En los últimos años los esfuerzos sociales por legitimar a las autoridades a través de procesos democráticos han tenido éxito; sin embargo, éste se puede ver opacado por la falta de representación de intereses sociales en el ejercicio del poder. Al existir factores como la desigualdad, el desempleo, los bajos salarios y la precarización del trabajo, se reproducen la exclusión social y ésta a su vez en desencanto hacia la democracia. Por esta razón, se deben buscar nuevas rutas que consoliden a la democracia y eviten la atomización social, el alejamiento de la política y la baja participación social.
In recent years social efforts to legitimize authorities through democratic processes have been successful, however, this can be overshadowed by the lack of representation of social interests in the exercise of power. When there are factors such as: inequality, unemployment, low wages and the precariousness of work, social exclusion is reproduced and this in turn, disenchantment towards democracy. For this reason, new routes must be sought to consolidate democracy and avoid social atomization, a departure from politics and low social participation.
En palabras de Peter Mair: “Estamos asistiendo a la aparición de una idea de democracia a la que se está despojando de su componente popular, alejándola del demos” (Mair, 2015: 22). La aparición de grupos de poder, extranjeros o internos, con la capacidad de ejercer el poder sin una base legal, han traído como resultado un Estado débil, incapaz de satisfacer aspectos tradicionales de las demandas sociales, asumiendo una serie de intereses particulares como metas sociales, acrecentando la brecha entre representantes y los intereses de sus representados. Todo lo anterior ha confeccionado la mayor crisis de representación en la historia de la democracia moderna.
La crisis de representación, entre otros resultados, ha generado un ambiente de distanciamiento entre la ciudadanía y su democracia. Durante los últimos años, al interior de los Estados modernos, se ha hablado mucho sobre lo qué es la democracia y su renovación. Intentos institucionales por incluir en la vida democrática a los ciudadanos son constantes a partir de la premisa de que la participación política es un derecho del ciudadano que debe ser ejercido cotidianamente. Sin embargo, la cada vez menor capacidad de maniobra del gobierno y sus instituciones, y los efectos de los procesos de globalización, dan como resultado un alejamiento de las formas convencionales de participación democrática (Mair, 2015: 27-31), siendo la protesta, la búsqueda de alternativas o el desinterés en la política, la constante entre el descontento de la sociedad con su democracia.
La aparición de instituciones no legítima, ni democráticamente instituidas (debido a la poca participación de intereses sociales) y la importancia cada vez mayor de organismos supranacionales e internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, han cambiado la dinámica y la influencia que un gobierno puede tener en las decisiones que ahora están ligadas a dinámicas más allá de sus fronteras y su control. En un sistema globalizado en donde los estándares relacionados con la educación, la economía o la competitividad de los sueldos están establecidos por actores sin una relación directa con los gobiernos o la realidad social local, los resultados o políticas adoptadas como idóneos difícilmente trabajan en una lógica que beneficie a la sociedad local; por el contrario, están establecidos y operan a favor del mercado; más precisamente, de las grandes corporaciones.
Contradiciendo a Geoffrey Garrett, al cual cito ampliamente cuando asegura que: la globalización no ha conseguido debilitar la autonomía nacional (en el sentido de que no ha impedido que los países elaboraran sus propias soluciones políticas) ni la capacidad de los gobiernos, sean de izquierda o socialdemócratas, para seguir políticas encaminadas a reducir las desigualdades generadas por el mercado. En otras palabras, a pesar de la globalización, los países y los gobiernos, y por lo tanto, también los partidos en esos gobiernos, conservaban una capacidad nada desdeñable de control político, lo que sugiere que el impacto de la política electoral no se había visto disminuido por la dinámica del mercado (Geoffrey, Garrett citado en Mair, 2015: 68).
La globalización, o al menos las dinámicas que han sido producto de ella, han producido una intervención abierta de actores e intereses, internos y externos particulares, que abogan por un escenario en donde su beneficio esté garantizado a pesar de las complicaciones que esto pueda significar para los intereses sociales y la representación política que se ofrece. En una lucha de intereses, quienes dicten las reglas e intervengan al árbitro, en este caso el Estado, serán los principales beneficiados de un sistema a modo, el cual genera crisis y descontento en la gran mayoría no representada.
En materia de representación política, y bajo otro análisis, el mismo Garrett afirmó después que la globalización limita la autonomía interna de los países y contribuye a imponer posiciones comunes a los partidos debido a la extrema dificultad de seguir una política monetaria autónoma (Geoffrey Garrett, citado en Mair, 2015: 69). Con ello, los gobiernos están perdiendo no sólo la capacidad de moldear la economía sino también el deseo de hacerlo ante un sistema con múltiples obstáculos y limitantes, que da lugar a oleadas de desregularización, privatización y liberación, lo que en realidad significa salarios bajos, precarización del trabajo, empobrecimiento de los Estados-Nación y mayor desigualdad. Todo ello tiene como beneficiario a los intereses particulares que las dictaron. Mair afirma que ante la globalización, los gobiernos ya no son capaces de gestionar eficazmente la economía con vistas a redistribuir recursos y responder a necesidades colectivas, y que esta incapacidad ha alterado de manera fundamental el discurso tradicional político (Mair, 2015: 85), reorientando las posturas tanto de izquierda o de derecha hacia el centro bajo un discurso que no represente una fuerte amenaza al sistema.
También como resultado de los procesos de la globalización y sus intereses particulares, se encuentra el diseño de una sociedad ante el descontento, la crisis de representación que experimenta y su relación con el gobierno y sus instituciones. El cómo se integra una sociedad y la capacidad que tiene ésta para identificarse como tal, es importante al momento de establecer intereses o un camino a seguir. Sin una cohesión social fuerte en una sociedad, los intereses son dispersos y sin peso, sin la oportunidad de exigir representación y condicionar a sus representantes a hacerlos cumplir, y por lo tanto, se acentúa la crisis de representación en un país.
La cohesión social se estudia para comprender de una mejor manera las relaciones entre una ciudadanía y su Estado a partir del mantenimiento de su contrato social. Éste último implica un rendimiento satisfactorio y eficiente de sus instituciones y las recompensas, sobre todo económicas, que se puedan tener de él. A partir de la existencia de una cohesión social, el Estado puede instrumentar mecanismos a través de sus instituciones con el fin de amortiguar la atomización social que se deriva de la modificación de las formas simbólicas y reales en el intercambio entre la sociedad, sus instituciones y el impacto económico producto de la globalización. A grandes rasgos, entre mayor o menor sea la desigualdad e inclusión social, la legitimidad de las autoridades, la producción e impartición de justicia e intensidad de redes sociales densas que sostienen el contrato social, mayor o menor será la cohesión en una sociedad.
Los niveles de cohesión social son afectados de manera inevitable por políticas públicas, como las políticas laborales o sociales, por lo que el estatus social se ve afectado de manera directa por las acciones y omisiones que pueda tener un Estado, reflejado en la eficiencia o ineficiencia de sus instituciones. Puede afirmarse que existe una relación ente la cohesión social y “la dialéctica entre mecanismos instituidos de inclusión/exclusión sociales y las respuestas, percepciones y disposiciones de la ciudadanía frente al modo en que ellos operan” (Hopenhayn, 2005: 39).
El buen funcionamiento del gobierno frente a los requerimientos sociales eleva el nivel de confianza en las instituciones, y lo más importante: se observa un mejoramiento a partir de que se produce un sentido de pertenencia que es expresado a través de la participación de la ciudadanía en éstas. La ciudadanía obtiene una seguridad subjetiva al verse rodeada de relaciones de confianza y legalidad, lo que impacta los niveles de cohesión social y al mismo tiempo significan un recurso importante del Estado ante un posible escenario de crisis.
