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Vol. 2014. Núm. 32.
Páginas 175-196 (mayo - agosto 2014)
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¿Son posibles las alternativas políticas? La estatización partidaria en Argentina
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María Victoria López*
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Resumen

Tomando en cuenta que uno de los aspectos más significativos de los cambios en la vida democrática contemporánea ha sido la dilución de las lealtades partidarias tradicionales, el artículo sostiene que, en Argentina, dicho proceso dificulta la instalación y la supervivencia en el tiempo de nuevas organizaciones partidarias, a lo que se suman los condicionantes institucionales propios de su sistema político. Esto ha supuesto cambios organizativos profundos en los partidos políticos, que han pasado de ser agencias representativas a ser agencias de gobierno, donde son los líderes que ocupan cargos electivos de carácter ejecutivo quienes concentran los recursos económicos y simbólicos.

Palabras clave:
representación política
partidos políticos
Argentina
bipartidismo liderazgo
Abstract

Considering that one of the most significant aspects of the changes in contemporary democratic life has been the dilution of traditional party loyalties. This article argues that, in Argentina, this process hinders the installation and survival in time of new party organizations, to which the institutional constraints of its political system are added. This has led to profound organizational changes in political parties, which have grown from being representative agencies to government agencies, and where leaders that hold elective positions of an executive nature are the ones who concentrate the economic and symbolic resources.

Key words:
political representation
political parties
Argentina
bipartidism
leadership
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Introducción

En las últimas décadas, los estudios sobre teoría democrática han enfatizado el declive en la función de los partidos como agentes de representación política. Los lazos y lealtades partidarias tradicionales basadas en un principio identitario fuerte, construido sobre clivajes sociales (Novaro, 2000), se han diluido, y con ello se han desagregado las bases que sustentaban la cohesión de los partidos; a la vez, el vínculo de representación que los unía con los ciudadanos se ha visto alterado.

A pesar de la erosión de su función representativa, los partidos mantienen su rol en la organización de la vida política como coordinadores del juego electoral; más aún, autores como Bartolini y Mair (2001) sostienen que los partidos continúan desempeñando funciones procedimentales cruciales tales como el reclutamiento de líderes y la organización y el ejercicio del gobierno.

En ese sentido, partimos de la premisa que señala que en este pasaje de los partidos como agencias representativas hacia agencias de gobierno, éstos han sufrido transformaciones en sus formas organizativas, entre las que se destacan la creciente interpenetración entre partidos y estados y la concentración de recursos en los líderes que ocupan cargos ejecutivos de gobierno (Scherlis, 2013:31).

El caso argentino se ha revelado excepcional con respecto a estos fenómenos y nos brinda por lo tanto un escenario privilegiado para la observación e interpretación de los mismos. El objetivo del presente artículo es ofrecer un principio de lectura sobre dicho proceso de estatización partidaria, sosteniendo que el mismo ha dificultado la instalación y la supervivencia en el tiempo de nuevas organizaciones partidarias en Argentina. Se argumenta, además, que los condicionantes institucionales existentes en el sistema político argentino como el formato presidencialista y el fuerte federalismo electoral, colaboran en el mismo sentido.

El desarrollo de este artículo procede del siguiente modo: las primeras dos secciones se refieren a las transformaciones operadas en el campo de la representación política y del lugar de los partidos políticos en relación con la sociedad y el Estado, a la vez que analiza los principales cambios en su formato organizacional y el rol de los liderazgos políticos en este contexto. La tercer y última sección estudia de manera específica el caso argentino, haciendo un breve repaso de la evolución del sistema de partidos e identificando las dificultades para el surgimiento y supervivencia en el tiempo de partidos diferentes a los tradicionales Partido Justicialista (PJ) y Unión Cívica Radical (UCR).

El período de estudio de este trabajo parte desde el año 1983 hasta la actualidad, con especial énfasis en el período 2002-2001. Hemos empleado una metodología eminentemente cualitativa, que combina una profunda revisión bibliográfica y el relevamiento de artículos periodísticos de periódicos y publicaciones relevantes, junto con la realización entrevistas en profundidad a dirigentes políticos, académicos y periodistas. Asimismo, se han sistematizado los resultados electorales del período para completar el análisis.1

Representación política, ciudadanía e identidades

El rol fundamental que ocupan los partidos políticos en la vida democrática ha sido resaltado ampliamente por la literatura; al mismo tiempo, hoy en día la opinión pública manifiesta una sensación de insatisfacción y desconfianza respecto de los partidos en gran parte de las democracias contemporáneas (Linz, 2004:187; Montero y Gunther, 2004:307; Leiras, 2007:14)

Tradicionalmente visualizados como agentes de agregación y expresión de intereses y demandas de la sociedad (Sartori, 1980), podemos destacar brevemente tres aspectos que la bibliografía sobre el tema ha empleado para definirlos.

Primero, los partidos han sido distinguidos por el particular ambiente en que operan, es decir, la escena electoral, donde entran en competencia por el voto ciudadano (Panebianco, 1995: 34). Específicamente, Sartori (1980: 91) sostiene que “un partido es cualquier grupo político identificado con una etiqueta oficial que presenta a las elecciones, y puede sacar en elecciones (libres o no), candidatos a cargos públicos”.

