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Vol. 34.
Páginas 93-116 (enero - abril 2015)
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La participación ciudadana en México
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Azucena Serrano Rodríguez1
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Resumen

La autora considera que existen cuatro condiciones básicas para que la participación ciudadana exista en un régimen democrático, a saber: el respeto de las garantías individuales, los canales institucionales y marcos jurídicos, la información y la confianza por parte de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas. Con base en estos cuatro requisitos explica la injerencia de la ciudadanía en los asuntos públicos en México durante el siglo XX, y concluirá mencionando el estado actual de la participación ciudadana y presentando una propuesta para incrementar el margen de la misma en el Estado mexicano.

Palabras clave:
Participación política
ciudadanía
gobierno mexicano
asuntos públicos
garantías individuales.
Abstract

The author considers that there are four basic conditions for citizen participation in a democracy, namely: respect for individual rights; institutional channels and legal frameworks; information and confidence on part of citizens towards democratic institutions. Based on these four conditions explains the interference of citizens in public affairs in Mexico during the twentieth century, and conclude by mentioning the current state of citizen participation and presenting a proposal to increase the margin of the same in the Mexican state.

Keywords:
Political participation
citizenship
Mexican government
public affairs
individual rights.
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Introducción

Hoy en día, uno de los términos que con mayor frecuencia invocan los políticos mexicanos al pronunciar sus discursos, es el de participación ciudadana; hablan de su importancia y de su necesidad para la profundización de la democracia en nuestro país. Sin embargo, este pensamiento no siempre ha imperado; de hecho, es una palabra muy novedosa, pues si nos remontamos a unas décadas más atrás, se podrá observar que la participación ciudadana nunca fue tan importante.

Este ensayo tiene como objetivo explicar la evolución que ha tenido la participación ciudadana a partir de la conformación del régimen posrevolucionario. Diremos cómo era la injerencia de la sociedad sobre el Estado en el sistema político autoritario y cómo lo es actualmente.

El escrito se estructura de la siguiente manera: en primer término, se explicará la importancia de la participación y se mencionarán los diferentes tipos que existen. Después se enunciarán y se explicarán las condiciones que se necesitan para que haya una verdadera participación ciudadana. Posteriormente se describe la situación que predominaba en el régimen posrevolucionario, la cual impedía que los ciudadanos se involucraran en los asuntos públicos. En los siguientes tres apartados se hablará de las transformaciones que sufrió el régimen y se analizarán las innovaciones más significativas realizadas en aquellos años para incluir la participación ciudadana. Luego se abordará la situación actual y finalmente se realizarán algunas propuestas para profundizar su carácter potencialmente democrático.

Importancia de la participación y los diferentes tipos que existen

La democracia es una forma de organización social que atribuye la titularidad del poder al conjunto de la sociedad. Sin embargo, para que el pueblo ejerza verdaderamente este poder que se le ha otorgado, es necesario que los ciudadanos tomen parte en las cuestiones públicas o que son del interés de todos, ya que la participación permite que las opiniones de cada uno de los integrantes de una nación sean escuchadas.

Y no importa que sea una democracia directa, representativa, deliberativa1 o participativa;2 cualquiera de éstas necesita de la participación de la gente. En efecto, en la primera, para tomar decisiones y llegar a acuerdos; en la segunda, para formar los órganos de gobierno y elegir a nuestros representantes; en la democracia deliberativa, porque es la forma en que los ciudadanos se hacen escuchar en la toma de decisiones públicas; y en la última, para concurrir con el gobierno en la elaboración y evaluación de políticas públicas. Por tanto, sea el tipo de democracia que sea, lo cierto es que necesitamos de la participación de los ciudadanos para que el gobierno tenga razón de ser y se convierta verdaderamente en el gobierno del pueblo.

No obstante, la injerencia de los actores privados sobre el Estado también es importante porque controla y templa el poder de los representantes políticos y de los funcionarios públicos (Mariñez, 2009), pues una vez elegidos, es indispensable vigilar cómo y en qué ejercen los fondos estatales y de qué forma administran los recursos de la nación. Con la supervisión de nuestros gobernantes impedimos que tomen decisiones en función de sus intereses, y evitamos la corrupción, el fraude, los sobornos y otras prácticas deshonestas.

En síntesis, la participación de los ciudadanos es sustancial porque modera y controla el poder de los políticos y porque la sociedad se hace escuchar en la toma de decisiones.

Para comprender lo anterior, debemos señalar que la participación no se limita en el voto como muchas personas piensan: existen múltiples formas de tomar parte en los asuntos públicos, y el voto es sólo una de ellas. Villareal (2010) distingue entre participación social, comunitaria, política y ciudadana. El sufragio se encontraría dentro de la participación política, pero veamos cada una a detalle:

  • La participación social es aquella en la cual los individuos pertenecen a asociaciones u organizaciones para defender los intereses de sus integrantes, pero el Estado no es el principal locutor, sino otras instituciones sociales (Villarreal, 2010).

  • En la participación comunitaria, los individuos se organizan para hacer frente a las adversidades, o simplemente con el objetivo de lograr un mayor bienestar procurando el desarrollo de la comunidad. Cunill (1997) indica que este tipo de participación corresponde más a las acciones organizadas de autoayuda social. Aquí lo único que se espera del Estado es un apoyo asistencial.

  • La participación política tiene que ver con el involucramiento de los ciudadanos en las organizaciones de representación social y en las instituciones del sistema político, como son los partidos políticos, el parlamento, las elecciones, los ayuntamientos, etcétera. Sin embargo, algunos autores (García, 2000; Somuano, 2005; Weiner, 1971) también engloban en este tipo de participación a las manifestaciones, los paros y las huelgas.3

  • La participación ciudadana es aquella donde la sociedad posee una injerencia directa con el Estado; asimismo, tiene una visión más amplia de lo público. Esta participación está muy relacionada con el involucramiento de los ciudadanos en la administración pública. Los mecanismos de democracia directa (iniciativa de ley, referéndum, plebiscito y consultas ciudadanas), la revocación de mandato (recall) y la cooperación de los ciudadanos en la prestación de servicios o en la elaboración de políticas públicas, son formas de participación ciudadana.

