El texto es una crítica a las teorías contemporáneas que proclaman la incomparabilidad de los “proyectos civilizatorios” en el Tercer Mundo, puesto que existiría una diversidad tan amplia y tan profunda de culturas, que sería imposible encontrar un “metacriterio” histórico, desde el cual recién se podría juzgar los aspectos positivos y negativos de las mismas. En realidad esto significa pasar por alto los aspectos autoritarios de muchos regímenes socio-culturales. Se analizan ejemplos del espacio islámico y de la región andina de Sudamérica.
This text is a critique of present theories which postulate the incomparability of the “civilizatory projects” in the Third World, for it is assumed that it would be a so wide and deep difference of cultures that it should be impossible to ascertain an historic metacriterion, from which we could judge positive and negative aspects of themselves. In reality this means to overlook the authoritarian aspects of many social and cultural models. Some examples of the Islamic world and the Andean area of South America are therefore analyzed.
Uno puede preguntarse, con mucha razón, por qué habría que estudiar tradiciones culturales para entender los temas políticos actuales de América Latina, que —a primera vista— parecen tener una gran novedad y originalidad y, por ello, depender muy poco de herencias históricas. La tesis central de este texto afirma, en cambio, que la expansión de regímenes populistas y nacionalistas, por un lado, y la insurgencia de sectores indígenas en la arena política de algunos países (y hasta el florecimiento de un socialismo indigenista), por otro, representan elementos conservadores, en el sentido de convencionales y rutinarios, que, en el fondo, significan el renacimiento de normativas axiológicas y valores populares de orientación, vinculados a legados culturales bastante antiguos. Este resurgimiento ocurre en forma cíclica y tiene tanto en la mentalidad popular como en la intelectual, la característica de una anhelada revolución social. Pero una revolución en el sentido primordial del término también puede denotar una vuelta al punto de partida. En los procesos históricos no hay retornos en sentido estricto, pero se puede detectar en la mentalidad popular el profundo deseo de recuperar algunos elementos del pasado que son vistos como la expresión popular adecuada de un orden socialmente justo, solidario y fácil de comprender. Y algunos pensadores “progresistas” han tenido y tienen la función de envolver y explicar este designio popular con las palabras y las teorías que las modas intelectuales convierten en obligatorias.
Hoy encontramos en América Latina fuertes tendencias que pretenden un resurgimiento de la herencia cultural y las tradiciones socio-políticas de las naciones aborígenes. Presenciamos, por ejemplo, la reaparición del modelo civilizatorio indígena prehispánico, pero combinado inextricablemente con otros factores histórico-culturales de primera relevancia, como las tradiciones culturales de la época colonial española y los factores asociados a la modernidad occidental. Es muy difícil encontrar un pueblo que haya pervivido hasta hoy conservando exclusivamente sus características originales de identidad, como las étnicas y lingüísticas, sin haber aceptado y adoptado como propios importantes elementos culturales de las naciones vecinas y de las enemigas. En la actualidad, la revalorización del legado indígena ocurre paralelamente a una nueva interpretación de ciertos rasgos centrales de la colonia española, entre los que se halla de manera preferente la religiosidad popular del periodo barroco en los siglos xvii y xviii.
Como en muchos casos similares en el Tercer Mundo, aquí tenemos un renacimiento de un modelo histórico-cultural que tiene connotaciones práctico-políticas tangibles e inmediatas. Estas corrientes fomentan la supremacía del particularismo por encima de normativas universalistas, las formas colectivistas de ocio popular y el abandono del humanismo occidental a favor de prácticas anti-intelectuales y del catolicismo prerracional y ritualista del barroco latinoamericano. Un ejemplo de ello es el localismo cultural y religioso que conlleva, por ejemplo, la revitalización de los credos animistas andinos. En los últimos años, la invención de la tradición en el caso de las religiones andinas ha significado, en el fondo, la utilización ideológica e instrumental de prácticas religiosas, reconstituidas artificialmente, en pro de metas políticas prosaicas y usuales.1 De manera explícita, las doctrinas que subyacen a estas tendencias propagan el reemplazo de la democracia liberal-pluralista y del Estado de Derecho por el restablecimiento de formas arcaicas y autoritarias de ordenamiento social.
Estos procesos representan, en el fondo, una respuesta plausible al impulso modernizador de cuño capitalista que de manera acelerada se ha apoderado de casi toda América Latina en la segunda mitad del siglo xx. Y esta respuesta —con muchas modificaciones y variantes— exhibe algunas de las características que tuvo la reacción romántica contra la Revolución Francesa y la industrialización a comienzos del siglo xix. La modernización latinoamericana, particularmente en el área andina, ha destruido los vínculos primarios y las certezas doctrinarias de la población rural y las clases populares, y no ha creado una esfera social que ofrezca las seguridades y certidumbres del mundo premoderno. Es comprensible, entonces, que surja un movimiento en contra del egoísmo materialista decadente y del cosmopolitismo liberal y pluralista, un anti-occidentalismo de inclinaciones rura-listas, partidario de revitalizar las costumbres y los credos ancestrales, un movimiento de amplio alcance social, que adquiere simultáneamente una dirección anti-imperialista y un tinte paternalista, favorable al autoritarismo caudillista de las tradiciones populistas.
Esta “sensibilidad”, como se la llama ahora, también impulsa un modo de sentir y pensar que es propio de la religiosidad popular, que por su naturaleza prerracional —generalmente anterior a los esfuerzos teológico-filo-sóficos— se inclina hacia una visión simplificada de la esfera social: se percibe la realidad del mundo circundante mediante oposiciones binarias, como ser lo propio/lo ajeno; amigos/enemigos; la verdad/la mentira; lo familiar/lo extraño. Estas han sido usuales en numerosos modelos civilizatorios, sobre todo en las etapas iniciales del desarrollo histórico. Sirven evidentemente para una primera orientación en un campo que a menudo es hostil; generan además un claro sentimiento de seguridad y pertenencia. Si bien su utilidad es indudable en ordenamientos sociales relativamente poco evolucionados (“primitivos”, como se decía antes), su pervivencia en sociedades muy complejas, como son las latinoamericanas del siglo xxi, produce simplificaciones cognoscitivas y conlleva asimismo una consolidación de estructuras mentales y valores de orientación con un claro matiz arcaico, paternalista y autoritario. No se discute aquí la relevancia de ciertos elementos altamente positivos que a menudo están vinculados con ese mundo premoderno —como la existencia de redes de solidaridad inmediata y la vigencia de creencias que otorgan un sentido pleno a la vida humana—, pero hay que considerar la posibilidad de que hoy el pensar en oposiciones binarias simples conduce a la incomprensión de la diferenciación social y cultural alcanzada entre tanto en América Latina y prepara el terreno ideológico para el advenimiento de regímenes autoritarios. En el imaginario popular esta corriente doctrinaria es vista como un instrumento adecuado para enfrentarse a la complejidad y a la insolidaridad crecientes e insoportables del ámbito moderno, pero los efectos socio-culturales de esta acción simplificadora son el desconocimiento de este ámbito en el largo plazo y la preservación del infantilismo político convencional.
La persistencia del autoritarismo parece ser más pronunciada en los antiguos núcleos del colonialismo español, como el área andina, América Central y México.2 No se debería dejar de lado, en estos casos, el análisis de la cultura política proveniente de las grandes civilizaciones indígenas prehispánicas, que han manifestado elementos favorables al autoritarismo, el colectivismo y el centralismo.3 No se puede pasar por alto los vínculos entre el legado indígena, la herencia colonial, los movimientos populistas y los aspectos autoritarios en la cultura cívica de hoy en día.4 Los valores predominantes de la cultura del presente en las áreas latinoamericanas mencionadas, es decir, los que atraen aun hoy la mayor adhesión masiva, son aquellos que están fuertemente enraizados en las tradiciones vivas de la actualidad. Con toda razón se puede argumentar que las herencias culturales provenientes de las antiguas civilizaciones indígenas y de la época colonial española han sufrido una notable cantidad de modificaciones de toda especie y también mezclas con aquellas tendencias que podemos llamar modernizadoras, aunque se trate de corrientes socio-culturales que provienen del exterior y cuya aceptación en el grueso de la sociedad respectiva sea una cuestión altamente ambivalente. Por otra parte, todos los países del Nuevo Mundo han alcanzado entretanto un alto grado de complejidad evolutiva, y ya no es posible determinar mediante un razonamiento sencillo cuáles son los valores de orientación provenientes del pasado pre-moderno y cuál es el aporte de la modernidad occidental.
