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Vol. 41.
Páginas 11-26 (mayo - agosto 2017)
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Vol. 41.
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La experiencia de la Restauración en Francia como paso al sistema parlamentario de gobierno
The Restoration experience in France as a step to the parliamentary system of government
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David Pantoja Morán1
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Resumen

En opinión del autor, a partir de 1789, Francia pasó por una serie de cambios sucedidos vertiginosamente en corto lapso: la Monarquía Absoluta, la Monarquía Constitucional, la Convención, el Directorio, el Consulado, el Imperio, la Restauración, los Cien Días y la Segunda Restauración. Cada uno de estos acontecimientos promovió cambios de reglamentación y cambios políticos en sentido restringido; sin embargo, no pudieron dar al país un régimen estable y duradero. En medio de esta caótico acontecer, la historia política francesa registra una breve experiencia que tuvo como virtud el haber sido un primer intento que más tarde conduciría a la forma parlamentaria de gobierno.

Palabras clave:
Francia
Restauración
Constitucionalismo
formas de gobierno
representación política
Abstract

In author's opinion after 1789, France underwent a series of vertiginous changes in a short period of time: the Absolute Monarchy, the Constitutional Monarchy, the Convention, the Directory, the Consulate, the Empire, the Restoration, the One Hundred Days, and The Second Restoration. Each of these events promoted changes of regulation and political changes in a restricted sense, however, they could not give the country a stable and lasting regime. However, in the midst of this chaotic happening, the French political history registers a brief experience that had as virtue to have been a first attempt that later would lead to the parliamentary form of government

Keywords:
France
Restoration
Constitutionalism
forms of government
political representation
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IAntecedentes

Antes de empezar el recuento, es conveniente referirse a las bases sentadas por Napoleón que explican cómo fue posible el surgimiento de una nueva realidad.

Variada es la herencia de Napoleón que conviene tener en consideración.

La organización altamente centralizada

De la obra napoleónica se debe destacar el afán de centralización del poder, cuya huella original descubrió la perspicacia de Tocqueville en los reyes del Antiguo Régimen y su continuidad en la Revolución.

La ley del 28 Pluviose Año viii fue un precepto centralizador y autoritario llevado al extremo. Estableció la llamada “constitución administrativa de Francia” que consistía en una estructura organizativa integrada por: el prefecto en el departamento, el sub-prefecto en el barrio, los alcaldes y adjuntos en las municipalidades, el consejo de prefectura, el consejo general, el consejo municipal. Bonaparte adoptó la regla de la rigurosa uniformidad de las comunas (casi inhumana) cualesquiera que fuese su importancia. Quería que todos, agentes locales, prefectos, sub-prefectos, alcaldes, consejeros generales, municipales, lo fuesen por nominación del gobierno o de los representantes del gobierno.

El personaje esencial del mecanismo era el prefecto, quien, decía imperiosamente la ley citada, será el único encargado de la administración. Tenía no sólo el encargo de la administración, sino un papel político de primera importancia que era el de hacer prevalecer las ideas del poder central; asegurar lo que se llamaba la supervisión del espíritu público.1

Las relaciones Estado-Iglesia. El Concordato

Esta era una de las grandes querellas de la Revolución no resuelta. Sólo Bonaparte tenía a la vez suficiente sentido político y fuerza de carácter para imponer tanto al Papado, como a los enemigos del mismo, la solución durable a un problema que había envenenado toda la vida pública.

Frente a la demanda de imponer el catolicismo como religión de Estado, Talleyrand había hecho ver que iba contra uno de los principios esenciales de la Revolución, consistente en la igualdad de cultos, y propuso como contrapartida el concepto de “religión de la mayoría”, lo que fue adoptado en el Concordato.

Para la renovación del cuerpo episcopal, la negociación hizo al Papa pedir a los obispos el sacrificio de su silla, por el bien de la paz y la unidad. Cinco meses después se hizo tabla rasa y las nominaciones volvieron a su forma antigua, lo que equivalía a que Bonaparte realizara los nombramientos.

Para el reconocimiento de los bienes nacionales, no hubo propiamente una renuncia a los derechos de la iglesia, ni reconocimiento jurídico a la propiedad, sino el compromiso del Papado de no molestar a los adquirentes de bienes eclesiásticos.2

La obra escolar. Ley de 10 de Mayo de 1806

Otro grave problema con la Revolución fue la educación. ¿Debía ser ésta laica o religiosa? Napoleón pensaba que no habría Estado político estable sin un cuerpo docente permanente, con principios fijos. Sin ello no habría Nación, estaría constantemente expuesta a desórdenes y cambios. La fortaleza sería el Liceo, que prepararía a la disciplina social y nacional. Quería hacer de los profesores, “jesuitas del Estado”, una corporación docente, permanente, con el privilegio exclusivo de enseñar. Ninguna escuela, ningún establecimiento de instrucción podía formarse fuera de la Universidad imperial. Napoleón desconfiaba de la enseñanza superior, por el espíritu de libre investigación y crítica. Deseaba convertir a las facultades en escuelas profesionales especializadas. Se trataba de que echara raíces un principio: el espíritu de “la corporación docente”, destinado a convertirse en una gran fuerza política, espiritual y temporal; establecía “una masa de granito” implantada para las generaciones en el suelo moral de Francia, tan trabajado profundamente por la Revolución.3