Es a través de la cohesión social, que los términos del contrato social pueden ser replanteados con vistas a un mejoramiento de la responsabilidad cívica, lo que genera un respeto por las normas, confianza entre los individuos y hacia las instituciones en búsqueda de condiciones de bienestar: [La cohesión social] Como fin, provee contenido y sustancia a las políticas sociales, por cuanto éstas apuntan, en sus resultados como en su proceso de gestión y aplicación, a reforzar tanto la mayor inclusión de los excluidos como mayor presencia de éstos en la política pública. […] sociedades más cohesionadas [entendiendo cohesión social como medio] proveen un mejor marco institucional para el crecimiento económico, fortalecen la gobernabilidad democrática y operan como factor de atracción de inversiones al presentar un ambiente de confianza y reglas claras” (Hopenhayn, 2005: 40).
La equidad es una de las categorías principales de la cohesión social. No es posible hablar de cohesión social en una sociedad desigual en extremo y, además, excluyente. Una sociedad cohesionada es aquella en la que las distinciones excesivas entre sus integrantes se diluyen. De manera complementaria a la equidad, se encuentra la inclusión como indicador de los niveles de cohesión, no sólo formal sino en un sentido material, ya sea a través de la inserción de grupos vulnerables dentro de una comunidad, mediante políticas públicas (no sólo asistenciales) que consideren su papel como de vital importancia en el tejido social.
La desigualdad social (expresada en un aumento de la brecha económica entre sectores y mala distribución del ingreso), la legitimidad deteriorada de las autoridades y el desmantelamiento de un espacio público sólido, minan la construcción social de la vida pública y orillan a que la sociedad, como conjunto, se fracture, produciendo un individualismo extremo en función del miedo al “otro” y de la desconfianza hacia las instituciones, especialmente de aquellas encargadas de la seguridad.
En los últimos años, el debilitamiento de la cohesión social ha sido evidente en las distintas sociedades del mundo, sin importar el nivel económico de los países o las diferencias religiosas o culturales. Paradójicamente, su estudio ha sido escaso y poco se ha ahondado en la relación que guarda con el proceso de globalización, así como en las repercusiones que tiene sobre la gobernabilidad, la legitimidad, las prácticas democráticas y de representación política.
Una de las principales problemáticas que impactan los niveles de cohesión en una sociedad y su crisis de representación, es la cada vez más creciente intervención de organismos internacionales o poderes fácticos, con sus intereses específicos, en la creación de políticas públicas de un Estado, como se mencionó anteriormente. Organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, las calificadoras y grandes corporaciones, nacionales y extranjeras, intervienen permanentemente en las políticas salariales, en el destino de las inversiones públicas, en las políticas tributarias, en las educativas y en las políticas sociales.
La cohesión social está integrada por una serie de condiciones que permiten identificar qué tanto está o no cohesionada una sociedad y qué tanto puede afectar dicha cohesión a las relaciones Estado-sociedad mediante sus instituciones. A continuación me concentraré en ejemplificar la situación de uno de los elementos de la cohesión social: la inclusión social, con la finalidad de mostrar el impacto de los elementos integradores a nivel general en la cohesión social y la distinción entre inclusión e integración, como resultado de una estancia de investigación en el país que sirve de ejemplo: Alemania.
Es importante señalar que en Alemania, más que hablar de una inclusión social, en el caso de la inmigración como resultado de los procesos de globalización, las políticas públicas han actuado bajo una lógica de integración. Dicha distinción es importante y significativa. En Alemania y en Europa en general no se habla de inclusión sino de integración, lo que se traduce en un esfuerzo institucional fundamentalmente económico, que trabaja con el objetivo de convertir a la población inmigrante en sujetos útiles para el mercado y sus dinámicas. En general, son tres los requisitos de la integración por parte de la población inmigrante en Alemania: que conozcan sus derechos, que sepan cuáles son sus obligaciones y que hablen y entiendan el idioma. Una vez satisfechos estos requisitos, la nueva población puede ser lanzada al mercado. En el cumplimiento de estas formalidades, la Volkshochschule, como institución educativa, juega un papel trascendente como parte de una política pública de integración.
Como parte de la integración de la población inmigrante en Alemania, en el año 2005 el Parlamento llevó a cabo una serie de reformas que condicionaron el otorgamiento de residencia permanente o la misma nacionalidad a que los inmigrantes dominaran el alemán y tuvieran conocimientos básicos sobre la historia y la cultura alemanas, a través de cursos de entre 100 y 300 horas. Esta tarea la desempeña de manera muy prioritaria la Volkshochschule, que cuenta con más de mil escuelas en todo el país. Desde luego, existen escuelas privadas que cumplen con la misma función, pero al no tener subvenciones del Estado, se vuelven inaccesibles para los migrantes.
La problemática de la distinción entre integración e inclusión recae en el impacto que ésta tiene en la primera al momento de analizar la composición e interacción de una sociedad. Preparar sujetos para el mercado, en este caso el alemán, no los hace partícipes de una sociedad, sí de sus procesos económicos, pero no de un sentido de pertenencia o de identidad necesaria para una cohesión social. En un país como Alemania, en donde la población extranjera va en aumento, el no consolidar un sentido de pertenencia e identidad resulta un problema.
Según las estadísticas oficiales al 31 de diciembre de 2015, en Alemania habitaban 75,059,000 alemanes y cerca de 15 millones de extranjeros o alemanes con antecedentes de extranjeros. En otras palabras, uno de cuatro bebes nacidos en Alemania tiene un padre o madre extranjera y el veinte por ciento de los matrimonios es binacional (Destastis, 2015), siendo Berlín una de las ciudades con mayor presencia de extranjeros.
Berlín es la capital de la República Federal de Alemania y tiene poco más de tres millones de habitantes, de los cuales casi el treinta por ciento son extranjeros o tienen antecedentes extranjeros (Hintergrund) (Ministerio de Seguridad Social, 2015). Se trata de una de las ciudades más cosmopolitas del mundo y en ella puede escucharse a personas hablar en francés, inglés, italiano o español, pero también checo, ruso, japonés o chino mandarín y al mismo tiempo identificar que quienes lo hablan no son turistas, sino habitantes de la ciudad.
Pese a experimentar un decrecimiento poblacional (Destastis, 2015), Alemania posee un marco legal muy rígido para la inmigración y adquisición de la nacionalidad, incluso cuando dicho decrecimiento poblacional es un problema serio para sus gobiernos. Este marco rígido ha afectado el reconocimiento de títulos académicos obtenidos en otros países, generando un ambiente de desventaja que imposibilita aún más la inclusión social de los extranjeros.
Con todo lo anterior, existe una seria crítica a las políticas de integración en Alemania. No basta, se afirma, con las políticas de integración; parece indispensable dirigir las políticas públicas hacia la “inclusión social”. La integración implica que el migrante se vuelva funcional a un sistema ya determinado. Al poder ejercer sus derechos y obligaciones con conocimiento del idioma, lo absorbe el mercado laboral, con salarios proporcionalmente bajos. Con eso se da por satisfecha la política de integración. Sin embargo, ello ha redundado en la formación de guetos en donde se reproduce la cultura original y se dificulta la comunicación entre las distintas culturas que ya habitan el mismo espacio, mermando así la cohesión social y sobre todo la posibilidad de que exista un intercambio cultural que dé como resultado la creación de culturas híbridas o sincréticas que se reconozcan como pertenecientes a una misma sociedad.