Apuntes críticos sobre el catolicismo barrocoLa realidad y sus múltiples facetas nos muestran en el contexto latinoamericano la formación continua de diversas identidades y soluciones cambiantes de carácter sincretista, que no pueden ser adecuadamente comprendidas mediante teorías demasiado lineales. Sin ir más lejos, tenemos el caso del catolicismo en América Latina, que desde un comienzo en el siglo xvi y más claramente en la actualidad nos muestra sus manifestaciones polifacéticas. Desde un principio fue tanto inquisitorial como tolerante, extirpador de idolatrías, por un lado, y favorecedor de mixturas rituales y doctrinarias; por otro, cercano a las élites y próximo a los pobres, al mismo tiempo inclinado a la civilización europea y promotor de las culturas indígenas. Ha sido un catolicismo integrista y militante, pero simultáneamente una fe religiosa anti-intelectual, pobre en la producción de teología y filosofía, rica en la generación de artes plásticas y música; ha sido, en suma, un sistema disperso de creencias, profuso en fiestas, procesiones, santos, milagros, experiencias místicas, vivencias extáticas, prácticas adivinatorias y rituales de todo tipo… y escaso en bienes intelectuales. Para nuestro fin específico es útil en el análisis de la religiosidad popular, de las prácticas cotidianas de la Iglesia oficial y del llamado ethos barroco, temas que han concitado el interés de los estudiosos en los últimos tiempos.5
En todas las culturas y en la dimensión del largo plazo la religión es uno de los fundamentos centrales del imaginario popular y por ello esencial para la conformación de pautas normativas en el terreno político. Durante milenios la religión en cuanto dogma obligatorio y vinculante y la religiosidad popular como práctica cotidiana han constituido los elementos fundamentales de la cultura de todas las sociedades y de lo que podríamos llamar, de manera muy imprecisa, la ideología preponderante de la época respectiva. Esta ideología ha tenido una naturaleza muy extendida en sentido geográfico y un temple muy persistente en el plano temporal. No es casual que varios autores se hayan consagrado a examinar el carácter popular-comunitario, a menudo místico-sensual, a veces revolucionario (hasta subversivo) y siempre opuesto al liberalismo egoísta que caracteriza el ethos barroco.6
En las regiones ya mencionadas (de una modernización parcial) se puede hablar de la existencia de un catolicismo barroco, que desde el siglo xviii no se ha opuesto explícitamente a productos intelectuales provenientes de la tradición democrático-liberal occidental, pero que hasta hoy ha contribuido a diluirlos o, por lo menos, a dificultar su divulgación en suelo latinoamericano. Este catolicismo barroco ha fomentado una atmósfera de solidaridad inmediata entre los fieles, no mediada por instituciones estatales y burocráticas. En la región andina, por ejemplo, ha reforzado el colectivismo preexistente (originado en el imperio incaico) y ha debilitado la formación de un individualismo fuerte y autónomo, que es una de las bases históricas del liberalismo democrático y pluralista. Esta atmósfera colectivista de ritos y fiestas, con presencia de un misticismo atravesado de sensualismo elemental, no fue y no es proclive al surgimiento de una personalidad autocentrada individualmente, que pueda guiarse por la llamada elección racional entre opciones de comportamiento y por el sopesamiento meditado de elementos pragmáticos en los campos ideológico, político y hasta propagandístico.
Dentro del catolicismo barroco, la personalidad resultante, que puede poseer fuertes rasgos de solidaridad con su contexto social, tiende a ser influida por factores supra-individuales, como las autoridades preconstitui-das, los movimientos sociales, los partidos políticos y los cultos religiosos prevalecientes, por un lado, y por las modas culturales e intelectuales del día, por otro. No es de extrañar que pensadores de muy diferentes orientaciones ideológicas, como el católico conservador chileno Pedro Morandé y el marxista radical ecuatoriano Bolívar Echeverría, hayan dedicado sus esfuerzos a sustentar el llamado catolicismo barroco como una creación socio-histórica genuina, como el gran aporte latinoamericano a los modelos de convivencia social. Frente al mundo moderno, signado por la ciencia y la tecnología, pero también por una complejidad creciente y una insolida-ridad insoportable, el ethos barroco, asociado inseparablemente al sincretismo y al mestizaje, sería una solución adecuada a las demandas de la población latinoamericana. El ethos barroco estaría en la base de la llamada economía solidaria, diferente y opuesta a la economía liberal de mercado que genera el egoísmo individualista.7
Para comprender esta constelación y las herencias históricas que influyen decisivamente sobre la mentalidad colectiva, puede ser útil una aproximación a la religiosidad popular y a la praxis cotidiana de la Iglesia católica. En estos fenómenos se sedimentan la memoria de larga duración de una sociedad y su arqueología mental.8 Precisamente la contribución de la religiosidad popular a los valores y las prácticas políticas en América Latina sólo puede ser comprendida por medio de una reflexión que dé cuenta de la riqueza del fenómeno en el plano práctico y profano, plano que no debe ser confundido con la esfera de la teoría y de la reflexión intelectual. Autores progresistas se dedican hoy a analizar y, más propiamente, a enaltecer el ethos barroco del catolicismo de la época colonial española como la gran creación espiritual y social de la Iglesia y como el factor perdurable de la religiosidad popular, porque este ethos habría estado cerca del pueblo llano y de sus costumbres, predilecciones y esperanzas mesiánicas.9 Su presunto carácter grupal-comunitario, alejado de refinamientos filosóficos, y sus tendencias místicas y utópicas lo habrían acercado a las sensibilidades e intereses populares y lo habrían opuesto eficazmente al liberalismo egoísta y cosmopolita de los ámbitos francés y anglosajón.
Frente al mundo moderno, signado por la ciencia y la tecnología, pero también por una complejidad creciente y una insolidaridad insoportable, el ethos barroco, asociado inseparablemente al sincretismo y al mestizaje, es percibido ahora como una solución relativamente simple, pero adecuada a las demandas de la población latinoamericana, precisamente porque corresponde a una estructuración social relativamente simple y a un ámbito cultural fácilmente comprensible. Por ello es visto como una genuina creación socio-histórica de cuño popular. Se supone que el ethos barroco contribuyó a que la gente sencilla se sintiera bien dentro de su comunidad, en armonía o, por lo menos, en concordancia con el universo, tanto cósmico como social, y a que la vida política fuera percibida como más humana y más solidaria. Pero esta tendencia al consenso compulsivo y al descuido de las labores crítico-intelectuales, disolvió la especificidad del catolicismo, preparó el advenimiento (a partir del siglo xx) de nuevos credos religiosos que privilegian un confuso comunitarismo místico-sensual (como las diferentes denominaciones pentecostalistas) y contribuyó a la consolidación del infantilismo político de dilatados sectores poblacionales.10
Desde la época colonial hasta el presente, la religiosidad y la mentalidad populares tienden a constituirse y a expresarse en oposiciones binarias fácilmente comprensibles: la fe verdadera de los creyentes frente a la razón deleznable de los filósofos, la sana ortodoxia doctrinaria contra las peligrosas herejías, la cultura ibero-católica frente a los modelos civiliza-torios importados de los ámbitos francés y anglosajón, y las costumbres propias, enraizadas en una venerable tradición, contra las novedades y frivolidades procedentes de la modernidad occidental. En el terreno político, este modo dicotómico de percibir la realidad se traduce en una contraposición elemental (amigos vs. enemigos; ideales vs. intereses), que dificulta la aceptación del pluralismo de ideas y partidos y la tolerancia con respecto a los adversarios. Lo positivo es visto en la unidad doctrinaria, la disciplina jerárquica de la Iglesia (o el partido), el sueño de hogar y fraternidad y la ilusión de la solidaridad practicada, mientras que lo negativo se hallaría en la diversidad de opiniones y valores de orientación, en la dilución de la autoridad paternal y en la frialdad y el egoísmo de las relaciones humanas que prevalecen en el moderno mundo capitalista.
