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Inicio Investigaciones Geográficas, Boletín del Instituto de Geografía Envejecimiento y urbanización: implicaciones de dos procesos coincidentes
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Vol. 2016. Núm. 89.
Páginas 58-73 (abril 2016)
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Envejecimiento y urbanización: implicaciones de dos procesos coincidentes
Urbanization and population ageing: implications of two simultaneous processes
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Aurora García Ballesteros
, Beatriz Cristina Jiménez Blasco**
* Departamento de Geografía Humana, Universidad Complutense de Madrid, Calle Cebreros, 97, 28011, Madrid, España
** Geografía Humana, Universidad Complutense de Madrid, Calle Santa Engracia, 36, 28010, Madrid, España
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Resumen

El proceso de envejecimiento de la población iniciado en el último tercio del siglo XX en los países más desarrollados, se está extendiendo al resto del mundo en el siglo XXI, coincidiendo con la creciente urbanización del planeta que afecta igualmente a todos los territorios, aunque con diferencias patentes entre los países más y menos desarrollados. En este trabajo se revisan las interacciones de envejecimiento y urbanización y algunas de sus implicaciones en la sociedad. Se centra en la situación actualde las personas mayores que cada vez suponen más altas proporciones de la población de cada país y que afrontan grandes dificultades en su día a día, derivadas de sus limitaciones personales, a las que se añaden las múltiples barreras urbanas de unas ciudades pensadas para la población joven y sana.

Palabras clave:
Envejecimiento
urbanización
dependencia
reducción de la movilidad
soledad
vulnerabilidad
Abstract

Population ageing and urbanization are two global trends that together comprise major forces shaping the 21st century. At the same time as cities are growing, their share of residents aged 65 years and more is increasing. The world is currently experiencing two major demographic transitions: the ageing of populations and urbanization. The trend in today's planetary human society is restructuring throughout two fundamental and simultaneous processes with serious socio-economic implications.

The urban environment influences the health and quality of older people's life. By 2050, more than two-thirds of the world's population will be living in cities. And, at least, a quarter of urban populations will be aged 65 and over, with significant implications for urban planning and development. Increasingly, cities will need to balance their role as drivers of economic development with responsibilities for improving the quality life of elderly people.

In 2015, worldwide, 8 percent of the population is over 65 years and in the most developed and urbanized countries the percentage raises to 17 percent. Between 1950 and 2015, the total world population increased by 191 percent. However, in the same period, the population of older people rose by a much larger proportion. Between 1950 and 2000 the proportion of those over 65 grew by 218 percent and the population of people aged 80 or more by 386 percent. In the last fifteen years this process has intensified even more. Currently, developed countries have the greatest proportion of elders, but in a few decades many developing countries will reach the same levels of aging. In 2015 the percentage in Latin America reached 7 percent while in the European Union it is 19 percent.

In an attempt to diversify the long interval between the onset of aging and increasingly advanced centenarian ages, for testing purposes, this broad age group has been disaggregated into three subgroups: young old (65-74 years), old old (75-84 years) and very old (over 85 years). These subgroups show a relatively greater internal homogeneity, considering both patterns of biological clock and, above all, the social clock indicating the changes that occur in both economic activity and capabilities intellectual, cognitive, health, life expectancy...

The ageing population, a process registered not only in all developed countries, is due to the reduction tendency of birth and fertility and at the same time, to the decreasing of mortality and an important extension of the life expectancy at birth.

Population ageing is not “gender-neutral”. The evolution to an older age structure changes the balance in numbers of men and women in the whole population. Men's higher mortality over the life course means that women typically outnumber men at older ages, and the difference is quite large among the oldest old.

We must take into account that older people have a gradual loss of physical and mental faculties that they previously had. This process is the first cause of the transition generally to less mobility and repetitive spatial behaviors that are dominated by a certain rejection to change, especially to change the habitual place of residence.

In general, older people want to stay at home, but his progressive loss of health and personal autonomy generates serious problems for families who must deal with their care. Not so long ago, the relatives have always been the people who had assumed the care of the elderly in their own homes, often because women were made usually responsible for reproductive work. However, due to the incorporation of women into the workplace and the increasing number of long-lived people, many women refuse to give up their jobs to care for their grandparents or parents.

At present, older people in situations of dependency have to realize that informal care is no longer an option due to changes in traditional family values. However, in the current economic crisis, seniors are sometimes the ones aiding their economically uncertain families. This happens in those countries being hardest hit by the economic crisis.

In general, society tends to convey a negative image of older people associated with dependence and vulnerability, regardless of the diversity of situations that arise in this heterogeneous age group, ignoring the positive aspects of aging as is the accumulated experience. And this is accentuated in urban areas that are not designed for the needs of this age group, especially the most dependent. Urbanists, planners and managers of city governments should be aware that any transformation of urban spaces entails territorial identities and sense of place of older people.

Key words:
Aging
urbanization
dependence
mobility reduction
loneliness
vulnerability
Texto completo
Introducción

En el segundo decenio del siglo XXI se acentúan y coinciden dos procesos que afectan a la mayor parte de la población mundial: envejecimiento demográfico y urbanización. En efecto, en 2015, a escala mundial, el 8% de la población tiene más de 65 años y en los países más desarrollados y urbanizados el porcentaje se eleva al 17%. Entre 1950 y 2015, la población total del mundo aumentó en un 191%. Sin embargo, en el mismo periodo, la población de personas mayores aumentó en una proporción mucho mayor. Ente 1950 y 2000 la proporción de los mayores de 65 años creció en un 218% y la población de personas de 80 años o más en un 386%. En los últimos quince años el proceso se ha intensificado todavía más. Actualmente los países desarrollados tienen las poblaciones más envejecidas, pero en unas pocas décadas muchos from independence to dependence and países en desarrollo alcanzarán esos niveles de envejecimiento. En 2015, en América Latina el porcentaje es del siete por ciento, mientras que en la Unión Europea alcanza el 19%. Además, el ritmo del envejecimiento se ha acelerado en los países que aún no tienen proporciones tan elevadas de población mayor. Y así, mientras que fueron necesarios cien años para que el porcentaje de la población francesa mayor de 65 años pasara del 7 al 14%, en países como Brasil tardarán menos de 25 años en alcanzar el mismo nivel de crecimiento.