En general, la dinámica económica mundial, en todos los países desarrollados, o no ha producido la intervención de agentes económicos internacionales, entendidos como poderes fácticos, minimizando el debate integración-inclusión descrito anteriormente, y que se traduce en una crisis de representación política. Existen también otros elementos que son sujetos de influencias fuera del control estatal que generan descontento y crisis de representación en sus sociedades, relacionados principalmente con aspectos económicos y sus crisis. A continuación se presentan distintos ejemplos como son: Grecia, Francia, Alemania, España y México, que buscan demostrar cómo los problemas económicos contribuyen a la crisis de representación, generando descontento social y problemas de cohesión social que se traducen en la búsqueda de viejas o nuevas opciones políticas como alternativas.
Como en su momento afirmó Tony Judt: “Algo anda mal”. La crisis mundial del 2008, la crisis de Grecia, la crisis de España, el brexit, la falta de crecimiento, el desempleo y la concentración de la riqueza; las migraciones que delatan inseguridad y hambre; el cada vez más acentuado desencanto frente a la democracia, el desapego a la política y el malestar social, en su conjunto nos dan un panorama que no es alentador. Parece fácil afirmar que el sistema ya no da más de sí. Incluso podríamos señalar que la política burocratizada “...se vuelve insensible a las preocupaciones cotidianas de la ciudadanía...” (Lechner, 2014: 99).
En ese contexto de desencanto aparecen nuevos extremismos de derecha o de izquierda. Ha triunfado la opción por la salida de la Unión Europea en Inglaterra, Donald Trump brindó por el triunfo del brexit y aseguró que su primer acto como presidente de Estados Unidos sería anular el tlc por ser el “peor tratado del mundo”. Una reacción similar se presentó en el grupo de Marine Le Pen en Francia. Igual fenómeno se observa en Austria u Holanda. Existen muchos países en los están surgiendo liderazgos que, populistas o no, quisieran retomar la soberanía plena y el control de las variables económicas. Lo cierto es que era inimaginable que el capitalismo fuera expuesto por un populismo de derecha que reclama “cuestiones de identidad [que] prevalecerían contra de los intereses [del capital]” (Habermas, 2016).
La evidencia del presente fenómeno es que las reiteradas crisis indican que el mundo no puede seguir así, demasiados años sin crecimiento económico con un significativo aumento de la desigualdad, en donde los poderes fácticos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, las calificadoras internacionales y las grandes corporaciones, nacionales y extranjeras, intervienen permanentemente en las políticas salariales, en el destino de las inversiones públicas, en las políticas tributarias, en las educativas y en las políticas sociales, por mencionar algunas. Todo ello deja muy poco margen de acción a los Estados nacionales, a la participación ciudadana y a la misma democracia. En ese sentido, la política ha disminuido enormemente su capacidad de intervenir en las cuestiones que más le interesan a la gente común, tales como el tipo de cambio o la depreciación de la moneda; el crecimiento, el empleo o el salario. A este nuevo momento se le ha definido como semi-soberano, pues “...el control de la toma de decisiones a veces está fuera del alcance del ciudadano común...” (Mair, 2015: 21) y de los Estados-Nación.
Con frecuencia, los gobiernos de países emergentes deben decidir si priorizan el empleo o el salario. A menor salario, mayor empleo; y a mayor salario, menor empleo. Con objeto de atraer inversiones que implican puestos de trabajo, los empresarios y en este caso el gobierno mexicano ha precarizado el salario a niveles espectaculares. El salario mínimo en México es menor al de Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador o Colombia; los de Costa Rica o Panamá son mejores que en nuestro país. Se encuentra por debajo de países como Guatemala, El Salvador, Honduras y República Dominicana, entre muchos más (Financial Red). En México existen siete millones de trabajadores que perciben el salario mínimo. Cualquiera de ellos que tenga un solo dependiente, cae en el rubro de pobreza, al vivir con un par de dólares norteamericanos al día. ¿Qué ha hecho la ortodoxia neoliberal de nuestro salario? ¿Tiene esa ortodoxia algo que ver con el desprestigio de los gobiernos, los partidos y los políticos? Constantemente se observan expresiones de rechazo a las políticas gubernamentales que se llevan a cabo siguiendo las recomendaciones de esos poderes fácticos (recorte al gasto social en educación y salud; flexibilización laboral, venta de activos nacionales como ferrocarriles, agua, petróleo, minería, por mencionar algunos), sea en Chile, Italia, Francia o España. De allí que se hable de un problema en la representación política, en la política y en los políticos; en los partidos y en los congresos. A la ortodoxia neoliberal no le interesa que caiga un partido, un gobierno o un sistema político, mientras sus lineamientos se cumplan. Si un gobierno no ejecuta sus recomendaciones, es estrangulado financieramente. Si cumple, la ciudadanía se inconformará con sus gobiernos, votarán por otro partido que, con seguridad, se verá obligado a continuar la implementación de las mismas políticas.
No es de extrañar que después de varias alternancias en el poder, los ciudadanos empiecen a buscar nuevas alternativas. Allí está un payaso en Italia; unos piratas en Alemania; candidatos independientes por doquier, opciones radicales de derecha (Austria, Francia, Holanda) o de izquierda (España). No importa, ellos tendrán que seguir aplicando las mismas políticas económicas. Un claro ejemplo es el siguiente:
En el año 2010, Grecia se declaró en quiebra. Con ello, Europa tomó conocimiento de que Grecia había incumplido con las promesas de reducir su déficit fiscal. La banca europea no daría más préstamos hasta que se efectuara un ajuste “real” y “verificable” a sus finanzas. Incluso, el Banco Central Europeo estaría en la urgencia y capacidad de comprar deuda soberana para combatir la caída del euro, aun cuando la medida fuera en contra de los tratados europeos.
La amenaza que significó Grecia se tornó realidad, por lo que el país tendría que reducir sus presupuestos en salud, en educación, en pensiones y tiempo y monto de jubilaciones y acabar con todo tipo de subsidios. Tomando en cuenta sus efectos, años después, el ministro de economía Yanis Varoufakis adujo que no era posible afectar de esta manera a la población y presentó un proyecto alternativo, pero la ortodoxia económica se mantuvo implacable. El principal motivo del fracaso de la acción sugerida por el gobierno griego fue la confrontación con los miembros de la Eurozona, quienes apelaron al mandato democrático de sus representados para evitar que Grecia modificara el plan europeo de unidad económica. Al respecto, Habermas señala: El acuerdo no fracasa por unos cuantos miles de millones de más o de menos, ni siquiera por uno u otro impuesto, sino únicamente porque los griegos exigen hacer posible que la economía y la población explotada por élites corruptas tengan la posibilidad de volver a ponerse en marcha con una quita de la deuda o una medida equivalente; por ejemplo, una moratoria de los pagos vinculada al crecimiento. Los acreedores, por el contrario, no cejan en el empeño de que se reconozca una montaña de deudas que la economía griega jamás podrá saldar (Habermas, 2015).
Ante ello y para mejorar su plataforma de negociación, el ministro Alexis Tsipras tomó la decisión de convocar a una consulta popular sobre cómo debiera pagarse la deuda del país. La pregunta fue: “¿Debe ser aceptado el proyecto de acuerdo presentado a Grecia por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional en el Eurogrupo del 25 de Junio de 2015?”.
El plebiscito se llevó a cabo y, desde luego, ganó la posición del gobierno con más de 20 puntos porcentuales de ventaja sobre la aprobación del proyecto de acuerdo. Un proyecto lleno de probidad democrática que reconocía el conflicto y el ultimátum al que estaba sujeto la viabilidad del proyecto de gobierno. Tsapris señalaba que: Tras cinco meses de negociación, nuestros socios nos han planteado un ultimátum, lo que contraviene los principios de la ue y mina la reactivación de la sociedad y de la economía griegas. Estas propuestas violan absolutamente los logros europeos. Su objetivo es humillar a todo un pueblo y manifiestan ante todo la obsesión del fmi por una política de austeridad extrema. […] En estos momentos tenemos una responsabilidad histórica de afirmar la democracia y la soberanía nacional, y esta responsabilidad nos obliga a responder al ultimátum basándonos en la voluntad del pueblo griego. He propuesto al Consejo de Ministros la organización de un referéndum y esta propuesta se ha aceptado por unanimidad (Sapir, 2015).