Apuntes críticos sobre la herencia ibero-católicaEn la región andina, México y América Central se expandió una forma relativamente dogmática y retrógrada del legado cultural ibero-católico, la cual también se destacó por su espíritu autoritario, burocrático y provinciano. A causa del llamado Patronato Real, establecido en 1508 por una bula papal, la Corona castellana y luego el Estado español ejercieron una tuición severa y rígida sobre todas las actividades de la Iglesia Católica en el Nuevo Mundo.11 La Iglesia resultó ser una institución intelectualmente mediocre, que irradió pocos impulsos creativos en los ámbitos de la teología, la filosofía y el pensamiento social. Durante la Colonia el clero gozó de un alto prestigio social; la Iglesia promocionó un extraordinario florecimiento de las artes, especialmente de la arquitectura, la pintura y la escultura. La Iglesia respetó de modo irreprochable el modus vivendi con la Corona y el Estado; toleró sabiamente rituales y creencias sincretistas; y sus tribunales inquisitoriales procedieron, en contra de lo que ocurría en España, con una tibieza encomiable. Pero esta Iglesia no produjo ningún movimiento cismático; le faltaron la experiencia del disenso interno y la enriquecedora controversia teórica en torno a las últimas certidumbres dogmáticas. Debido a la enorme influencia que tuvo la Iglesia en los campos de la instrucción, la vida universitaria y la cultura en general, todo esto significó un obstáculo casi insuperable para el nacimiento de un espíritu científico. Todos estos aspectos son pasados por alto generosamente por los teóricos contemporáneos del ethos barroco.
Debido al enorme acervo documental que han dejado los tribunales inquisitoriales en el Nuevo Mundo (México, Cartagena de Indias y Lima), numerosos estudios en torno a la época colonial han utilizado estos materiales para reconstruir los aspectos más importantes de la mentalidad de aquella época, su imaginario colectivo y sus pautas de comportamiento social.12 Algunos elementos centrales de lo que podríamos denominar la sociología política de la larga era colonial pueden ser analizados mediante la investigación de las prácticas inquisitoriales, y entonces se percibiría la influencia de factores religiosos sobre la esfera de las prácticas políticas e institucionales. Por otra parte, es indispensable mencionar el hecho de que la Inquisición no fue criticada en su tiempo desde el interior de las sociedades hispanoamericanas, pues representaba la suma de los prejuicios sociales e ideológicos de las mismas. Lo mismo pasa con la cultura política actual del autoritarismo en las regiones de América Latina donde la modernización ha sido incompleta: esta cultura política específica no llama la atención como algo que deba ser estudiado o criticado porque es la mentalidad cotidiana, que penetra con su influencia normativa en muchos aspectos de la vida social. (Para evitar un malentendido, hay que señalar que las atribuciones de la Inquisición no alcanzaban la llamada “república de indios”, ni siquiera en sus creencias y prácticas religiosas.13)
La Inquisición ayudó a establecer un amplio control moral junto con una dilatada represión del ámbito de las ideas, fomentando la noción de que la desviación política era uno de los mayores crímenes. Es probable que la “actividad censora y punitiva”14 de la Inquisición tuvo consecuencias importantes sobre el ámbito de las mentalidades, las pautas normativas y las relaciones humanas, que si bien se consolidaron en la época colonial, se han preservado parcialmente hasta hoy, especialmente en las regiones latinoamericanas que sólo han conocido incursiones fragmentarias y truncadas de la modernidad. Como ya se mencionó, en la América hispana la Inquisición representó un régimen relativamente laxo en comparación con lo que acontecía en España: un ritmo procesal reducido, una presión limitada sobre las actividades culturales y relativamente pocas condenas a muerte,15 pero creó al mismo tiempo una sociedad basada en el temor, los prejuicios y la ausencia de libertades públicas.16 Lo más relevante reside probablemente en el hecho de que el Santo Oficio ayudó a instaurar una sociedad dominada por la “pedagogía del miedo”, según la expresión entretanto clásica de Bartolomé Bennassar.17 La combinación de autoritarismo estatal, centralismo administrativo y dogmatismo religioso, junto con la existencia de la Inquisición, generó un orden social proclive al integrismo religioso, al infantilismo político y al antipluralismo político. Algunos residuos importantes de esta mentalidad han perdurado hasta hoy, y el populismo autoritario del presente se basa parcialmente en ellos.
Se trata, evidentemente, de una visión del pasado colonial y del catolicismo barroco que enfatiza los factores iliberales de los mismos y que podría dar lugar a un determinismo culturalista que no corresponde a la complejidad del desarrollo histórico. La América colonial también experimentó una Ilustración temprana,18 y sobre todo, una variedad de regímenes socio-culturales, entre los cuales hay que subrayar la existencia de una atmósfera más liberal en las regiones del actual Cono Sur. Pero también hay que señalar que la base ideológica de los esfuerzos independentistas no fue el liberalismo racionalista, sino “la alta escolástica española” con fuertes reminiscencias del espíritu medieval.19
El renacimiento del catolicismo barroco, la Filosofía de la Liberación y el telurismo indigenistaHoy en día nos encontramos en el área andina de América Latina con fuertes tendencias que pretenden un resurgimiento de la herencia cultural y de las tradiciones ancestrales de los pueblos indígenas, juntamente con una revalorización del catolicismo barroco. Como en muchos casos similares en el Tercer Mundo, aquí tenemos un renacimiento de un legado histórico-cultural que tiene connotaciones práctico-políticas más o menos tangibles e inmediatas. Como estos procesos son altamente complejos, no existe en la literatura correspondiente una especie de unanimidad de pareceres para juzgar estos fenómenos. En el caso andino, por ejemplo, presenciamos una reaparición del modelo civilizatorio prehispánico, pero mezclado y combinado inextricablemente con otros factores histórico-culturales de primera línea, como las tradiciones culturales de la época colonial española y los elementos técnicos asociados a la modernidad occidental. Es muy difícil encontrar un pueblo que haya pervivido hasta hoy conservando exclusivamente sus características originales de identidad, como las étnicas y lingüísticas, sin haber aceptado y adoptado como propios importantes elementos culturales de las naciones vecinas y de las enemigas. Este es claramente el caso de los países andinos.