Todos estos tipos de participación son muy importantes en los regímenes democráticos, porque —como se ha mencionado líneas arriba—, nos permiten vigilar y controlar la gestión de nuestros gobernantes; además, es la manera en que la ciudadanía se hace escuchar y puede tomar parte en los asuntos públicos. Hay que advertir que son en las democracias contemporáneas donde generalmente encontramos los cuatro tipos de participación, porque en las de principios y mediados del siglo XX era más factible hallar uno o dos formas, siendo la política la más preponderante. El tipo de participación al que nos referiremos en este ensayo es la ciudadana. Por eso, podemos complementar la definición con lo siguiente:

la participación ciudadana es la intervención organizada de ciudadanos individuales o de organizaciones sociales y civiles en los asuntos públicos, que se lleva a cabo en espacios y condiciones definidas, esto es, en interfaces socioestatales4 (Isunza, 2006) y que permiten el desarrollo de una capacidad relativa de decisión en materia de políticas públicas, control de la gestión gubernamental y/o evaluación de las políticas públicas a través de diversas formas de controlaría ciudadana (Olvera, 2007: 26-27).

Este tipo de participación se ha hecho muy común en los últimos años, pero se desarrolló gracias a que los gobiernos contribuyeron en crear las condiciones necesarias para consolidarla.

Condiciones para la participación ciudadana

En efecto, la participación ciudadana no aparece mágicamente en un régimen democrático, ya que el Estado debe construir las condiciones que permitan efectivizarla. En este sentido, todo sistema político necesita cuatro requisitos para lograr consolidarla, a saber:

  • 1.

    El respeto de las garantías individuales.

  • 2.

    Los canales institucionales y marcos jurídicos.

  • 3.

    La información.

  • 4.

    La confianza por parte de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas.

Explicaré cada una a detalle.

La violación de las garantías individuales por parte de las autoridades fue una práctica regular en los sistemas políticos autoritarios. Todas aquellas personas que se oponían al régimen o que manifestaban su inconformidad en contra de las decisiones políticas tomadas por los dirigentes, sufrían maltrato físico, invasión a su propiedad, torturas psicológicas, o simplemente se les asesinaba. Por eso, para que la ciudadanía pueda tener injerencia sobre el Estado, el gobierno debe de respetar las garantías individuales, como son: la libertad, la seguridad, la igualdad y la propiedad. Pues si esta condición no se cumple y las autoridades violan los derechos fundamentales del ser humano, es muy probable que la sociedad se abstenga de interferir en los asuntos públicos por miedo a sufrir represalias o persecución.

Asimismo, las autoridades necesitan crear canales institucionales y leyes que regulen la participación ciudadana. Porque un marco jurídico obliga a los integrantes de los órganos de gobierno a incluir a la sociedad en las diversas acciones que realizan, pero de nada sirve una legislación si no existen las instituciones que posibiliten la aplicación de esta ley.

La información, entendida como transparencia y rendición de cuentas, también es un elemento fundamental porque conocemos los programas de gobierno, y la sociedad ejerce sus derechos de escrutinio y evaluación del desempeño de los servicios públicos y sus resultados. Aunque la información también se refiere a la libertad que tienen los medios de comunicación para difundir noticias e informar a la población de lo que ocurre en nuestro entorno, esto es importante, porque la ciudadanía tiene que conocer lo que acontece en su alrededor para tomardecisiones.

Por último, para que la participación ciudadana pueda existir en una democracia es necesario que la sociedad confíe en las instituciones políticas. Deben tener la esperanza o la firme seguridad de que van a actuar y funcionar de acuerdo a lo que se les ha encomendado: velar por el bienestar general. Cuando no hay confianza, es porque las instituciones no están realizando sus funciones correctamente o porque la población percibe que están trabajando para favorecer un sector específico. Si no hay confianza, es casi seguro que los ciudadanos van a evitar lo más posible involucrarse con ellas. Por eso, si una democracia quiere impulsar la participación ciudadana, debe asegurar la credibilidad de sus instituciones.

Éstos son los cuatro requisitos básicos para que la participación ciudadana se consolide en una democracia; si no existen estas condiciones la ciudadanía no se involucrará en los asuntos públicos; y si lo hace, la participación será muy escasa y de bajo nivel.

Ahora bien, según lo anterior, cabe preguntarnos: ¿cómo ha sido la participación ciudadana en México? ¿Han existido los requisitos básicos para que ésta se consolide? Si es así, ¿la participación ciudadana siempre ha tenido la misma intensidad, o ha cambiado a lo largo del tiempo? ¿Actualmente hay condiciones que la propician, o todavía nos falta mucho por avanzar?

La participación en el sistema político autoritario

A partir de la década de los cuarenta, el sistema político mexicano se caracterizó por lo que se ha dominado “hiperpresidencialismo”, que consistió en

la capacidad del Poder Ejecutivo de atravesar a los otros dos poderes y los otros niveles de gobierno, ejerciendo un poder que excede sus facultades institucionales legales y que cancela los mecanismos institucionales legales creados para compartir y contrabalancear el poder (Casar, 1996: 81-82).

Lo anterior se logró gracias a la existencia del Partido Revolucionario Institucional (PRI), un partido hegemónico que monopolizaba todos los cargos públicos y que era controlado por el titular del Poder Ejecutivo. Y es que el dominio del PRI sobre todas las instituciones y puestos de gobierno, le otorgaron al presidente un sólido control político en el Congreso, mediante el dominio de las carreras políticas de los legisladores; pues la gran mayoría de los diputados y senadores eran miembros del partido dominante y sabían que si se oponían al presidente, las posibilidades de éxito que tenían en su carrera eran casi nulas (Carbonell, 2002). Lo mismo aplicaba para el Poder Judicial. Como el presidente era quien nombraba a los jueces y magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), si no se alineaban, era muy probable que frustraran su carrera política. Todos los cargos políticos eran controlados por aquella persona que ocupaba la silla presidencial (idem).