Ya con los resultados, el Ministro de Finanzas griego y con el espaldarazo que la ciudadanía le brindó al gobierno, Yanis Varoufakis, en febrero siguiente, en el marco de las negociaciones sobre el plan de austeridad y ajustes en la economía, relata la dinámica de la reunión. Cito largamente: Cuando en mi primera reunión del Eurogrupo, en febrero, sugerí a los ministros de finanzas un compromiso entre el Programa de Austeridad de la Troika y la agenda de reformas del nuevo gobierno, Michael Sapín tomó la palabra para decir que estaba de acuerdo conmigo, para defender elocuentemente un terreno común entre el pasado y el futuro, entre el programa de la Troika y el programa electoral de nuestro nuevo gobierno que el pueblo griego acababa de votar. El ministro de Finanzas de Alemania inmediatamente intervino: “Las elecciones no pueden cambiar nada”, dijo. “Si cada vez que haya una elección las reglas cambian, la zona euro no puede funcionar.” Tomando de nuevo la palabra, respondí que dada la forma en nuestra Unión se diseñó ¡muy, muy mal! Tal vez el Dr. Schäube tuviese razón. Pero añadí: “Si bien es cierto que las elecciones no pueden cambiar nada, debemos ser honestos con nuestros ciudadanos y decírselo. Tal vez deberíamos modificar los tratados europeos e insertar en ellos una cláusula que suspenda el proceso democrático en los países obligados a pedir prestado a la Troika. Que suspendan las elecciones hasta que la Troika decida que se pueden celebrar de nuevo. ¿Por qué debemos someter a nuestro pueblo a unos caros rituales electorales si las elecciones no pueden cambiar nada? Pero les pregunté a mis compañeros ministros: ‘“¿Es esto en lo que ha convertido Europa, colegas?” “¿Es esto lo que nuestros pueblos han suscrito?”’ (Varoufakis, 2015: 6-25).
Así, tenemos que revisar el significado político de la frase expresada por uno de los hombres más influyentes del mundo en el tema financiero: La democracia, en realidad, no cambia nada.” Pero también la del ministro de finanzas de Grecia: Habrá que hacerles saber a nuestros ciudadanos europeos que la democracia no cambia nada: Entonces ¿para qué sirve? Aun podríamos ser más enfáticos, al decir de Tony Blair, que la solución a los problemas sociales no debía venir desde arriba, sino a partir de una coparticipación dinámica en el ámbito del mercado complementada con una comunidad fuerte. Es así que se eliminaba la mano rectora del gobierno, es decir, “...en un mundo ideal, la política pronto sería innecesaria... (Mair, 2015: 23).
Otra cuestión a destacar es el resurgimiento de preferencias electorales más radicalizadas, como el caso francés y el avance de la ultraderecha, como un partido relevante en el juego político producto de la constante búsqueda de alternativas ante malos resultados. Hasta el año 2002, la ultraderecha en Francia había sido caracterizada por ser un bloque fragmentado en distintas agrupaciones con y sin reconocimiento legal, las cuales no eran capaces de ganar espacios políticos ni de competir abiertamente por los puestos de representación.
Este tipo de agrupaciones mucho menos podían ser consideradas, con base en su fuerza política, como un actor importante dentro del diseño de una agenda nacional, por lo que más que competidores podían ser considerados como actores marginales de la política francesa. Previo a la irrupción de la ultraderecha en la contienda electoral francesa y el cambio en su situación, pequeñas organizaciones políticas habían intentado sin éxito agrupar su ideología en un gran bloque. Fue en 1972 que el denominado Ordre Nouveau, un conglomerado de corrientes y sectores de derecha, impulsó una nueva plataforma denominada Front National, con Jean Marie Le Pen a la cabeza.
El grupo liderado en un principio por Jean Marie Le Pen y actualmente por su hija, Marine Le Pen, ha experimentado un incremento significativo en la preferencia electoral del pueblo francés; de un 0.75% de la elección para presidente en 1974, logró un 16.86% de la votación en 2002, asegurando un lugar en la segunda vuelta, donde obtuvo más de 5 millones de votos, equivalente al 17.7%. El incremento en la preferencia ha llegado a un máximo histórico de 17.9% en 2012, significando más de 6 millones de votos (Ferrer, 2015) y la representación en el Congreso europeo a partir de los resultados legislativos, los cuales también han aumentado.
El incremento en la preferencia electoral del Front Nacional se debe en gran medida a la diversificación de su mercado, producto del descontento social, como consecuencia de la crisis de representación experimentada por las democracias modernas, logrando así incluir a sectores sociales difícilmente relacionados con la ultraderecha, como son el sector obrero y agrario. En gran medida, mucho del apoyo de sectores sin relación histórica con la ultraderecha se debe a un ambiente de constantes crisis económicas justificadas por el permanente ataque a los constitutivos del Estado de bienestar en Francia y en general en Europa.
Francia es el mayor productor agrícola europeo; sin embargo, sólo 2% de su población se ocupa en dicho sector debido al desarrollo de tecnologías que reducen la mano obra necesaria. El sector de servicios es el que mayor porcentaje de población ocupa, 75% de la población, y es también un sector que se encuentra en descontento debido a que las tazas de desempleo tanto en las zonas metropolitanas como rurales ha ido en aumento, ello se suma a un Producto Interno Bruto (pib) que no ha presentado crecimiento en los últimos años (Consejería de Alimentación y Medio Ambiente, 2012). En Europa, como en el resto del mundo, el avance tecnológico ha producido un desempleo sistemático, que los gobiernos simplemente no han podido resolver. A lo anterior hay que sumar crisis económicas, como la vivida en 2008, lo que generara estancamiento en el crecimiento económico de los países emergentes y desarrollados.
Con este tipo de conflictos, actores como la ultraderecha francesa han hecho uso de discursos que abogan por una mayor protección de los intereses de sus ciudadanos, los intereses del pueblo nativo que, como señala toda la derecha en los países desarrollados, han sido perjudicados por su clase gobernante, especialmente en lo que se refiere al crecimiento de la riqueza.
La nueva discursiva de la derecha radical francesa coloca al pueblo como soberano y exento de todo vicio, señalando a la clase dirigente, de entrada desaprobada, como la culpable de los malos resultados, atribuyéndole toda clase de vicios como la corrupción de su élite, su permisividad frente a las intervenciones extranjeras en materia económica y la falta de desarrollo. Aquí, el pueblo es ajeno a los malos manejos de sus dirigentes, que deben ser remplazados por el bien de la nación (Mellón y Hernández-Carr, 2016).
No obstante, la sociedad francesa no ha sido la única en busca de alternativas ante el panorama de crisis, no sólo económica sino de representación política. Dentro del carácter de lo no convencional han surgido nuevos participantes que en poco tiempo han logrado representación política y el apoyo de grupos inconformes.
Dentro de este escenario generalizado de descontento social, las instituciones políticas tradicionales parecieran no entender la nueva ola de demandas y problemáticas sociales. La aparición de organizaciones con dinámicas en su discurso denominadas como diferentes, tienden a causar revuelo y generar expectativas respecto a su papel en un juego electoral. Tal es el caso del llamado Movimiento de Partidos Piratas.