El renacimiento de las tradiciones prehispánicas ha conllevado un resurgimiento de antiguas formas de religiosidad popular, como los credos animistas del área andina, resurgimiento que tiene un claro matiz político. Aquí se percibe la supremacía del particularismo (el localismo religioso y sus consecuencias sobre la vida cotidiana) sobre normativas universalistas, el abandono del humanismo socialista racional a favor del animismo prerracional y el reemplazo de la democracia liberal y del Estado de Derecho por el restablecimiento de formas arcaicas y autoritarias de ordenamiento social, como la muy celebrada justicia comunitaria. Los valores de orientación política están inmersos en ese contexto. Pero también en el seno del catolicismo se da un retorno hacia modelos específicos de religiosidad popular y a construcciones teóricas que explican y justifican este retorno, como la Filosofía y la Teología de la Liberación. Por ello no es super-fluo un vistazo a la conexión entre religión y política, en general, y al vínculo entre religiosidad de amplio alcance y populismo político, en particular. Se puede percibir al populismo, por ejemplo, como un elemento que acompaña el resurgimiento de movimientos religiosos en el mundo moderno, urbano y altamente especializado del presente y como una comprensible reacción a una modernidad que para muchos significa descenso social, pérdida de la solidaridad inmediata y dilución de los signos manifiestos de orientación. La acción sobreprotectora y paternalista que la Iglesia Católica ha ejercido a lo largo de siglos con referencia a los indígenas, se ha mantenido hasta hoy bajo modalidades cambiantes. Lo que permanece es la concepción de aislar al indígena en un ámbito celosamente guardado del mundo exterior, de la modernidad europea y del pluralismo liberal —que resultan ser la esfera del pecado—, manteniéndolo en un campo premoderno paradisíaco, sin pecado y sin desigualdades, que —como lo demuestran las comunidades indígenas de la región andina entre Ecuador y Bolivia que todavía hoy tienen relativamente pocos contactos con la modernidad cultural— representa la posibilidad clara de manipulación de las masas y el florecimiento de liderazgos carismáticos y antidemocráticos.
Esta clásica ideología justificatoria, la cual diluye la autoría de los descubrimientos científicos y los inventos técnicos como si todo fuera una creación colectiva mundial, es compartida sintomáticamente por la Teoría de la Dependencia, la Filosofía de la Liberación, así como por la doctrina indianista-mesiánica adscrita a las teorías de Enrique Dussel y sus discípulos.20 Estas teorías han gozado de una dilatada influencia en ambientes académicos y políticos latinoamericanos y especialmente andinos y, por supuesto, en el seno de los movimientos indigenistas e indianistas. ¿Cómo no va a ser popular en el área andina una concepción que proclama que en el suelo latinoamericano conviven dos culturas opuestas entre sí: una superficial y vistosa, demoníaca y mundana, inauténtica y elitaria, producto de la civilización decadente de Europa, y otra profunda y medio oculta, pero que viene de abajo y está apegada a la tierra y comprometida con el aquí y el ahora, la de origen indígena?21 Sólo las “clases oprimidas y marginadas” representarían “una alternativa real y nueva a la futura humanidad, dada su metafísica alteridad”, porque son “lo Otro” de la totalidad moderna y capitalista.22 Estas doctrinas enseñan un dualismo extremista entre el bien que es la “alteridad” (verdad, colectivismo, solidaridad de los pobres y explotados, lo nuevo absoluto, utopía brillante) y el mal que es la “totalidad” (mentira, individualismo, egoísmo de las élites, realidad detestable, la propiedad privada como fuente de todos los males y las tiranías): se trata un verdadero maniqueísmo fundamentalista —fuerzas mutuamente excluyentes— que induce a un rigorismo moral-político que tiene poco que ver con los problemas cotidianos de las sociedades latinoamericanas, las que poseen identidades múltiples y cambiantes y relaciones complejas con el mundo occidental.
El fundamento intelectual de numerosos movimientos sociales es, en parte, la corriente más radical y politizada de la Filosofía de la Libera-ción,23 la producción de numerosos cenáculos intelectuales de inclinaciones socialistas e indigenistas y, ante todo, una amalgama formada por una combinación de marxismo, postmodernismo y elementos del ya mencionado ethos barroco. El filósofo Enrique Dussel, a quien se considera habi-tualmente como un representante distinguido de estas doctrinas, ha gozado y goza de una dilatada influencia en ambientes académicos y políticos latinoamericanos y sobre todo andinos adscritos al nacionalismo y socialismo indigenistas.24
El elemento central de esta construcción teórica es una contraposición artificial de dos culturas, la occidental-capitalista y la indígena-comunitaria. Se trata de un genuino maniqueísmo fundamentalista que induce a un rigorismo moral-político que tiene poco que ver con los problemas cotidianos de las sociedades latinoamericanas, las que poseen identidades múltiples y cambiantes y relaciones complejas con el mundo occidental. Pero este dualismo maniqueísta pertenece al núcleo del pensar y sentir de muchas comunidades rurales latinoamericanas, especialmente en la región andina, y manifiesta una visión del mundo compartida por movimientos políticos de evidente fuerza de convocatoria. Según algunos autores de la Filosofía de la Liberación, el núcleo de la genuina identidad latinoamericana estaría constituido por el ritualismo y el comunitarismo de las religiones precolombinas, el catolicismo ibérico tradicional, el barroco en cuanto forma original de síntesis cultural y los modelos de convivencia de las clases populares, presuntamente incontaminadas por la perniciosa civilización occidental moderna. Esta última cultura es la que representa la “alternativa real”, pues su “metafísica alteridad” garantizaría su cualidad como “lo Otro” con respecto al ámbito moderno y capitalista.25 Estas teorías propagan un dualismo entre lo positivo que es la “alteridad” (la esfera de la verdad, la solidaridad con los pobres y explotados, la utopía y la revolución promisoria) y lo negativo que es la “totalidad” (la propiedad privada como fuente de todos los males, el egoísmo de las élites y la mentira del individualismo). El “pueblo” es el soporte de la alteridad. Según Dussel, los indígenas y los trabajadores explotados —en cuanto los integrantes más destacados del “pueblo”— poseen aun las raíces telúricas que les permiten ser los portadores del “proyecto de liberación”,26 opuesto diametralmente al incriminado modelo occidental, aunque permanezca en una nebulosa conceptual. En los países andinos, como en aquellos en que florecieron notables civilizaciones, se extiende además el convencimiento de que los elementos más valiosos del saber autóctono y sus logros civilizatorios más notables han sido confiscados por el colonialismo europeo y norteamericano. Esta concepción radical pasa por alto el hecho de que la mayoría de los habitantes de América Latina transita cotidianamente entre los dos campos; hasta los indígenas del área andina tienen como metas normativas de desarrollo los logros técnico-económicos de la detestada civilización occidental. Aquí reside uno de los problemas más importantes de esta temática: las mismas personas que se orientan por los valores del modelo occidental en el terreno científico-tecnológico pueden pensar en las oposiciones binarias aquí explicitadas cuando se trata de la esfera de la política o de la familia.
