Los médicos nos integramos en la tribu humana como miembros elegidos por los dioses para formar parte del clan de los sanadores.
Tal elección conlleva derechos y deberes que apenas se compensan cuando se trabaja para evitar y aliviar el sufrimiento, y cuando se busca que los pacientes puedan morir en paz y con dignidad.
El compromiso es tan exigente que muchos médicos no lo resisten y caen en el cinismo, se drogan, abandonan la profesión y/o sencillamente se suicidan. Ser tocado como sanador por los dioses conlleva prerrogativas en cierto modo envenenadas.
El peso de la púrpura de los sanadores es casi siempre excesivo, y más de uno piensa que los dioses han sido piadosos con los otros, a los que eligen para clanes (y tareas) en las que no se enfrentan a diario a la fragilidad humana, a muñecos rotos, al dolor y a la muerte, a cuerpos y almas que sufren y a personas que nos permiten traspasar los límites de la piel y del espíritu, pues se entregan sin restricciones esperando alivio y consuelo. Ese terrible peso, esa responsabilidad excesiva, ese querer responder a las expectativas del que busca curación, o al menos alivio al dolor y al sufrimiento, llega a su clímax al enfrentarnos a la muerte. Y más en la sociedad actual en que se oculta y se disfraza, ya que se entiende como fracaso, aunque ya dijera el clásico. «¿Murió? No, acabó, que empezó a morir cuando nació».
La muerte ayer y hoyLa muerte parece antítesis de la vida y, sin embargo, es parte del ciclo que cumplimos todos los seres vivos. La ley de hierro de la epidemiología se refiere precisamente a estos dos hechos complementarios, nacer y morir: todo humano morirá. Nacemos en la inconsciencia y parece que se quiere lograr similar estado ante el morir.
Con el desarrollo social, la educación y la redistribución de la riqueza, y con la mejora de los cuidados médicos, ha cambiado la causa de muerte, pero no la muerte (sigue muriendo el 100% de la población). No pueden asustarnos con que algo sea la primera causa de muerte, pues siempre habrá una «causa más frecuente» de muerte. Como dijo Iona Heath, «los cuerpos encuentran la forma de morir». Cuestión importante es si la actividad médica es causa de muerte (la tercera causa de muerte ya en Estados Unidos) y si la prevención está cambiando la causa de muerte sin alargar la vida ni mejorar la calidad de ésta (morimos dementes, con degeneración neuromuscular y/o ahogándonos y evitamos los infartos de miocardio, pero la edad de la muerte no está alargándose mucho).
El aumento de la expectativa de vida al nacer se acompaña del aumento de la expectativa de vida con dependencia. Es decir, hace cien años la muerte llegaba a los 40, y ahora a los 80, pero hace un siglo la muerte era rápida, tras una infección o accidente, y ahora la muerte llega tras años de deterioro físico y mental. En cierta forma es un fracaso de la sociedad, que no ha logrado dar cumplimiento a la aspiración de una larga vida con una muerte corta. Es, también, un fracaso de la medicina, ya que la muerte se ha vuelto más inhumana, en el hospital, de forma que hemos trasladado al paciente a donde está la técnica, cuando lo lógico es llevar la capacidad técnica médica tan cerca del domicilio como sea posible (la aspiración es «máxima calidad, mínima cantidad, tecnología apropiada y tan cerca del paciente como sea posible»).
Morimos tras años de babear y de mearnos y de cagarnos encima, tras años de lento deterioro de la actividad física y mental, y morimos en un hospital, lejos de los seres y cosas queridas. Es una perspectiva que obliga a considerar la exigencia de la limitación del esfuerzo diagnóstico y terapéutico y hasta la eutanasia. También es perspectiva que obliga a respetar la autonomía del paciente, y para ello es clave compartir con él los diagnósticos y pronósticos, sin dejar que los familiares determinen la ocultación y el engaño. «Compartir» no es imponer y la verdad debe revelarse en tiempo y modo adecuados, que no sea «nunca» ni «después de perder la capacidad de decidir» ni «después de la muerte», obviamente.
La tecnología lleva más de cien años acercando el exterior al domicilio y hoy se pueden recibir en casa todo tipo de servicios, desde los de la prensa escrita a los de la radio, desde la televisión a los libros, desde los inmensos recursos de internet a la comida. Por contraste, en medicina, la tecnología se «secuestra» en los hospitales de forma que para acceder a los servicios hay que desplazarse allí, y así los pacientes terminales acaban recibiendo servicios sincopados y poco coordinados en consultas externas y en urgencias y a domicilio de «equipos de terminales»1, pues suelen ser rechazados para su hospitalización.