Esta situación ha sido considerada por demógrafos, geógrafos y otros científicos sociales como una consecuencia de los procesos conocidos tradicionalmente como transición demográfica y transición epidemiológica (Requés, 1997), siendo uno de los fenómenos clave para definir la considerada segunda transición demográfica o etapa postransicional, caracterizada por una estructura por edades en la que, según Naciones Unidas, hay una alta proporción de ancianos en constante incremento y con escasas perspectivas de reversibilidad del proceso. Proporción que se fija en al menos un 10% de mayores de 65 años sobre el total de la población, porcentaje que si además se corresponde con un elevado valor absoluto es causa de importantes implicaciones socioeconómicas en los espacios a los que afecta (García, 2011).

Dado que el objetivo principal de este trabajo es el análisis de la situación de las personas mayores en las ciudades, no entramos en el debate sobre algunos de los planteamientos actuales que superan el tradicional concepto del envejecimiento como un factor del declive de las poblaciones, sino que lo consideran, al igual que nosotras, el resultado del éxito en la eficiencia de la reproducción humana, teoría conocida bajo el nombre de revolución reproductiva (Pérez Díaz, 2010). Así mismo, tampoco se valora la conveniencia del análisis longitudinal frente al convencional tratamiento transversal de los datos en relación con el tema del cambio de la estructura por edades de la población que ha conducido a una elevada proporción del grupo de personas mayores y a su mayor longevidad (Pérez, 2003a y 2005).

El envejecimiento se presenta como una tendencia ineludible en todos los países y consecuencia del propio proceso de crecimiento demográfico y de sus innegables éxitos en el aumento de la esperanza media de vida y en el descenso de la fecundidad, como ya señalaba en 1986 Grinblat. Si en 1950 la edad mediana de la población mundial era de 23.4 años, el continuado descenso de la fecundidad y la mortalidad, proyecta la misma para el 2025 a 31.2 años. La esperanza de vida al nacer no hace más que incrementarse aunque con sensibles diferencias entre los países en función de su nivel de desarrollo y las implicaciones del mismo en la calidad de vida. Así, a escala mundial, la esperanza de vida al nacer en 2015 es de 71 años, 69 años para los hombres y 73 para las mujeres. Con respecto a los datos de 2014 los hombres han aumentado en un año su esperanza media de vida, mientras que para las mujeres se mantiene la misma magnitud, lo que parece indicar que mujeres y hombres están cada vez más adoptando hábitos de vida similares, lo que conduce a aproximar sus expectativas de supervivencia. No obstante, estas cifras medias encubren fuertes contrastes entre los países más desarrollados, 76 y 82, y los menos desarrollados, 60 y 63, entre éstos están los países africanos cuyos datos son aún más bajos: 58 y 61. En México las cifras son 73 y 78, casi las mismas que registran de media el conjunto de los países de Latinoamérica y Caribe (72 y 78).

Como declaró Kofi Annan en 1998 con motivo del Año Internacional de las Personas Mayores “estamos en medio de una revolución silenciosa que va más allá de la demografía con importantes repercusiones económicas, sociales, culturales, psicológicas y espirituales” y podríamos añadir urbanísticas. Revolución que da un papel cada vez más importante a las personas mayores en la sociedad, ya que como señaló en su mensaje con motivo del Día Internacional de las Personas de Edad Ban Ki-moon (1 de octubre de 2014) “se prevé que el número de personas de edad aumentará más del doble en todo el mundo, de 841 millones en 2013 a más de 2.000 millones en 2050”.

El envejecimiento plantea distintos retos en cada país en función de su intensidad, de su estructura demográfica y de sus políticas sociales. La familia ha sido el instrumento, no presupuestario, con el que los gobiernos han hecho frente a la dependencia que en muchos casos suponen las personas mayores. Pero está al límite de su potencial de cuidados y no puede seguir soportando sola toda la carga de la dependencia ligada a un peso cada vez mayor de los ancianos, fruto de la señalada actual eficiencia reproductiva. De ahí la obligación política de implementar medidas legales y estrategias, públicas y privadas, que respondan a este desafío (Puyol y Abellán, 2006).

Envejecimiento y urbanización en los umbrales del siglo xxi

El nivel de envejecimiento de la población que presentan las sociedades avanzadas en el siglo XXI no tiene precedentes en la historia. El colectivo de personas mayores cobra cada día mayor proporción, tanto por la disminución de las tasas de mortalidad y el consiguiente aumento de la esperanza de vida, como por el paralelo proceso de disminución de la población joven, como consecuencia de la reducción drástica de la fecundidad que, en dichas sociedades avanzadas, viene produciéndose claramente desde el último tercio del siglo XX.

Según el boletín del PRB, ya en 2005, la población de 65 años en adelante constituía casi la quinta parte del total en muchos países europeos y tendía a aumentar, por lo que los autores de dicho boletín consideraban que muy pronto en muchos países industrializados habría más abuelos que nietos. En 2015 la población de 65 y más años supera el 20% en Japón (26%), Alemania (21%), Grecia (21%) e Italia (22%). México todavía presenta una proporción bastante moderada (7%). En España (18%) las proyecciones demográficas del INE para la próxima década señalan, junto al incremento de la esperanza de vida, hasta los 87 años para las mujeres y los 81.8 para los hombres, una población anciana de 9.7 millones para el 2022, es decir un aumento en unos diez años de 1.5 millones, con un volumen cada vez más importante de centenarios. En América Latina las proyecciones de CELADE dan un porcentaje de mayores de 60 años, en 2020, del 13%, porcentaje que casi se duplicaría en 2050.