Tanto la Filosofía de la Liberación como las concepciones teluristas postulan una esencia indeleble del alma latinoamericana (en el fondo: una construcción metafísica) que estaría en peligro de extinción a causa del impetuoso avance del modelo civilizatorio capitalista-occidental. Ambas corrientes propugnan ese dualismo mencionado, aunque con matices dife-renciables. Esta concepción se complementa con la idea romántica, propia de intelectuales urbanos, en torno a la “comunión” entre los aborígenes latinoamericanos y la naturaleza del Nuevo Mundo, puesto que estos habitantes originarios tendrían una relación vital (y no una casual) con su medio ambiente, lo que produciría una sabiduría popular, inmediata y profunda y, por ende, más correcta que todo el saber científico y libresco en torno a la evolución del planeta, sabiduría que se sedimenta en mitos antiguos como el andino de la Pachamama, que atribuye a la Madre Tierra un carácter sagrado.27
En ciertos aspectos centrales de su cultura cotidiana, las masas de migrantes campesinos tienden a favorecer las ideologías antimodernas y los valores particularistas que propagan los movimientos teluristas, nacionalistas y populistas. Los representantes del telurismo, en posiciones muy similares a la Filosofía de la Liberación, brindan una visión unilateral y apologética de los valores indígenas (en realidad: precolombinos) de orientación. Aseveró el destacado pensador mexicano Guillermo Bonfil Batalla: “La solidaridad, el respeto, la honradez, la sobriedad y el amor” constituirían los “valores centrales, piedras fundadoras de la civilización india”, mientras que las normativas de la civilización occidental son descritas como “egoísmo, engaño, desengaño, apetito insaciable de bienes materiales, odio; todo lo cual prueba la historia y lo comprueba la observación diaria de la vida urbana, reducto y fortaleza de la invasión occidental”.28 Y continúa el mismo autor: “La miseria, el hambre, la enfermedad y las conductas antisociales” no serían herencia de la civilización india, “sino productos directos de la dominación”. Formarían parte de una circunstancia temporal [la invasión occidental], pero no representarían “los rasgos constitutivos de la civilización india”.29 Se trata claramente del rechazo del Otro en nombre de un anticolonialismo ruralista que coloca al campesinado de origen indígena en el centro de la historia como sujeto privilegiado de los decursos evolutivos. Por lo demás se puede constatar fácilmente que esta contraposición maniqueísta de valores enteramente positivos de un lado y profundamente negativos del otro tuvo y tiene poco que ver con la realidad de cualquier sociedad, como la oposición binaria total entre el mundo luminoso y puro del campo y el ámbito sórdido y pecaminoso de la ciudad.30 Se proclama simultáneamente la superioridad ética del indio y la inferioridad moral del europeo, con lo cual, además, se relativizan los logros culturales de Occidente: éstos se hallarían exclusivamente en el terreno técnico-material, pero ya “contaminados” por la racionalidad instrumental y el principio de eficacia.31 Usando una contraposición binaria excluyente, el presidente argentino Juan Domingo Perón postuló la existencia de dos líneas en la cultura política de su país: una nacional, partidaria de la civilización hispano-católica, fuerte en las provincias y representada por los caudillos locales; la otra antinacional y anglosajona, afincada en Buenos Aires, personificada por la aristocracia europeizante, los masones y los partidos libe-rales.32 Las reminiscencias del catolicismo barroco en el lenguaje del nacionalismo del siglo xx son evidentes.
Este dualismo maniqueísta y su correlato ético-social pertenecen al núcleo del pensar y sentir de muchas comunidades rurales latinoamericanas, especialmente en la región andina, y aunque se hallan en cierto proceso de declinación, todavía manifiestan una visión del mundo compartida por amplios segmentos poblacionales. Los variados estudios en torno a la religiosidad popular y el enaltecimiento concomitante de un esencia indeleble latinoamericana reproducen este dualismo, aunque a un nivel intelectual más refinado, y son inadecuados para aprehender la realidad contemporánea, signada por una multiplicidad de identidades híbridas, procesos cambiantes de aculturación y mixturas civilizatorias de la más diversa índole. El núcleo de aquella esencia identificatoria latinoamericana estaría constituida por el catolicismo ibérico tradicional, el ritualismo y el comuni-tarismo de las religiones precolombinas, el barroco en cuanto forma original de síntesis cultural y los modelos de convivencia de las clases populares, presuntamente incontaminadas por la perniciosa civilización occidental moderna. Estas doctrinas representan a) la nostalgia de sus autores por sistemas ideales de solidaridad humana que nunca han existido, b) su animadversión por la compleja modernidad contemporánea y c) una curiosa simpatía, típica de sofisticados intelectuales citadinos, por los resabios populares y anti-elitistas del orden premoderno y rural, es decir, por una porción de la tradicionalidad poco digna de ser recuperada.
Maniqueísmo y dicotomías radicalesEl maniqueísmo ha sido una importante religión de origen gnóstico, que tuvo una concepción dualista de la divinidad: la lucha perenne entre la luz y las tinieblas.33 Maniqueísmo es empleado aquí exclusivamente en sentido político-ideológico, para denotar una constelación donde se sedimentan ante todo dos fuerzas políticas, con exclusión de otras alternativas. Estas dos corrientes —que pueden ser movimientos políticos o tendencias de pensamiento— se hallan sumidas en una pugna permanente, condenadas a eliminarse la una a la otra. La idea rectora del maniqueísmo es muy simple: “Quien no está conmigo, está contra mí”. Lo más significativo del maniqueísmo político-ideológico reside en el principio siguiente. La estrategia política más conveniente no es impulsar una programática propia, clara y distinta, sino tratar de suprimir o, por lo menos, debilitar al contrario, con lo que ya se habría avanzado considerablemente en la consecución de los fines propios.34
Principios y motivos maniqueístas se hallan en todas las culturas y todos los tiempos, pese a la diferenciación creciente de la vida social y de las actividades intelectuales. Ahora bien: este pensar y sentir en dualidades mutuamente excluyentes constituye una de las formas más populares y expandidas de las actuaciones de amplias capas sociales con un grado relativamente modesto de instrucción y con esperanzas fácilmente definibles. A ello se debe la gran popularidad de referendos y otros tipos de consulta plebiscitaria, en los cuales se expresa la necesidad de descartar la opción enemiga de un modo fácilmente comprensible. Los movimientos socialistas y populistas, pero también los fascistas y otras opciones de las derechas, se han servido generosamente de concepciones maniqueístas. El claroscuro sin matices con el que explican la realidad social, la construcción de una fuerza enemiga que conjuga todos los factores negativos, las reminiscencias de prédica religiosa y catecismo juvenil, así como la atmósfera general de exaltación y entusiasmo, constituyen factores recurrentes del maniqueísmo político utilizado, por ejemplo, en las prácticas populistas actuales.
A menudo, el resurgimiento del maniqueísmo político tiene lugar después de una grave crisis que conmueve los fundamentos de una sociedad, como ocurrió en Europa después de la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, los desarreglos económicos y la atmósfera de una dilatada inseguridad que engendraron los regímenes neoliberales en América Latina a fines del siglo xx han preparado el terreno para la propagación del maniqueís-mo político a partir de diferentes doctrinas y prácticas socio-políticas, cuya popularidad en América Latina no ha disminuido sustancialmente, pese a los intensos procesos de modernización. Durante el siglo xx, algunos presupuestos histórico-filosóficos de vieja data, que provienen del acervo del catolicismo barroco y popular, han sido revigorizados por pensadores y literatos adscritos a las diferentes versiones del indigenismo.35
En el núcleo de estas doctrinas se encuentra la oposición binaria de dos grandes fuerzas. Por un lado, se halla la esfera del sentimiento religioso, de los sueños y anhelos de la sociedad y de las concepciones morales de la misma, esfera que se acerca al campo de lo divino y que por ello no puede ser comprendida —o descrita— adecuadamente, sólo mediante esfuerzos racionales. Es el espacio del amor, el altruismo, la confianza y la espontaneidad en las relaciones humanas, el terreno de la solidaridad inmediata entre los hombres y de la amistad sin cálculo de intereses, pero también el lugar de las utopías sociales, la cólera revolucionaria y la violencia política ante las injusticias históricas. Aquí no tienen cabida las intermediaciones institucionales, las limitaciones impuestas por leyes y estatutos. Esta esfera posee una dignidad ontológica superior en comparación con las otras actividades y creaciones humanas. A ella no se puede aplicar una reflexión que analice la proporcionalidad de los medios (por ejemplo: políticos o institucionales) o la adecuación instrumental de medidas con respecto a fines, pues estos últimos estarían más allá de todo esquema ana-lítico-racionalista. Los valores de orientación de esta esfera son “puros”, en el sentido de que su vigencia no depende de mediaciones, las que siempre traen consigo un factor de distorsión y engaño, una posibilidad de falseamiento y ventajismo. De acuerdo a esta reflexión, la violencia revolucionaria tiene ese carácter de pureza y no puede ser juzgada por el mezquino cálculo de proporciones. Las revoluciones genuinas, por lo tanto, tendrían un derecho histórico superior frente a toda crítica proveniente del liberalismo racionalista.