En segundo lugar, los partidos han sido caracterizados como organizaciones permanentes (Bourdieu, 1982:3; Ostrogorski, 1964), es decir, asociaciones voluntarias que regulan las interacciones entre sus miembros y concentran la autoridad para supervisar y sancionar los resultados de esas interacciones en una clase especial de integrantes de la organización o “cuadro administrativo” (Leiras, 2007:43 citando a Weber, 1984). En tanto organizaciones, los partidos tienen metas e intereses propios, siendo el principal objetivo garantizar su supervivencia (Michels, 1983).

Finalmente, los partidos han sido definidos también por las funciones que cumplen. Por un lado, las funciones procedimentales o institucionales entre las que se incluyen el reclutamiento de líderes, y la organización y el ejercicio del gobierno (Bartolini y Mair, 2001:332). Más aún, Novaro (2002) señala que la nominación partidaria es la función más importante que llevan a cabo los partidos políticos, en tanto que facilita la vida partidaria ininterrumpida. Por otro, funciones representativas como son la articulación, agregación y expresión de intereses. En ese sentido, los partidos han sido definidos como canales de intermediación entre las elites políticas y votantes (Gunther y Diamond, 2003:173).

Sin embargo, en las últimas tres décadas los estudios sobre teoría democrática han enfatizado el declive en la función de los partidos como agentes de representación política. Los lazos y lealtades partidarias tradicionales basadas en un principio identitario fuerte se han diluido y con ello se han desagregado las bases que sustentaban la cohesión de los partidos y el vínculo con los ciudadanos.

Estas transformaciones se enmarcan en lo que Bernard Manin (1998) ha denominado metamorfosis de la representación, y se ubican en el pasaje desde una democracia de partidos hacia democracia de audiencia o de lo público.2 En la primera de ellas, el incremento de la participación política —principalmente a partir del establecimiento del sufragio universal, la masificación de las sociedades y la expansión territorial de los estados (Dahl, 1992)—, condujeron al nacimiento del partido de masas, con una estructura organizacional fuerte y una amplia red de militantes. Allí, los partidos ocupaban el rol central de agentes de la representación política (Scherlis, 2013:32) y los ciudadanos expresaban, a través de su voto, una pertenencia social determinada.

En el formato representativo actual, la democracia de audiencia se pone de manifiesto el cambio en el balance de las funciones del partido desde una combinación de roles representativos y procedimentales —característicos del partido de masas— hacia funciones procedimentales exclusivamente (Bartolini y Mair, 2001:336).

En forma concomitante con la transformación del rol de los partidos, asistimos a la ampliación de la ciudadanía (Cheresky, 2006) que se expresa electoralmente y también como audiencia y opinión pública escrutada a través de las encuestas (Manin, 1998) o de manera más activa, mediante las formas inorgánicas y espontáneas de expresión (Rosanvallon, 2006)3 que, en Argentina, han adquirido especial visibilidad sobre todo a partir de la activación ciudadana en el contexto de crisis del año 2001, como veremos más adelante.

Los electores, sin identificaciones ni pertenencias ideológico partidarias estables, se manifiestan de modo fluctuante y autónomo. Mientras que antaño los ciudadanos votaban por el mismo partido elección tras elección, e incluso generación tras generación, hoy en día los comportamientos electorales ya no muestran esta estabilidad y los partidos están limitados a reconstruir en cada turno electoral su propio vínculo y su propio rol (Calise, 2000: 14). El voto es definido en función de la oferta electoral que se presenta en los distintos turnos y niveles electorales, se decide en el transcurso de las campañas electorales y sobre él influyen los temas de coyuntura, la opinión respecto de la gestión gubernamental y la imagen de los candidatos.

En este marco, las elecciones adquieren una centralidad esencial como expresión privilegiada de una ciudadanía poco identificada con pertenencias asociativas o corporativas tradicionales, y organizan fundamentalmente la formación de los gobiernos (Scherlis, 2013: 33 y 2009: 135). Siguiendo a Rosanvallon (2006), el sufragio supone simplemente un modo de designación de gobernantes, y ya no implica una legitimación a priori de las políticas que serán llevadas a cabo por éstos. Los ciudadanos contemporáneos no se conforman con depositar su confianza en el momento de votar sino que ponen a prueba a sus gobernantes permanentemente, ejerciendo una actitud crítica y una acción de vigilancia que se da en el marco de una creciente insatisfacción respecto de los partidos (Novaro, 1994: 16; Torre, 2003; Linz, 2004: 187; Scherlis, 2013: 36).

La desvalorización de las instituciones partidarias se ve profundizada por el surgimiento de liderazgos personalistas, marginales o ajenos a las dinámicas partidarias internas, o inclusive fundadores de etiquetas partidarias construidas a su medida (Mauro, 2011:71).4 Sin necesidad de mediación de las organizaciones partidarias, estos líderes establecen vínculos directos con la ciudadanía a través de los medios de comunicación, los que se han convertido en los foros principales de la discusión pública (Manin, 1998; Scherlis, 2009: 131).