Con su origen en Suecia, esta serie de organizaciones buscan en primera instancia uno de los principios fundamentales de las sociedades democráticas: la libertad. Sin embargo, y producto de nuevas relaciones de información e interacción, muchas de ellas sin fronteras o nacionalidades, su libertad está enfocada, al menos en su origen, a los flujos de información. De la mano con las nuevas tecnologías de la información y el creciente acceso mundial a servicios de telecomunicaciones, estas organizaciones abogan por un libre tránsito o difusión de datos, incluso cuando eso represente un conflicto de intereses en las relaciones estatales y aquellos que se asumen como dueños de la información.
El control de las vías de comunicación no es un debate nuevo, desde que existe el Estado ha persistido en el control de los accesos y la circulación de mercancías como parte, entre otras, del establecimiento de una normatividad y control. El control de espacios imaginarios como la red, el espacio aéreo, el mar territorial, remonta incluso a las definiciones básicas de lo que es Estado en relación a lo que considera como su territorio y la injerencia que tiene en él.
Sumado a este primer conflicto, estos nuevos participantes, quienes han optado por la vía institucional para defender sus causas, han sumado al primer conflicto una serie de demandas sociales producto de una situación geopolítica que para su interpretación está mal resuelta (Saturnino, 2014). El Movimiento de los Partidos Piratas ha creado una nueva identidad política a la cual han sumado nuevas demandas como la adopción homoparental o la libertad sexual, tal es el caso de la campaña desplegada por el Partido Pirata de Alemania (Saturnino, 2014: 154-155). Es su origen con propuestas como los derechos de la era digital, transparencia, democratización de la información, privacidad de los usuarios de internet, neutralidad de la red (Ramos, 2011), el que le ha permitido acceder a un sector sin representación tradicional.
En resultados tangibles, más allá de la plataforma política de este tipo de partidos, se integra una agenda que no le es extraña a los actores ya tradicionales y suma elementos que no habían sido abordados. Lo que se puede constatar, es la rapidez con la cual han obtenido apoyo y representación. Desde su fundación en 2006, el Partido Pirata Alemán ha incrementado su representación y su porcentaje de voto a nivel regional, federal y del Parlamento europeo, siendo el nivel regional el más significativo. De una primer experiencia cercana al 2% del voto en Sajonia, ha alcanzado niveles del 8.9% de representación en Berlín en 2011. Si bien al ser dos elecciones distintas, incluso en cuestiones geográficas, las cuales no ejemplifican con claridad una relación causal del aumento en la preferencia, lo que sí demuestra es la expansión en el territorio alemán del proyecto pirata en un periodo relativamente corto, ya que en 2012 la tendencia se mantuvo y logró representaciones similares en Saarland, Schleswig-Holstein y Nordrhein-Westfalen con 7.4%, 8.2% y 7.8%, respectivamente.
Más allá de proyectar una imagen relacionada con el conflicto, la cual utilizan como fortaleza, este tipo de partidos es visto como una alternativa a lo tradicional, incluso cuando participan en la misma competencia. La búsqueda de nuevos representantes, vistos como una alternativa ante resultados bastante alejados de los esperados por la sociedad, da como resultado la irrupción de proyectos denominados como alternativas. En el caso pirata alemán, una de sus características es la toma de la vía institucional y de competencia electoral adoptada por los disconformes con la clase política gobernante y el descontento social que genera.
Si bien existen ejemplos como el de la ultraderecha francesa, señalado anteriormente, en donde la colocación de nuevos actores en el panorama político responde a un proceso largo de consolidación, hay casos en donde estos procesos responden a dinámicas más veloces y con impacto inmediato, como también el caso de la izquierda española.
A lo largo de los últimos años, una de las características contextuales de los países, cada vez más dependientes de sus relaciones, ha sido el constante escenario de crisis, específicamente la de carácter económico, y ésta como detonante en muchos casos de crisis posteriores o nuevos señalamientos que trasladan lo económico y se trasforman en políticos. Esta crisis de segunda generación por lo regular es acompañada de un momento de reacción con mayor o menor impacto según sean encaminados los lapsos de mayor notoriedad, que se traducen en movimientos sociales.
Los movimientos sociales han sido llamados a representar un papel extraordinario entre las élites y la ciudadanía en una democracia representativa. Bien organizados, de ellos surge una agenda específica y una serie de acciones encaminadas al cumplimiento de sus demandas no satisfechas, como es el caso del establecimiento de una representación de intereses que se convierte en un actor de las dinámicas y competencias por el ejercicio del poder, que puede tomar el camino informal o la vía formal, también llamado un nuevo partido político o adoptando la agenda de los ya existentes. Pero ¿cuál es el camino a seguir cuando el mismo movimiento cuestiona el camino tradicional o institucional que toman sus demandas?
Uno de los ejemplos más recapitulados ha sido el llamado movimiento de los indignados en España, también conocido como el M15. Este movimiento, fue producto de una fuerte movilización a partir de una organización básica e incluso espontánea, logró trascender el plano de lo efímero para consolidarse en una serie de organizaciones, mareas y partidos políticos con una agenda representativa de un descontento social.
En 2011, el escenario general en España podía ser traducido en dos palabras: desempleo y descontento social producto de la crisis económica de 2008 y un serio problema inmobiliario. En ese año, el índice de empleo en España era del 62%, 6.5% menos que la media de la Unión Europea (ue) de 68.5%. Para 2013, la tasa de empleo era de 58.6%, 9.8% menos que la media de la ue de 68.4% (García y Sotomayor, 2016). A esto se sumó una reducción del ingreso por familia y el crecimiento de la desigualdad.
Llamados a la Puerta del Sol en Madrid y a distintas plazas en el país, el movimiento de los indignados manifestó en general su descontento con las formas de hacer las cosas por parte de una representación política ajena a sus intereses. El descontento social nuevamente cuestionaba la relación ciudadanos-representantes y abogaba por la vuelta de los espacios políticos y de decisión a la ciudadanía. Con ello, se obtuvo la traducción del movimiento en un actor que hizo escuchar sus demandas en el seno de la representación política formal, al tiempo que cuestionó esa vía al considerar dicho proceso como parte de las mismas prácticas que habían alejado a la ciudadanía de la política.
Según las encuestas, en julio de 2011, 71% de los españoles consideraba al movimiento de los indignados como un actor pacífico y beneficioso para la sociedad española. En noviembre del mismo año, el apoyo activo al movimiento contó con cerca del 10% de la población española, poco más de 4 millones de personas entre acampadas y manifestantes (Marzolf y Garza, 2016). Esto significó un amplio número de aprobación, el cual se reflejó en participación activa del movimiento. Este ánimo o espíritu de reacción fue aprovechado por organizaciones como Podemos, que de inmediato tuvo un fuerte impacto electoral.
En 2015, Podemos aprovechó la fuerza del M15 y la participación social para traducirlo en una tercera opción política en las elecciones generales, rompiendo con el dominio del bipartidismo tradicional del Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español. En su primera elección, Podemos obtuvo el 20.66% del voto, traducido en poco más de 5 millones de votos y 69 escaños en el Congreso español. Para 2016, en alianza con distintas organizaciones bajo el nombre de Unidos Podemos, obtuvo resultados similares con el 21.1%, 5 millones de votos y 71 escaños. Sin embargo, su empuje individual o en coalición, no ha sido suficiente para ser reflejado en el Senado, ya que en 2015 y 2016 obtuvo 9 y 8 escaños respectivamente.
La irrupción de Podemos en la política española ha causado interés a partir de la materialización e institucionalización de un movimiento social (M15) al transformarse en un partido político en un periodo relativamente corto. Se trata de la expresión de un generalizado descontento social que parabólicamente cuestionó las formas de participación política tradicionales.
