hemos creado una ciencia inútil (Sartori, 2004: 351).

Según Sartori (2004), en la tarea de construir una verdadera Ciencia Política, sus participantes adoptaron el modelo de las ciencias exactas y, en particular, la economía. Cincuenta años después, Sartori afirma que ese modelo fue “inapropiado”. En su opinión, “los economistas tienen una tarea más fácil”, ya que el comportamiento económico se apega a un solo criterio, la maximización de utilidad, mientras que los actores políticos exhiben “una variedad de motivaciones” (349-350). La reacción de los defensores de las teorías aludidas frente a la afirmación hecha por Sartori de que “la Ciencia Política americana... no va ningún lado”, no se hizo esperar. Colomer, por ejemplo, se apresuró a afirmar que “nuestro ‘modelo’ es la economía”, como señala Sartori, porque “no hay muchos más para escoger en las ciencias sociales” (355).

A pesar de su creciente popularidad, el NI ha sido objeto de un crítica permanente por parte de los defensores de las perspectivas teóricas rivales desde antes de su nacimiento formal. La razón de fondo tiene que ver con constituir, de origen una “colección de ideas” no necesariamente coherentes, provenientes de diversos campos de investigación social. La falta de una definición de institución generalmente aceptada ha sido una de las críticas al NI más recurrentes, como veremos a continuación.

¿Qué son las instituciones?

Aunque el estudio de las instituciones tiene una larga tradición en la filosofía política, la historia, el Derecho y, más recientemente, en la sociología y en la Ciencia Política, la necesidad de construir una definición de institución nunca constituyó una verdadera prioridad. Por ello, la mayoría de los representantes del llamado viejo institucionalismo (Peters, 2003: 16-26) asoció dicho concepto a la noción demasiado general y, por tanto, ambigua y confusa de “normas universales”, emanadas de la sociedad y, sobre todo, del Estado y su orden jurídico. Lo anterior explica nociones de institución tan ambiguas como las de “normas instituidas” de Rousseau, la de “universalidad objetiva” de Hegel, la de “hecho social” de Durkheim y la de “elemento objetivo del sistema jurídico” de Hauriou (Lourau, 1994: 9, 32-62).

Esta ancestral deficiencia le fue heredada al nuevo institucionalismo. En efecto, muy pronto se observó que la mayoría de la literatura dentro de este enfoque ha prestado muy poca atención a la clarificación del concepto institución (Immergut, 1998: 5; Powell y Dimaggio, 1999: 33). Esta vaguedad conceptual ha permitido que dicho término sea empleado lo mismo para designar a entidades abstractas e intangibles como la religión, el Estado, las clases sociales, el mercado, los sistemas jurídicos y el orden internacional, que a estructuras tangibles tales como los gobiernos, incluidos sus órganos en lo individual, y las organizaciones sociales, políticas y económicas tanto nacionales como supranacionales (Peters, 2003: 49-50).

A pesar de la evidente ambigüedad conceptual que prevalece, existe un relativo acuerdo en considerar a las instituciones como marcos normativos, pero entendidos éstos en un sentido muy laxo. La respuesta a la pregunta: ¿qué contiene exactamente ese marco?, es la principal fuente de ambigüedad. Reiteradamente se afirma que puede contener rutinas, reglas, normas, procedimientos, costumbres, convencionalismos, roles y rituales, entre otros términos semejantes, pero sin definir ninguno de ellos. Algunos ejemplos ilustran lo anterior. Para Kiser y Ostrom (1982: 179), las instituciones son en esencia “reglamentaciones por las que los individuos determinan qué y a quién se incluye en la toma de decisiones”, mientras que para Young (1986: 107) son “prácticas reconocidas que consisten en funciones fácilmente identificables, junto con una serie de reglas o convencionalismos que dirigen las relaciones entre los poseedores de esas funciones.

Por su parte, March y Olsen (1989) hablan constantemente de “organizaciones” y “instituciones políticas” pero sin detenerse a definirlas (por ejemplo, 16 y 23). En ocasiones se refieren a las instituciones políticas “como sistemas de reglas y de estructuras de significado” (52). Pero también hablan de “estructuras institucionales” y de “estructuras normativas” a las que conciben como “colecciones de procedimientos operativos estándar… que definen y defienden valores, normas, intereses, identidades y creencias” (16-17). Al mismo tiempo, dan como ejemplos de instituciones políticas a “los parlamentos, los ministerios, las cortes y las agencias administrativas” (18). Ello explica que una de las primeras críticas a su libro Rediscovering institutions haya sido la vaguedad del lenguaje empleado y el que el concepto de institución no haya sido “adecuadamente” definido (Sjöblom, 1993: 405).