Asimismo, el sistema se caracterizó por el corporativismo. El priísmo adoptó, como uno de sus instrumentos principales, un sistema para sujetar y consolidar su control político sobre las mayorías organizadas y, más aún, sobre las no organizadas. “Era un modelo de representación de intereses dominante y la forma de establecer el consenso político; a través de él se estructuraban los canales de intermediación más importantes” (idem). La verdad es que el corporativismo era un sistema de control y una fórmula para incorporar a las mayorías al régimen. Este hecho vedó la autonomía política de los actores sociales y cerraba los espacios de interacción con el gobierno, al conducirse únicamente al interior del Estado, pues aquellos que tenían la osadía de formar su propia organización política o social para modificar el modus operandi, debían enfrentar al poder del Estado (Favela, 2010). Y aunque existían algunas organizaciones políticas, como algunos partidos políticos satélites, la realidad era que no tenían importancia porque las elecciones eran fraudulentas y se utilizaban todos los medios y recursos ilegales (como compra y coacción de votos, cooptación, etcétera) para ganar los comicios. Así pues, las elecciones se convertían en una mentira que servían nada más para legitimar al gobierno. En pocas palabras, no había espacios públicos como terrenos naturales de acción ciudadana.

Pero la supremacía del Ejecutivo no sólo se debía a lo anterior, también era consecuencia del dominio de la institución presidencial sobre las relacionadas con la seguridad pública (idem). Una de estas instituciones era la figura del procurador general de la República, que actúa como representante de la sociedad en procesos criminales. Él tiene el poder para determinar si es necesaria o no la acción judicial. En los tiempos de le hegemonía priísta, el Ejecutivo, por medio del procurador general, detentaba de manera indirecta un gran poder sobre los procesos judiciales. Además, “cuando en la Constitución de 1917 se establecieron las garantías individuales como piedra fundacional del Estado, también se resolvió instituir la seguridad pública como un poder del Estado y no como un derecho ciudadano” (ibid). Esto significaba que las garantías individuales quedaban por debajo de la seguridad del Estado, es decir, importaba más protegerlo y mantener su estabilidad antes que la protección del ciudadano. Como consecuencia, cualquier persona que atentara contra el orden público era considerada enemiga de la seguridad nacional y por tanto carecía de derechos.

El “delito de disolución social”5 reglamentado en los artículos 145 y 145 bis del Código Penal, fue el mecanismo más claro que evidenció este sistema de seguridad social cooptado por el titular del Ejecutivo. Las personas que se movilizaban en contra de alguna decisión o práctica del régimen, eran merecedoras de un proceso penal; es decir, de una acción judicial ordenada por el procurador. La subordinación de las instituciones de seguridad pública dejó a los ciudadanos litigantes sin una protección real ante las acciones del gobierno (idem). Pues si alguien se sublevaba o incitaba a las revueltas en contra del gobierno, la respuesta de este último era la represión, el encarcelamiento, la amenaza y la violencia (contra él y su familia) y hasta el asesinato. Ésas eran las consecuencias de un “mal comportamiento”.

Pero lo que selló totalmente al autoritarismo mexicano fue la falta de flujos de información. No había transparencia en cuanto al ejercicio del gasto público y las acciones del gobierno, y todas las decisiones se tomaban sin consultar a la ciudadanía. La rendición de cuentas era inexistente. Además, los medios de comunicación estaban controlados por el Estado:

esto se lograba por medio del control del gobierno federal hacia la materia prima de la impresión de diarios —mediante el monopolio sobre la importación de papel periódico—, del control sobre la concesión de los medios electrónicos —con la ley de radio y televisión— y de la práctica del soborno o hostigamiento a toda clase de informadores, desde dueños de periódicos hasta reporteros y columnistas (idem).

Por tanto, la sociedad no podía saber absolutamente nada de lo que pasaba al interior del gobierno, todas las negociaciones y decisiones eran una “caja negra” dentro del sistema, la opinión pública era manipulada y tenía que acatar las decisiones del gobierno.

En síntesis, el sistema político mexicano se caracterizó por un fuerte centralismo, una gran concentración de poder en manos del presidente y por la exclusión total de la ciudadanía en los asuntos públicos. Era un sistema político autoritario (cerrado), que se define porque

las estructuras institucionales y extrainstitucionales que lo conforman funcionan como una red monopólica y excluyente de recursos y prácticas, estructuras que obstaculizan y limitan la participación autónoma de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones (Favela, 2010: 105).

De esta forma, sin las condiciones de la participación ciudadana, es decir, sin el respeto a las garantías individuales, sin información, sin los canales institucionales y un marco jurídico, y sin la confianza hacia las instituciones, la sociedad optó por participar de manera no convencional. En efecto, el modo en que las personas expresaban su malestar era mediante manifestaciones o movilizaciones6 y huelgas, aunque muchas veces se llegó a la guerrilla y a las acciones violentas.

Favela (2010) señala que a lo largo de casi 40 años se registraron alrededor de 120 movilizaciones, es decir, un promedio de 3.3 conflictos por año.7 Esto demuestra que no pocas veces la sociedad se molestó por la falta de respuesta del Estado hacia sus demandas. Sin embargo, dos eran las salidas para el desenlace de estas manifestaciones: si bien les iba, el gobierno cooptaba a los líderes y negociaba con ellos para terminar con el conflicto (normalmente les ofrecían algún cargo político o una suma de dinero). Pero si no, como comentamos líneas arriba, la respuesta del gobierno era la represión, el encarcelamiento, la violencia y hasta el asesinato. Rara vez se resolvió el conflicto atendiendo a las demandas que la sociedad exigía.

Por esa razón, las personas inconformes y que no se dejaban corromper por el gobierno, optaron tomar el camino de la violencia para derrocar al régimen. Y así fue que en los años sesenta y setenta las guerrillas comenzaron a esparcirse por diferentes zonas del país, sobre todo en aquellos estados donde habían sido golpeados por la pobreza. No obstante, estas acciones fueron reprimidas rápidamente por el Estado y ninguna tuvo éxito.

En resumen, la participación ciudadana no existió en el sistema político autoritario. La única manera era mediante las movilizaciones; y cuando no tenían respuesta, se acudía a la violencia. No existían los requisitos mínimos que necesita la participación ciudadana, es decir, no se respetaban los derechos fundamentales del hombre, no había flujos de información, los ciudadanos no confiaban en las instituciones mexicanas (por la misma falta de transparencia y por la represión) y no había mecanismos institucionales y un marco jurídico que regulara la participación.

Afortunadamente esta situación no duró para siempre; a partir de 1968 las cosas comenzaron a cambiar.