Los cambios que genera esta nueva estructura por edades de la población son motivo de estudio para economistas, sociólogos geógrafos, políticos y un amplio elenco de investigadores sociales. Está claro que nos esperan grandes transformaciones sociales ligadas a una nueva realidad demográfica. Ban Ki-moon en el citado Día Internacional de las Personas de Edad señaló

el aumento constante de la longevidad humana constituye uno de los mayores cambios y desafíos de nuestro tiempo. Y si el mundo no se adapta a las nuevas tendencias demográficas será difícil lograr un futuro sostenible y seguro en el que las personas de todas las edades lleven una vida plena.

En paralelo se incrementa la población que vive en ciudades que a escala mundial alcanza ya el 53%, elevándose a 77% en los países más desarrollados y envejecidos. Si bien algunos países no excesivamente envejecidos presentan, no obstante, tasas de urbanización muy elevadas, es el caso de países latinoamericanos, como México que en 2015 tiene un 79% de población viviendo en ciudades.

A la hora de valorar la situación de los mayores de 65 años en los espacios urbanos hay que tener en cuenta que 22 de las grandes ciudades del mundo están en los países menos desarrollados, lo que plantea importantes desafíos, ya que, como señaló en 2002 en la Segunda Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento el Director del Fondo de Población de Naciones Unidas para Asia y Pacífico, “en Europa los países se hicieron ricos antes que viejos. Pero en el mundo en desarrollo los países están haciéndose viejos antes que ricos”. Además, en países en desarrollo los actuales movimientos migratorios se han convertido en un factor más que contribuye, si bien no de una forma muy acusada pero con contrastes espaciales, al envejecimiento de sus poblaciones al ser mayoritariamente jóvenes los que emigran. Por tanto, al igual que otros parámetros económicos y sociales es preciso tener en cuenta que las ciudades tienen que adaptarse a este nuevo e irreversible modelo de sociedades envejecidas cuyas necesidades y demandas son distintas y crecientes, tanto en lo que se refiere a la adaptación de los hogares y los barrios, a las infraestructuras de transporte, a los espacios públicos, entre otro, como a la satisfacción de sus nuevas aspiraciones de ocio en una etapa vital con gran disponibilidad de tiempo. La “revolución de los bastones” (El País, suplemento “negocios”, 1 diciembre 2013) implica abordar cambios en nuestras ciudades y en general en nuestras sociedades para evitar que en las mismas se produzcan múltiples formas de ageism (traducido por la Comisión Europea (2011) como edaísmo y por algunos autores como viejismo o gerontofobia) en el sentido dado a éste por su creador, el gerontólogo estadounidense Robert Butler (1975) que emplea este término para referirse a la existente actitud social de discriminación hacia las personas mayores por el hecho de serlo.

Antes de analizar la situación de los ancianos en los espacios urbanos conviene precisar algunas cuestiones que inciden en la misma sobre lo que supone ser viejo y la heterogeneidad de este colectivo en función de la edad, género, estado de salud, tipo de hogar, poder adquisitivo, situación residencial...

Jubilación y envejecimiento

Es bastante general asociar, al menos de forma simbólica, la edad de jubilación al comienzo de la vejez. Idea que al parecer se introduce a mediados del siglo XVIII, entendiendo como vejez el periodo posterior a la imposibilidad para ganarse la vida por los problemas físicos vinculados a la edad. Anteriormente, dado que el envejecimiento es un proceso relativo a las características de la dinámica demográfica de cada sociedad en cada momento, por ejemplo, en el siglo XVII, Colbert introdujo el criterio de la edad en relación con la capacidad para llevar armas y fijó en 60 años la edad para considerar a un hombre como “viejo”, es decir no apto para dicho cometido. Se trata, en todos los casos, de un umbral social con efectos psicológicos y en las identidades y prácticas territoriales, pero discutible biológicamente (Neugarten, 1999; Bazo, 2001), pues es variable según los países, las profesiones, la coyuntura económica que incentiva en mayor o menor medida las jubilaciones anticipadas a edades inferiores a los 60 años o propugna edades superiores a los 65 años para la misma (Guillemard, 2010).

Sin embargo, se puede considerar la jubilación como un umbral significativo ya que, como han señalado sociólogos (Mantovani y Membrado, 2000) y gerontólogos (Laforest, 1991), implica cambios en muchos aspectos vitales, incluyendo la vinculación con los espacios urbanos. Se producen importantes modificaciones en la propia identidad porque cambian las rutinas, los ritmos de vida, la disponibilidad de tiempo, los espacios a recorrer, las relaciones sociales. Al producirse así un repliegue sobre uno mismo y su entorno familiar y espacial más próximo se construyen nuevas relaciones de amistad en el mismo, incluso, en algunos casos se puede desarrollar un sentimiento de inutilidad, de pérdida de valor social, que se trata de vencer con nuevas dedicaciones: desde implicación en el cuidado de familiares, en especial nietos, a colaboración con instituciones diversas como ONGs, desarrollo de nuevas actividades de ocio, etcétera.

El impacto de la jubilación indica, como señala Coupleux (2013), que el envejecimiento si bien es un proceso biológico que empieza desde el nacimiento, y afecta de diferente manera a cada persona, es ante todo una construcción social. Por ello el grupo demográfico de los viejos es muy heterogéneo desde muy diversos puntos de vista y de acuerdo con las distintas representaciones y estereotipos sociales existentes sobre la vejez.

Las edades de la vejez. estado de salud y movilidad

En general, se considera población vieja a la que supera los 60 o 65 años, según los autores, pero este grupo es posiblemente el más heterogéneo de los tres grandes grupos de edad en que comúnmente se divide a la población, pues llega hasta edades cada vez más avanzadas y como ya señalaba Pressat (1970) hay que tener en cuenta que “las capacidades vitales no son las únicas que están asociadas a la edad”, lo cual para este grupo ya es importante, sino que además “todo el capital mental y biológico evoluciona con ella”. La mayor o menor ancianidad implica notables diferencias de todo orden pero en especial en relación con el estado de salud, movilidad, dependencia... y otras variables que inciden en la relación con los espacios urbanos.