A partir principalmente de la televisión, el líder logra hacerse conocer y relacionarse con sus votantes sin necesidad de la mediación de las organizaciones militantes, por lo que la individualidad del representante adopta un lugar central en la percepción de los electores. La incertidumbre y la imprevisibilidad, características del nuevo entorno en que se desarrollan las actividades gubernamentales, hacen que la confianza personal inspirada por los candidatos o su opinión sobre temas de coyuntura se convierta en un principio de elección más adecuado que la evaluación de acciones futuras definidas a partir de un programa detallado de gobierno (Manin, 1998; Fabbrini, 2009: 164). A su vez, las encuestas y los sondeos de opinión pública facilitan la identificación de los temas centrales para el electorado y, así, el desarrollo de apelaciones electorales circunstanciales, lo que va en detrimento de los principios ideológicos y programáticos de larga data (Gunther y Diamond, 2003: 168).

El retraimiento de las funciones representativas de los partidos y el ascenso de los liderazgos de nuevo tipo no supone que los partidos sean relegados. Por el contrario, al igual que los líderes, los partidos son necesarios para el gobierno de las democracias contemporáneas (Fabbrini, 2009: 209). Esta concepción de los partidos como instituciones deseables y fundamentales para la democracia aparece vinculada a la legitimación de la mayor intervención estatal en las cuestiones internas y externas de los partidos (Van Biezen, 2004: 702). Respecto de la interpenetración entre Estado y partido, su paulatino alejamiento de la sociedad y el impacto que esto tiene en las organizaciones partidarias, nos referiremos con mayor extensión en el siguiente apartado.

Organizaciones partidarias y el vínculo con el estado

La erosión de las fidelidades partidarias estables ha llevado a gran parte de la literatura a anunciar la crisis de los partidos políticos e, inclusive, su posible desaparición. Sin embargo, esta noción es confusa debido a que los partidos son objetos multidimensionales, por lo que no se han debilitado en modo general.

Como mencionamos, los partidos siguen siendo sujetos de la democracia; mientras que antes reflejaban clivajes sociales durables, ahora se ocupan centralmente del funcionamiento de la actividad parlamentaria y el gobierno (Manin, 2013). En ese sentido, el incremento de la intervención estatal en los asuntos partidarios es legitimado como un servicio esencial que se le brinda a la sociedad democrática, que necesita de los partidos en tanto actores centrales de los procesos electorales (Van Biezen, 2004:704-5).

Los partidos han pasado de ser mediadores entre la sociedad civil y el Estado a enquistarse dentro de éste último y depender de sus recursos y de las reglas y las leyes establecidas por el gobierno referentes al financiamiento y subvenciones públicas, la distribución de espacios en los medios de comunicación durante las campañas electorales, los mecanismos de selección de candidatos, entre otros (Van Biezen, 2004: 705; Mair y Katz, 1997; Katz y Mair, 2009: 755).

Van Biezen (2004: 706-7) señala tres factores que influyeron en este proceso de estatización partidaria. Primero, los mayores costos de la política como resultado, por un lado, del uso intensivo de los medios de comunicación y la profesionalización de las campañas y, por otro, de la disminución de la afiliación partidaria, que aportaba voluntarios para las actividades partidarias y recursos materiales provenientes de las suscripciones partidarias. Luego, la necesidad de igualdad en la competencia electoral, en tanto que algunos partidos —principalmente los más chicos— no lograban acceder a suficientes recursos privados. En tercer lugar, el deseo de restringir la influencia de los intereses privados que, a través de su participación en la financiación de los partidos, podían distorsionar el proceso democrático.

Siguiendo la reconocida distinción analítica de Katz y Mair (1993),5 este proceso puede entenderse como un cambio en el balance de poder entre las tres fases del partido, donde el party in the public office ha pasado al centro de la escena, mientras que el party in the central office y el party on the ground se han visto relegados.

La caída pronunciada en los niveles de afiliación partidaria evidencia el retroceso del party on the ground, mientras que la gran mayoría de los miembros de los partidos no participan activamente y sus contribuciones ya no son la principal fuente de recursos económicos de los partidos (Van Biezen, Mair y Poguntke, 2012: 38). De manera simultánea, la distinción entre afiliados y no afiliados se vuelve borrosa; se introducen dispositivos que amplían la convocatoria a toda la ciudadanía para participar en la selección de los candidatos de los partidos y las apelaciones en campañas se vuelven más difusas (Katz y Mair, 2009: 755). Asimismo, la posibilidad de llegar a la ciudadanía de modo directo, sin necesidad de la mediación de las organizaciones territoriales, desplaza a los activistas en el territorio (Katz y Mair, 2009: 758-759; Whiteley, 2011: 36).

Por otro lado, el relego del partido en su fase de central office se manifiesta en la disminución del estatus y la influencia de los burócratas de partido, en tanto que los recursos que éstos pueden obtener no son nada significativos con respecto de aquellos que provee el Estado (Katz and Mair, 2002: 125-131), y son remplazados gradualmente por especialistas y consultores profesionales.

Esta situación lleva a que dentro de la organización partidaria sean aquellos líderes que obtienen el acceso a las oficinas del Estado los que detentan el poder. Como señala Scherlis (2013: 37-40), no es el partido quien designa a sus dirigentes en posiciones de poder dentro de la estructura institucional del Estado, sino que es la ocupación de cargos en las estructuras institucionales estatales lo que define los liderazgos partidarios; el acceso a dichos cargos, en la democracia de audiencia, está estrechamente vinculado con la efectividad electoral de los líderes (Mustapic, 2002).