Crisis del régimen y el surgimiento de una nueva sociedad

Después del movimiento estudiantil de 1968, el gobierno posrevolucionario empezó a perder las cualidades que le habían posibilitado la permanencia del régimen; esto es, legitimidad, estabilidad y control. Después de tantos años de lidiar con diferentes protestas, sin resolver ninguna de forma definitiva, los mecanismos del gobierno para poner orden ya se habían desgastado y ya no guardaban la misma eficacia que antes. En este sentido, después de lo ocurrido el 2 de octubre en Tlatelolco, el Estado ya no tenía la capacidad para mantener bajo control a los grupos disidentes, pues las prácticas autoritarias ya no funcionaban e iban en aumento. Además, en la década de los setenta, el éxito del modelo económico de sustitución de importaciones, el cual le había otorgado legitimidad al régimen porque había permitido un gran desarrollo social (aumentaron los ingresos y los niveles educativos y mejores accesos a los servicios de salud), empezó a evidenciar sus limitaciones, pues México pasaba por problemas de inflación, bajo crecimiento económico, desempleo, devaluaciones, desequilibrio en la cuenta corriente de la balanza de pagos y estancamiento de la productividad; no había la capacidad de brindar los servicios públicos porque los recursos ya no le eran suficientes.

Así, sin una economía saludable y sin un gobierno capaz de conminar a los grupos subversivos, el Estado empezó a sufrir problemas de estabilidad política; experimentaba una crisis de gobernabilidad y de legitimidad. Y es que las autoridades también sufrieron una crisis de gobernabilidad, porque fueron víctimas de su propio éxito. En efecto, el buen funcionamiento de la economía mexicana trajo consigo una sociedad más consciente de sus derechos, y como consecuencia, unos ciudadanos más críticos del gobierno y de las instituciones del Estado.

El éxito del modelo económico y el desarrollo social que produjo, permitió una evolución en la cultura política del mexicano. Como dice Samuel Huntington (1996):

El cambio económico y social —urbanización, crecimiento del alfabetismo y la educación, industrialización, expansión de los medios masivos de comunicación— amplía la conciencia política, multiplica sus demandas, ensancha su participación. Estos cambios socavan los fundamentos tradicionales de la autoridad y las instituciones políticas tradicionales, y complican tremendamente los problemas de la creación de nuevas bases de asociación e instituciones políticas que unan la legitimidad a la eficacia. Los ritmos de movilización social y el auge de la participación política son elevados; los de organización e institucionalización políticas, bajos. El resultado es la inestabilidad y el desorden.

Una sociedad con mejores niveles de vida y más desarrollada tendrá una conciencia superior: surgirán nuevos sectores inconformes, para los que las viejas estructuras de dominación política ya no serán válidas y, por tanto, carecerán de legitimidad alguna (Carbonell, 2002). La consecuencia fundamental del desarrollo social tiene que ver con la construcción de ciudadanía: la transición del individuo-súbdito al ciudadano crítico y exigente de sus derechos y alternativas. Son realidades sociales que poco a poco van emergiendo y empujando el cambio, exigiendo un reacomodo: nuevas formas y reglas del juego político más plurales y equitativas.

En síntesis, el sistema político autoritario que se consolidó después de la Revolución Mexicana empezó a tener problemas de gobernabilidad a causa de las recurrentes crisis económicas y políticas que turbaban al país, de la poca legitimidad de la que se gozaba y de la deficiencia del modelo económico. Si la “familia revolucionaria” quería seguir manteniendo el poder, tenía que buscar una manera de incluir a la nueva sociedad crítica y plural que había surgido, debían inventar nuevos mecanismos de control y formas de negociación, tenían que cambiar el modelo económico; en fin, debían de pensar una nueva forma de gobernar a la sociedad.

Los primeros pasos hacia la inclusión de la ciudadanía en los asuntos públicos

La primera respuesta que dio el gobierno hacia esta crisis fue la elaboración de una reforma política electoral. En 1977 se modificaron algunos artículos de la Constitución mexicana para permitir la inclusión de nuevos partidos políticos al sistema y abrir los cauces en la participación política institucional. A esta reforma le siguieron la de 1986, 1989-1990, 1993 y 1996, las cuales cimentaron las bases de unas elecciones limpias y equitativas. Sin duda alguna, podemos decir que estas reformas fueron el comienzo de la transformación del régimen y de la apertura del sistema político mexicano.

Pero además de esta respuesta, el gobierno trató de resolver la situación mediante un esfuerzo por involucrar a los individuos y a los distintos grupos de la población en los asuntos públicos. Querían incluir en la toma de decisiones a la nueva sociedad civil que emergió del milagro mexicano, pues era una sociedad más plural y más crítica, y que no estaba conforme con la manera en que se realizaban las cosas. Cabe decir que estos esfuerzos se enmarcan en un contexto donde se adopta otro modelo económico —conocido como el modelo neoliberal—, que busca redefinir el papel y las funciones del Estado a favor de una supuesta revalorización de la sociedad civil.8

Las estrategias gubernamentales tendientes a liberalizar espacios que permitieran la influencia de la sociedad sobre el Estado o que ésta participara de sus funciones, se pueden fijar en dos periodos: en la década de los ochenta y de los noventa. Siguiendo a Cunill (1997), tres campos suelen ser afectados:

  • 1.

    El campo correspondiente a la formación de políticas públicas facilitando la intervención de intereses particulares en su elaboración.

  • 2.

    El campo relativo a la acción legislativa permitiendo su ejercicio directo a través de la iniciativa y el referéndum, así como indirecto por medio de la revocación del mandato de autoridades electas.

  • 3.

    Y la prestación de servicios públicos mediante su transferencia a la denominada sociedad civil o de la co-gestión con ella.

Pero vayamos por pasos y empecemos por los años ochenta, cuando el gobierno empieza a crear las condiciones necesarias para que la sociedad ejerza una influencia directa sobre el Estado. Junto con significativos procesos de privatización y desregulación, apenas coloca la primera piedra que permite construir los cimientos de la participación ciudadana.

El primer esfuerzo hecho por el gobierno fue el que realizó el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988). En 1983 se aprobó la Ley Federal de Planeación, la cual institucionalizó las consultas populares. Además, creó el Sistema Nacional de Planeación Democrática, el cual sirvió de paraguas a 18 foros, de los cuales se supone que resultó el Plan Nacional de Desarrollo, metodología que por cierto hasta la fecha sigue en aplicación (Olvera, 2007). Como parte del proceso, De la Madrid organizó comités y consejos consultivos en la mayor parte de la administración federal, con el fin de fomentar la “participación de la sociedad en la planeación del desarrollo”. Pero en un Estado sin una verdadera representación política y sin transparencia pública, la participación sólo podía ser ficticia y simbólica. Además, con la crisis económica que estaba viviendo el gobierno y con la adopción del nuevo modelo neoliberal, no podía darse una participación real en la vida pública, pues muchos grupos de la sociedad estaban en contra de la adopción de este nuevo modelo, y el gobierno quería adoptarlo como diera lugar.