Cabe el recurso a los hospice, hospitales específicos para terminales, donde de nuevo se ofrecen servicios que obligan a abandonar el domicilio y a esperar la muerte en «morideros», apartados de la vida, condenados a convivir con los también condenados a muerte. Los hospice cumplen a la perfección esa aspiración social de ignorar la muerte, pues allí ni siquiera se «contamina» a los pacientes de los hospitales que vayan a curarse o siquiera pervivir. Ingresar en el hospice es ciertamente ser encerrado vivo en la antesala del cementerio. En muchos casos, por cierto, los asilos (las «residencias de ancianos» o nursing homes) cumplen esta función del hospice.
Frente a la muerte de antiguo, rápida, juvenil y en familia (en el domicilio) hemos logrado la muerte moderna, lenta, en la ancianidad, en el hospital, con años previos de deterioro y de dependencia.
Algo estamos haciendo mal, sin duda.
Valores clínicos ante la muerteLa muerte no es el peor resultado posible. A veces los médicos logramos la supervivencia en condiciones que los familiares de tales pacientes juzgan como mucho peor que la muerte, por ejemplo, en algunos casos, tras nacimiento con muy bajo peso, o tras lograr evitar la muerte súbita con reanimación cardiopulmonar, o en accidentes vasculares o tras intoxicaciones que llevan al deterioro irreversible de la corteza cerebral.
No siempre vivir es la mejor opción, si por vivir entendemos el simple mantenimiento autónomo de las constantes vitales. La dignidad de la vida también cuenta. La integridad humana también es importante. La pertenencia al clan de los sanadores no nos da derecho a prolongar vidas sin dignidad ni integridad. Nuestro objetivo como médicos no es evitar la muerte inevitable, sino la evitable. Forma parte de nuestros deberes vacunar contra el tétanos y atender con diligencia y ciencia al paciente con tétanos, por ejemplo, pero no es nuestro deber prolongar la agonía del paciente terminal con tétanos atendido de forma tardía. Si la muerte es inevitable, el objetivo médico se transforma de «evitar, curar y aliviar» en «ayudar a morir con dignidad». Caben las exigencias de la limitación del esfuerzo diagnóstico y terapéutico y la eutanasia.
La dignidad de nuestros pacientes es la nuestra. Y viceversa. Así, el trato científico, humano, respetuoso y cortés con el paciente y sus familiares suele ser devuelto «en espejo», con la dignidad personal que adorna al que sufre y se ve tratado como corresponde. Si la salud es un valor social importante, por cuanto forma parte de la aspiración del común de los mortales, también es un valor social y clínico el trato digno que facilita evitar o al menos convivir con la enfermedad y, sobre todo, morir dignamente.
La sociedad se rige por los valores, aquellas cosas importantes que merecen consideración especial, como la paz y la solidaridad. Los médicos nos gobernamos por el sufrimiento de los pacientes y de sus familiares. Valor clínico clave es la aceptación del compromiso con el seguimiento del dolor y del sufrimiento del paciente. Los sanadores no tratamos con piezas mecánicas ni con simples enfermedades, sino con seres complejos enfrentados a situaciones que muchas veces los superan, desarbolan y anulan. Respondemos a estas situaciones con calidad científica (técnica y humana) y con el uso apropiado de los recursos a través de la conservación y mejora de nuestros conocimientos, habilidades y actitudes. Pero todo ello, es insuficiente si no aceptamos un compromiso personal, ese establecer lazos humanos que caracteriza a los miembros del clan de los sanadores.
Como médicos debemos aspirar a conocer el nombre de nuestros pacientes, y a que ellos conozcan el nuestro, y con ese conocimiento mutuo expresamos compromiso, solidaridad, piedad, empatía y comprensión.
Si esta aspiración de conocimiento mutuo es común a todos los sanadores, se convierte en valor sagrado para el médico de cabecera2. El médico de cabecera: a) acepta y busca el establecimiento de una relación personal prolongada en el tiempo con el paciente, su familia y su comunidad; b) ofrece gran variedad de servicios clínicos personales, y c) tiene la flexibilidad precisa para asegurar el acceso a cuidados efectivos según necesidad. Por supuesto, ese compromiso tiene su mejor expresión en la prestación de servicios que faciliten morir a domicilio con dignidad.