Corroídos los vínculos estables con el electorado, los líderes intentan construir su legitimidad sobre la base del “saber gobernar” (Scherlis, 2009: 140; López, 2012: 317). Las elecciones ya no expresan una disputa en torno a modelos alternativos de sociedad, sino que se tratan de quién se presenta y es percibido como quien está en mejores condiciones de conducir un gobierno, de garantizar orden y estabilidad (Scherlis, 2013: 35-36). El acento en la promesa de “buena gestión” —por parte de aquellas fuerzas que son gobierno, pero también de las que aspiran a serlo— se convierte en el centro de las apelaciones de las campañas electorales en desmedro del “folklore partidario” (López, 2012: 326), y fortalece la situación de aquellos partidos en el gobierno, que son los que pueden mostrar logros concretos y capacidad de resolución de los problemas cotidianos de los ciudadanos.

Las organizaciones partidarias que ocupan las estructuras estatales —y se benefician de los recursos económicos y políticos que de allí provienen—, se ven incentivadas para cooperar entre sí con el fin de perpetuarse en las instituciones de gobierno y resistir las amenazas de nuevas alternativas, en lo que se constituye como el modelo del denominado “partido cartel” (Katz y Mair, 2009: 756-758).

En este contexto, la clase política6 es percibida por la ciudadanía como autorreferencial y ensimismada, es decir, más preocupada por su propia supervivencia en las organizaciones partidarias y en el gobierno que por atender y dar respuesta a las demandas sociales (Pasquino, 2000: 91; Mustapic, 2002).

Hasta aquí hemos descripto las transformaciones en el rol de los partidos políticos y su paulatino acercamiento al Estado. A continuación, nos enfocaremos en los modos en que desarrolla la competencia partidaria en Argentina, para pensar nuevamente en estos fenómenos a partir del estudio de un caso concreto.

El caso argentino: partidos, estado, sociedad

El sistema de partidos en Argentina se ha caracterizado por tener dos actores principales: el Partido Justicialista (PJ) y la Unión Cívica Radical (UCR) han dominado la escena política del país y se han repartido los principales cargos electivos a nivel nacional, provincial y local. Como veremos, a pesar de la fragmentación e inestabilidad electoral manifestadas a principios de los años 2000, el peronismo y —en menor medida— el radicalismo se mantienen vigentes, mientras que las alternativas políticas no han logrado instalarse exitosamente y han tenido trayectorias oscilantes (Mustapic, 2002: 171; Malamud, 2004: 14).

Antes del retorno de la democracia en 1983, es difícil reconocer el funcionamiento de un verdadero sistema de partidos en Argentina (Cavarozzi y Abal Medina; 2002) debido a la reticencia a la cooperación, la inexistencia de alternancia en el poder por la vía electoral y la previsibilidad de las alternativas de gobierno. El surgimiento del PJ en 1943 había generado una profunda polarización de la sociedad en dos bandos antagónicos, y la ausencia de un electorado neutral “echaba por tierra el componente vital de la política democrática: la incertidumbre” (Pousadela, 2004). En contraste, 1983 presentó una “reconciliación” del PJ y la UCR que se reconocieron como legítima oposición y acordaron jugar bajo las mismas reglas, en un contexto de aumento de la estima pública a los partidos y de surgimiento de una estructura abierta e impredecible de la competencia partidaria, que resultó de la impensada victoria de la UCR sobre el PJ en elecciones libres y competitivas (Cavarozzi y Abal Medina, 2002; Mustapic, 2002:167). Sin embargo, cuando en Argentina se instalaba la democracia de partidos como modelo de gobierno representación, poniéndolo en términos de Manin (1998), esta dinámica comenzaba a entrar en crisis en el resto del mundo y, como veremos más adelante, tendría su impacto en los partidos argentinos.

En Argentina, el sistema federal genera incentivos para que los partidos se organicen y compitan a nivel provincial, que es el eje que estructura la competencia partidaria (Benton, 2003: 111; Jones and Mainwaring, 2003: 159; Scherlis, 2010). La autonomía de las provincias se ve reforzada por la libertad para la determinación de su sistema electoral —como así también el del nivel municipal— y de su calendario electoral, por la autorización a los partidos distritales para presentar candidatos para cargos nacionales, por el hecho de que el reconocimiento de los partidos políticos comienza a partir de sus organizaciones distritales, entre otras reglas que dan forma a la competencia interpartidaria (Escolar y Calcagno, 2004: 15; Leiras, 2007: 252).

De allí que el predominio que mantienen el peronismo y el radicalismo en las arenas políticas provinciales sea la base que sostiene su fuerza a nivel nacional (Malamud, 2004: 34). Efectivamente, de las 188 elecciones para gobernador en las provincias argentinas desarrolladas entre 1983 y 2011, el peronismo y sus aliados ganaron 123, mientras el radicalismo y sus aliados conquistaron 41 (Malamud, 2011; Polack, 2013: 82-83).