El desarrollo de diversas versiones de NI en el ámbito general de las ciencias sociales agravó el problema conceptual que se comenta. Desde por lo menos 1984, March y Olsen observaron que el interés por las instituciones no se limitó a la Ciencia Política sino que también se observó en la economía, mientras que en la sociología y la antropología reforzó su tradicional perspectiva institucional (1984: 738). Vergara (1993) se refirió a versiones diferenciadas en la economía, la Ciencia Política y la sociología. Hall y Taylor (1996) identificaron tres “nuevos institucionalismos”: el histórico, el de la elección racional y el sociológico. Peters (2003) habla de siete: el normativo, el histórico, el empírico, el sociológico, el internacional y una categoría que denomina “instituciones de representación de intereses”. Más recientemente, The Oxford Handbook of Political Institutions agregó a la lista al NI constructivista y el de redes (network institutionalism) (Rhodes, Binder y Rockman, 2006).

En el ámbito de la economía, North consideró que

[l]as instituciones son las reglas del juego en la sociedad o, más formalmente, son las restricciones humanamente ideadas que dan forma a la interacción humana. En consecuencia, ellas estructuran incentivos en el intercambio humano, sea político, social o económico (1990: 3).

En su opinión, se debe distinguir claramente entre las reglas del juego y los jugadores. Éstos pueden ser entidades políticas, económicas sociales y educacionales (idem). Para North, esas entidades, esas “cosas tangibles”, se llaman organizaciones, mientras que las instituciones son las reglas que definen “la manera en que el juego será jugado” (4 y 93). Siguiendo a North, Aoki ha sostenido que “los mercados pueden ser considerados como una de las instituciones más sobresalientes que los seres humanos han producido” (2000: 2).

En las últimas décadas, en el terreno de la sociología ha existido una tendencia a llevar al máximo la distinción entre organización e institución. Este hecho es responsable del desarrollo de una versión más del NI, la cual ha sido llamada institucionalismo organizacional (organizational institutionalism) (Greenwood, Oliver, Sahlin y Suddaby, 2008). La ambigüedad llevó a Scott (1987) —uno de los fundadores de esa corriente— a concebir a las organizaciones como “colectividades” con diferentes objetivos y grados de institucionalización, y a definir el concepto institución a partir de “tres pilares”: el regulativo, normativo y cognitivo. Así, para este autor, las instituciones son “estructuras y actividades cognitivas, normativas y regulativas que proporcionan estabilidad y sentido a la conducta social… y operan en múltiples niveles de jurisdicción” (Scott, 1995: 33).

Recientemente ha habido varios esfuerzos por revisar y reformular algunas definiciones de institución. Ostrom (2005), por ejemplo, indica que, en sentido amplio,

las instituciones son las recetas (prescriptions) que los humanos usan para organizar todo tipo de interacciones repetitivas y estructuradas, incluyendo aquellas dentro de las familias, los barrios, los mercados, las empresas, las ligas deportivas, iglesias, asociaciones privadas y gubernamentales en todas los niveles (2005: 3).

Dos años más tarde, la misma autora elimina el término “recetas” y define a las instituciones como “conceptos compartidos utilizados por los seres humanos en situaciones repetitivas organizadas por reglas, normas y estrategias” (Ostrom, 2007: 23). Por primera vez, March y Olsen (2006: 1) inician su argumento señalando que:

Una institución es una colección relativamente perdurable de normas y prácticas organizadas, incrustada en estructuras de significado y de recursos que son relativamente estables frente a la renovación de individuos… y al cambio de las circunstancias externas.