La otra esfera —basada en el principio de rendimiento y eficacia— está constituida por los asuntos prosaicos de la vida ordinaria: el campo laboral, los negocios y la política convencional. (Es decir, la política como se presenta rutinariamente, no la política en cuanto conquista sublime de la emancipación humana.) Aquí prevalecen la racionalidad instrumental y la proporcionalidad de los medios. Es el campo de las instituciones, los estatutos y las leyes, pero también de los intereses particulares. La racionalidad instrumental permea todos los aspectos de este espacio, el que puede ser descrito como la evitación o mitigación de conflictos a través de mecanismos institucionalizados como el Derecho positivo y los contratos. Constituye el plano del egoísmo y de los cálculos mezquinos; es también el terreno por excelencia de las intermediaciones, cuyos instrumentos son las negociaciones políticas, los compromisos y los acuerdos provisionales.
Esta contraposición de principios excluyentes ha sido usual en varios ámbitos culturales e históricos, como en Europa después de la Primera Guerra Mundial. Generalmente se atribuye a la primera esfera —la de la religión, la moralidad y el altruismo— una dignidad superior por encima del campo de la institucionalidad y las intermediaciones. Este último plano concita casi siempre un marcado sentimiento de desconfianza y desprecio, pues es considerado como el lugar privilegiado de las patologías sociales. Se supone que los factores asociados a la primera esfera disfrutan de las cualidades de pureza, autorreferencialidad y hasta sacralidad. Estos aspectos no están, afortunadamente, sometidos al principio de rendimiento, eficacia y proporcionalidad; no prevalecen allí ni la racionalidad instrumental ni el detestable debate de intereses. Aquí se encuentra, en cambio, el potencial de nuevas concepciones, obviamente revolucionarias, acerca de la moral y la política.
En esta línea, y apoyado en Georges Sorel, el gran pensador y literato Walter Benjamin aseveró que la violencia revolucionaria y utópica es pura y autorreferencial: un fin en sí misma.36 Se menciona aquí a Benjamin y a autores de tendencia similar a causa de la calidad de su obra y, ante todo, por haber formulado temprana y lúcidamente una concepción sobre las antinomias binarias de la cultura política que es muy semejante a la que desde entonces prevalece en América Latina. Por otra parte, el alto nivel de abstracción de estos esfuerzos teóricos nos permite reconocer aspectos similares en aportes intelectuales de diversas épocas y regiones. De acuerdo a Benjamin, la violencia revolucionaria y utópica no puede ser juzgada desde la perspectiva de la proporcionalidad de los medios, ni desde la óptica convencional de la filosofía de la historia, ni —menos aun— desde un punto de vista jurídico convencional. Al ser una meta por derecho propio, la violencia revolucionaria se convierte en sagrada. Igual que Sorel, Benjamin experimentó un notable entusiasmo por la “heroica energía de las masas”.37 Como dice Axel Honneth en un estimulante ensayo, el propósito de Sorel y Benjamin consistía en mantener el concepto de lo político en la lejanía más grande posible de la pugna de intereses, en un “anti-uti-litarismo” doctrinario.38 Este intento de concebir la “genuina” política —aquella que se consagra exclusivamente a la consecución de la emancipación humana— en un estado de pureza prístina no hace justicia ni a la realidad histórica ni al núcleo de la política, que es la perenne discusión de intereses en el espacio de lo contingente y aleatorio y no algo eximido de metas y anhelos cotidianos y prosaicos, es decir eminentemente humanos.
La sacralización de la violencia física inmediata —en medio de un contexto claramente maniqueísta— fue postulada también por Frantz Fanon, cuya obra ha tenido una recepción muy positiva en los sectores populistas y socialistas de América Latina y en los cenáculos académicos dedicados a los estudios postcoloniales y subalternos. La violencia es enaltecida como la reintegración del individuo al todo social que le brinda sentido, como la recuperación de la transparencia perdida y como manifestación de la “praxis absoluta”: el arma es la “humanidad” del revolucionario, “la violencia unifica al pueblo”.39 Fanon contrapone la sublevación contra el poder colonial y su “hombre total” frente a la Europa decadente, criminal y corrupta; sólo la revolución cruenta convertiría al habitante del Tercer Mundo en un ser humano, únicamente la lucha armada constituiría el camino de la liberación social y el mecanismo del progreso histórico.40
Conclusiones provisionalesEl resultado del esfuerzo teórico de Walter Benjamin y de pensadores similares puede ser visto como un relleno quiliástico del concepto marxista de revolución, como lo pensó Ernst Bloch por los mismos años: el proletariado se convirtió en la vanguardia terrenal de un retorno del Mesías, retorno que era pensado como inmediato e indudable.41 Así, la política adquiriría definitivamente la calidad de un fin religioso en sí mismo. Pero al sacralizar la política de esta manera, Benjamin devaluaba las normativas filosóficas y jurídicas que tratan de proteger la dignidad humana de las incursiones de violencias y poderes irracionales. Él sostuvo en el mismo contexto que el “dogma de la santidad de la vida” sería una de las últimas confusiones de la “debilitada tradición occidental”.42 Entonces, no es de extrañar que muchas de estas ideas las compartía con Carl Schmitt, el jurista más importante del nacionalsocialismo alemán, cuya influencia no deja de crecer en círculos “progresistas” y populistas de América Latina.43 Al igual que Schmitt y Sorel, Benjamin rechazó toda fundamentación iusnaturalista del Derecho44 y se decantó por un positivismo jurídico muy convencional —como estaba en boga por aquellos años—, que considera que todo Derecho es en el fondo casual y basado en la violencia irracional, particularista y egoísta; las leyes representarían la creación de dispositivos instrumental-racionales con respecto a ese derecho siempre arbitrario.45 La conclusión, en plena concordancia con Thomas Hobbes (Auctoritas non veritas facit legem), es conocida: el gobierno del momento, y no la verdad o la razón, sería el único fundamento legítimo del Derecho, lo cual tendría plena vigencia para el futuro ordenamiento jurídico de movimientos mesiánicos y revoluciones socialistas. Como afirma Honneth en forma global acerca de la teoría de Benjamin: su concepción del derecho tenía tintes terroristas, su ideal acerca de la violencia parecía teocrático y su imagen de la revolución era qui-liástico-mesiánica.46
Todos estos factores se hallan presentes en vigorosas corrientes telu-ristas, indigenistas, nacionalistas y populistas de izquierda latinoamericana, en las cuales se cristalizan cuatro principios relativamente simples, pero que han exhibido una gran vitalidad desde fines del siglo xix:
- 1.
La sacralización de la violencia.
- 2.
La invocación de un “cambio radical”, una revolución total, cuyos datos concretos permanecen dentro de una nebulosa sintomática.
- 3.
La devaluación de todo marco institucional y legal y la carencia de propuestas específicas de políticas públicas.
- 4.
La creencia maniqueísta de que el aplastamiento del adversario constituye la parte esencial de la actividad política y cultural.
Pese a los procesos de modernización, secularización y globalización, estos principios son claramente favorables a la preservación de un poderoso sustrato civilizatorio que aun hoy fundamenta la cultura política del autoritarismo en amplias regiones de América Latina.
En dilatadas porciones de América Latina, sobre todo en la región andina, la civilización occidental es percibida como una tendencia decadente, superficial, materialista, sin raíces y sin sueños, que habría destruido las antiguas culturas precolombinas y que hoy haría peligrar el vigor y la unidad espiritual del mundo indígena. Al igual que en el ámbito islámico, se la critica porque le faltaría una gran visión histórica y religiosa, que vaya más allá de los afanes cotidianos.