La obra jurídica. El Código Civil

Después del Brumario, los trabajos ya iniciados durante la Convención e interrumpidos, se retomaron con la colaboración de Cambacéres; de lo que se trataba era de tener un Código con las leyes civiles comunes para todo el reino. Impaciente porque los trabajos no iban rápido, Bonaparte instó al segundo cónsul, Cambacéres, para que concluyeran. De ahí que una comisión de grandes especialistas –Bigot, Portalis y Tronchet, hombres del Antiguo Régimen, pero que habían tenido un papel destacado durante la Revolución– se unió. Cuatro meses más tarde se enviaba el proyecto para la revisión de los Tribunales de Casación y de Apelaciones y después pasó por 102 sesiones al Consejo de Estado, donde se observó a un profano en Derecho Civil, Napoleón, imponiendo en las soluciones sus puntos de vista a los especialistas.

Así como por el Concordato se presentó una batalla, también la hubo por el Código Civil, por las mismas razones: un combate entre el espíritu jurídico, tendiente a las tradiciones conservadoras y el espíritu filosófico de la Revolución. Hubo entonces una transacción entre el Antiguo Régimen y la Revolución, pues se rechazaban y retiraban títulos del Código, hasta que dócilmente fue totalmente votado en marzo de 1804. El contenido hace ver hasta dónde fue el Napoleón heredero de la Revolución y hasta dónde el Napoleón conciliador, el que impusiera la herencia de la Revolución y del Antiguo Régimen.4

En lo que concernía a la propiedad, en la célebre noche del 4 de agosto de 1789, la Revolución había consagrado la abolición del régimen feudal y la liberalización de las tierras para hacer de ellas propiedad privada; es decir, desató la revolución territorial. Una de las preocupaciones esenciales de los redactores del Código fue la de edificar instituciones que hicieran imposible la restauración del régimen feudal. Igualmente, fueron consagrados los bienes nacionales.5

Todo fue diferente con el Derecho sucesorio. En esta rama, el espíritu jurídico (conservador) tuvo enérgica reacción contra el espíritu filosófico (revolucionario). Significativamente, el Código Civil expresaba en estas frases la filosofía que le guiaba: “Observemos con cuidado las relaciones naturales que ligan siempre más o menos el pasado con el porvenir”; o bien, “Las teorías nuevas no son sino máximas de algunos individuos, las máximas antiguas son el espíritu de los siglos”.

El respeto a la autoridad sucedió al ansia de libertad, a la sed de sacudir todos los yugos. La voluntad del jefe de familia volvió a ser la base del régimen sucesorio, el padre recobró en gran medida el derecho de disponer de sus bienes, contra lo dispuesto por la Convención. Apareció el afán de hacer a un lado la dispersión extrema de la tierra, de frenar a “la máquina de hacer picadillo el suelo”, según expresión de Tocqueville. Napoleón deseaba impedir la división extrema de las fortunas, querida por la Convención, pero tampoco deseaba una feudalidad territorial reconstituida.

Ese Derecho sucesorio fue una transacción, una especie de “Concordato” entre el Derecho romano, fundado en la voluntad humana, la libre voluntad del testador y el Derecho consuetudinario, al que se adicionó el Derecho revolucionario (la familia, fundamento del Derecho consuetudinario; el interés social supuesto en el sentido de la libertad y de la igualdad, fundamento del Derecho intermediario). La obra fue el justo medio jurídico.6

En cuanto a las personas y la familia, Bonaparte restableció el exclusivismo de la familia legítima, quiso establecer una línea de separación perfecta entre la familia legítima y la familia natural: “la sociedad no tiene interés en que sean reconocidos los bastardos”. Los hijos naturales ya no serían herederos; la Revolución les había hecho herederos; en adelante sólo serían acreedores con ciertos derechos a alimentos. Se restauró la potestad paterna, considerada necesaria para la conservación de las costumbres y el mantenimiento de la tranquilidad pública. El consentimiento de los padres se hizo requisito del matrimonio hasta los 25 años para el hijo y los 21 para la hija.

Contra todas las utopías, se reafirmó la supremacía del marido. La mujer fue tratada como menor. El Código Civil proclamó el deber de obediencia al marido. Ninguna participación se dio a la mujer en la administración de los bienes comunes. El marido era el jefe necesario de toda sociedad.

En cuanto al divorcio, hubo una reacción contra las facilidades otorgadas por la Revolución. Bonaparte no lo suprimió, simplemente reaccionó contra las facilidades consideradas para que se consumara. Suprimió la causal de incompatibilidad de caracteres, pero mantuvo el divorcio por mutuo consentimiento, aunque con importantes restricciones. Restableció la separación de cuerpos, suprimida por la Revolución, para atender los escrúpulos de los católicos para los que estaba prohibido el divorcio.