La postura del autor de este artículo sobre lo que debe entenderse por institución está muy poco extendida y, por tanto, poco desarrollada. Frente a la idea de que las organizaciones y las instituciones pertenecen a mundos distintos (Khalil, 1995), pensamos que la línea divisoria entre ellas es muy tenue y que inclusive podrían considerarse como conceptos sinónimos (p.e. Duverger, 1984: 29-30). El argumento es que dentro de toda organización existen marcos o sistemas normativos por lo que “deben ser consideradas como un tipo de institución” (Hodgson, 2006: 10). Dicho de otro modo, esos conjuntos de normas son la esencia de toda organización, por lo que no podrían existir sin ellos. Conviene indicar que el propio Douglass North ha reconocido off-the-record que “para ciertos propósitos, podemos considerar a las organizaciones como instituciones” (citado por Hodgson, 2006: 19).

Desde esta perspectiva, la concepción dominante de institución da por hecho la existencia de los marcos o sistemas normativos que regulan la conducta individual, por lo que descuida las fuentes y los procesos a través de los cuales son producidos. Estos últimos son producto de entidades sociales tangibles conocidas por la literatura como organizaciones formales. A estas entidades corresponde crear y hacer cumplir las normas que las gobiernan. Por ello, el fenómeno institucional no puede ser entendido si no se consideran entidades tales como la familia, las legislaturas, los ejércitos, las iglesias y las empresas. Así, las instituciones deberían ser vistas como organizaciones que han que han alcanzado un “cierto estado o propiedad que le[s] permite generar e imponer patrones de conducta y que puede ser estudiada con independencia de los miembros individuales que la integran” (Torres Espinosa, 2001: 128).

El uso del término institución en la filosofía política, el Derecho y la historia, tiene una gran tradición. Con el ascenso del NI, el término se extendió a otras ciencias sociales y su utilización es cada vez más frecuente. Sin embargo, al día de hoy no existe acuerdo en lo que debe entenderse por institución. Como bien lo señala Hodgson (2006: 1), el problema de fondo es que “no es posible llevar a cabo ningún análisis empírico o teórico” desde una perspectiva institucional “sin tener una concepción adecuada de lo que es una institución o una organización”. Los esfuerzos por construirla a partir de la teorización y de la evidencia empírica no han cesado. Estos esfuerzos se han orientado principalmente al estudio del Estado (por ejemplo, Gaus, 2011; Fukuyama, 2013; Green y Colgan, 2013) y de algunas instituciones con rasgos supranacionales (por ejemplo, Egeberg, 2012; Kaya, 2012).

Entre estas últimas, la UE ocupa un lugar muy destacado. La razón es que la institucionalización del proceso europeo de integración es, probablemente, el desarrollo global más importante en los tiempos recientes. La rápida construcción de la UE explica que hoy sea considerada como “la organización internacional más densamente institucionalizada del mundo” (Pollack, 2009: 125). Este hecho explica el creciente interés de las ciencias sociales por estudiarla. Las diferentes etapas de la integración europea han favorecido la emergencia y dominancia temporal de algunas nuevas teorías orientadas fuertemente al caso europeo. Entre ellas destacan el neo-realismo, el intergubernamentalismo, el neofuncionalismo, el constructivismo, la gobernanza en múltiples niveles y, desde luego, los nuevos institucionalismos convencionales (Jones, Menon y Weatherill, 2012).

La UE representó un factor clave para la emergencia y consolidación del paradigma institucional en las ciencias sociales. Sus rasgos característicos no sólo contribuyeron a “traer al Estado de regreso”, sino que introdujeron un nuevo concepto al debate académico: el gobierno supranacional. Desde esta perspectiva, todos los enfoques de la UE pueden ser considerados como institucionales. La gran diferencia entre ellos es al peso que le reconocen al Estado y a las instituciones comunitarias. Por ejemplo, el intergubernamentalismo y el nuevo institucionalismo de la elección racional le reconocen un papel central a los Estados miembros, mientras que el neo-funcionalismo, la gobernanza en múltiples niveles y los demás enfatizan el papel del gobierno supranacional europeo. Con el paso del tiempo, la segunda postura ha ido ganando terreno (Sandholtz y Stone Sweet, 1998).