La moderna democracia pluralista en cuanto sistema competitivo, en el cual los partidos luchan abiertamente por el poder y donde la resolución de conflictos se produce mediante negociaciones y compromisos aleatorios, es considerada por sus detractores latinoamericanos como un orden social débil y sin sustancia, antiheroico, mediocre y corrupto. En la consciencia anti-occidentalista, la democracia moderna es vista como el espacio de los comerciantes y los mercaderes, donde escasean los designios eminentes y los propósitos sublimes. El pluralismo ideológico, el parlamento como lugar de negociación de intereses, los partidos contendientes entre sí y los debates interminables en el seno de la opinión pública, son entendidos como obstáculos a un desarrollo auténtico, como una rémora frente a las apremiantes necesidades del momento y como una pérdida de tiempo en comparación con el presunto mejor desempeño de un gobierno fuerte y de un líder enérgico. Se repite la crítica, muy difundida, acerca de las debilidades innatas y las complicaciones innecesarias del orden liberal-democrático. Esta contraposición binaria de dos sistemas civilizatorios y el desdén concomitante por la democracia contienen elementos premodernos y hasta pre-urbanos y representan probablemente una ideología compensatoria. No hay duda, por otra parte, de que se trata de una magna concepción, la cual no carece de aspectos positivos y reconfortantes, pero se encuentra más cerca de la sencilla religiosidad de la época barroca que de la compleja modernidad contemporánea.
La amplia corriente intelectual reseñada aquí, inspirada originalmente por el ethos barroco de la Iglesia católica, enriquecida por los teóricos radicales de la revolución y por pensadores postmodernistas como Michel Foucault y Jacques Derrida, termina “comprendiendo” y justificando el populismo latinoamericano, debilitando la democracia representativa, cerrando los ojos ante los fenómenos de la vida cotidiana en los partidos y en los regímenes populistas y dejando incólumes las bien arraigadas tradiciones culturales del autoritarismo. Los frutos ambivalentes de la democracia pluralista representativa deben ser sometidos de manera natural a un severo análisis, pero los pensadores aquí criticados se consagran a celebrar la dilución de los principios fundamentales de la democracia y a redescubrir los elementos “genuinamente democráticos” contenidos en los regímenes populistas y en las tradiciones anti-occidentalistas del “pueblo” latinoamericano. En cierta medida, estos autores aportan su grano de arena a la abdicación de la actividad intelectual ante un horizonte cultural y político signado por la mediocridad, la desinstitucionalización y el caudillismo convencionales, como son los regímenes populistas de la actualidad latinoamericana. Adicionalmente, estos intelectuales cierran deliberadamente los ojos ante la probabilidad de que la cultura popular represente un modelo de disciplinamiento colectivo vaciado de consciencia crítica, es decir, ante la posibilidad de que esta cultura esté permeada por la racionalidad instrumental y se haya transformado en una forma contemporánea de control social. Fenómenos como la manipulación de consciencias, la consolidación de un caudillismo carismático y la creación de un barniz anti-imperialista con los colores del folklore momentáneo, constituyen elementos recurrentes del populismo, que pueden facilitar la transición a un sistema totalitario.
El resultado final de las doctrinas favorables a las oposiciones binarias puede ser visto en la preservación de un arcaísmo artificial, el cual ya no corresponde a la compleja modernidad, plural y diversa, alcanzada entre tanto por las naciones latinoamericanas. Este arcaísmo fomenta, a su vez, el infantilismo político de las masas, junto con su correlato obligatorio, el paternalismo de los liderazgos. La atmósfera general que estas concepciones fomentan puede ser calificada como una confrontación electrizada entre enemigos reales o imaginarios, una contienda electoral permanente, como es practicada actualmente en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. La utilización política del arcaísmo maniqueísta permite, por un lado, manipular los miedos primigenios y los motivos y valores de orientación de vieja data que han subsistido en las masas populares y, por otro, hace posible la sacralización de la violencia política con fines particularistas.
La modernización parcial en América Latina y su tendencia al laicismo han debilitado a la Iglesia católica como institución, pero ha dejado casi incólume la cultura política vinculada a la religiosidad popular. En los regímenes populistas el clima de la discusión política y el manejo del aparato estatal contienen rasgos claros de un retroceso hacia formas ya superadas —y más ineficientes— de gobierno, debate intelectual y gerencia de instituciones. No hay duda, por otra parte, de las bondades de la religiosidad popular, precisamente en el seno de un proceso de modernización y secularización. Ella mantiene vigentes los ideales de igualdad, fraternidad y solidaridad, sin los cuales no podría existir la meta normativa de un orden justo, aunque en moldes premodernos que evitan su aplicación realista en la praxis del presente.
Doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Miembro de número de la Academia de Ciencias de Bolivia.
Fernando Mires, “Política como religión”, en Cuadernos del CENDES, vol. 27, núm. 73, Caracas, enero-abril de 2010, pp. 1-30, aquí p. 2.
Cf. las interesantes observaciones de David Scott Palmer, The Politics of Authoritarianism in Spanish America, en James M. Malloy (comp.), Authoritarianism and Corporatism in Latin America, Pittsburgh, Pittsburgh U. P., 1977, pp. 377-412.
Cf. Magnus Mörner, The Andean Past: Lands, Societies and Conflicts, New York, Columbia U. P. 1985. Para una visión diferente cf. Helga von Kügelgen (comp.), Herencias indígenas, tradiciones europeas y la mirada europea, Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Ver-vuert 2002.
Para el caso boliviano, cf. el texto que no ha perdido vigencia: James M. Malloy, Auhto-ritarianism and Corporatism: The Case of Bolivia, en James M. Malloy (comp.), op. cit. (nota 2), pp. 459-485.
Para el estudio de la religiosidad popular, cf. Pedro Morandé, Cultura y modernización en América Latina, Santiago de Chile, PUC, 1984; Bolívar Echeverría (comp.), Modernidad, mestizaje cultural y ethos barroco, México, UNAM/El equilibrista 1994; Bolívar Echeverría, Vuelta de siglo, México, Era, 2006. Sobre el ethos barroco, cf. Stefan Gandler, Marxismo en México: Adolfo Sánchez Vázquez y Bolívar Echeverría, México, FCE/UNAM, 2007, pp. 391, 417-424; sobre la obra de Echeverría, cf. ibid., pp. 83-148, 269-276.
Boaventura de Sousa Santos, Pensar desde el Sur. Para una política emancipatoria, La Paz, Plural/CLACSO 2008; Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, México, Era 1998; Cecilia Salazar de la Torre, Ethos barroco o herencia clásica? En torno a las hipótesis de Sousa Santos, en Luis Tapia (comp.), Pluralismo epistemológico, La Paz, CIDES/CLACSO/ Muela del Diablo, 2009, pp. 85-166, aquí p. 99.
Sobre el concepto de economía solidaria, cf. Armando de Melo Lisboa, Economia soli-dária: incubando uma outra sociedade, en PROPOSTA (Rio de Janeiro), no. 9, junio-agosto de 2003, pp. 50-58, texto que rastrea las raíces histórico-culturales de la “economía solidaria” desde el ethos barroco hasta las obras de Josué de Castro.
Para el estudio de la religiosidad popular, cf. el brillante estudio, rico en elementos empíricos, de Imelda Vega-Centeno, Aprismo popular. Cultura, religión y política, Lima, CISEPA-PUCP/Tarea, 1991, especialmente los acápites teórico-metodológicos, pp. 49-90.
Entre otras razones porque la constelación social contiene tendencias colectivas poderosas que propugnan una satisfacción inmediata de pulsiones materiales y sensuales. Cf. Luis Madueño, El populismo quiliástico en Venezuela. La satisfacción de los deseos y la mentalidad orgiástica, en Alfredo Ramos Jiménez (comp.), La transición venezolana. Aproximación al fenómeno Chávez, Mérida, Universidad de Los Andes/Centro de Investigaciones de Política Comparada 2002, pp. 47-76, especialmente pp. 70-71.
Cf., entre otros: Horst Pietschmann, Staat und staatliche Entwicklung am Beginn der spanischen Kolonisation Amerikas (El Estado y el desarrollo estatal al comienzo de la colonización española en América), Münster, Görres 1980; J. Lloyd Mecham, Church and State in Latin America: A History of Politico-Ecclesiastical Relations, Chapel Hill, North Carolina U. P. 1966; Frederick C. Turner, Catholicism and Political Development in Latin America, Chapel Hill, North Carolina U. P., 1971.