Ciencia y caridad a domicilioLa sociedad reconoce el compromiso de los sanadores y corresponde con su aprecio y consideración. Buena expresión es tanto el resultado de encuestas de valoración de profesionales (los médicos entre los más apreciados, y los de cabecera los que más), como la abundante expresión artística de los valores comentados. Desde cuadros a películas, pasando por novelas y piezas teatrales, esculturas, poesías y canciones; a destacar la pintura de Picasso Ciencia y caridad. En ella el médico de cabecera sostiene la mano de la paciente encamada, mientras al otro lado de la cama la monja tiene en brazos al hijo que mira sin entender la trascendencia de la escena. Hoy ese médico de cabecera puede ofrecer más ciencia y técnica y es capaz de aliviar eficazmente el dolor y otros signos y síntomas habituales en el paciente terminal, tipo disnea, insomnio, ansiedad, ascitis, desazón, estreñimiento pertinaz, edemas periféricos, depresión y úlceras por decúbito. Puede ofrecer esa ciencia a conciencia, con piedad y caridad.
De hecho, la atención al paciente terminal y al moribundo es la expresión última del compromiso del médico general que conlleva el establecimiento de una relación personal que es mucho más que una simple «relación», pues se transforma en un compromiso «de vida», una apuesta por lograr que los pacientes mueran después que su médico.
Cuando se impone la muerte del paciente y se pierde la apuesta, cabe ofrecer servicios a domicilio que faciliten morir con dignidad. Entre esos servicios, lograr limitar el esfuerzo diagnóstico y racionalizar el esfuerzo terapéutico; es, también, el uso de los analgésicos «larga mano» (aunque su empleo conlleve la muerte) y, llegado el caso, la eutanasia, el suicidio asistido y, en general, las alternativas que facilitan el cumplimiento de la voluntad del paciente de dar fin a sufrimientos que humanamente no se justifican. Desde luego, con independencia de la legislación, nadie puede impedir que el médico de cabecera acepte debatir con su paciente la eutanasia, y por ello se incluye en la Clasificación Internacional de la Atención Primaria un código específico para «Debate/discusión sobre eutanasia». Pero la eutanasia es ilegal en casi todos los países y eso conlleva niebla que obscurece su práctica.
Muchos médicos de cabecera no son conscientes del compromiso «de vida» con sus pacientes, y por ello se trasladan alegremente3 y alegremente ceden sus domicilios a compañeros «especialistas en terminales». Como tales especialistas, su atención es episódica (el episodio de muerte en este caso), tecnológica (muy dependiente de aparatos y técnicas) y en conexión con el hospital (el paciente terminal tiene gran probabilidad de morir en el hospital por falta de limitación del esfuerzo diagnóstico y/o terapéutico). Sin el médico de cabecera, el paciente y sus familiares quedan desvalidos, atendidos por quienes no conocen nada de su vida previa, de su actividad cuando sano, ni de sus más profundos miedos y más importantes expectativas. Si aceptamos, como está demostrado, que el principal placebo es el médico (la simple presencia y actividad del médico per se es lo que más alivia, consuela e incluso cura), el médico que más conocemos y queremos es el placebo más potente.
Un buen médico de cabecera sabe de todo ello, y además puede ofrecer los cuidados necesarios, utilizando ocasionalmente los recursos de los «equipos de terminales», si llega el caso. Naturalmente, comprometerse a tomar decisiones las 24 horas del día, todos los días del año, es un compromiso fuerte que debe reconocerse. Es duro seguir al paciente terminal de día y de noche, en días laborables y en festivos. Por ello, propongo que se incentive con entre 3 y 5 mil euros dicho compromiso, y a cambio de ese incentivo (reconocido a quienes tengan capacidad y voluntad para cumplirlo) se exija la prestación de cuidados de calidad demostrable. Así se podría lograr, entre otras cosas, que «el paciente se muera cuando le dé la gana», pues en la actualidad morirse fuera del horario laboral, especialmente en festivo, puede conllevar enormes dificultades para algo tan simple como certificar la muerte e iniciar los trámites del entierro.
La familia del paciente terminal también necesita ayuda específica. La atención a un dependiente a domicilio tiene un altísimo coste en esfuerzo físico, psíquico y económico. Por ello sería crucial la cooperación de los servicios sociales, y el fomento del trabajo del voluntariado, con o sin implicación religiosa. En todo caso, los aspectos espirituales son consustanciales al devenir de los humanos y se deben considerar siempre, pero con mayor énfasis ante la muerte.