Su presencia en la política española, en todo caso, es reflejo de un sistema que ante todo busca otorgar respuestas por medio de la vía democrática-legal, en un contexto de crisis de representación partidista mezquino que vela por sus intereses, lo que ha condicionado la conformación de un gobierno en España.
Aunado a ámbitos de suma importancia en los que el Estado-nación tiene mucho por recorrer, como corrupción, impunidad y transparencia (en México, también seguridad), el salario y el crecimiento económico ya no son manejados por la política de los países; pertenecen a dinámicas lejanas al control de los gobiernos. Los presupuestos en salud y la educación pública son cada día más restringidos por mandato de la ortodoxia neoliberal que sigue pugnando por su privatización, pero son ajenos a las políticas deseables por sociedad y gobierno. Pero como los gobiernos son responsables ante la sociedad, es a ellos a quienes se dirigen los reproches, sus manifestaciones, sus acres críticas y es a ellos a quienes se les resta legitimidad en sus acciones. En resumen, los gobiernos y las Cámaras de Representantes ya no están respondiendo a las necesidades de quienes los eligieron, justamente para resolver sus problemas. Por el contrario, se observa cada vez con mayor claridad su convivencia y sometimiento con los intereses del capital.
La pregunta es: ¿cómo podemos responsabilizar a los políticos? Como electores, a veces el único recurso formal con el que se cuenta para llamar a cuentas a los gobernantes, para deponer al respectivo gobierno, es vía el sufragio: “... todo lo que se pueda, o por lo menos amenazarlos con la posibilidad de que serán reemplazados en cualquier momento…” (Novaro, 2015: 143). Pero ¿es esta acción democrática suficiente?
No, la participación política es importante, la asociatividad también, al estar estrechamente ligada a la creación de ciudadanía pero no en el sentido de una falsa gobernabilidad, que lo único que provoca es la eliminación del conflicto como única vía para entender el quehacer social. Existen estructuras que por su propia “naturaleza” se enfrentan a otras cuyos intereses son ineludiblemente opuestos (ver Wolfang Streeck, Comprando tiempo, La crisis pospuesta del capitalismo democrático, Argentina, Katz Editores, 2016).
A continuación mostraré algunos datos respecto a la democracia en México que pretenden ejemplificar el creciente descontento, su relación con las desigualdades sociales y la intervención de intereses particulares:
Según el informe de Latinobarómetro de 2013, México es una de las naciones que retrocedió en cuanto al apoyo a la democracia por parte de su ciudadanía, 3 puntos porcentuales respecto al estudio anterior de 2011 y 12 puntos respecto al promedio de 1995 a 2013. De acuerdo a la investigación, sólo un 37% de los encuestados respondió que apoyaba a la democracia como la mejor forma de gobierno posible; esto es relevante si consideramos que el mismo porcentaje, un 37% respondió que le daba lo mismo un régimen democrático que uno autoritario. Es decir, no existe diferencia entre las personas que consideran positivamente a la democracia con aquellas que no encuentran diferencias entre regímenes antagónicos.
En cuanto a las instituciones y su evaluación, 66% de los encuestados en México respondió que actualmente las instituciones relacionadas con la democracia presentan grandes problemas, aunque son preferibles a cualquier otra forma de gobierno. México sobresale como el primer lugar de los países encuestados en donde el 45% considera que la democracia puede funcionar sin partidos políticos y que el 38% piensa que también lo puede hacer sin un Congreso. Si bien en ninguno de los casos supera la mitad de la muestra, sí refleja un sentimiento que no encuentra relación o dependencia entre sus instituciones y su régimen de gobierno.
México se encuentra entre los países de la región más insatisfechos con su democracia; el 21% se siente satisfecho, sólo debajo de Honduras. En relación con la aprobación del gobierno, las encuestas recientes indican que solamente el 29% de la población aprueba a su gobierno (ver Soledad Loaeza, La Jornada, 8 de septiembre, 2016). Si comparamos el máximo histórico de aprobación en 2006 y 2007 que resultó en un 60%, ésta ha disminuido más de 30 puntos en 9 años. Si bien éste es un fenómeno generalizado –Hollande tiene una aceptación cercana al 12% y a D. Rousseff la desaprobaron más del 69% de los brasileños antes de su caída, por poner dos ejemplos–, en México es un hecho inédito en toda su historia.
La participación política-ciudadana es otro de los índices que nos indican el estado que guarda una democracia. Según Latinobarómetro, sólo el 30% de los ciudadanos contestó que se encuentra muy interesado en cuestiones políticas. La encuesta señala también que en México lo que caracteriza la participación política en los ciudadanos, es la adopción de vías no convencionales, principalmente la protesta, en temas específicos. Del 1 al 10, donde 1 es “nada” y 10 “mucho”, existe un interés por participar en protestas relacionados con el aumento al salario y mejores condiciones de trabajo de 6.3 y de 7.4 en lo que se refiere a la cuestión de la salud. En temas relacionados con la defensa de los derechos democráticos existe una intencionalidad de 6.1 en promedio.
El Informe País sobre la calidad de la ciudadanía en México realizado por el Instituto Federal Electoral y el Colegio de México en 2014, ofrece información complementaria a la presentada por Latinobarómetro. Por ejemplo, en él se indica que la participación ciudadana formal en política en México llega al 62%; esto significa que 62% de los ciudadanos registrados en el padrón electoral votó en la pasada elección presidencial. La actividad participativa que más se mencionó –distinta a votar–, es el platicar con otras personas de temas políticos con un 39%, nuevamente algo fuera del sector formal y con un impacto difícilmente comprobable. Le sigue el haber asistido a reuniones en su comunidad con 12%, y en tercer lugar la participación formal en alguna campaña política o previa a la misma con 11%. Todo esto nos indica que la asociatividad es muy baja.
De quienes contestaron que su participación política es constante, la mayoría, un 19%, afirma que lo ha hecho a partir de leer y compartir información política por alguna red social de la web. Nuevamente ésta es una situación que se vincula a la informalidad y su impacto es difícil de comprobar.
En materia de percepción de justicia y participación política, consideradas elementos importantes en la calidad de una democracia, el Informe País señala lo siguiente: en México, el 37% de la población cree que las leyes son poco respetadas y otro 29% considera que las leyes son nada respetadas. La prioridad de las autoridades debe de ser capturar a los delincuentes (54%) más que respetar los Derechos Humanos (44%). Con ello se presenta un marco legal que según la percepción ciudadana no se aplica y de hacerlo debería estar enfocado a capturar al delincuente como premisa antes que respetar los Derechos Humanos.
Distinto a los datos ofrecidos por Latinobarómetro, el Informe País señala que en México, 53% de la población supone que la democracia es preferible sobre otras formas de gobierno, y la mitad de la población considera a la democracia como un juego donde muchos participan pero son pocos los que ganan. Lo alarmante de los datos presentados es que solamente el 50% de la población considera que la libertad de expresión debe ser respetada, algo fundamental en cualquier ciudadanía demócrata, y destaca casos específicos como el de Guanajuato o Aguascalientes, en donde el porcentaje que señala estar en desacuerdo con el respeto a expresión de ideas contrarias a las propias es superior al 50%.
Otro de los elementos claves para determinar la calidad de una democracia, es la confianza interpersonal o confianza social. Según el informe, sólo el 28% de la población afirma poder confiar en la mayoría de las personas, desgastando así la serie de relaciones e interacciones que una democracia necesita por parte de su ciudadanía.