Como vimos en el apartado anterior, la red de financiamiento de los partidos políticos tiene su epicentro en el Estado que, en el caso argentino, se representa en el Ejecutivo nacional y en los Ejecutivos provinciales y municipales. La UCR y el PJ están adaptados a este sistema que otorga ventajas a los oficialismos respecto de los partidos de oposición, puesto que poseen una organización territorial donde las subunidades provinciales y locales tienen una gran autonomía de financiamiento (pero también política) respecto de la organización nacional (Mustapic, 2002; Leiras, 2007: 112). El control de los recursos públicos logrado por ambos partidos a partir de su enquistamiento en el Estado les permitió a estos partidos construir organizaciones territoriales de masa y propició una lógica de cartelización basada en redes de cooperación e intercambio entre el PJ y la UCR para el mantenimiento de sus posiciones de poder, que diluyó las diferencias ideológicas entre ellos (Torre, 2002; Rodríguez, 2005).

Para explicar los incentivos institucionales que tendieron a favorecer esta lógica bipartidista, Calvo y Escolar (2005) refieren los sesgos desproporcionales y mayoritarios del sistema electoral producen una tendencia al bipartidismo. Efectivamente, para la elección de diputados nacionales, las características proporcionales del sistema D’Hont se ven reducidas debido al requisito mínimo de cinco diputados por provincia (independientemente de su base demográfica), y a las diferentes magnitudes de los distritos. Como consecuencia, las provincias más pequeñas —en los que la UCR y, principalmente, el PJ obtienen un apoyo mayor que el resto de los partidos— se encuentran sobrerrepresentadas, mientras que las más grandes —Ciudad de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Mendoza— están subrepresentadas. A su vez, esta tendencia de subrepresentación de las fuerzas minoritarias se ve reforzada por dos factores: por un lado, el principio mayoritario del sistema electoral para senadores nacionales, que selecciona tres senadores por provincia, dos para la mayoría y uno para la primera minoría; por otro, la predominancia del principio mayoritario en gran parte de los sistemas electorales provinciales.7

El peronismo posee una ventaja adicional debido a la distribución geográfica de su voto que se concentra en las provincias más pequeñas pero sobrerrepresentadas en el Congreso Nacional, lo que sumado al efecto mayoritario de los sistemas electorales provinciales, favorece a este partido en la distribución de escaños en las Cámaras y en las gobernaciones y, de allí, le otorga mayor acceso a los recursos fiscales que el que poseen el radicalismo y los demás partidos (Calvo y Murillo, 2004: 747).8

Malamud (2004:140), por su parte, identifica al formato presidencialista como uno de los incentivos institucionales principales del bipartidismo. La lógica del presidencialismo que reparte un premio único e indivisible, por lo que el perdedor queda excluido —lo que se denomina comúnmente como la lógica del winner takes all— supone una concentración de las expectativas sociales sobre los individuos más que sobre los partidos, por lo que la aparición de nuevas opciones requiere del surgimiento de liderazgos atractivos para la opinión pública. Los candidatos presidenciales generan un efecto de “arrastre” sobre las listas de legisladores nacionales, que se replica a nivel provincial con los candidatos a gobernador sobre las listas legislativas provinciales.

La construcción radical y peronista de organizaciones territoriales de base provincial con capacidad de acceso a recursos estatales, sumada a las características particulares del sistema institucional, dificultaron que partidos alternativos penetraran en las estructuras estatales y, paralelamente, desarrollaran una organización interna fuerte que les permitiese establecerse de modo eficaz.

Las alternativas políticas que han surgido en Argentina han tenido vida efímera y una trayectoria oscilante; ningún partido se ha mantenido como la principal tercera fuerza en más de dos elecciones consecutivas y ninguna tercera fuerza nacional se ha mantenido como un partido electoralmente significativo en tres elecciones consecutivas (Calvo y Escolar, 2005:195). En la mayor parte de los casos, estos partidos no han logrado extenderse territorialmente de modo eficaz, quedando confinados a sus provincias de origen, atados a los vaivenes de la popularidad de su liderazgo originario, y/o reducidos a ser socios minoritarios en las alianzas con los partidos tradicionales.

Entre 1983 y 1985, la agrupación de centroizquierda Partido Intransigente (PI) fue la más destacada, aunque no logró superar el 6% de los votos. Luego, entre 1987 y 1989, la Unión de Centro Democrático (UCe-Dé) —conformando la Alianza de Centro (AC)— desplazó al PI, llegando al 10%. Finalmente, fue el Movimiento por la Dignidad Nacional (MODIN), liderado por el ex militar Aldo Rico y con características anti-sistema (Mustapic, 2002:26), que tuvo un desempeño similar al de los partidos mencionados, entre 9 y 12%, en 1991 y 1993, pero cayendo al 1,6% en 1995.

A pesar de la distinta orientación ideológica de estas fuerzas, lo que tienen en común es que ninguna logró destacarse y amenazar seriamente el bipartidismo, manteniendo un éxito meramente de corto plazo.

Por otro lado, tras las elecciones de 1989 y 1991, en los territorios provinciales emergieron algunos partidos de carácter estrictamente local que en muchos casos accedieron al gobierno de sus provincias en reemplazo de los caudillos tradicionales de los partidos nacionales, desgastados por la experiencia de la hiperinflación, la crisis política y el desprestigio de las redes clientelares (Novaro, 1994: 90).