La proliferación de enfoques teóricos sobre la UE ha agravado el problema conceptual que venimos comentando. A la pregunta ¿qué entender por institución?, se han agregado otras igualmente relevantes: ¿Qué son las instituciones supranacionales?, ¿de qué manera han modificado el papel de los Estados miembros?, y ¿qué es realmente la UE? El problema ha sido y sigue siendo la resistencia a abandonar los marcos teórico-conceptuales construidos para explicar el viejo orden westfaliano (Torres Espinosa, 2006). No obstante, los incesantes esfuerzos teóricos orientados a resolver éstas y otras interrogantes parece estar rindiendo frutos al interior de cada uno de los enfoques institucionales (Jones, Menon y Weatherill, 2012).

¿Cómo concebir el cambio institucional?

De manera similar a lo que ocurre con el concepto de institución, cada versión del NI ofrece su explicación de cómo ocurre el cambio institucional a partir de reconocer que:

A partir de aquí emergen notables diferencias respecto a las fuentes específicas, modalidades y velocidad del cambio institucional, así como las dificultades para explicarlo (Hay, 2002: 15; Mahoney y Thelen, 2010: 4).

El NI económico —el enfoque institucional más cercano a la teoría de la elección racional— se aleja del supuesto racional de que todo contexto institucional está en equilibrio, por lo que “la única fuente de cambio es exógena” (Levy, 1997: 27). Para North (1990), el proceso de cambio institucional es muy lento y tiene lugar a través de continuos ajustes marginales producto de cambios en “los precios relativos o las preferencias” (83). Los cambios en los precios pueden ser exógenos, pero en su mayoría son de origen endógeno y obedecen a los esfuerzos de los empresarios por maximizar su utilidad (84). Dos “fuerzas” determinan el rumbo del cambio: los rendimientos crecientes y los mercados imperfectos con “costos de transacción” elevados (95).2 Las instituciones ineficientes persisten porque desincentivan “la actividad productiva” y crean intereses ligados a las restricciones institucionales existentes (99).

North (2003) argumenta que si bien vivimos en un mundo de “cambio económico dinámico”, la teoría que utilizamos para explicarlo es “estática”. Según el mismo autor, el cambio es producto —en ese orden— de: “la cantidad y calidad de los seres humanos”, “la reserva de conocimiento humano” y “la matriz institucional que define la estructura de incentivos en la sociedad” (2003, 1-2). Al mismo tiempo, se han desarrollado de diversas teorías que enfatizan el papel de las variables endógenas en el proceso de cambio (por ejemplo, Greif y Laitin, 2004; Aoki, 2007), la llamada teoría evolutiva de cambio económico (evolutionary theory of economic change) ha cobrado alguna fuerza (Nelson, 1995). Esta teoría toma prestado de la biología el concepto de la selección natural para explicar el cambio económico. La literatura más reciente sobre cambio institucional en el terreno económico continúa enfatizando la relevancia de los factores o variables endógenas en los procesos económicos (Leite, Silva y Afonso, 2014: 491).

En el ámbito de la Ciencia Política, la explicación inicial de cambio institucional ofrecida por March y Olsen (1989) resulta ambigua al intentar diferenciar e integrar cuatro diferentes tipos de cambio: adaptación incremental de largo plazo (94), reforma institucional ad hoc de corto plazo (81), transformación intencional con efectos no controlados (56-67) y diseño de instituciones democráticas (117-122). Su explicación más reciente está mejor articulada y parte del supuesto de que el cambio es “una característica de las instituciones” y que sus fuentes incluyen “elementos de diseño, selección competitiva y shocks externos imprevistos”. Los autores asumen que si bien “las instituciones cambian con el tiempo en respuesta a la experiencia histórica”, los cambios resultantes no son “instantáneos”, ni garantizan que las instituciones mejoren su capacidad de adaptación y sobrevivencia ni su eficiencia (March y Olsen, 2006: 13).

Por su parte, Olsen (2008) abona a lo anterior al agregar que “las instituciones no son peones de fuerzas externas o herramientas obedientes en manos de algún amo”; esto es, disfrutan de “una vida interna” y una dinámica propias (1-3). Ello no significa que las instituciones sean estáticas ni que estén en constante movimiento, ni tampoco que no sean afectadas por lo que ocurre en el ambiente (3). En los hechos pueden ser “lo mismo instrumentos de estabilidad que vehículos de cambio” (11). El cambio institucional no es caótico, por lo general está regulado, esto es, sujeto a “procesos estándar”, y es la manera en que las instituciones “interpretan y responden a la experiencia a través del aprendizaje [organizacional] y la adaptación”. Dichos procesos no son garantía de que se alcanzará con eficiencia un “equilibrio duradero” (1).