Un nuevo viraje en el enfoque gubernamental de la participación ciudadana se dio en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). En esa administración se desarrolló e implementó un programa de política social innovador que recibió el nombre de SOLIDARIDAD. El programa, además de que fue el emblema que caracterizó su gestión, era un concepto que unificaba al gobierno y a la sociedad en la implementación de una política social. Sin embargo, únicamente fue un instrumento del presidente para renovar una base social paralela al partido hegemónico que estaba en decadencia.

Al mismo tiempo, como parte de las recomendaciones de las organizaciones internacionales, estos gobiernos iniciaron procesos de descentralización, con la intención de hacer más eficiente y eficaz la prestación de servicios públicos.

En este punto haremos un paréntesis. Podríamos pensar que la descentralización no tiene relación alguna con la participación ciudadana; sin embargo, si analizamos las cosas con detenimiento, nos percatamos que este proceso es muy importante para facilitar la injerencia de nuevos actores sociales en la toma de decisiones. En efecto, cuando el gobierno central transfiere competencias a los gobiernos locales, hay más posibilidades de que la ciudadanía se involucre en los asuntos públicos; los municipios se responsabilizan de la prestación de más servicios y se enfrentan a mayores problemas, lo cual los obliga a recurrir a la sociedad civil local para suministrar las demandas y lo aceptan porque se sienten más identificados con los problemas.

Así pues, el 3 de febrero de 1983 se reformó el Artículo 115 constitucional, que regula la vida municipal. Esta reforma, entre otras cosas, invistió de personalidad jurídica a los municipios y se les otorgó facultades para manejar su patrimonio conforme a la ley. Asimismo, a los ayuntamientos se les asigna competencia reglamentaria para ordenar lo relativo al Bando de Policía y Buen Gobierno y todas las demás competencias para la prestación de servicios públicos. No obstante,

la vaguedad constitucional con la que se encontraban regulados los servicios públicos competencia de los municipios y la incapacidad de algunos ayuntamientos de prestarlos, originó que muchos de estos servicios fueran absorbidos por el gobierno estatal o por el federal (Arcudia, 2012: 6).

Pero algo innovador fue que el estado de Guerrero, gracias a las reformas del Artículo 115 constitucional, pudo incluir en 1984 la figura del referéndum en la constitución local del estado, para luego aprobarse una Ley de Fomento a la Participación Comunitaria, en mayo de 1987.9

En resumen, para recuperar la legitimidad perdida, superar la crisis de gobernabilidad y seguir manteniendo la potestad del régimen, las autoridades mexicanas tuvieron que ceder una porción de su poder. Transfirieron parte de sus funciones a los gobiernos locales, pero al mismo tiempo incluyeron a nuevos actores en la toma de decisiones. Sin embargo, la participación ciudadana en esa década no dio muchos frutos, a pesar de que los gobiernos la incluyeron en la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo y en las políticas sociales. Esto se debió a que, en la realidad, estas administraciones todavía querían gozar del total dominio del Estado, por lo que sus esfuerzos únicamente se convirtieron en pequeños espacios donde la opinión de la ciudadanía era reducida a la nada. No fue sino hasta la década de los noventa cuando se haría un verdadero esfuerzo por construir los cimientos de la participación ciudadana.

La participación ciudadana en la década de los noventa

La década de los noventa se caracteriza por dos tendencias:

De una parte, se suscitan un conjunto de reformas constitucionales que coloca el énfasis en los instrumentos de la democracia directa y da oportunidad a la participación ciudadana en la administración pública. De otra, se evidencia un claro refuerzo a la transferencia de los servicios sociales por parte del gobierno central, pero dotando a las comunidades de un peso especial en su conducción (Cunill, 1997).

En efecto, diferentes estados de la República empiezan a incluir en sus constituciones locales, mecanismos de democracia directa, además de que se crean reglamentos de participación ciudadana. Siguiendo con esta línea, a nivel federal hay importantes innovaciones legales e institucionales que facilitan el despliegue de algunas experiencias de participación ciudadana en la prestación de servicios.

El gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) impulsó algunos experimentos interesantes en el terreno de las políticas públicas, ya que en el campo de la ecología hubo por primera vez una política sistemática de innovación democrática a través de la autogestión de áreas naturales protegidas. Por otra parte, en 1992 se aprobó una nueva Ley Federal de Educación, que determinaba la creación de Consejos Sociales de Participación en las escuelas públicas de educación básica en los niveles estatal, municipal y por escuela, los cuales permitían el involucramiento de los padres de familia (Olvera, 2007). La reforma electoral de 1996, además de posibilitar la realización de elecciones verdaderamente competitivas a nivel federal, permitió una oleada participativa en los comicios, pues el Instituto Federal Electoral (IFE) admitió la gestión autónoma y los consejeros ciudadanos.

Asimismo, a nivel local, se hicieron esfuerzos por incluir la participación de los ciudadanos en la administración pública. En ciertos municipios se empezó a desarrollar una política de cercanía con la ciudadanía a través de los “Martes Ciudadanos”, un día en que el gobierno municipal en pleno ofrecía audiencias públicas; se crearon los Institutos Municipales de Planeación, donde se atraía la participación de organizaciones empresariales, profesionales y de vecinos en la elaboración de políticas públicas. Cabe decir que estas experiencias emergieron bajo la influencia de algunas ciudades gobernadas por el Partido Acción Nacional, PAN (idem). También hubo experimentos de planeación participativa en las delegaciones de la ciudad de México, sobre todo con la elección de delegados vecinales que ayudaban a identificar los problemas que aquejaban a la dependencia.

En cuanto al marco jurídico, los estados y los municipios regularon e incluyeron en sus constituciones los mecanismos de democracia directa. En efecto, el proceso de aprobación de figuras de participación ciudadana se reactiva en 1994, con su inclusión en la Constitución de Chihuahua. Al año siguiente, el Distrito Federal aprobó la primera Ley de Participación Ciudadana (Alarcón, 2002). Esto se propagó por todos los estados de la República, y así, para finales de la década, 12 entidades federativas tenían dentro de sus constituciones al menos una de las figuras de participación ciudadana.