El decano Ripert concluyó: [ésta] “es la constitución civil de Francia. Un Estado debería tener una constitución civil, las reglas fundamentales de su Derecho Civil. Nosotros tenemos esa constitución”.7

El éxito de la Revolución

El conjunto de la obra napoleónica comprendió el monumento consular y el imperial: concluyó con los gruesos muros comenzados por la Revolución que había dejado inacabados. El mismo sello consular –autoridad y uniformidad– se constata sea sobre la organización civil, eclesiástica, financiera, universitaria o administrativa.

Lo que Napoleón vio bien, como gran hombre de Estado que era, es que había que retomar los cimientos y los gruesos muros de la Revolución si se quería construir algo durable, pero que hacían falta también algunos materiales preciosos tomados del Antiguo Régimen. Lo que también vio fue al individuo, fuertemente encuadrado dentro de las estructuras del Antiguo Régimen, al que recibía descolocado de manos de la Revolución, librado a su suerte, desatado, sí, de todos los yugos, pero sin saber dónde arrojar el ancla, ni teniendo ancla que arrojar. Napoleón se esforzó por fijar al individuo, de enraizarlo por medio de las anclas de fierro: la autoridad paterna, la autoridad marital, la educación de su universidad, la policía espiritual de sus obispos, el puño administrativo de sus prefectos. En lugar de los cuadros del Antiguo Régimen rotos y que no quería reconstituir, se esforzó por constituir otros, teniendo en cuenta los resultados indestructibles de la Revolución, sobre todo el de la igualdad civil, el de la igualdad ante la ley. Habiéndose encontrado una sociedad atomizada formada de entes aislados, una polvareda de individuos, de granos de arena, quiso dar a esta sociedad una armadura. Por una parte, una armadura administrativa –una aristocracia de funcionarios–; por otra, una armadura privada formada de notabilidades, es decir, burgueses de buena familia, instruidos y ricos… merced a esta armadura fuerte, aseguraría el éxito de la Revolución. Pues supongamos que si la anarquía directorial se hubiera prolongado, que la pulverización social se hubiera mantenido algunos años, entonces la reacción del instinto de conservación, el afán de salvación de Francia, habría barrido un buen día con todo lo adquirido por la Revolución, al mismo tiempo que con toda la basura de un régimen malsano.8

Conviene distinguir aquí “la política mayor” de “la política menor”; es decir, se debe distinguir entre los cambios sociales de estructura, de cimentación, y los cambios puramente constitucionales o políticos en sentido estrecho. Se sabe que la Revolución fracasó lamentablemente en el plano político o constitucional, pues no pudo fundar un orden político durable. Pero la Revolución tuvo éxito en el plano superior, en el sentido que puso fin definitivamente, con la ayuda de su heredero, Napoleón, al entramado de las instituciones administrativas, judiciales, eclesiásticas, civiles y sociales que propiamente constituían el Antiguo Régimen. Y se está de acuerdo en que estableció, no menos definitivamente, con la ayuda de su heredero Napoleón, un nuevo régimen de la sociedad civil, un nuevo sistema de instituciones administrativas, judiciales, eclesiásticas, civiles y sociales: el Régimen moderno.9 Sólo con la consolidación de ese régimen podemos explicar los avances que a continuación se produjeron en lo que concierne a las instituciones políticas.

IILas novedades institucionales

Hasta finales del siglo xviii, buena parte de la Ilustración, tanto de Francia como de la Suiza francófona, vio con admiración el sistema político de la Gran Bretaña. Autores como Voltaire, Montesquieu, De Lolme, lo describían como una perfecta maquinaria de relojería basada en controles y equilibrios recíprocos; interpretación ésta más ajustada a la teoría que a la práctica constitucional de Inglaterra. En cambio, autores más radicales –Rousseeau, Mably, Morelli o Sieyès– preferían una alternativa más radical basada en la supremacía del Parlamento. Ni en la Asamblea Constituyente de 1789-1791, ni la Convención, el Directorio, el Consulado o el Imperio, siguieron el modelo inglés, sino que optaron por nuevas experiencias políticas; y así, mientras Inglaterra se ostentaba como modelo de estabilidad, Francia mostraba el ejemplo de fracasos continuos.10

En la ansiosa búsqueda de un régimen político estable, hubo un tránsito de la anglofobia a la anglofilia en Constant, Necker, Madame Staël, o en el liberalismo doctrinario.

Aparte del bicameralismo y del poder neutro del rey, Constant deseaba que se imitase la responsabilidad de los ministros, o la compatibilidad de los puestos de ministro y de miembros de la Asamblea. En la idea del poder neutro del rey, se asociaba la del Poder Ejecutivo en manos de los ministros realmente, de donde derivaba la responsabilidad directa de su gestión. Los actos punibles no debían abarcar sólo las ilegalidades stricto sensu, sino cualquier conducta que dañase gravemente los intereses públicos. Estas conductas no podían ser definidas anticipadamente y quedaría en manos del Parlamento –actuando la Cámara Baja como cámara de acusación y la Alta como cámara de sentencia– el juzgarlas. De esta forma, Constant mostraba una posición ecléctica, ya que pugnaba por una idea de responsabilidad política, pero sujeta a un procedimiento de responsabilidad penal: así se explica que rechazase la práctica de las Cámaras de deshacerse de ministros no por el procedimiento formal de responsabilidad, sino mediante una declaración de pérdida de confianza.