En un intento de diversificar el largo intervalo entre el comienzo de la vejez y las cada vez más avanzadas edades centenarias, se ha propuesto para su análisis que este amplio grupo de edad se desagregue en tres subgrupos: viejos jóvenes, viejos viejos y viejos muy viejos (Martín, 2005 y 2007). Estos subgrupos muestran una relativa mayor homogeneidad interna, teniendo en cuenta las pautas tanto del denominado reloj biológico como, sobre todo, del reloj social (Berger y Thompson, 2001) que indican los cambios que se producen tanto en la actividad económica como en las capacidades intelectuales, cognitivas, de salud y de esperanza de vida.

El primer grupo, el de los viejos jóvenes o de vejez inicial o incipiente, llegaría hasta los 69 años de edad y se caracteriza por incluir a personas que todavía siguen el mercado laboral (dependiendo de los países, de las profesiones, de la situación económica e incluso de decisiones personales) y que aún conservan buenas condiciones de salud. Es una etapa de transición y preparación para la vejez propiamente dicha.

El grupo de la vejez intermedia, entre los 70 y los 85 años, se caracteriza por ser ya casi en su totalidad jubilados, pues, en general y siempre tomando como referencia los países en los que la jubilación está legalmente regulada, solo permanecen en el mercado laboral algunos empresarios, agricultores e intelectuales. Comienzan a aparecer o a acentuarse problemas de salud que tienden a reducir la movilidad física y psicológicamente. La mortalidad afecta al entorno familiar y social, reduciendo las redes sociales. Se acentúa la dependencia e incluso la necesidad de recurrir de forma permanente a centros geriátricos o al menos bajo la forma de frecuentación diaria. El espacio vivido se contrae, la ciudad aparece con toda su agresividad urbanística según se acentúa la discapacidad.

El grupo de los viejos muy viejos, de la vejez avanzada, empieza a los 85 años. Es el grupo en el que suelen acentuarse los problemas de salud, movilidad, relaciones sociales y dependencia señalados en el tramo anterior. La tendencia a la contracción y reducción de su espacio vital es progresiva y directamente relacionada con su movilidad y estado de salud físico y mental. Dentro de este grupo las personas centenarias, cuyo número se estima en más de tres millones en 2050, verdaderas supervivientes, acentúan la necesidad de un espacio vital amigable y acorde con sus específicas necesidades.

Las mujeres jubiladas y amas de casa

Una variable de gran importancia en la diferenciación de las identidades territoriales de los ancianos es el género. A mujeres y hombres se les han adjudicado distintos papeles sociales en su vida como jóvenes y adultos, con una cierta tendencia, en vías de superación, a relegar a la mujer al papel de ama de casa y a infravalorar su peso en la sociedad, por lo que pueden tener expectativas, necesidades y anhelos distintos en su vejez. Por ello si en relación con los viejos funcionan muchos estereotipos, los relacionados con las mujeres son de significado más negativo aun que los de los hombres (Colom y Jayme Zaro, 2004).

Por otra parte, hay una feminización del envejecimiento al acentuarse el desequilibrio entre hombres y mujeres, a favor de éstas. Las mujeres representan en 2015 el 49.6% del conjunto de la población, si bien su peso relativo varía dependiendo del grupo de edad. Así, hasta los 44 años, el porcentaje de mujeres es levemente inferior al de los varones, pero de los 45 años en adelante esta situación se invierte y se produce una tendencia creciente de la población femenina, debido a su mayor longevidad. A partir de los 45 años las mujeres superan en número a los hombres y suponen el 58% a los 80 años y más de edad.

El grupo demográfico femenino es más dispar que el masculino en relación con la asociación de jubilación y vejez, puesto que sus tasas de ocupación laboral son bastante menores que entre los hombres, aunque eso varía mucho de unos países a otros. Y, por supuesto, ha cambiado drásticamente desde la segunda mitad del siglo XX, a favor de la incorporación de la mujer al mundo laboral. En América Latina la tasa de mujeres ocupadas no llegaba al 45% en 2012, siendo más de un 20% inferior a la de los hombres. La Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) de México refería que en el cuarto trimestre de 2012 cerca del 45% de las mujeres mayores de 14 años tenía un empleo. En Europa, para el mismo año, la tasa de ocupación masculina era un 13% superior a la femenina, pero los valores eran más altos para ambos sexos, de forma que las mujeres ocupadas suponían algo más del 62% del total de mujeres en edad de trabajar.

Las mujeres, al igual que los hombres, modifican su tipo de vida al jubilarse. Pierden el espacio del trabajo que las ocupaba varias horas al día fuera del hogar. Reducen su movilidad cotidiana a favor de una permanencia mayor en la casa y en el barrio. Según diversos estudios sociológicos y psicológicos (Pérez, 2003b; Madrid y Garcés, 2000) las mujeres, aunque hayan trabajado fuera del hogar, normalmente han soportado en mayor medida las cargas familiares y las actividades reproductivas, de forma que en el momento de la jubilación no sufren un cambio de identidad tan fuerte como los hombres, sino que simplemente comienzan una vida más tranquila en la que no tienen doble jornada. Su relación con el entorno residencial ha sido también mayor durante la etapa activa, de forma que no deben acostumbrarse a un espacio poco frecuentado hasta entonces, como les pasa a muchos hombres, simplemente acrecientan su relación con éste.

El caso de las amas de casa es un ejemplo claro de no vinculación entre jubilación y vejez. Estas mujeres viven más gradualmente su proceso de envejecimiento y apenas notan cambios en la actividad hasta edades avanzadas, en las que las tareas de la casa comienzan a resultar difíciles para ellas por razones de pérdida de capacidad y salud. Si bien la jubilación de sus maridos sí las afecta en cierta medida y provoca cambios en las rutinas que venían manteniendo hasta ese momento. La presencia continua del marido en el hogar puede vivirse de formas muy diferentes. Para algunas mujeres resulta positivo contar con una ayuda y compañía que no tenían cuando sus parejas se iban al trabajo. Pero para otras, acostumbradas a un determinado estilo de vida, lo viven como una carga añadida. La variedad de situaciones es lógicamente enorme y está muy relacionada con los comportamientos y conductas aprendidos y adquiridos por ambos cónyuges durante muchos años en los que la vida se había organizado con una clara separación de roles por razón de género.