En la década de los noventa sí se realizó un esfuerzo verdadero por incluir a la sociedad en la toma de decisiones públicas, sobre todo porque el presidente había perdido completamente las facultades metaconstitucionales de las que antes gozaba. Esto se debió a que —en primer lugar— en esa década el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y la mayoría calificada para aprobar las reformas necesarias en el Senado, lo cual provocó que el Poder Legislativo fuera verdaderamente un contrapeso al Poder Ejecutivo; y segundo, porque dos partidos, el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y el PAN, se convirtieron en fuerzas políticas a causa de algunas victorias que tuvieron en muchos municipios y estados de la República.

Como balance general, podemos decir que estas dos décadas de cambios en el sistema político y las modificaciones que se hicieron en los estatutos constitucionales, originaron un cambio en la forma de participar de las personas. Las manifestaciones dejaron de ser la manera tradicional para tratar de influir en las decisiones del gobierno, y ahora los ciudadanos le apostaban más a otros modos de participación; por ejemplo, su injerencia en políticas públicas y su participación en las elecciones, ya que en 1994 se presentó el más alto nivel de participación en la historia mexicana, alcanzando un extraordinario 77.16% en los votos en esa ocasión. Aunque las manifestaciones y la violencia no dejaron de ser una opción en algunos ciudadanos, sobre todo de aquellos que habían sido marginados, ignorados y excluidos en la vida política del país. Pero lo importante es resaltar que muchos otros optaron por otras vías pacíficas para influir en las decisiones gubernamentales.

Ahora bien, cabe preguntarnos qué pasó con la participación ciudadana en la primera década del siglo XXI y en qué estado se encuentra actualmente.

Avances y estancamientos

Para el año 2000, la idea de participación ciudadana ya se había establecido de una manera más o menos firme en el horizonte simbólico de los actores políticos y sociales. Se hablaba de su necesidad y de su conveniencia para la gobernabilidad, legitimación, eficacia y eficiencia de la gestión pública. Por eso, en el gobierno de Vicente Fox (20002006) se despliega cierta experimentación participativa.

A fines de 2003 se aprueba una Ley de Desarrollo Social que permitió a algunas Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) ser vigilantes de la aplicación de la política social. Se impulsó también la visibilización y la investigación sobre el sector civil desde el Instituto Nacional de Desarrollo Social. Asimismo, a principios de 2004 se aprobó la Ley Federal de Apoyo a las actividades realizadas por las OSC, la cual es una herramienta de transparencia y de mayor institucionalización de su participación en las políticas públicas. Pero la cosa no paró ahí, la innovación legal más importante fue la aprobación en 2003 de la Ley Federal de Acceso a la Información Pública Gubernamental y la consiguiente creación del Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública (IFAI).

Por otra parte, para 2008, 17 estados ya contaban con una ley de participación ciudadana, aunque 15 de ellas no la tenían; es decir, 53% sí la tenían y el 47% no. De estos 17 estados, todos contaban con la figura del plebiscito y del referéndum; 16 con la iniciativa popular; siete con la consulta ciudadana; cinco con la colaboración ciudadana; cuatro con la difusión pública; cinco con la audiencia pública; tres con recorridos del presidente municipal o jefe delegacional; uno con la asamblea ciudadana; dos con la revocación de mandato, y uno con la rendición de cuentas (González et al., 2008).

Estas normativas permitieron darle continuidad a los experimentos participativos de distinta índole en los espacios locales. Por ejemplo, en el municipio de San Pedro Garza García y otros municipios en la zona metropolitana de Monterrey experimentaron programas similares al presupuesto participativo;10 programas semejantes se pusieron en práctica en Mexicali, Tijuana y Ciudad Juárez (Olvera, 2007). En todos estos municipios se realizaron combinaciones de programas, como el del presupuesto participativo al lado de consultas públicas y “Martes Ciudadanos”. Asimismo, en diferentes municipios de Jalisco y Veracruz se realizaron asambleas populares y consultas para la toma de decisiones; en otros municipios, la ciudadanía jugó un papel más importante, pues estuvo presente en la elaboración y evaluación de políticas públicas, como es el caso de Ciudad Juárez, donde se implementó una serie de programas de “micro planeación” que se caracterizó por incorporar al ciudadano como actor activo en el proceso de elaboración de Planes para Mejoramiento de los Barrios en ese municipio.

Actualmente se cuenta con muchos canales institucionales y con un marco jurídico que regula la injerencia de los actores privados en las políticas gubernamentales. Definitivamente esto se ha logrado gracias al interés de las autoridades por incluir la participación ciudadana en su gestión. Sin embargo, aunque ya está reglamentada, todavía permanece en un estado de aletargamiento. Si bien existe un número de personas que participan activamente en los asuntos públicos, hay una cantidad mucho mayor que no está interesada en esas cuestiones. Por ejemplo, en las consultas públicas realizadas en los municipios de los estados y en el Distrito Federal, el porcentaje de participación ha sido muy bajo; tan sólo en este último, cuando se han realizado consultas ciudadanas, el porcentaje que asiste a la consulta no ha rebasado el 4%. Además, son muy pocas las veces que una entidad ha hecho uso de los mecanismos de democracia directa. Existe muy poca experiencia nacional sobre iniciativas ciudadanas de ley. Estudiadas nada más hay dos, exitosas,11 aunque ha habido varias otras iniciativas, algunas aún incompletas, otras que no han corrido con la misma suerte (Olvera, 2007). Respecto a los referéndums y plebiscitos que se han organizado, la mayoría de los casos ha sido por iniciativa de los gobiernos locales y no de los ciudadanos. Probablemente donde la participación corre con más suerte, es en la elaboración y evaluación de los programas sociales y de las políticas públicas; sin embargo, tampoco son muy exitosos porque muchos de ellos son abandonados o suspendidos por la administración siguiente, dejando inconclusa la obra. Por eso deberíamos empezar a considerar la posibilidad de reelegir a las autoridades locales que hagan bien su trabajo y así tener la continuidad en los programas sociales.