Cf. las obras clásicas sobre esta temática que han mantenido su vigencia teórica: José Toribio Medina, Historial del tribunal de la Inquisición de Lima 1569-1820 [1887], Santiago de Chile, Fondo Histórico J. T. Medina, 1956 (2 vols.); Henry Charles Lea, The Inquisition in the Spanish Dependencies, New York, Macmillan 1908; Henry Kamen, La inquisición española: una revisión histórica [1965], Barcelona, Crítica, 2005. Acerca de la situación en México, cf. Solange Alberro, Inquisición y sociedad en México 1571-1700, México, FCE, 1988.
Teodoro Hampe Martínez, Santo Oficio e Historia Colonial. Aproximaciones al Tribunal de la Inquisición de Lima (1570-1820), Lima, Ediciones del Congreso del Perú 1998, p. 10.
Ibid., pp. 8, 33, 102. Cf. el excelente y conocido ensayo de Bartolomé Escandell Bonet, Una lectura psico-social de los papeles del Santo Oficio. Inquisición y sociedad peruanas en el siglo XVI, en Joaquín Pérez Villanueva (comp.), La Inquisición española: nueva visión, nuevos horizontes, Madrid, Siglo xxi, 1980, pp. 437-467.
Bartolomé Bennassar, Modelos de la mentalidad inquisitorial: métodos de su “pedagogía del miedo”, en Ángel Alcalá et al., Inquisición española y mentalidad inquisitorial, Barcelona, Ariel, 1984, pp. 174-182; cf. también Bartolomé Bennassar et al., L’Inquisition espagnole, XV-XIXe siècle, París, Hachette, 1978.
O. Carlos Stoetzer, Iberoamérica. Historia política y cultural, vol. I: Los gobiernos peninsulares (1492/1500-1808), Buenos Aires, Hernandarias/Docencia, 1996, pp. 141-180.
O. Carlos Stoetzer, Iberoamérica. Historia política y cultural, vol. II: El periodo de la independencia (1808-1826), Buenos Aires, Hernandarias/Docencia, 1998, pp. 17-20.
Cf. Enrique Dussel, Veinte proposiciones de política de la liberación, La Paz, Tercera Piel, 2006; Juan José Bautista S., Crítica de la razón boliviana. Elementos para una crítica de la subjetividad del boliviano-latinoamericano, La Paz, Pisteuma, 2005; Rafael Bautista S., Octubre: el lado oscuro de la luna. Elementos para diagnosticar una situación histórico-existen-cial: una nación al borde de otro alumbramiento, La Paz, Tercera Piel, 2006.
Sobre este contexto, cf. Mariano Moreno Villa, Filosofía de la Liberación y barbarie del “Otro”, en Cuadernos Salmantinos de Filosofía (Salamanca), no. 22, 1995, pp. 267-282.
Una obra temprana de este autor continúa ejerciendo una notable influencia: Enrique Dussel, Para una ética de la liberación latinoamericana, Buenos Aires, Siglo xxi, 1973 (dos tomos).
Carlos Cullen, Fenomenología de la crisis moral. Sabiduría de la experiencia de los pueblos, San Antonio de Padua/Buenos Aires, Castañeda 1978, pp. 14-16.
Guillermo Bonfil Batalla, Aculturación e indigenismo: la respuesta india, en José Alcina Franch (comp.), Indianismo e indigenismo en América, Madrid, Alianza, 1990, pp. 189-209, aquí p. 197.
Esta propensión maniqueísta está también contenida en la concepción político-práctica de Carl Schmitt. Cf. el excelente ensayo (pese a su modesto título) de Reinhard Mehring, Carl Schmitt zur Einführung (Introducción a Carl Schmitt), Hamburgo, Junius, 2001, p. 41.
Cf. Mario Vargas Llosa, La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, México, FCE, 1996.
Walter Benjamin, Zur Kritik der Gewalt (Sobre la crítica de la violencia) [1920-1921], en Benjamin, Zur Kritik der Gewalt und andere Aufsätze (Sobre la crítica de la violencia y otros ensayos), Frankfurt, Suhrkamp 1965, pp. 29-65, especialmente p. 52. Cf. el número monográfico de Revista de Ciencias Sociales, núm. 100, San José, Costa Rica, abril-junio de 2003, dedicado al tema: “Homenaje a Walter Benjamin, pilar del pensamiento crítico”, particularmente Héctor González Morera, Reflexiones sobre Walter Benjamin: aproximación a la experiencia para abordar otras formas de conocimiento, en ibid., pp. 31-47; Mauricio Frajman Lerner, El mesianismo en el pensamiento de Walter Benjamin, en ibid., pp. 71-76.
Axel Honneth, Eine geschichtsphilosophische Rettung des Sakralen. Zu Benjamis “Kritik der Gewalt” (Un rescate histórico-filosófico de lo sagrado. En torno a la “Crítica de la violencia” de Benjamin), en Axel Honneth, Pathologien der Vernunft. Geschichte und Gegenwart der Kritischen Theorie (Patologías de la razón. Historia y presente de la Teoría Crítica), Frankfurt, Suhrkamp, 2007, pp. 112-156, aquí p. 115.
Ibid., p. 116 (apoyado en un argumento de Isaiah Berlin). Sobre la necesidad de rechazar la política como el campo de los compromisos y los pactos, cf. Walter Benjamin, op. cit. (nota 36), pp. 46-47.
Ibid., pp. 291-292. Cf. dos brillantes ensayos críticos de esta posición: Karl Theodor Schuon, Fanons Lehre von der befreienden Gewalt (La doctrina de Fanon sobre la violencia liberadora), en: Das Argument (Berlin), vol. 9, núms. 5-6 (= 45), diciembre de 1967, pp. 417-420; Bassam Tibi, Internationale Politik und Entwicklungsländer-Forschung. Materialien zu ei-ner ideologiekritischen Entwicklungssoziologie (La política internacional y la investigación sobre países en vías de desarrollo. Materiales para una sociología crítica del desarrollo), Frankfurt, Suhrkamp, 1979, p. 181.
Walter Benjamin, op. cit. (nota 36), p. 63. Sobre Benjamin cf. Mark Lilla, The Reckless Mind. Intellectuals in Politics, New York, The New York Review of Books 2001, pp. 90-93; Jür-gen Habermas, Bewusstmachende oder rettende Kritik. Die Aktualität Walter Benjamins (La critica de hace consciente o que salva. La actualidad de Walter Benjamin), en Jürgen Haber-mas, Politik, Kunst, Religion. Essays über zeitgenössische Philosophen (Política, arte, religión. Ensayos en torno a filósofos contemporáneos), Stuttgart, Reclam, 1978, pp. 48-95; Werner Fuld, Walter Benjamin. Zwischen den Stühlen (Walter Benjamin entre las sillas), Munich, Hanser 1979, passim.
Cf. los estudios críticos: Jorge E. Dotti, Carl Schmitt en Argentina, Rosario, Homo Sapiens 2000; Jorge E. Dotti/Julio Pinto, Carl Schmitt: su época y su pensamiento, Buenos Aires, Eudeba 2002; José Luis Villacañas/Román García, Walter Benjamin y Carl Schmitt. Soberanía y Estado de excepción, en Daimon, Revista de Filosofía, núm. 13, Murcia, julio-diciembre de 1996, pp. 14-60 (número monográfico dedicado al tema: “Carl Schmitt. Entre teología y mitología política”); Santiago C. Leiras, Los conceptos de política y decisionismo político en Carl Schmitt. Su repercusión en el debate latinoamericano, en Ecuador Debate, núm. 82, Quito, abril de 2011, pp. 159-174.