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Vol. 2014. Núm. 32.
Páginas 197-199 (mayo - agosto 2014)
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Elías Margolis Schweber*
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El libro empieza con una frase clara: “Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy.” Hemos pasado, como sociedad, treinta años en la búsqueda de un beneficio material, fuera del sentido de un propósito colectivo. No podemos seguir viviendo así. El pequeño crac del 2008 fue un recordatorio de que el capitalismo no regulado es el peor enemigo de sí mismo. Ahora la distinción izquierda/ derecha resulta inútil.

Un liberal es alguien que se opone a la intromisión de los asuntos ajenos: es tolerante con la disconformidad y con el comportamiento no convencional. Por otra parte, la socialdemocracia es una suerte de híbrido; en la política pública creen en las posibilidades y ventajas de la acción colectiva para el bien público.

Hemos entrado en una era de inseguridad económica, física y política. En el año 1914 pocos predijeron el completo colapso del mundo y sus catástrofes. La inseguridad engendra miedo. El miedo —miedo al cambio, a la decadencia, a lo extraño, a un mundo ajeno— está corroyendo la confianza y la interdependencia en la que se basan las sociedades civiles. Hay que defender la necesidad de disentir en nuestra forma de pensar guiada por la economía y la urgencia de una vuelta a la conservación pública imbuida de ética: “ésa es la razón de este libro”.

Cita a Adam Smith: “ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y desdichados.” Hoy un directivo ejecutivo de Walmart gana un sueldo 900 veces superior al de su empleado medio. El 40% de la población estadounidense tiene menos ingresos y son 120 millones de personas. La mayoría de los nuevos empleados creados entre 1997 y 2007 estaban en el extremo inferior y superior de la escala salarial. Así hay pocas expectativas de mejorar las condiciones en las que nacieron y además tienen los síntomas habituales de depresión, alcoholismo, obesidad, juego y delitos menores. En Estados Uniodos se gastan grandes sumas de dinero en salud, pero su esperanza de vida sigue estando por debajo de la de Bosnia y sólo es un poco mejor que la de Albania.

Nos hemos vuelto insensibles a los costes humanos de políticas sociales en apariencia racionales. Hay que preguntarse qué es la libertad en las nuevas sociedades urbanas y rurales. Y entender lo que ellas necesitan de nuevo.

Existe un relativismo moral y estético que dice que si algo es bueno para mí, no me atañe a mí saber si también lo es para alguien más, y mucho menos imponérselo (“haz lo que quieras”). Con lemas como el de Margaret Thatcher: “la sociedad no existe, sólo hay individuos y familias”, queda destruido el paradigma dominante de la conservación pública. En contraste, el mismo Keynes pensaba que el capitalismo no sobreviviría si se limitaba a proporcionar a los ricos los medios para hacerse más ricos.

El mismo Hayek, de la London School of Economics, planeaba explícitamente un futuro fascista si el Laborismo llegaba al poder en Gran Bretaña, con el Programa de Bienestar y Servicios Sociales que constituía el eje de su campaña. Ya nadie cree en la tesis de Hayek de que cualquier interferencia en el mecanismo del mercado, nos abocaría al descenso por la resbaladiza pendiente que conduce al totalitarismo. El mercado eficiente quizá fuera un mito, pero al menos no entrañaba coerción desde arriba.

Ya no tenemos movimientos políticos; aunque miles de nosotros podamos acudir a una manifestación, nos une el sólo interés común de esa ocasión. La gente únicamente está ligada por la expresión de esas emociones. Nos hemos convertido en consumidores no sólo en nuestra vida económica sino también en nuestra vida política.

Con el Comunismo cayó algo más que un puñado de Estados represivos y un dogma político; se vino abajo la narración revolucionaria. Falta sensibilidad para los desafíos morales. La política no tiene nada que ver con los derechos ni siquiera con la justicia. Tiene que ver con las clases, la explotación y las formas de producción. Todo lo que queda es política: política del interés, la política de la envidia, la política de la reelección. La política se reduce a una forma de contabilidad social. La política, como la naturaleza, aborrece el vacío; después de veinte años desperdiciados, ha llegado el momento de comenzar de nuevo. ¿Qué hacer?

La política oficial de los regímenes autoritarios es una fachada para la legitimación del poder desnudo. Por consiguiente, lo primero que se le ocurre a un joven que quiere comprometerse es afiliarse a Amnistía Internacional, o a Greenpeace, o a Human Rights Watch, o a Médicos sin Fronteras. Sin embargo, si los ciudadanos activos o preocupados renuncian a la política, están abandonando su sociedad a sus funcionarios más mediocres y venales.

Maestro en Sociología por la UNAM. Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

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