Para Constant, era preciso una mayoría estable y una oposición claramente diferenciada de aquélla; en ese caso, ningún ministro podría mantenerse si no contase con la mayoría de los votos, a menos de convocarse a nuevas elecciones. Por tanto, admitía un sistema de responsabilidad parlamentaria indirecta en el caso que las votaciones mostrasen la falta de apoyo parlamentario y se diese, en consecuencia, la imposibilidad de continuar ejerciendo las funciones gubernativas.

Constant rechazaba el voto de censura o de desconfianza expresa contra el gobierno, por tres razones: se utilizaría con demasiada frecuencia; enfrentaba directamente al rey con el pueblo, poniendo en entredicho la selección del monarca, y supondría un ataque a la libertad del rey de elegir a sus ministros.

Influido por Sieyès y Clermont-Tonerre, en su obra Principes politiques applicables à tous les gouvernements representatifs et particuliérement à la constitution actuelle de la France,11 Constant segmentaba el Poder Ejecutivo, antes unitario, en dos esferas distintas: el poder neutro en manos del rey y el Poder Ejecutivo propiamente dicho en manos de los ministros. Su intención no era debilitar a la Corona, sino fortalecerla, al sustraerla de la lucha política.12

La gran ley de la historia política, tanto en el dominio de los hechos, como en el de las ideas, es la ley de la reacción. En 1814 ya no se cree en la autoridad que tanto se ansiaba en 1799, pues se estaba hastiado del poder personal. Así, la opinión francesa aceptó con más facilidad la monarquía temperada, más o menos a la inglesa. El proyecto de constitución senatorial del 6 de abril de 1814, también llamada “constitución de rentas”, que veremos en seguida, es interesante desde éste como de otros puntos de vista.

Cuando cae un régimen, no es raro que alguno de los jefes sobreviva y se ofrezca a guiar los vacilantes pasos del nuevo régimen. En 1814, derrotado Napoleón, Talleyrand, obispo de Autun, príncipe de Bénévant, por la gracia del Emperador, juega un papel esencial de enlace y lleva con él al Senado, que Napoleón había colmado de gajes a cambio de servilismo. Ahora bien, el verdadero poder estaba en las manos de los vencedores, es decir, en las del jefe de la coalición europea, el Zar Alejandro, y éste deseaba que los franceses eligieran por ellos mismos, por lo que difirió al Senado la nominación de un gobierno provisional y la redacción de la nueva constitución. Con el disgusto de los realistas, hubo un Senado investido del Poder Constituyente. Una comisión de cinco, de los cuales dos eran devotos de Talleyrand, se encargó de la redacción. Admitieron todos adoptar como punto de comienzo 1789 y a la monarquía constitucional como el ideal, con el ejemplo de la constitución inglesa.

El proyecto, discutido en la comisión y después en asamblea, fue adoptado el 6 de abril. Tenía como base la soberanía nacional. “El pueblo francés libremente llamaba al trono a Louis, Stanislas, Xavier”. El gobierno francés es monárquico, hereditario, de varón en varón en orden de primogenitura. El pueblo deberá aceptar esta constitución y Louis, Stanislas, Xavier será proclamado Rey de los franceses, no de Francia, e inmediatamente tendrá que jurar y firmar: “Acepto la constitución, juro observarla y hacerla observar”. El sistema gubernamental era similar al propuesto por el primer comité de constitución de 1789, formado por Mounier y Mirabeau: se establecían dos Cámaras, la disolución, los ministros podían ser parte de cualquiera de las Cámaras y eran responsables, por lo menos penalmente, de todos los actos de gobierno que autorizaran firmando, por medio del refrendo ministerial. Los escaños del Senado eran hereditarios y nombrados por el rey y se preveía que los entonces senadores se mantendrían.

El proyecto era de orientación anglófila, resumía las verdaderas aspiraciones de la alta y media burguesía. Hacía residir el Ejecutivo en el rey, el Legislativo en el Cuerpo Legislativo y en un Senado, integrado por miembros de la familia real y elegidos por el rey, hereditarios. Pero las circunstancias conspiraron para hacerlo inviable: el futuro Luis xviii lo rechazó, por contener el principio de soberanía nacional y por no reconocerlo como rey de Francia, sino rey de los franceses, y los realistas estaban en contra de que se mantuviese a los senadores de Napoleón y fuesen hereditarios.