Por otra parte, el espacio físico cotidiano comienza a dejar sentir sus irregularidades según avanza la pérdida de movilidad: escaleras, cierres de los comercios de proximidad, presencia o ausencia de plazas próximas, de lugares de reunión, alteran sus espacios de vida. Además, se puede producir una desarmonía entre los deseos y aspiraciones de ambos cónyuges o por el contrario, la disponibilidad común de tiempo libre puede contribuir a desarrollar aspiraciones pospuestas: viajes, actividades de ocio que amplían así el espacio vivido de la mujer ama de casa.

Sin embargo, algunos hechos pueden reducir la consecución de las aspiraciones de las mujeres ancianas: ser cuidadoras y la feminización de la pobreza; ambos hechos reducen su espacio social. En efecto, una gran cantidad de mujeres se encargan del cuidado de otros miembros de su familia ya sean nietos o padres. Así, por ejemplo, se calcula que la tasa de cuidado de ancianos (número de octogenarios por cada cien personas de 40 a 60 años) tiende a cuadruplicarse en el horizonte 2050 y además cada vez cuidadoras y cuidados incrementarán su edad (Rodríguez García, 2011) pues, como señalan diversos investigadores, las probabilidades de supervivencia se incrementan a partir de los 84 años, es decir, que una persona que ha cumplido dicha edad tiene más probabilidad de llegar a los cien años que la que tiene 80. En este caso el espacio de la cuidadora anciana se contrae, y se centra en su hogar, en el de la persona cuidada, si no es el mismo, en el ambulatorio y en el espacio en el que atender las necesidades más cotidianas. La mujer es también en mayor medida que el hombre, cuidadora con asiduidad de sus nietos pequeños. Por ejemplo en España, según los datos del informe La familia en la sociedad del siglo XXI, realizado en 2004, el 37.6% de las mujeres mayores que tienen nietos pequeños los cuidan con asiduidad y el 22.7%, de vez en cuando, a lo que hay que añadir que más de un tercio de las madres de más de 65 años conviven con hijos no emancipados. Situación que puede producir una sobrecarga de responsabilidades que en algunos casos extremos llega a desencadenar el llamado “síndrome de la abuela esclava”.

En España, el 30.9% de las mujeres mayores de 65 aporta cuidados fundamentales para su red familiar, frente al 17.6% de las mujeres mayores que son objeto de cuidados, según datos aportados por la socióloga Lourdes Pérez (2004) Es decir, alrededor de 1 300 000 mujeres mayores siguen ejerciendo su rol de cuidadoras dentro de los límites de su propio núcleo familiar, pero sobre todo en el de sus hijos. Por todo ello y como señala en el mismo libro Julio Pérez, el envejecimiento demográfico “no es la catástrofe que se pretende, ya que los abuelos y abuelas actuales están sustituyendo muchas de las funciones de apoyo familiar y de reproducción social que siempre han sobrecargado a las mujeres jóvenes”. Hecho que la crisis ha contribuido a reforzar y que es objeto de múltiples discusiones sobre su valoración.

La feminización de la pobreza lógicamente prosigue y se acentúa en las edades que estamos analizando. A escala mundial las mujeres, según datos de Naciones Unidas, ganan como promedio el 50% de los hombres y el 70% de la población en situación de pobreza son mujeres. En el caso de las ancianas, si han trabajado y viven en países con adecuadas prestaciones sociales tras la jubilación, van a percibir pensiones acordes con sus anteriores salarios y por tanto, en muchos casos, inferiores a las de los hombres. Si no han trabajado van a seguir dependiendo de los inferiores ingresos del marido o en caso de viudez van a percibir pensiones más bajas. En todo caso la feminización de la pobreza incrementará la reducción de sus posibilidades de gasto y por tanto de desarrollar actividades que impliquen desplazamientos costosos o gastos elevados. El espacio vivido se contrae frustrando posibles aspiraciones de movilidad.

Lugar de residencia en la ciudad

¿En qué barrios viven los mayores? Sin duda, a esta pregunta se podría responder con la obviedad de que en todos los barrios de la ciudad encontramos personas de edad. Pero ciertamente hay barrios mucho más envejecidos que otros. Hasta hace pocos años los científicos sociales que abordaban este tema solían situar a los ancianos en los deteriorados cascos históricos de las ciudades, donde habían nacido o llegado en su juventud y en los que ahora permanecían, mientras que la población joven se trasladaba a municipios de la periferia. Quizás esta realidad, siempre parcial, tenga cada vez menos sentido, pues mucha de la población mayor de 65 años ya experimentó hace más de tres décadas un cambio residencial que supuso la salida del casco urbano hacia localizaciones más periféricas, bien dentro del mismo municipio o bien en los contiguos a éste. Y en una proporción que varía mucho de un país a otro, los mayores también continúan llevando a cabo una cierta movilidad residencial metropolitana, generalmente ligada a los cambios en el ciclo de vida (Warnes, 2005; Pujadas et al., 2006). Por tanto, nos encontramos con muchos más barrios envejecidos que el propio centro histórico, el cual, a menudo, está rejuveneciéndose con población inmigrante y con jóvenes con preferencia por un lugar muy céntrico.

Lógicamente en las más recientes promociones urbanas y en modernas urbanizaciones relativamente alejadas de la ciudad no va a predominar la población de más de 65 años, sino los adultos jóvenes y un mayor número de niños y adolescentes, sin olvidar la progresiva presencia de los abuelos que han tenido que ir a convivir con ellos incluso como consecuencia de la actual crisis económica, haciéndoles dejar no solo sus viviendas sino las residencias en las que estaban. Son estos ancianos, con frecuencia discapacitados física o mentalmente, los que encuentran más dificultades en un entorno hacia el que no sienten ningún arraigo y en el que no cuentan con redes sociales en las que integrarse. Los espacios públicos les son esenciales para una cierta calidad de vida y para intentar tejer un nuevo tejido social.