Los denominados partidos provinciales9 se caracterizaron, en líneas generales, por organizarse en torno de la defensa de los intereses locales y contra la centralización del poder en Buenos Aires, y por mantener concentrado el poder partidario en un líder o en una familia (Alonso García, 2007). Por otro lado, sus orígenes han sido variados: algunos surgieron del conservadurismo, como el Partido Autonomista de Corrientes y el Partido Liberal de Corrientes; otros fueron desprendimientos del radicalismo, como es el caso del Partido Bloquista de San Juan; del peronismo, por ejemplo, el Movimiento Popular Neuquino, o de ambos —el Movimiento Popular Fueguino. Asimismo, algunos de estos partidos surgieron a partir de liderazgos de ex interventores militares como Fuerza Republicana en Tucumán, el Partido Renovador Salteño y el Partido Acción Chaqueña (Malamud, 2004: 149; Alonso García, 2007).

Si bien estos partidos no han logrado articular una oferta electoral a nivel nacional, sí han sido fundamentales a la hora de constituir mayorías en la Cámara de Diputados, espacio donde han logrado negociar beneficios para sus provincias (Malamud, 2004: 149).

Volviendo la mirada nuevamente al nivel nacional, en 1994 se constituyó el Frente Grande, fruto de la fusión de dos grupos pequeños de centroizquierda, el FREDEJUSO y el Frente del Sur, compuestos por dirigentes provenientes del peronismo, de partidos de izquierda y de organismos de lucha por los derechos humanos (Abal Medina, 2007:40). El FG obtuvo rápidas victorias electorales en la Ciudad de Buenos Aires en 1993 y 1994, y se integró luego con el Partido Socialista Popular, el Partido Socialista Democrático y PAIS, para conformar el Frente por un País Solidario (FREPASO).

A diferencia de sus predecesores, el FREPASO logró arrebatarle a la UCR el segundo lugar en las elecciones presidenciales de 1995 por primera vez en la historia. La imposibilidad del FREPASO de construir recursos necesarios para disputar el gobierno —capacidades organizativas, análisis y propuestas de políticas públicas, personal político y técnico— limitó su desarrollo y lo llevó a aliarse con la UCR para hacer frente a las elecciones legislativas de 1997 y presidenciales de 1999 (Novaro y Palermo, 1998: 149-162). La concreción de la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación desactivó las expectativas de una ampliación de la oferta electoral (Malamud, 2004:145). Con la fórmula compuesta por el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el radical Fernando De la Rúa, y por el líder del FREPASO, Carlos “Chacho” Álvarez, la Alianza se quedó con el premio mayor al obtener el 48,37% de los votos (fuente: Ministerio del Interior).

El final de la Alianza al término de 2001 no sólo significó la desarticulación del FREPASO, sino que también tuvo un rol privilegiado en el surgimiento de nuevos partidos electorales en los últimos años (Calvo y Escolar, 2005:52). Asimismo, hizo fuertemente explícita la ruptura en los lazos entre los partidos y la sociedad (Scherlis, 2010), en consonancia con la tendencia registrada a nivel mundial de transformación del modelo de representación política, de acuerdo con el argumento de Manin (1998).

La crisis de 2001 y la actualidad de los partidos

La falta de rumbo del gobierno del entonces presidente Fernando De la Rúa y la incapacidad para resolver los problemas políticos y económicos más urgentes, desencadenaron el estallido de una crisis de representación muy aguda. Las elecciones legislativas de octubre de 2001 mostraron no sólo el descontento con el gobierno de la Alianza sino con la clase política en su conjunto, donde la propia actividad partidaria era vista como el intento de una corporación parasitaria por mantenerse en el poder (Mauro, 2011). En esa oportunidad, el PJ fue el ganador con el 36% de los votos, pero el “voto negativo” (nulo o en blanco) logró el 42,67%, lo que daba cuenta de la falla en el reconocimiento del vínculo representativo por parte de los representados (Pousadela, 2003). La intensificación de la protesta con los “cacerolazos”10 de fines de diciembre de ese mismo año culminó con la renuncia del presidente. En ese momento de ruptura, la representación como tal se constituyó en objeto de discurso político y pasó a situarse en el centro de las manifestaciones de descontento, multiplicándose asimismo los espacios vinculados a una “nueva política”,11 que se construyeron discursivamente como alejados de las prácticas asociadas a los partidos tradicionales y cercanos a las demandas de la ciudadanía.

Estos procesos de renovación política emergentes, caracterizados por estar muy condicionados por un descontento ciudadano, surgieron y crecieron principalmente en zonas centrales pero no lograron avanzar hacia zonas periféricas donde el público de clase media y alta potencialmente receptivo a sus propuestas tiene menores dimensiones (Leiras, 2007), así como tampoco lograron conformar identidades políticas estables; es más, muchos de ellos se constituyeron gracias a la fuerte migración política, merced a una especie de “candidatos itinerantes” (Quiroga, 2006:85).12

Los estudios inspirados en las teorías de representación política en Argentina han leído esta crisis desde su manifestación a nivel nacional, anunciando la desarticulación del sistema partidario argentino, y han enfatizado la preeminencia de los liderazgos personalistas por sobre los partidos en la constitución del vínculo representativo. En ese sentido, más que partidos se encontrarían redes o asociaciones electorales, menos orgánicas que los antiguos partidos, donde la identificación partidaria cuenta sólo marginalmente (Pousadela, 2004) y que no funcionarían más que como dispositivos institucionales al servicio de los líderes para la competencia electoral (Cheresky, 2006).

