En México, la transición a la democracia fue posible gracias a la continua modificación de las reglas de la competencia electoral, las cuales, paulatinamente, permitieron la celebración de elecciones competidas. Así, la alternancia política en todos los niveles de gobierno fue un fenómeno cada vez más común, hasta desembocar en la primera alternancia en el Poder Ejecutivo federal en 2000.
Sin embargo, como ha quedado de manifiesto particularmente a partir de las elecciones de 2006, la renovación de los poderes públicos no es un asunto que haya quedado totalmente resuelto. Con todo y alternancias, en una buena parte de la sociedad sigue existiendo la sensación de que los comicios no son del todo auténticos, pues las condiciones en las que se desarrollan en no pocas ocasiones generan graves inequidades entre los contendientes.
En el libro Autenticidad y nulidad. Por un derecho electoral al servicio de la democracia, John Ackerman aborda el problema de la falta de autenticidad en las elecciones, sostiene que son las autoridades electorales quienes tienen la mayor responsabilidad en este asunto, y propone la anulación de los comicios como vía para hacer respetar la voluntad ciudadana y desincentivar la utilización de estrategias que atenten contra su correcta expresión.
El autor comienza la obra señalando que hoy en día el principal reto para la democracia mexicana es romper con el legado de simulación institucional que lamentablemente arrastra, para “pasar de la mera celebración de elecciones populares de acuerdo con la normatividad vigente, a la celebración de procesos competitivos realmente 'auténticos' y 'democráticos'” (p.13).
De acuerdo con Ackerman, durante algunos años el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) se esforzó por cumplir con su papel de garante de la democracia, a través de tesis y jurisprudencias sumamente innovadoras, destacando en este tenor la “causal abstracta de nulidad”, con base en la cual se podía declarar invalida una elección cuando las irregularidades observadas dañaran su autenticidad. No obstante, a partir de 2006 el Tribunal se caracteriza por una actitud pasiva y omisa ante irregularidades como la intervención indebida de autoridades públicas en procesos electorales, por medio de declaraciones o de la utilización de recursos del erario; el rebase de topes de campaña; el financiamiento ilegal; y la intervención de poderes fácticos. El autor incluso habla de una “causal abstracta de validez” en ciernes, ya que —señala— la actitud de los órganos jurisdiccionales permitiría validar una elección aun cuando se acrediten violaciones graves a la ley.
En el libro se mencionan una gran cantidad de ejemplos de elecciones municipales y estatales, además de elecciones internas en los partidos, en donde se validan los resultados a pesar de las múltiples irregularidades observadas. Y a partir de ello, sostiene que la única forma de hacer respetar la ley y los principios constitucionales en la celebración de elecciones es anular aquellos comicios que no se apeguen a lo dictado en la constitución.
Como argumenta el autor, con la intención de evitar que el TEPJF pueda eventualmente juzgar la validez de una elección considerando los principios constitucionales que deben regir, en la reforma de 2007 los partidos modificaron el artículo 99 constitucional, mismo que ahora señala que “Las salas superior y regionales del Tribunal sólo podrá declarar la nulidad de una elección por las causales que expresamente se establezcan en las leyes”.
En un primer momento, el Tribunal resolvió que esta disposición le impedía considerar algún hecho no contenido expresamente en las causales de nulidad de la ley secundaria. Sin embargo, a partir de 2008 el TEPJF empezó a ensayar una nueva causal de nulidad “por violaciones a principios constitucionales” resolviendo que “los magistrados nunca pueden abdicar de su responsabilidad de defender y hacer valer la constitución” (p. 124). Hecho que, al decir de Ackerman, abre el camino para que el Tribunal tenga una posición más activa en los procesos electorales y no quede como simple “burócrata de ventanilla”.
Según el autor, las autoridades jurisdiccionales no deben ser extremadamente renuentes a anular elecciones, pues ello abre la puerta al abuso generalizado de la ley a sabiendas de que se les podría aplicar sanciones pero no se les quitaría el triunfo y las prebendas que lo acompañan. Además, si bien es cierto que anular una elección “por cualquier infracción” abriría la puerta a un “sabotaje sistemático y generalizado de los procesos electorales”, lo contrario resulta peor, pues sostiene que “al avalar una elección irregular o inauténtica los magistrados enviarían una señal a los actores políticos de que se vale violar la ley” (p. 70). Asimismo, arguye que en realidad resulta más grave avalar una elección fraudulenta que anular una limpia, pues en el primer caso se defrauda la voluntad popular sin remedio, y en el segundo se abre la puerta para su reposición. En el mismo sentido, señala que si bien la celebración de nuevos comicios puede generar molestias para los ciudadanos y un gasto adicional para el Estado, con ello no se afecta el derecho a elegir autoridades, por el contrario, se reafirma (p. 66).
Con respecto a la “carga de la prueba” que pesa sobre el actor que impugna una elección, el autor señala que debería estar compartida. Sostiene que no sólo los perdedores, sino también los ganadores y las propias autoridades electorales, deberían estar obligadas a demostrar que el supuesto triunfo fue legítimo, a través de “una especie de juicio de validez” (p. 106).
Concluye enfatizando la necesidad de cambiar de criterios a la hora de calificar los comicios y anularlos si no se desarrollan como lo establece la constitución. “Hay que fomentar un miedo real entre los integrantes de los equipos de campaña de que si no se respeta la legalidad su eventual triunfo podría ser anulado por los órganos jurisdiccionales” (p. 190). De otro modo, señala, seguiremos en la simulación democrática. Los partidos seguirán violando la ley y las autoridades seguirán buscando el modo de declarar las elecciones válidas, a pesar del caudal de irregularidades.
Vale la pena señalar que en esta obra Ackerman presenta una crítica ampliamente documentada de la actuación de las autoridades electorales y, en especial, de los criterios utilizados a la hora de calificar los comicios. Su diagnóstico, a mi modo de ver, es correcto, pues es innegable que la desconfianza que en las elecciones aún mantiene una buena parte de la ciudadanía tiene su sustento en que no se observa que la actuación ilegal de personajes de todos los partidos durante el desarrollo de los comicios en todos los niveles de gobierno, tenga, invariablemente, alguna consecuencia sobre la validez de los mismos.
Ciertamente su postura puede parecer radical, no obstante, en mi opinión merece ser considerada, analizada y debatida, pues está basada en datos objetivos sobre la manera en que se desarrollan los comicios y sobre las consecuencias negativas que la excesiva permisibilidad de las autoridades electorales puede acarrear para la democracia mexicana.
Maestro en Estudios Políticos Sociales por la UNAM.