En definitiva, en las grandes ciudades la población mayor habita en proporciones significativas buena parte de los barrios de la ciudad central, así como muchos sectores urbanos de los municipios metropolitanos, que se urbanizaron a partir de los años cincuenta. Realidad de fuerte evidencia en los países europeos actualmente. Pero sin olvidar su dispersión por todos los espacios urbanos. En las ciudades de América Latina las zonas más centrales y antiguas concentran un mayor número de personas de edad, pues permanecen en ellas durante largo tiempo (CEPAL, 2009 y 2012). Si bien los procesos de dispersión metropolitana también están afectando actualmente a los patrones clásicos residenciales de los grupos de edad más avanzados.

Hay que tener en cuenta que las personas mayores en mayor o menor medida van sintiendo una pérdida gradual de las facultades tanto físicas como mentales que habían tenido anteriormente. Este proceso ocasiona el paso de la independencia a la dependencia y en general a una menor movilidad, a un comportamiento cotidiano más rutinario y repetitivo de los comportamientos espaciales que se consideran dominados con un cierto rechazo a los cambios, en especial de lugar de residencia. Se desarrolla una fuerte topofilia hacia el lugar donde se ha vivido habitualmente y se evitan los lugares hacia los que producen topofobia e incluso topo- negligencia, empleando la terminología de Yi-Fu Tuan (1976) De ahí que se resistan a los traslados de lugar de residencia.

Empero, algunas de las personas que se jubilan deciden aprovechar esta situación y la relativa juventud y buena salud de ese momento para trasladarse a vivir al lugar deseado y que había sido incompatible con su trabajo. El ejemplo de los jubilados europeos que trasladan su residencia a la costa del sol española puede servir de ejemplo (Rodríguez, 2004). Sin duda la residencia en lugares de clima frío y con pocas horas de sol, como es el caso de Europa Central y Septentrional, interviene decisivamente en esta toma de decisiones (King et al., 2000). Interesante es el caso de algunos jubilados que vuelven a su pueblo de origen en el que conservan la casa donde vivieron en su juventud y del que tienen gratos recuerdos. Son los que han desarrollado un sentido de lugar nostálgico (Eyles, 1985; Estébanez, 1992) que les lleva a rechazar la ciudad porque recuerdan idealizadas situaciones y acontecimientos del pasado.

Otro cambio que se puede producir a edades más avanzadas o en caso de grave deterioro de la salud física y en especial de la mental, es el del cambio forzoso de residencia ante una situación grave de dependencia para la que se considera como solución el ingreso en una residencia geriátrica. Aunque en estas residencias pueden ingresar personas que aún gozan de aceptables condiciones de movilidad, en la mayor parte de los casos las personas que viven en estos establecimientos desarrollan un sentido de lugar apático, es decir, un cierto desinterés por el espacio que les rodea y más aún por la ciudad en la que viven.

No obstante, la mayor parte de las personas mayores no inician un cambio residencial con la jubilación, sino que continúan viviendo en la misma casa y en el mismo barrio, al menos hasta que su autonomía personal se lo permita. Hecho muy vinculado a la propiedad de la vivienda que genera vínculos muy especiales con un entorno apreciado, conocido, en el que se han desarrollado lazos de vecindad y de sociabilidad con el paso del tiempo que incluso se refuerzan tras la jubilación.

Y tanto en este caso como en el de los cambios residenciales deseados y gestionados por los propios mayores, existe el deseo de poder disfrutar de la gran ganancia de la jubilación: la mayor disponibilidad de tiempo, con las limitaciones señaladas en el caso de las mujeres. Tiempo que en buena medida va a transcurrir en el hogar y en el entorno próximo, por lo que se crean fuertes lazos de pertenencia con la vivienda habitual y el barrio, cuyos lugares más frecuentados se convierten en puntos de referencia del quehacer diario y de sus rutinas. Se desarrolla así en el barrio un sentido del lugar social, orientado hacia las relaciones sociales como antes lo estaba el lugar de trabajo. El barrio es el espacio en el que se producen los encuentros con amigos, vecinos, familiares y relaciones más o menos ocasionales. Son estas relaciones sociales las que le dan un nuevo significado al barrio.

El barrio adquiere también otros significados. Así, en algunos casos pasa a tener un valor instrumental, es el lugar en el que hay que desarrollar esta nueva etapa de la vida y que, sean cuales sean sus características, proporciona servicios y lugares de sociabilidad.

La vivienda y su entorno se transforman así en verdaderos escenarios en los que tiene que transcurrir esta etapa de la vida y en los que hay que buscar personas afines con las cuales relacionarse para aprovechar todas sus oportunidades.

Por supuesto en esta vinculación con el hogar y el barrio no faltan personas que desarrollan un sentido de lugar arraigado, en especial las mujeres amas de casa que siempre lo han considerado algo importante, con el que se han sentido identificadas y con un fuerte sentido de pertenencia.

Espacios y servicios públicos ante el reto del envejecimiento

Las medidas y actuaciones que se tomen para compatibilizar el envejecimiento demográfico con los espacios y servicios públicos deben alcanzar a todo el ámbito urbano y no circunscribirse a los centros históricos de las ciudades, como si solo en ellos hubiera concentraciones importantes de población envejecida.

Los espacios públicos como calles, plazas, jardines, equipamientos cívicos, centros culturales y deportivos; son lugares de encuentro y de relación entre personas. Son, por tanto, lugares de convivencia y sociabilidad. Lugares visibles, accesibles y con marcado carácter de centralidad.

Además hay espacios públicos que son considerados como espacios de identificación simbólica de determinados grupos sociales, o de los vecinos de un barrio de la ciudad o de los habitantes de un núcleo rural, dependiendo del tipo de hábitat de que se trate. Son lugares con los que una comunidad se siente unida, lugares que contribuyen al arraigo, a la construcción de su identidad (Hiernaux y Lindón, 2004;Lindon et al., 2006;Sánchez, 2009).