ConclusiónNada produce más alivio que la visita temprana del médico de cabecera, que acude en su ronda diaria de domicilios a visitar la casa del paciente terminal. Esa llegada y ese encuentro médico-paciente-cuidador/es, con el maletín/cabás repleto de recursos, el conocimiento actualizado, el corazón abierto, los gestos amables y el tiempo sin (aparente) límite, calma y consuela más que la morfina.
Ni que decir tiene que la última visita puede ser la más terapéutica, cuando acude el médico de cabecera para certificar la muerte, con la familia y algún vecino por testigos, cuando el médico reconoce y trata dignamente el cadáver (mientras en lo más íntimo de su ser piensa «¿Cuándo, dónde, en qué circunstancias me tocará a mí?») y, mientras da el pésame, casi sin dar importancia, pero con solemnidad manifiesta en alto y para ser oído: «Me gustaría que a mí me tocase una familia y unos cuidadores que me prestaran los cuidados que se le han prestado a este paciente; murió en paz y con dignidad».
Sólo un poeta puede expresar el aura terapéutica que lleva el médico de cabecera en esa visita mañanera o postrera: Depois de procelosa tempestade Nocturna sombra e sibilante vento Traz a manha serena, claridade Esperanza de porto e salvamento4.
Es hora de que los médicos de cabecera ofrezcamos estos servicios, y de que la sociedad los exija y recompense. Morir con dignidad en casa es un derecho inalienable. A la transcendencia del morir no podemos responder con la indignidad de una muerte cruel, prolongada y secuestrada lejos de las cosas y personas queridas.
Los «equipos de terminales» pueden tener composición y funciones variables, pero en general se suelen desarrollar a partir de equipos multiprofesionales para el seguimiento de pacientes oncológicos terminales. En principio pretenden complementar a los médicos de cabecera con un papel de apoyo en la atención a domicilio. Pero, por lo general, acaban copando el trabajo del que se autoexcluyen los médicos de cabecera, y los pacientes suelen acabar sus días en el hospital en cumplimiento de un esfuerzo terapéutico estéril e inhumano. Con la implantación y la difusión de los «equipos de terminales», muchos pacientes son ya dados de alta del hospital con la derivación a éstos. El resultado final es que el médico de cabecera tiene cada vez menos pacientes terminales y en un círculo infernal termina sin habilidades para su seguimiento, por falta de práctica, y convencido de que «es mejor que los atiendan los especialistas que saben de ello».
Versión escrita de la ponencia sobre «Morir en casa con dignidad (cuidados a pacientes terminales)», en la mesa acerca de «Cuidados ao doente terminal», desarrollada el 22 de octubre de 2010 en Oporto (Portugal), en el XVII Encontro do Internato de Medicina Geral e Familiar da Zona Norte [los «internos» en Portugal son los «residentes» de la especialidad en España].
Es médico de cabecera el médico «personal» del paciente, habitualmente el médico general, el médico de atención primaria (en la actualidad, por la influencia de Estados Unidos, «médico de familia»). Se caracteriza por visitar al paciente a domicilio, por estar a la cabecera de la cama de éste cuando la enfermedad es grave o el caso lo requiere.
Naturalmente, el traslado de los médicos de cabecera es más fácil y frecuente donde el médico es profesional asalariado en una estructura pública, como en Brasil, Finlandia, España y Portugal. Su estatuto de funcionario, o similar, le permite cambiar «impunemente» de pacientes y de lugar sin perder ni salarios ni privilegios; por el contrario, el médico de cabecera que es profesional independiente y contrata con el sistema público, como en casi todo el mundo desarrollado, se suele trasladar poco, ya que con ello pierde la «clientela». El modelo de funcionario permite no sólo el traslado fácil, sino también, en su defecto, permite el traslado «interior» y su trabajo en pool, con atención según turno de pacientes en consulta y a domicilio. En cierta forma, este modelo de médico de cabecera funcionario va directamente en contra del compromiso «de vida», aunque hay honrosas excepciones personales.
Del Canto IV de Os Lusiadas, de Luís Vaz de Camões, poeta nacido y fallecido en Lisboa (1524-1580). Estos versos fueron el colofón de la intervención de Leonardo Boff, el teólogo brasileño, en un acto de apoyo a la candidatura de Dilma Rousseff como presidente de Brasil, en Río de Janeiro, el 19 de octubre de 2010.