En materia institucional, es el ejército en quien más confían las personas con niveles de 62%, seguido de los maestros con 56% y la Iglesia con 55%. Son las cámaras de diputados y senadores, así como los partidos políticos, las instituciones en quienes menos confían los ciudadanos con 18% y 19% respectivamente. Sobresale el nivel de las autoridades electorales al sólo contar con un nivel de confianza del 34%, es decir, mucho menos de la mitad de la población confía en la institución encargada de dotar de credibilidad y legitimidad a los procesos de selección de sus representantes.
Según datos de la encuesta World Public Opinion.org, el 83% de los encuestados en México respondió en 2008 que los líderes políticos eran deshonestos e inmorales, sólo por debajo de Ucrania con el 84%. Esto indica que en tiempos recientes, existe una fuerte corriente de desconfianza y falta de credibilidad hacia los dirigentes políticos que, de otra parte, parece ser un común denominador en la globalización y no una exclusividad mexicana, como lo muestra Lipovetsky (Lipovetsky, 2008: 60). De manera complementaria, Manuel Castells señala que la existencia de una crisis representativa y de desconfianza generalizada es consecuencia del aumento en la publicidad de la corrupción (Castells, 2009), lo que significaría que la corrupción siempre ha estado allí.
Algo que podemos intuir pero no demostrar, por ser una afirmación contractual y no puede advertirse como hecho, es el significado ético de la desmedida concentración de riqueza en términos del abandono de valores sociales y la prevalencia del dinero como único indicador directo. Lo que nos plantea la reflexión sobre si la globalización ha traído consigo un relajamiento de la eticidad social y gubernamental, como lo pudiera demostrar la concentración de la riqueza y el correspondiente aumento de la pobreza.
En México, según una encuesta realizada por el Colegio de México y la agencia Berumen (Martínez, 2013), el 86% de 3,250 jóvenes a nivel nacional considera que el voto es poco o nada efectivo para presionar a las autoridades, lo que debiera indicar un desprecio por la vía legal-democrática y un desapego a la participación política en general. Sumado a la desconfianza generalizada, producto de un constante señalamiento de corrupción, se encuentran otra serie de problemáticas en el país que influyen de manera significativa en la desafección por la democracia: los niveles de violencia alarmantes en el país, continuamente señalados como resultados de una mala estrategia que utiliza enormes cantidades de fuerza armada y pocas, muy pocas, políticas para la reconstrucción del tejido social y la prevención del delito. En 2015, la propuesta del Ejecutivo Federal para la Función de Seguridad Pública fue de 157 mil 612.93 millones de pesos; para 2016 fue de 163 mil 346.76 millones de pesos, 5 mil 733.83 más. En los distintos ramos, el Poder Judicial fue quien recibió un incremento mayor en el presupuesto, poco más de 11 millones de pesos; la Secretaría de Gobernación fue la dependencia que más redujo su presupuesto con 4 millones de pesos menos. En cuanto a destino o sub-función, la impartición de justicia aumentó en 12 millones de pesos su presupuesto y sub-funciones como la procuración de justicia, la readaptación social y el Sistema Nacional de Seguridad Pública redujeron su presupuesto en 1 millón, 1millón y 3 millones de pesos, respectivamente (Reyes y Amador, 2015).
La desafección frente a la democracia es aún más notoria si a todo lo anterior agregamos la corporativización de los ámbitos parlamentarios, hecho que viene a afectar gravemente la representación de los intereses sociales. Como en muchos países, en México los espacios parlamentarios se han convertido en espacios de representación de intereses comerciales, y son muy específicos los que han logrado hacerse de puestos de representación, que más que representar a la ciudadanía son voceros de las demandas de importantes actores económicos.
En México, Carlos Slim (telefonía, Telmex); Germán Larrea (extracción de cobre); Alberto Baillères (minería); Ricardo Salinas (televisión, tv Azteca), tienen enorme influencia política. Además, algunas empresas fueron privatizadas como: Telmex, tv Azteca (imevision), Cananea y La Caridad (Grupo México, Larrea); y otros empresarios recibieron concesiones. Hasta hace dos años no pagaban impuestos y en buena medida tienen capturado al Estado. Lo anterior se verifica de forma plástica con la composición de las comisiones de las Cámaras. Indubitablemente, esas corporaciones controlan las comisiones que les interesan. Es el caso de la llamada telebancada, integrada por representantes de Televisa y de tv Azteca en la Comisión de Radio y Televisión en ambas Cámaras, o la Comisión de Transporte, controlada por los dueños o representantes de la industria del transporte humano y de carga… El fenómeno de la representación directa corporativa ha sido considerado como un argumento válido para reconocer la captura de espacios por grupos de presión hábiles para garantizar su dominancia.
Al respecto de las reformas en materia de telecomunicaciones, podemos señalar que: ... los dueños de las televisoras han privilegiado la representación directa de sus intereses en la toma de decisiones sin exponerse personalmente –como sí lo ha hecho Silvio Berlusconi en Italia, por ejemplo– al promover como senadores a personajes que les son cercanos, grupo al que se le ha denominado telebancada. El término telebancada se refiere a la presencia de legisladores ligados a los intereses del sector de la radiodifusión tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores. En un primer momento, fueron el Partido Revolucionario Institucional (pri) y el Partido Verde Ecologista de México (pvem) la correa de transmisión de curules y escaños para esos sectores; sin embargo, el fenómeno se ha extendido a todos los partidos en la actual Legislatura. Asimismo, destaca el hecho de que han sido “elegidos principalmente a partir de la figura plurinominal” (Sánchez García, 2014: 1571).
Sin duda, el futuro de la democracia implicará no sólo la necesaria conformación de proyectos populares más incluyentes; de otro forma, las soluciones se buscarán por vía de movilizaciones. Los partidos tendrán que redefinir sus competencias para seguir como referentes de la vinculación sociedad-Estado; sin embargo, el escenario demanda, antes que todo, avances en este punto; garantizar las condiciones mínimas para que se reproduzca la cohesión social, que como factor clave para la democracia requiere incentivarse so peligro de que el proceso democrático acabe por desencantar aún más a la ciudadanía.
La crisis de representación en las democracias contemporáneas es una evidencia que en parte se debe a que no se sigue con rigor la definición de democracia de un gran liberal como lo fue Norberto Bobbio: “Por medio del proceso democrático yo decido quién decide por mí” (Bobbio, 1986: 14 y ss.). Desde esa perspectiva, elijo a quién va a representar mis intereses. Pero ¿cuáles son mis intereses? “Ellos” presuponen que la gente común y corriente no sabe o no tiene una idea correcta del deber ser de la complejidad del mundo económico, mucho menos del financiero.
“Ellos”, los que deciden, son una compleja constelación de agentes nacionales e internacionales que al final del día definen cuáles son nuestros intereses, sin importar lo que suceda en el interín. En realidad, se actúa como en épocas de la más pura ilustración: “Hay que obligar a los hombres a ser libres”, a través de la dictadura propedéutica decía Rousseau. Y el Leviatán manifiesta la necesidad de un Estado que impida que el individualismo mercantil y posesivo, según señala Macpherson (2005), implique la destrucción del hombre por el hombre. Parece un sino que después de doscientos años el doctor de cabecera explique a la sociedad que se aplicarán medidas radicales por el bien del sistema. El doctor nos dará una medicina muy dolorosa, pero que mejorará nuestra salud y nos llenará de sanidad. Nosotros y el sistema seremos libres y felices. Porque fue dolorosa la precarización del trabajo y la destrucción de cualquier sindicato opuesto a los medicamentos del doctor; fue doloroso el estancamiento en la educación pública, que terminó por colocarse al lado de la marginalidad, donde no hay doctores que apliquen medicinas. También fueron dolorosos los verdaderos regalos que se hicieron al privatizar el patrimonio nacional: bancos, ferrocarriles, mineras, telefonía y etcéteras. En este caso, mucho más que una simple medicina se trató de una verdadera amputación. El resultado de esas políticas de sanidad salta a la vista. Permítame el lector realizar una breve descripción numérica de lo sucedido en los últimos veinte años.