Sin duda los espacios públicos son necesarios en la sociedad e importantes para todos los colectivos. Pero para los mayores que reducen su campo de actividades, al no tener que desplazarse para el trabajo diario, se convierten en lugares de frecuentación diaria y que muchas veces sustituyen a los espacios donde realizaban su anterior actividad laboral. Los espacios públicos urbanos más demandados por los mayores para cubrir sus horas de ocio son las plazas y los parques, en los que suelen reunirse y, a veces solos, pasar gran parte de su tiempo o donde llevan a los nietos. Esto al menos es así en los países donde la climatología no es muy fría, lo que ocurre especialmente en América Latina y en la Europa Mediterránea. En los países de Europa Septentrional y Central el uso de los parques y plazas durante el invierno es mucho más limitado y las personas mayores se mantienen mucho más tiempo dentro del hogar.

Parques, plazas y espacios ajardinados tienen una importancia especial para los mayores, pues a menudo se convierten en lugares de encuentro cotidiano. Por tanto, los planes de Ordenación Urbana deben procurar que éstos resulten acogedores para la población mayor, teniendo en cuenta que estén próximos a las zonas habitadas, que sean accesibles, seguros y cómodos para los mayores, e incluso que cuenten con atractivos para hacerlos intergeneracionales.

En cuanto a los servicios, la ciudad suele ofrecerlos pensados para personas jóvenes y sanas, así margina a los viejos y discapacitados, a pesar de que en los últimos años se ha intentado transformar esta realidad invirtiendo en la desaparición de barreras físicas y adecuación de muchos servicios para personas con problemas de movilidad y sensoriales. Así, en el transporte público los ancianos tienen muchos problemas para su uso con lo cual van poco a poco desistiendo de hacerlo y van reduciendo cada vez más su espacio de vida. En las ciudades que tienen suburbano, éste no suele contar con ascensores en todos las estaciones ni accesos a la red, y los tramos de escaleras mecánicas resultan peligrosos para los mayores de edades muy avanzadas o con discapacidades motoras y visuales. En los autobuses los mayores encuentran problemas de estabilidad dentro de ellos cuando están en marcha y, sobre todo, bajarse de ellos implica mucho más tiempo que para la gente joven, no existiendo siempre la debida paciencia de los conductores e incluso del resto de los pasajeros. En general, toda la información urbana que se ofrece mediante carteles e indicaciones visuales resulta a menudo ineficaz para muchos mayores que tienen una visión disminuida (vista cansada, cataratas, retinopatías). La complementación de la información visual con la sonora es muy escasa, muy puntual y a veces muy deficiente técnicamente.

La circulación a pie en sus propios barrios también se ve dificultada con el poco mantenimiento de las aceras (baches, adoquines levantados, etc.), la ocupación de éstas por motos, coches, puestos de comida, etc., el escaso tiempo para cruzar en los pasos de peatones, el no respeto de los pasos de cebra y un montón de dificultades, invisibles durante la juventud, pero que se van haciendo patentes con el avance de la edad.

Habitar desde siempre en la ciudad o llegar en la vejez

La diferencia en el hábitat rural o urbano de la población mayor también va a ser primordial en muchos aspectos. Gran parte de las personas mayores vive en ciudades, puesto que la mayoría de la población en general es urbana, tanto en Europa como en América Latina. Pero en muchos casos no es la ciudad el lugar de origen del anciano, sino que éste es rural.

La mayor parte de los ancianos urbanos de origen rural llegaron a la ciudad cuando eran jóvenes e incluso niños, de forma que al llegar a la vejez se sienten totalmente desvinculados del medio rural y sus hábitos son plenamente urbanos. La decisión de vuelta al pueblo para vivir allí su jubilación no suele adoptarse por muy variadas razones: lejanía de los hijos y otros familiares, ausencia de ciertos equipamientos y servicios en el campo, despoblamiento de los pueblos en los que nacieron, formas de vida urbanas adquiridas, sensación de mayor soledad en el medio rural. El retorno al medio rural es poco recurrido, pese a la mayor tranquilidad y menor coste de la vida que suele ofrecer la vida rural frente a la urbana (Puga, 2004).

Otro fenómeno es el cambio residencial desde la gran ciudad a zonas costeras y turísticas que ofrecen una vida más atractiva y placentera, pero con modos de vida, servicios y equipamientos urbanos. Estos cambios suelen solo afectar a personas mayores con cierto poder adquisitivo, propietarias de segunda residencia en lugares vacacionales y con pocas ataduras familiares de hijos o nietos. Entre las personas mayores urbanas son claras las diferencias por el tamaño de la ciudad en la que habitan. No siendo lo mismo vivir en una gran ciudad que habitar en urbes medias y pequeñas.

De la casa a la residencia

En general, las personas mayores quieren permanecer en su propia casa, pero su progresiva pérdida de salud y de autonomía personal genera graves problemas a los familiares que deben ocuparse de su cuidado. La mayoría de los gerontólogos recomienda el envejecimiento en el propio hogar, pues el abandono del entorno habitual provoca situaciones de desarraigo que llevan a trastornos psicológicos como desorientación, angustia y depresión. Hasta épocas no muy lejanas los familiares han sido las personas que asumían el cuidado del mayor en su propio domicilio, casi siempre mujeres puesto que habitualmente eran las que se hacían cargo del trabajo reproductivo; sin embargo, debido a la incorporación de la mujer al mundo laboral y al aumento del número de las personas mayores, cada vez más longevas, muchos activos, en especial mujeres, no pueden ni desean renunciar a sus trabajos para cuidar a sus abuelos o padres. En la actualidad, los mayores en situación de dependencia han de asimilar la disminución de la ayuda informal debido al cambio de los valores familiares tradicionales, e incluso a la situación económica, así como la mayor incorporación de los hombres como cuidadores (Abellán et al., 2003; Pérez, 2005).