En fin, la baja participación de los ciudadanos y el poco interés en los asuntos públicos se puede confirmar con los datos que arrojó la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas (ENCUP) en 2012, donde el 84% de la población dijo estar poco o nada interesado en la política, o un 62% contestó estar poco interesado en los problemas de sus comunidad; asimismo, el 71% dijo que nunca ha asistido a reuniones que tienen por objeto resolver los problemas del barrio, la colonia o la comunidad. Y parece ser que las manifestaciones ya no son una opción para los ciudadanos, pues la misma encuesta arrojó que el 79% nunca ha participado en manifestaciones ya sea a favor o en contra del gobierno.

De lo anterior podríamos preguntarnos a qué se debe este bajo índice de injerencia por parte de los ciudadanos en las cuestiones públicas. Aquí planteamos una posible respuesta con base en el desarrollo de este ensayo.

Hemos dicho que hay cuatro condiciones básicas que permiten la existencia de la participación ciudadana, a saber: el derecho a la información, el respeto a los derechos fundamentales del hombre, confianza hacia las instituciones democráticas del país por parte de los ciudadanos y la existencia de canales institucionales y marcos jurídicos que regulen la participación. En México se ha dado un paso muy significativo en cuanto a la última condición, pues las autoridades han hecho un esfuerzo por regular la influencia de la sociedad sobre el Estado; sin embargo, todavía tenemos problemas con el intercambio de información, con la violación de las garantías individuales y con la confianza que tienen los ciudadanos hacia las instituciones políticas. Por ello, es poco el número de personas que participan activamente en la vida pública.

Aunque ya contamos con un instituto que promueve y difunde el ejercicio del derecho de acceso a la información, y los medios de comunicación a nivel federal ya no están sometidos al control del gobierno, todavía no es suficiente para que los ciudadanos puedan estar informados y de este modo influyan en las políticas gubernamentales. Debido a que no hay publicidad de las decisiones tomadas por parte de nuestros representantes políticos, muchos funcionarios públicos terminan su gestión sin rendir cuentas de lo que hicieron durante su administración, de lo que hicieron con nuestros impuestos, de cómo los invirtieron y qué lograron mientras ocupaban su cargo. Esto no solamente ocurre a nivel federal sino también a nivel estatal; de hecho, la rendición de cuentas en muchos estados es casi nula. Como muestra de ello, en un informe de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), se señalaba que se registran muchas irregularidades en los estados en el manejo de los fondos públicos, como pérdida constante de bienes, pagos efectuados con fines distintos a los autorizados, pagos indebidos a personal y a conceptos de obra pública, pago de obras no realizadas, carencia de documentación comprobatoria, etcétera. Si no es verdad, podemos preguntarnos de cuántos ex gobernadores no hemos sabido que están involucrados en escándalos de corrupción, endeudamiento, enriquecimiento (in)explicable o franca colusión con el crimen organizado: Tomás Yarrington, Armando Reynoso, Narciso Agúndez, Juan José Sabines, Marco Antonio Adame, Humberto Moreira, Emilio González Márquez, Arturo Montiel, Andrés Granier Melo y un largo etcétera omitido aquí por falta de espacio.

Pero esto se debe también a que en muchas ocasiones, los medios de comunicación no tienen libertad de expresión en los estados. Y esto se liga con la violación a las garantías individuales. Durante 2009 se registraron 244 agresiones a la libertad de expresión en el contexto del ejercicio periodístico, enmarcados en 194 casos; y de estos 244 ataques registrados, 160 fueron cometidos por funcionarios públicos, lo que supone un 65.57% del total. De estos atentados, el 59.38% fueron consumados por agentes de las fuerzas de seguridad del Estado y Fuerzas Armadas, mientras que 40.63% corresponde a funcionarios y cargos de elección popular (Artículo 19, 2010). Además, en el marco de la guerra contra el narcotráfico, las Fuerzas Armadas han cometido graves violaciones de derechos humanos, como ejecuciones, torturas y violaciones sexuales.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ha publicado informes detallados sobre 65 casos perpetrados por el Ejército desde 2007, ha recibido mil 921 denuncias contra las Fuerzas Armadas y 802 contra la Policía Federal. Sin embargo, nada más trascendió que ocho militares fueron condenados por el sistema de justicia militar, en tanto que se desconoce el número de policías procesados por violaciones a derechos (González, 2012). En materia de detenciones arbitrarias, tortura y otros malos tratos, pese a que el año pasado la CNDH recibió mil 662 denuncias, no se procesó a agentes del Estado por ese delito (idem).

Esto ha provocado que las personas desconfíen de las instituciones políticas, de sus autoridades, y como consecuencia se abstengan de interferir en los asuntos públicos.

Tanto la falta de información como la violación a los derechos fundamentales del hombre, han creado un ambiente de incertidumbre en la población mexicana, y se manifiesta en la poca confianza que tienen hacia las instituciones democráticas del país. Lo anterior podemos comprobarlo con la ENCUP 2012, la cual reveló que todas las instituciones políticas, en promedio, salieron calificadas por debajo de 6, en una escala del 0 al 10, donde 0 es No confío nada y 10 es Confío mucho. Podemos afirmar que la falta de confianza que están sufriendo nuestras instituciones se debe a la poca transparencia e integridad de los propios ejecutivos.

Los ciudadanos se abstienen de participar en las cuestiones que son del interés de todos. La falta de confianza hacia las instituciones, la violación a las garantías individuales y la ausencia de información, transparencia y rendición de cuentas, han hecho que existan bajos índices de participación ciudadana. Las personas no quieren tomar parte en los asuntos públicos, en primer lugar, porque no cuentan con la información suficiente para evaluar a los gobiernos o para involucrarse en la realización de programas y políticas públicas. En segundo, porque el gobierno sigue sin respetar las garantías individuales de los mexicanos; tan sólo las organizaciones defensoras de derechos humanos, cuando interfieren en asunto públicos, son objeto de persecución y ataques. En Tijuana, por ejemplo, dos defensoras de derechos humanos recibieron amenazas telefónicas y por mensajes de texto entre noviembre de 2009 y mayo de 2010, y eran seguidas constantemente por policías y militares (González, 2012). ¿Cómo puede esperarse que las personas se involucren en los asuntos públicos cuando las autoridades responden de este modo? Por último, la participación ciudadana es baja porque la sociedad mexicana desconfía, por todo lo anterior y por otros factores, de las instituciones políticas, y ello se debe a que no obtienen la respuesta deseada.