Desde una perspectiva diferente, los estudios organizativos han puesto dichos procesos en segundo plano, señalando en cambio la resistencia de las estructuras partidarias y la competencia interpartidaria (Scherlis, 2009: 132). Esta corriente señala que la competencia política en Argentina se ha desnacionalizado y consiste en una coordinación despareja de máquinas políticas locales que mantienen enclaves políticos significativos, al resguardo de los cambios producidos en la arena nacional (Calvo y Micozzi, 2003; Calvo y Escolar, 2005: 141).13

Intentando unir ambas visiones, aquí sostenemos que para comprender el formato que adquieren los espacios partidarios argentinos en la actualidad, se deben tener en cuenta las transformaciones acontecidas en la representación política. Efectivamente, los nuevos liderazgos surgidos al amparo de los medios de comunicación organizan estructuras electorales personalistas que necesitan penetrar de algún modo en los aparatos estatales para sobrevivir en el tiempo y extenderse territorialmente. El proceso de estatalización partidaria ha dificultado la instalación y la supervivencia en el tiempo de nuevas organizaciones partidarias en Argentina, a lo que se suman los condicionantes institucionales existentes de su sistema político que mencionábamos anteriormente.

Sin embargo, el PJ y la UCR también han sufrido los vientos de cambio. El peronismo ha logrado adaptarse mejor a las nuevas formas de competencia partidaria, reconstituyendo los distintos electorados provinciales para garantizar las elecciones locales y nacionales (Torre, 2002: 26). La flexibilidad de su partido ha permitido su diversificación y ofertar programas alternativos, logrando abarcar todo el arco político y dotándolo de una perdurabilidad en el poder que dista de ser amenazada (Iazetta, 2005).

Como señala Scherlis (2010), el éxito electoral de los partidos argentinos descansa en dos cuestiones: por un lado, éstos deben poder presentar candidatos con altos niveles de aprobación pública, que sean percibidos como capaces de gestionar bien los asuntos públicos. Por otro, es necesario el desarrollo de infraestructuras de base territorial capaces de movilizar apoyo electoral en las áreas periféricas a través de un intercambio personalizado.

El radicalismo, por su parte, ha debido recostarse en sus organizaciones provinciales, debido a la crisis del partido a nivel nacional (Leiras, 2006 y 2007: 98; Torre, 2002) y ha perdido terreno frente a agrupaciones conducidas por líderes emergentes que, en muchas ocasiones, han salido de sus propias filas, como en el caso de Ricardo López Murphy —que condujo el casi extinto RECREAR y Elisa Carrió, líder de la Coalición Cívica-ARI.

Los terceros partidos han quedado confinados a sus distritos de emergencia, o en el caso de aquellas fuerzas con aspiración nacional emergentes principalmente en la provincia y la ciudad de Buenos Aires, no han logrado una penetración extendida en los territorios provinciales que les permitiese generar y mantener recursos presupuestarios, aparatos de fiscalización electoral, redes de captación de votantes, etcétera, y sus vínculos con el electorado han quedado limitados al nivel de lo mediático, teniendo generalmente trayectorias oscilantes y una vida efímera (Malamud, 2008).

Conclusiones

A lo largo de estas páginas, hemos puesto el foco en la tendencia al alejamiento entre los partidos y la sociedad, con el declive de la identificación partidaria y la confianza en la clase política. Las organizaciones partidarias han cambiado el balance entre sus funciones, desde una combinación de roles representativos y procedimentales que eran característicos del partido de masas, hacia funciones procedimentales exclusivamente (Bartolini y Mair, 2001: 334-336).

Los representantes, al concentrarse en asegurar su supervivencia en las organizaciones partidarias dejando de lado su función principal como transmisores de las demandas sociales, han contribuido a la desconfianza ciudadana en estas organizaciones (Mustapic, 2002); la aparición y desaparición de nuevos partidos, el armado y desarmado permanente de alianzas entre ellos, así como la fuerte migración política de los dirigentes, también colaboraron en la erosión de la centralidad de los partidos en la vida cotidiana de los ciudadanos y la concentración de sus funciones en el momento electoral (LaPalombara, 2007: 148).

Para garantizar su supervivencia, los partidos se han orientado hacia el Estado, haciéndose cada vez más dependientes de sus recursos económicos, políticos y simbólicos (Whiteley 2011; Scherlis, 2013: 36).

Esta nueva situación ha alentado a la cooperación entre los partidos, que comparten recursos y se alían para excluir a potenciales competidores, con el objetivo de permanecer en las posiciones de gobierno desde donde puede accederse al control de los recursos financieros necesarios (Katz y Mair, 1997: 11 y 2009: 757). A su vez, los partidos se debilitan como organizaciones extra-gubernamentales, desapareciendo su identidad más allá de aquellas responsabilidades públicas (Mair, 1999; Leiras, 2007: 249).