Ya sabemos que en concesionarios de las mineras, patrimonio de todos nosotros, de la nación, hoy pertenecen al selecto grupo de los hombres más ricos del mundo. En los últimos veinte años, México ha tenido un crecimiento del 2% en promedio; pero los pobres son los mismos, entonces ¿a dónde se ha ido ese crecimiento de más del 40% del pib? (Esquivel, 2015). Ello pudiera dar cuenta de otro hecho: hace apenas 13 años los cuatro hombres más ricos de México poseían lo correspondiente al dos por ciento del pib nacional. Ahora, esas mismas cuatro fortunas tienen el correspondiente al nueve por ciento del mismo pib. El 1% de la población más rica del país posee el 21% de la riqueza nacional, y el 10% de la población más rica del país posee el 64% de la riqueza nacional. En contrapartida a la dinámica mundial, en México el número de millonarios creció entre el 2007 y el 2012 en un 32%; mientras que en el resto del mundo decreció 0.3% en el mismo periodo (Esquivel, 2015).
He aquí otra cifra que parece contundente: hace 20 años, los 16 más ricos de México tenían una fortuna acumulada de 25,900 millones de dólares; ahora tienen 142,900 millones de dólares. En promedio, cada uno aumentó su capital de 1,700 millones a 8,900 millones de dólares. Un último dato del porqué de la concentración de la riqueza: Telmex, entonces el monopolio en telefonía en México, se pagó con sus propias utilidades en seis meses y según la ocde entre 2005 y 2009 las transferencias de los consumidores de sus servicios (o sea, todos) a Telmex debido a tarifas excesivas (falta de competencia), fue de 129 mil millones de dólares.
Por el contrario, como ya se mencionó, una persona que perciba el salario mínimo y que tenga un dependiente económico, cae en el rango de pobreza extrema. Según la Standardized Word Income Inequality Database, el coeficiente de Gini en México es de 0.441, mientras que el promedio de los otros países estudiados es de 0.373. Siendo la quinceava economía más importante del mundo, México es el país más desigual en su rango: de los 113 países estudiados, México es el 87 más desigual; esto es, el 76% de los países analizados son menos desiguales.
Existen muchos otros elementos que exacerban la desigualdad en México, como el racismo y la exclusión frente a los indígenas, frente a la diversidad de género, frente a las mujeres y frente a los discapacitados, entre otros, además de la exclusión provocada por la tajante división entre la escuela pública y la privada y, especialmente, frente a los jóvenes, quienes han sido y son los más afectados por esa nueva exclusión social. Según Rossana Reguillo (Centro Horizontal, 2015): Si consideramos el rango oficial (15-19 años), 50% de los 27.9 millones de jóvenes vive en condiciones de pobreza, 70% carece de acceso a la educación superior y 20% no tiene acceso ni a la educación ni a un empleo… De los 37,724 jóvenes fallecidos en México, el 55.8% habría muerto por causas violentas, incluidos un 6.6% de suicidios.
Asimismo, otros sectores de la población que se ven seriamente afectados por la exclusión, como son el ser indígena, ser mujer o mantener una diversidad de género. Pero también se considera en este rubro la exclusión de quienes participan de la educación pública frente a la privada, entre otros. Con todo, nuestros economistas neoliberales, fundamentados en un artículo de Milton Friedman de 1956, sostienen que como la economía es una disciplina descriptiva y la moral y la ética son normativas, no es lógico ni pertinente juzgar a la primera con criterios de las segundas. Esto es, que la desigualdad no debe ser atacada por razones éticas, morales, sociales o políticas.
Este mismo fenómeno sucedió, está sucediendo o sucederá en la mayoría de los países de Occidente o alineados con éste. Y a tal fenómeno se le conoce como una crisis de representación. Porque no da respuestas a las demandas sociales. Digamos que no ha mejorado las condiciones de vida de amplias capas de la población, porque ha concentrado la riqueza en cada vez menos personas; porque no ha hecho nada en contra de la exclusión social; porque las medicinas amargas han contribuido a la formación de un hiperindividualismo, rompiendo redes sociales; porque ahora la sociedad, también en términos urbanos, está más segmentada que nunca; y muchos más porqués. Esto es, los políticos y los economistas, las grandes empresas, las calificadoras y los organismos internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, han impuesto una forma de actuar y de ser que no siempre coincide con el sentido de lo que nosotros desearíamos, con el sentido de nuestros votos.
Desde luego que cuando hablamos de desigualdad no presuponemos ni contrastamos la realidad actual con el pasado. México nunca ha sido igualitario ni incluyente, pero podríamos afirmar que el modelo que se ofreció, neoliberal, en treinta años no ha mejorado nada en términos de desigualdad ni de crecimiento; y segundo, que efectivamente se ha concentrado la riqueza como quizá nunca se había visto en este país.
Para el caso específico de México, sería necesario complejizar aún más el tema de la cohesión social con el de la “Procuración e Impartición de Justicia”. Lo anterior porque no puede haber cohesión social en un país en el que la justicia es lenta, cara y selectiva. Baste recordar al respecto la “cifra negra” de los delitos en el país, que ronda el 92% de impunidad: de cada cien delitos se castigan, en promedio, 8. Para mí sería del mayor interés constatar comparativamente lo que se entiende y lo que distancia a las categorías de inclusión, integración y desigualdad en cinco países latinoamericanos incluyendo a México y la ue, y las consecuentes políticas públicas que se desprenden de ellos. Simultáneamente me parece de suma importancia tratar, en los mismos términos, el tema de la “Cultura de la Legalidad”.
Queda claro que la solución no está en el intento de regresar al nacionalismo y a la búsqueda de autarquía. Y también está claro que un modelo así, que fomenta la pobreza y la exclusión, pude derivar en violencia (¿está ya derivando en violencia?) y, desde luego, inhibe actitudes democráticas en la población. De hecho, ya se muestra un marcado alejamiento de la política y de lo político. Si realizamos un comparativo entre México y Uruguay –un país mucho menos desigual y más incluyente–, se observa con facilidad la diferencia en el apego a la democracia: en 1995 el Latinobarómetro incluyo la interrogante sobre si la democracia era mejor a cualquier otra forma de gobierno. En Uruguay, la respuesta fue que sí en un 80.2%; en México la respuesta positiva alcanzó el 49.3%, menos de la mitad de la población. Para el 2015, los uruguayos contestaron positivamente en un 75.8% y sólo el 48.4% de los mexicanos replicaron en ese sentido. Igualmente significativa fue la respuesta a la pregunta si daba lo mismo un gobierno autoritario que uno democrático. Sólo el 5.8 de los uruguayos contestó que sí en 1995, cifra que para el 2015 subió al 11.1; para 1995, el número de mexicanos que contestó positivamente a esa pregunta fue del 21.9%, pero para el 2015 esa respuesta subió hasta el 31.0%. Esto es, que para casi un tercio de la población, la política es inexistente, simplemente no es de su interés, tampoco la democracia y mucho menos la participación política. No es un dato menor que debiera indicarnos la urgente necesidad de recomponer la representación política de lo social en los órganos de poder y con ello intentar reconstruir la necesaria cohesión social.
Doctor en Filosofía por la Johann Wolfgang Goethe-Universität Frankfurt am Main. Profesor de Tiempo Completo adscrito al Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, unam. Líneas de investigación: Teoría y filosofía política, Globalización, Instituciones políticas y calidad de la democracia.