Para incentivar la participación ciudadana, debemos revertir este tipo de situaciones. Una manera de hacerlo es evitando la impunidad en México. La impunidad significa, sencillamente, que los delitos cometidos no son sancionados por una u otra causa. En nuestro país, las autoridades públicas no sufren ningún castigo ni procesos penales cuando incurren en un delito. En lugar de castigarlos, se les encubre, justifica, protege, solapa o ampara, y en el peor de los abusos se les premia. Nuestro Estado de Derecho es una verdadera caricatura. Esto hace que los hombres públicos infrinjan la ley, roben, violen los derechos de los ciudadanos, sin preocupación alguna.

Sin embargo, no podemos erradicar la impunidad hasta que no haya una verdadera rendición de cuentas. Las autoridades mexicanas deben estar obligadas a rendirlas. ¿Cómo es posible que hasta la fecha sólo dos estados de la República contemplen en su ley la revocación de mandato? El servicio público debe ofrecer al ciudadano un rostro sin máscara, un rostro que no se oculte y muestre el sentido más amplio de su desempeño y de su compromiso con los más altos valores de la patria. En este sentido, para fortalecer la transparencia en México, y que ésta signifique un salto cualitativo en el acceso a la información y en la rendición de cuentas, es necesario establecer el carácter definitivo e inatacable de las resoluciones del IFAI, dotarlo de capacidades de sanción, otorgarle autonomía constitucional, ampliar su cobertura en la materia para toda la administración pública federal y a toda persona física o moral que reciba recursos públicos, así como establecer que las sesiones del Consejo sean públicas.

Otra propuesta es establecer en cada estado de la República un IFAI, no obstante, debe ser un instituto autónomo, vigilado por las organizaciones locales de la sociedad civil y controlado por la ciudadanía; debe contar con facultades para sancionar a las autoridades que se les encuentre alguna irregularidad. No es cuestión de hacer más burocracia, sino de vigilar más de cerca a quienes incurren en prácticas deshonestas.

Con la sanción de los funcionarios públicos, con la transparencia y la rendición de cuentas, podemos empezar a recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones del gobierno e incrementar la participación ciudadana. De este modo seríamos un país más democrático, un país donde los ciudadanos tomen parte en las cuestiones que son del interés general, donde supervisen el ejercicio del gasto público; en fin, donde se vele por el bienestar de la nación. Sólo así la población verdaderamente ejercería el poder que le ha otorgado la Constitución mexicana. Pero para lograrlo, gobierno y sociedad deben darse cuenta de que los verdaderos cambios no están solamente en las leyes, sino también en la conciencia de todos los mexicanos.

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Ganadora en la categoría “A” (alumnos regulares de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM) del Quinto Concurso de Ensayo Político “Carlos Sirvent Gutiérrez”, de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, 2013. Es estudiante de noveno semestre de la Licenciatura de Ciencia Política y Administración Pública en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

La democracia deliberativa es aquel tipo de gobierno donde el pueblo ejerce el poder mediante el diálogo con las autoridades.

La democracia participativa es un modelo de democracia que facilita la asociación y organización de los ciudadanos para que ejerzan una mayor y más directa influencia en la toma de decisiones políticas.

Este tipo de participación es mejor conocida como participación política no convencional. No obstante, nótese que no se incluyeron aquellas acciones violentas que están en contra del régimen. Esto se debe a que la participación supone necesariamente la aceptación de las instituciones y de las reglas democráticas. En efecto, una revolución, independencia o guerrilla, no se considerarían participación política por el simple hecho de que su objetivo es transformar las leyes, instituciones y organizaciones que conforman al Estado (Merino, 1995).

El concepto de interfaz socioestatal alude a un espacio de encuentro entre actores sociales y estatales en un marco definido por instituciones (formales o informales), en el que se comparte un objeto o campo de acción común, y en el que cada una de las partes lleva sus propios intereses, ideas y prácticas. Por tanto, es un espacio de conflicto negociado, de intercambio y de acción.

El delito de disolución social fue un artículo que se incluyó en octubre de 1941 en el Código Penal. Los extranjeros o nacionales incurrían en este delito cuando realizaban propaganda política, defendiendo “ideas, programas o normas de acción” de cualquier gobierno extranjero que perturbaran el orden público o pusieran en riesgo la soberanía de la nación.

Muchos autores expresan que cuando los costos de la participación son muy altos, la gente tiende a desalentarse y a no participar. Empero, cuando la magnitud del problema que los aqueja iguala, o incluso supera, los costos de la participación, las personas se olvidan de las consecuencias y es cuando deciden iniciar o unirse a un movimiento.

En este artículo la autora aclara que su información proviene de fuentes secundarias y explica que probablemente podrían registrarse más movilizaciones, pues muchos de esos estudios nada más se centran en conflictos extraordinarios o de larga duración, dejando de lado conflictos menos visibles. En un estudio que utiliza las fuentes directas, podría complicarse porque muchos de los periódicos de ese tiempo no están completos y no hay registros oficiales sobre las movilizaciones en México. Por tanto, las conclusiones de este registro no pueden ser completamente generalizables; sin embargo, arrojan una luz para comprender el tema que nos ocupa.

Esto es muy importante porque uno de los puntos del Consenso de Washington y una de las sugerencias del Fondo Monetario Internacional para resolver los problemas de inflación y de déficit público, era precisamente adelgazar las funciones del Estado, y esto sólo podía lograrse con procesos de privatización y descentralización, y con la cooperación de la sociedad en la prestación de servicios públicos y en la elaboración de políticas públicas; es decir, con la co-gestión.

El primer estado que inicia con la inclusión formal de los mecanismos del referéndum e iniciativa popular fue el Distrito Federal en el Artículo 73 de su Constitución. Sin embargo, ésta solamente tuvo vigencia entre 1977 y 1987 (García, 2000).

El presupuesto participativo es una herramienta de democracia participativa o de la democracia directa que permite a la ciudadanía incidir o tomar decisiones referentes a los presupuestos públicos, generalmente acerca del presupuesto municipal. Es un proceso de consulta y diálogo entre la comunidad y las autoridades sobre cuáles son las prioridades de inversión de un municipio.

La primera fue sobre el combate a la trata de personas en Tlaxcala, donde la Iglesia jugó un papel importante, y la segunda en Jalisco, la cual era una ley contra la violencia intrafamiliar en ese estado.

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