Argentina no ha sido ajena a estos cambios en la representación política, que se han manifestado desde la recuperación de la democracia en 1983 y, de modo crítico, en el contexto de crisis del año 2001. Los lazos que el Partido Justicialista y la Unión Cívica Radical mantenían con la sociedad se han visto corroídos, y la identidad partidaria ha dejado de ser un criterio estructurador de la competencia política.

Para mantener sus posiciones de poder en el Estado, el PJ y la UCR han desarrollado comportamientos de tipo colusivo —”cartelización” en términos de Katz y Mair (2009)—, favoreciéndose, a la vez, de los numerosos obstáculos institucionales existentes para el desarrollo de nuevas fuerzas políticas.

En tanto que los partidos alternativos no logren desarrollar estrategias eficaces para penetrar en las estructuras estatales, fortalecer su estructura organizativa y establecer redes territoriales, sus trayectorias electorales continuarán siendo oscilantes y efímeras, y su supervivencia en el tiempo siempre comprometida, quedando a la merced de los vaivenes en la estima pública de liderazgos personales.

Bibliografía

Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Becaria del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina. Alumna en el Programa de Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

Este trabajo forma parte del contexto conceptual de una investigación más amplia que la autora está actualmente desarrollando para su tesis de doctorado titulada “En el nombre del líder: la configuración del ‘juecismo’ en la provincia de Córdoba (2002-2011)”.

Además de la democracia de partidos y la democracia de lo público, Manin (1998) identifica un tercer tipo de gobierno representativo denominado democracia parlamentaria, que es anterior a los otros dos y se desarrolla en la primera mitad del siglo XIX. En él, los representantes son elegidos a partir de la confianza que es producto de los vínculos locales establecidos con la comunidad, por lo que éstos poseían autonomía y libertad para votar en el Parlamento de acuerdo a su propio juicio.

Pierre Rosanvallon (2006) describe la irrupción de la acción política directa en las democracias actuales, es decir, estas formas de expresión ciudadana inorgánicas, de índole espontánea, efímeras y generalmente reactivas, como un modo de ejercer un poder de vigilancia o de veto sobre las decisiones gubernamentales, pero que no cuestionan el régimen institucional.

Cheresky (2006 y 2008) denomina a este tipo de liderazgos como “de popularidad”.

Katz y Mair (1992: 4-5) diferencian tres caras de los partidos políticos. El party on the ground refiere al partido como organización de afiliados. El party in the public office refiere a la inserción del partido en las instituciones gubernamentales, es decir, al partido como organización de gobierno. La tercera, party in the central office, alude al partido como organización burocrática.

Pasquino (2000:91) define a la clase política como una minoría que se organiza para conquistar el poder político por medio de la lucha electoral.

Aunque no tenemos la posibilidad de extendernos sobre este punto, Escolar y Calcagno (2004: 15-19) identifican que, de las 23 provincias y el distrito federal que tiene la Argentina, hay un grupo de 19 provincias cuyos sistemas electorales serían semi-mayoritarios, otro grupo pequeño de 4 provincias semi-proporcionales, y un único distrito (la provincia de Buenos Aires) que puede ser calificado como estrictamente proporcional.

Este efecto es conocido como “sesgo partidario” (Calvo y Abal Medina, 2001).

Sin y Palanza (1997: 46-94) definen a los partidos provinciales como fuerzas políticas de inserción geográfica restringida a su provincia de origen.

El 20 y 21 de diciembre de 2001, Argentina atravesó dos días de violencia, saqueos y protestas ciudadanas conocidas como “cacerolazos” por la portación de los manifestantes de este elemento de cocina (cacerola) al que golpeaban para hacerse escuchar y que simbolizaba derecho a la vida a través de la necesidad de comer (Telechea, 2006: 142).

Para Rosanvallon (1992) resulta vano pretender oponer una “vieja” política que sería formal, lejos de la gente y de las cosas, a una “nueva” política de lo cotidiano, que haría vivir en armonía las exigencias generales del bien común con la consideración de todas las especificidades, en tanto que existe una tensión imposible de eliminar que reposa en la tensión permanente entre la necesidad de la representación política para articular lo político y lo social —con la protección de la libertad que otorgan las reglas y las convenciones—, y el riesgo permanente de que esta separación productiva entre sociedad política y sociedad civil se convierta en una distancia negativa.

Novaro (1994: 17) señala que junto al “transfuguismo” de los votantes, que cambian de color en cada elección, aumenta también el de los dirigentes, que cambian de partido, de discurso y de actitudes según las necesidades y conveniencias de cada momento.

Como señalamos con anterioridad, dadas las características del régimen federal argentino, las provincias gozan de autonomía para establecer su sistema electoral provincial y municipal (Escolar y Calcagno, 2004: 15), lo que habilitó reformas constitucionales y electorales que permitieron a las elites provinciales separar sus sistemas políticos locales de la competencia nacional. Dichas reformas introdujeron regulaciones de tipo mayoritarias como la separación del calendario electoral o las leyes de lemas a la vez que colaboraron para reducir la competencia interna y la externa de los partidos y protegiendo a los territorios provinciales de la fragmentación a nivel nacional (Calvo y Micozzi, 2003).

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