A diferencia de lo que ocurre en la economía y la Ciencia Política, el NI sociológico no teoriza suficientemente sobre las condiciones bajo las cuales las instituciones cambian. Su argumento central es que el cambio institucional es producto de shocks exógenos y/o complejos los procesos de institucionalización. De acuerdo con Meyer y Rowan (1977: 341), las organizaciones “reflejan marcadamente los mitos de sus ambientes institucionales más que las demandas de sus actividades de trabajo”. Así, las organizaciones se “ajustan” a lo que ocurre en su ambiente a través de un proceso de isomorfismo, entendido como un proceso que obliga a una organización a parecerse a las otras organizaciones que enfrentan el mismo conjunto de condiciones ambientales (Meyer y Rowan, 1977: 346). A partir de esta idea, DiMaggio y Powell (1983: 150-154) conceptualizaron tres mecanismos de cambio institucional isomorfo: el coercitivo, el mimético y el normativo.

A partir de entonces, el NI sociológico ha ido reconociendo que “existen distintos tipos y procesos de cambio institucional” derivados de contradicciones desarrolladas por las instituciones con el “comportamiento social elemental”, con otras instituciones, con sus ambientes y/o por “choques ambientales exógenos” (Jepperson, 1999: 206-207). Sin embargo el supuesto de que los equilibrios ambientes y, por tanto, las instituciones son relativamente estables, reduce la capacidad de esta versión del NI para explicar los procesos de cambio, especialmente cuando se pasa de la perspectiva organizacional a las explicaciones macro-sociales de cambio. En su máxima expresión, la estabilidad social y el cambio tienen como fuente la cultura, la cual ofrece un repertorio muy limitado de mecanismo de cambio históricamente ensayados.

Al igual que su contraparte sociológica, el NI histórico enfatiza la continuidad sobre el cambio y tiende a mantenerse en el nivel macropolítico de análisis (Pierson y Skocpol, 2002). Sus principales objetos de estudio son el Estado y la globalización. Por lo general, los análisis parten de la idea de que largos periodos de estabilidad y de arreglos institucionales persistentes son interrumpidos por periodos usualmente cortos de cambio intenso y profundo. Durante estas “coyunturas críticas”, las restricciones institucionales habituales sobre la acción son “levantadas o relajadas” y las instituciones son vistas como “legados políticos de luchas políticas concretas”. Parece claro que el excesivo énfasis en la importancia de los shocks externos “obscurece las fuentes endógenas de cambio” (Mahoney y Thelen, 2010: 7).

Como hemos visto, a pesar de compartir algunos supuestos, las cuatro versiones de NI anteriores ofrecen explicaciones muy distintas sobre cómo ocurre el cambio institucional. Las principales diferencias tienen que ver el peso específico concedido por cada una de ellas a los factores exógenos y a los factores endógenos, con el grado de racionalidad reconocido a los individuos y con la velocidad del cambio. Todas ellas exhiben problemas para explicar no sólo el cambio al interior de las propias instituciones, sino el cambio social en un sentido más amplio. Sin embargo, igual que con la conceptualización del concepto institución, los esfuerzos por construir una teoría de cambio institucional no han cesado. Nuevamente, lo anterior es particularmente claro por lo que respecta al caso europeo.

En general, la mayoría de la literatura sobre la UE confirma los supuestos generales de todas las vertientes del NI a que se hizo referencia al inicio de esta sección. Sin embargo, también ha mostrado sus peculiaridades y una pregunta básica aún espera una respuesta satisfactoria: ¿cómo explicar el acelerado desarrollo institucional experimentado por la UE? Las diversas respuestas que se han ofrecido pueden agruparse alrededor de dos grandes posturas. La primera es que los Estados miembros, considerados como actores racionales, han constituido la principal fuente del dinamismo de la integración. La segunda atribuye ese papel al gobierno supranacional y a su arreglo institucional. No obstante, parece estar emergiendo un acuerdo en que en Europa ha tenido un lugar un proceso de “des-globalización” (Hay, 2002b) o que lo que comúnmente llamamos globalización es, en realidad, “europeanización” (Fligstein y Merand, 2001). La UE emergió como una respuesta a la globalización y ha sido relativamente exitosa para resolver sus múltiples crisis (De Witte, 2013).