El futuro Luis xviii publicó el 2 de mayo de 1814 la Declaración de Saint-Ouen, expresando reservas a “artículos apresurados”. Proclamaba su decisión de adoptar una constitución liberal, cuyas garantías serían: gobierno representativo en dos cuerpos, impuestos libremente aceptados y ministros responsables penalmente.13

En su Declaración de Saint Ouen del 2 de mayo de 1814, y en la proclama del 2 de junio, Luis xviii dejó claro que la facultad de otorgar una constitución era suya.14 Encargó a sus cercanos la redacción de un proyecto que fue discutido con otra comisión integrada por 9 senadores y 9 representantes de la Cámara baja. La nueva constitución era de orientación anglófila: sistema bicameral, con Cámara de Pares hereditarios, nombrados por el rey, derecho de disolución en manos del rey y compatibilidad de cargo de ministro y miembro de cualquiera de las dos Cámaras. El proyecto dejó complacidos por igual a liberales y a realistas.15

Pese ciertos indicios formales de identidad con la Constitución inglesa, la Carta omitía algunos elementos capitales del sistema de gobierno parlamentario, que de facto operaban ya en Inglaterra, por lo que mostró insuficiencias. Carecía de un ministerio colectivo y solidario. Obviamente también faltaba la figura de un presidente de gobierno, pues Luis xviii tomaba parte en las sesiones ministeriales e impedía el surgimiento de un primer ministro. Ahora bien, si es cierto que había un relativo control parlamentario, a través de ciertos instrumentos, tales como la respuesta de las Cámaras al discurso del trono o el uso de peticiones de pares y diputados en los debates sobre cuestiones financieras o el voto presupuestario que permitía a las Cámaras controlar los gastos del Ejecutivo, esto era insuficiente.

La regulación de la responsabilidad ministerial de la Carta de 1814 tampoco se acogía a las reglas del sistema parlamentario, al recoger sólo la responsabilidad penal, con lo que se libraban de penalización conductas claramente perjudiciales para el Estado, pero difícilmente susceptibles de ser calificadas de delictivas. Acaso sólo la libertad de prensa permitía ejercer sobre los ministros una responsabilidad difusa. Algunas voces se alzaron para solicitar que si algunas conductas de los ministros no fueran conformes al interés del Estado, pero sin ser calificadas de traición o concusión, se abriera una investigación y se solicitara al rey el retiro de la confianza al ministro que había dejado de merecerla. Claro que el rey era libre de aceptar o no la propuesta.16

Como se sabe, en febrero de 1815, Napoleón se fugó de su destierro de la isla de Elba y embarcó hacia territorio francés. El 16 de marzo, Luis xviii compareció ante la Cámara de Diputados, para alertarlos sobre el peligro de destrucción de la Carta y juró mantenerla, por lo que algunos consideraron que la Carta dejaba de ser otorgada y adquiría un sentido contractual.17

No obstante su promesa, Luis xviii abandonó París el 20 de marzo y se inició el periodo conocido como “Los Cien Días”. Para Chateaubriand, esto significaba un acto de fuerza, sin el respaldo de la opinión pública, todavía favorable a Luis xviii. A pesar de la oposición inicial de algunos publicistas liberales, como Mme. De Stäel o Constant, en poco tiempo, Bonaparte conquistó su favor y hasta le encargó a éste la redacción de un proyecto de constitución que, por cierto, no le gustó.18

Finalmente, de la pluma de Constant, aunque no sólo de ella, saldría el Acta Adicional a las constituciones del Imperio de 22 de abril de 1815. Este documento guarda similitudes con el proyecto constitucional elaborado por el gobierno provisional de 1814: se instauraba un sistema bicameral, con una Cámara alta formada por pares hereditarios, elegidos por el jefe de Estado. Se configuraban elementos del sistema parlamentario, tales como compatibilidad de cargos, la presencia ministerial en los debates, la facultad regia para disolver, suspender o prorrogar las sesiones parlamentarias. El sistema de responsabilidad se ajustaba a la visión de Constant, es decir, a través de un procedimiento penal operado por las dos Cámaras, siendo una acusatoria y la otra de sentencia. El procedimiento era de responsabilidad penal, pero se abría la posibilidad de aplicar la responsabilidad política, pues también se responsabilizaba “por comprometer la seguridad o el honor de la nación”, en términos muy vagos.19 Esto, sin duda, entrañaba la posibilidad de que las Cámaras iniciaran el proceso de responsabilidad.

El Acta Adicional establecía un régimen representativo más avanzado que la Carta de 1814, y permitió que se empezaran a implantar en Francia algunos elementos característicos del sistema parlamentario, como la idea de que al margen de la lucha política existiera la exigencia de que los ministros compareciesen a la Cámara de Diputados y la de que se diferenciara entre el poder real en manos del rey y el Poder Ejecutivo en manos de los ministros. El gobierno de los Cien Días dio muestra de una práctica encaminada a la parlamentarización del sistema político francés. Pero esta práctica no llegó a formalizarse.20

El proyecto que debía reformar el Acta Adicional y que podía haber formalizado algunas prácticas parlamentarias, no lo hizo y no recogió avances respecto del Acta. A pesar de la falta de formalización del sistema parlamentario, su embrionaria realización práctica durante los Cien Días marcó pautas que seguirían aplicándose durante la segunda Restauración, tras el retorno de Luis xviii.