Además, los temas más actuales sobre cambio institucional que mayor interés continúan despertando son la globalización y los grandes problemas mundiales. Un tema asociado con ambos asuntos es el cambio climático. Green y Colgan (2013) argumentan que con el aumento de la interdependencia global, los Estados a menudo utilizan a las organizaciones internacionales para alcanzar algunos de sus objetivos. Sin embargo —concluyen— que la delegación de facultados se hace con cautela, buscando por todos los medios tener “los menores costos para la soberanía” nacional (495-497). Munck, Jaap y Frye-Levine, (2014) reconocen la relevancia de las instituciones ambientales para enfrentar los efectos más adversos del cambio climático. Sin embargo, argumentan que la última literatura del nuevo institucionalismo en la materia enfatiza lo que denominan “inercia institucional”, esto es, “la tendencia de las instituciones a resistir el cambio” (639-642).

¿Hacia un nuevo paradigma?

En las últimas seis décadas, el NI pasó de ser “una invectiva” (March y Olsen, 2006: 5) a un enfoque ampliamente extendido en las ciencias que en los debates más relevantes de ese momento en la Ciencia Política predominaban las agendas intelectuales de la teoría de la elección racional y del NI (Goodin y Klingemann, 1996). Casi al mismo tiempo, Hall y Taylor (1996) comenzaron a identificar nuevas especies de institucionalismo, lo que llevó a que Peter a preguntarse: “Entonces, ¿hay un NI o muchos?”, como se preguntó Peters en 1999 (2003: 207). A pesar de que en este artículo hemos respondido afirmativamente a esta pregunta, cabe hacerse otra: ¿A pesar de la proliferación de nuevos institucionalismo, se puede hablar de un núcleo teórico que les sea común y que justifique el uso del concepto NI?

La postura en este artículo ha sido que no, que lo que hay son muchos viejos y nuevos enfoques institucionales. Hoy parece claro que lo que tenemos frente a nosotros es una pluralidad de propuestas teóricas con diversos objetos de estudio, agendas de investigación y grados de desarrollo (Pierson y Skocpol, 2002; Meyer, 2010; Amenta y Ramsey, 2010). ¿Es suficiente que todas las variantes de NI enfaticen el papel de las instituciones en la vida social para afirmar que estamos ante el nacimiento de un nuevo paradigma? La principal conclusión de este artículo es que ello fue suficiente cuando se logró a ese acuerdo no explícito allá por mediados de los años setenta.

Lo que habría que enfatizar es que ni la revolución “conductista” ni la “revolución” produjo un cuerpo teórico coherente y unitario. Recordemos, por ejemplo, que la teoría de la elección racional se desarrolló sin una definición consensuada de racionalidad, su concepto clave (Kjosavik, 2003). A pesar de ello, ambas revoluciones tuvieron siempre claro que su unidad primaria de análisis sería el individuo. Algo similar ocurrió con la “revolución institucional. ¿Qué sucedió desde entonces? El principal argumento de este artículo es que desde entonces se desarrolló al interior de cada enfoque lo que Kuhn llamó “ciencia normal”, esto es, un abordaje de los problemas específicos que han ido surgiendo (Rhodes, 2006).

Por último, el artículo plantea la hipótesis de que el modelo “estructura de las revoluciones científicas” construido por Kuhn a partir de observar el desarrollo de las ciencias “exactas”, necesita ser revisado para el caso de las ciencias sociales. La “gran cosa” a que se refiere Goodin (2009), la cual en su opinión ocurrió hace treinta años, fue la emergencia del paradigma institucional. Sin haber apenas dado cuenta, una nueva “gran cosa” está ya gestándose.

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Doctor en Gobierno por la London School of Economics and Political Science. Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Estudios Superiores-Acatlán. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

Siguiendo a Kuhn, en este artículo se entiende por paradigma el “marco de presupuestos o compromisos básicos que comparte la comunidad encargada de desarrollar una disciplina científica” (Pérez Ransanz, 1999, p. 30).

North (1990: 27) define el concepto costos de transacción como “los costos de medir los atributos valiosos de lo que está siendo intercambiado y los costos de proteger los derechos” de los agentes económicos involucrados.

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