Este retorno se produjo merced a la derrota definitiva de Napoleón: la Cámara de Representantes aceptó su abdicación. Quedó como herencia del gobierno de los Cien Días la experiencia política y algunos pasos en favor de la parlamentarización, lo que impulsó a destacados publicistas, como Talleyrand y Chateubriand, a aconsejar se caminara en tal sentido. Con estas recomendaciones, Luis xviii expidió el 28 de junio la “Declaración de Cambrai”, en la que ofrecía la unidad ministerial más fuerte que estaba en sus manos.21

La segunda restauración supuso, de hecho, la consolidación del sistema parlamentario, previamente apuntado en la primera restauración y los Cien Días, pero más que el texto, que permaneció inalterado, fue su práctica política la que la consolidó.22

Al proceder al análisis de la Carta, se advierte una mixtura de culturas jurídicas del Antiguo Régimen y de la Revolución. En efecto, al imponer Luis xviii límites a sus propios poderes, lo hizo por salvar la cara: su Carta no es en sentido propio una constitución, por ello se le considera como “Carta concedida”. Desde el punto de vista de los principios, la Carta era un retroceso respecto de la constitución senatorial y respecto de la declaración de Saint-Ouen. El preámbulo estaba más en el espíritu del Antiguo Régimen, ya que había expresiones como: “La divina providencia llamándonos a nuestros Estados, después de larga ausencia”… pues con dicha expresión se negaba tanto la Revolución como el Imperio; o “hemos considerado que si bien la autoridad entera residía en Francia en la persona del rey”.

Pero después de los arcaísmos con los que se pretendía “renovar la cadena del tiempo” –lo que era otra expresión del preámbulo–, empieza el lenguaje moderno, es decir, el que lleva la marca de la Revolución. Un primer capítulo, titulado “Derecho Público de los franceses”, consagra lo esencial de los derechos del hombre desprendidos de su substratum ideológico: la igualdad ante la ley y ante los impuestos; la igual admisibilidad a los empleos; la libertad de consciencia y de cultos, pese a la consagración de un trazo de Antiguo Régimen que dio lugar a grandes discusiones, como el de “la religión católica, apostólica y romana es la religión de Estado”; la libertad de prensa estaba sometida a leyes que reprimían su abuso. Un artículo capital daba garantías a los adquirentes de bienes nacionales declarando: “todas las propiedades son inviolables sin ninguna excepción de aquellas que se llaman nacionales”, sin que la ley hiciera diferencia entre ellas. Otro artículo prometía el olvido de toda opinión, de todo voto emitido, desde la Revolución hasta la Restauración, aunque fuera un voto difícil de olvidar, como el que condenó a muerte al rey.

Otra parte de la Carta garantizaba derechos particulares: grados, honores y pensiones militares; se mantenían los títulos de nobleza conferidos por el emperador: la antigua nobleza retomaba sus títulos y la nueva conservaba los suyos. El rey hacía nobles según su voluntad, pero no les concedía sino rangos y honores, sin ninguna excepción de las cargas y de los deberes de la sociedad. Fueron confirmados los compromisos financieros del Estado inscritos en el gran libro de la deuda pública, creación de la Revolución. La Carta mantuvo igualmente a los tribunales existentes, a los jurados y al Código Civil.23

Análisis del sistema político

La base del régimen representativo, es decir, el sufragio por elección de los llamados “diputados de los departamentos” –evitándose así la expresión representantes de la Nación o del pueblo– era altamente censitario. En el fondo, nos encontramos ahí con el espíritu del Imperio extinto: los notables era a quienes se les imponía la carga impositiva más alta. Para ser elector había que pagar 300 francos de censo, es decir, de impuesto directo (cubriendo éste no sólo la contribución territorial, sino la patente, impuesto descontado sobre el comercio y la industria). Parece ser que a causa de un olvido, no se precisó en la Carta que sólo el impuesto directo territorial daría el derecho de voto. El olvido tuvo grandes consecuencias políticas y sociales: pues así, los industriales y los comerciantes que eran liberales, imbuidos del espíritu de 1789, obtenían el derecho de voto igual que los grandes propietarios de tierra, partidarios del Antiguo Régimen y violentamente contra-revolucionarios. La edad del electorado se fijó en 30 años, el de la elegibilidad a los 40. El sistema daba un máximo de cien mil electores para todo el país. El censo de elegibilidad se fijó en mil francos, cifra considerable para la época (diciseismil elegibles solamente). El rey nombraba a los presidentes de los colegios electorales, como Napoleón lo había hecho. El rey nombraba al presidente de la Cámara de Diputados también como Napoleón lo había llevado a cabo: no era una regla parlamentaria, sino autoritaria. El mandato de los diputados era de cinco años y la Cámara se renovaba anualmente por quintas partes.

Se tenía ahí lo esencial de un régimen a la inglesa. ¿Qué faltaba exactamente? Una precisión sobre la situación de los ministros: ¿formaban un cuerpo homogéneo, perteneciendo todos a un mismo partido y solidariamente responsables o no? ¿Esta responsabilidad penal podía ser convertida a la inglesa en responsabilidad política, sanción de un control efectivo del Legislativo sobre el Ejecutivo?

Un tal control no estaba autorizado por la Carta, que prescribía que la potestad ejecutiva pertenecía al rey.24

Habiendo pasado por decreto real de doscientos setenta y dos a cuatrocientos dos diputados el total de la Asamblea, en las elecciones de 22 de agosto de 1815 “los ultra-realistas” –considerados así por ser más realistas que el rey”– obtuvieron una victoria arrolladora, haciéndose de trescientos setenta y cinco escaños, por lo que el rey la calificaría de chambre introuvable. La nueva mayoría era decididamente contraria al gobierno de Talleyrand y contra Fouché. Empeñados en deshacerse de Talleyrand, los ultras realizaron una insólita defensa de las prerrogativas del Parlamento, aprovechando la fuerza de la Chambre introuvable, y a partir de ese momento, la tesis a favor del régimen parlamentario se convertiría paradójicamente en seña de identidad de la ideología política de los diputados ultras.25

El rey aceptaba la idea de que si el gobierno perdía la confianza del Parlamento, el monarca debía escoger nuevos ministros acordes con la orientación de la asamblea, pero la aplicación le parecía demasiado constitucional. Pero el nudo se deshizo cuando los aliados presentaron el proyecto de tratado que retrotraía las fronteras de Francia a las existentes antes de las guerras napoleónicas. Talleyrand dijo no aceptarlo si el rey no expresaba abiertamente su apoyo. Ante la falta de respaldo, Talleyrand amenazó con dimitir, pero el rey le tomó la palabra. Era ésta la primera ocasión en que en Francia un gabinete se veía obligado a dimitir al carecer de la confianza de la Asamblea. No obstante, no era un conflicto entre el rey y el ministerio, sino entre el ministerio y la Cámara de Diputados.26

Una vez consolidada la idea de un rey ajeno a la lucha política, era más fácil sostener que los ministros sólo podían mantenerse en el cargo si contaban con la confianza de la Asamblea. Los ultra-realistas difundieron esta idea a través de muchos opúsculos, entre los cuales está la obra de Chateaubriand: La Monarchie selon la Charte.27

Desde la primera Restauración se constató que, en su aplicación, la evolución de la Carta hacia el régimen parlamentario era clara. Una Cámara que se había reclutado en el cuerpo legislativo napoleónico y que había sido un cuerpo de mudos, recuperó la palabra. Los diputados se afanaban en examinar y controlar la conducción gubernamental, pero distinguían entre el rey y sus ministros, criticando a éstos cuidándose de no tocar a aquél.28

Sin embargo, el ambiente y las condiciones cambiaron mucho después del retorno de la isla de Elba y de Waterloo, en relación con 1814. En unos meses, se había escenificado un drama que debía dejar durante generaciones profundas y crueles trazas. Mucho más que en 1814, la Carta parecía en 1815 como un frágil muro de papel entre las pasiones y los intereses salvajemente antagónicos de dos mundos: el mundo del Antiguo Régimen y el de la Revolución y el Imperio.

Todos los que detestaban la Carta y se burlaban, o los que como Bonald pensaban que una realeza tradicional no tenía necesidad de una constitución escrita y que la tradición y la experiencia bastaban, todos ésos sacaban como lección del regreso de la isla de Elba la conclusión de que se había sido demasiado blando, demasiado débil y que para ponerse al abrigo de los peligros del regreso de la Revolución, había que elaborar una política sistemáticamente contra-revolucionaria, rehacer sistemáticamente una estructura social de Antiguo Régimen, apoyo inquebrantable del trono hereditario. Por otra parte, la solidaridad profunda que unía a la Revolución y al Imperio, puesto que se trataba del mismo personal político en proporción apreciable, plantó cara al mundo del Antiguo Régimen.29

Todo o casi todo dependía del rey; sin embargo, Luis xviii no pensaba como los ultras, ni como su hermano, el futuro Carlos x, y afirmó: “No quiero ser el rey de dos pueblos”. Dos pueblos diferentes, por sus recuerdos, sus ideas, sus costumbres y que no podían entenderse… en fin, dos propietarios de la misma casa y del mismo campo. Drama francés permanente. Después del regreso de la isla de Elba se reavivaron los odios que parecían haberse apagado durante la Primera Restauración. De ese momento data la separación de la Nación francesa en dos campos excitados uno contra otro por una hostilidad permanente y que se mantuvo como el fundamento oculto de la vida política francesa.30

El régimen de la monarquía constitucional, el régimen parlamentario a la inglesa parecía servir como amortiguador de antagonismos y evitarle al rey serlo de dos pueblos. El temperamento de Luis xviii, su mala salud, lo conducían, igual que su inteligencia de la situación, hacia la leal aplicación de la Carta, a pesar de la exasperación de sus fieles. Barthèlemy escribió: “por principio, por tradición, por sangre, Luis xviii quería ser un rey de Antiguo Régimen, pero fue un monarca parlamentario, por razonamiento, por resignación, por lealtad, por temperamento”.31

Se puede decir que salvo los últimos tiempos bajo el ministerio de Villèle, Luis xviii tuvo una influencia decisiva. Si no gobernó por sí mismo, actuó enérgicamente sobre el gobierno y reinó con toda la fuerza del término. Reinó por la majestad personal, con gran dignidad en la actitud y en la palabra. Reinó por la etiqueta. Reinó por la selección de sus ministros. Tenía el sentido de la mesura, pues creía que la moderación era el único sistema que impediría que Francia se despedazara.

Su sistema fue en realidad la ausencia de sistema en sentido estricto; ausencia de un sistema parlamentario auténtico, porque ni la ley de mayoría, ni el respeto de la voluntad electoral, ni la soberanía de la opinión, ni la homogeneidad ministerial, fueron reglas constantes durante su régimen. Se diría que supo tomar del arsenal del parlamentarismo inglés, las armas que convenían a su sutil diseño, siendo así como, por ejemplo, se sirvió de la disolución.32

Fue así como la experiencia aquí descrita pavimentó el camino para que Francia adoptara el sistema de gobierno parlamentario un tiempo después.

Doctor en Ciencias Sociales por El Colegio de Michoacán, México. Profesor de Tiempo Completo adscrito al Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. Líneas de investigación: Teoría del Estado, Derecho Constitucional Mexicano, Sistema Político Mexicano.

Cfr. J.J. Chevalier, Histoire des institutions et des régimes politiques de la France de 1789 á nos jours, Paris, Dalloz, 1972, pp. 120-121.

Cfr. Ibid., pp. 124-138.

Cfr. Ibid., pp. 139-143.

Cfr. Ibid., pp. 144-145.

Cfr. Ibid., p. 146.

Cfr. Ibid., pp. 146-147.

Cfr. Ibid., pp. 147-148.

Cfr. Ibid., pp. 149-151.

Cfr. Ibidem.

Ignacio Fernández Sarasola, “Estudio Preliminar”, en Francois-René Chateaubriand, De la monarquía según la Carta (Estudio preliminar, edición y notas de Ignacio Fernández Sarasola), Madrid, cepc, 2015, pp. xvii-xix.

Benjamin Constant, “Principes de Politique applicables á tous les gouvernements répré sentatifs et particulièrement á la constitution actuelle de France”, en De la liberté chez les modernes, Paris, Librairie Générale Francaise, 1980.

Ignacio Fernández Sarasola, “Estudio Preliminar”, op. cit., pp. xx-xxiv.

Cfr. J.J. Chevalier, Histore des institutions et des régimes politiques de la France de 1789 á nos jours, op. cit., pp. 160-162.

Por esta razón, la doctrina ha convenido en llamar “Carta Concedida” al instrumento al que nos referimos abajo. Su carácter arcaico reside en que es concedida por el rey, en tanto que soberano, a sus pueblos, por un efecto de su buena voluntad. Se trata de un estatuto establecido por el gobernante, en el que se afirma residir todo el poder político, con lo que se implica la negación de la soberanía nacional. Cfr. Maurice Duverger, Institutions politiques et Droit Constitutionnel, Paris, puf, 1970, p. 541. Asimismo, André Hauriou, Droit Contitutionnel et Institutions Politique, Paris, Ed. Montchrestien, 1968, p. 653.

Ignacio Fernández Sarasola, “Estudio Preliminar”, en Francois-René Chateaubriand, De la monarquía según la Carta, op. cit., pp. xvii-xxix.

Ibid., pp. xxix-xxxv.

Ibid., pp. xxxxv-xxxxvi.

Ibid., pp. xxvi-xxviii. Para este período, véase también Georges Lefebvre, La Revolución Francesa y el Imperio (1787-1815), México, fce, 1960.

Ignacio Fernández Sarasola, “Estudio Preliminar”, en Francois-René Chateaubriand, De la monarquía según la Carta, op. cit., pp. xxxviii-xxxix.

Ibid., pp. xl-xli.

Ibid., pp. xxxii-xxxiv.

Ibid., pp. xliv-xlvi.

J.J. Chevalier, Histore des institutions et des régimes politiques de la France de 1789 á nos jours, op. cit., pp. 163-164.

Cfr. Ibid., pp. 164-165.

Ignacio Fernández Sarasola, “Estudio Preliminar”, en Francois-René Chateaubriand, De la monarquía según la Carta, op. cit., pp. xlvi-xlvii.

Ibid., pp. xlvii-xlviii.

Ibid., pp. xlix.

Cfr. J.J. Chevalier, Histore des institutions et des régimes politiques de la France de 1789 á nos jours, op. cit., pp. 165-166.

Cfr. Ibid., pp. 167.

Cfr. Ibid., pp. 167-168.

Cfr. Ibid., pp. 168-169.

Cfr. Ibid., p. 177.

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