Las soluciones que se plantean son básicamente dos: la contratación de un cuidador en el domicilio o el ingreso en una residencia geriátrica.

La ayuda a domicilio es una alternativa con una escala muy amplia, que depende del grado de dependencia que la persona mayor presente. Esto a su vez implica una profesionalización muy diversa de quien presta los servicios de cuidado. Claramente, no es lo mismo cuidar a un mayor que se puede valer por sí mismo y que solo necesita ayuda básica para cumplir tareas específicas, que cuidar a una persona con una demencia o una discapacidad severa.

Frente a los servicios formales públicos o privados que ofrecen cuidados al anciano en su domicilio, los servicios informales han crecido mucho debido al aumento de la demanda y a que el cuidado de los mayores se ha convertido en una clara oportunidad de trabajo en tiempos de crisis y especialmente para ciertos colectivos con pocas expectativas laborales (García et al., 2008). Muchas personas creen que el cuidado de una persona mayor no necesita de mucho conocimiento, pero la realidad es que es necesario una cierta profesiona- lización para atender correctamente a las personas mayores en su domicilio (Rodríguez, 2012).

El paso de la casa a la residencia para el anciano suele producirse tras un periodo más o menos largo de atención por parte de familiares o personas contratadas para ello. Cuando se hacen necesarios conocimientos más específicos de cuidado geriátrico, necesidad de contratar dos o tres turnos de cuidadores, y camas, sillas y otros utensilios geriátricos costosos, suele resultar más cómodo para los familiares el ingreso en una residencia; si bien es una decisión a menudo dolorosa para éstos y que conlleva un cierto sentimiento de culpabilidad y un proceso de adaptación a la nueva realidad. El cambio del propio hogar a la residencia, como ya se ha dicho antes, no es bien aceptado por los mayores, salvo que su situación de enfermedad les haya hecho perder totalmente la consciencia. Un problema de la mala aceptación de la residencia por parte de la persona mayor es que no suelen localizarse en el propio barrio donde viven. Lo cual supone un doble cambio para el anciano: hogar y entorno vivido. Cuanto mayor es la autonomía del anciano y menores sus problemas de salud, la vida en la residencia es menos valorada, y solo es más aceptada si se encuentra en el propio barrio, lo que le permite seguir frecuentando los lugares conocidos y mantener el contacto con los amigos y vecinos de siempre. La casa que no es su casa, por mejor que haya sido planeada, produce un sentimiento constante de desarraigo.

Una solución intermedia entre envejecer en casa o en la residencia la ofrecen los llamados Centros de Día Asistenciales. Estos ofrecen cuidar del anciano en sus propias instalaciones durante varias horas al día, que suelen incluir la mañana, la comida y primeras horas de la tarde. Este horario es compatible con los horarios laborales de los hijos o familiares que se encargan del cuidado de la persona mayor, de forma que solo deben ocuparse de ellos cuando han regresado de sus trabajos. Es una forma de compatibilizar los horarios de la familia con la atención del anciano y suele ser una solución satisfactoria siempre que los problemas de salud y dependencia no sean muy avanzados, y que haya un apoyo familiar suficiente para llevar y recoger al mayor (al menos al autobús que los lleva) y para atenderlo en el tiempo que está en casa. No debemos confundir este tipo de centros de día, públicos o privados, que son de carácter asistencial y en los que se necesita inscribir a los ancianos, con los centros de reunión para mayores a los que los ancianos acuden libremente pues son lugares de reunión que organizan actividades culturales y lúdicas, además de un servicio de cafetería y comedor. A estos centros solo acuden mayores independientes y autónomos. Son de gran importancia porque muchos ancianos encuentran en ellos un alivio a su soledad. Existen, bajo distintas denominaciones, en las ciudades de numerosos países, tanto en Europa como en Latinoamérica.

Un problema general tanto de las residencias como de los Centros de Día Asistenciales es la concentración de las personas mayores en espacios cerrados relativamente reducidos, con la ausencia de gente más joven, salvo los cuidadores. Envejecer en casa, a menos que la soledad sea extrema, conlleva un mayor contacto intergeneracional con hijos, nietos, amigos y vecinos, lo cual aminora los sentimientos depresivos y negativos que a menudo acompañan a la vejez.

La vulnerabilidad de los ancianos en los espacios urbanos

En general la sociedad tiende a trasmitir una imagen negativa de las personas mayores asociándolas con dependencia y vulnerabilidad, sin tener en cuenta la heterogeneidad de situaciones que se presentan en este dilatado grupo de edad en función de lo expuesto anteriormente y omitiendo los aspectos positivos del envejecimiento como es la experiencia acumulada. Y esta imagen se acentúa en los espacios urbanos que no están pensados para las necesidades de este grupo de edad, en especial de los más dependientes. Los urbanistas, planificadores y gestores de los organismos directivos de las ciudades deberían tener presente que toda transformación de los espacios urbanos afecta de forma muy intensa a las identidades territoriales, los sentidos de lugar, de las personas más ancianas (Abellán et al., 2011).

Los espacios urbanos de forma general presentan numerosos problemas para las personas mayores tanto de tipo físico, derivados de diseños urbanos, de transformaciones de la ciudad que no tienen en cuenta las diversas discapacidades que se acentúan con la edad, como social, entre las que destacan los mayores índices de delincuencia, inseguridad, pobreza, los riesgos de tráfico, la escasez de servicios sociales y en general la falta de infraestructuras pensadas para los mayores, el ruido, la contaminación. Todo ello puede hacer sentir una mayor vulnerabilidad social y ambiental a las personas mayores (Sánchez y Domínguez, 2014;Sánchez y Egea, 2011) que los habitan e incluso contribuira una contracción de su espacio de vida dada la progresiva aparición de paisajes del miedo (Tuan, 1979) físico o psicológico cuya visita se evita pues se asocian a riesgos reales o percibidos.

Ya se han señalado las dificultades que el transporte público presenta para los ancianos en la mayoría de las ciudades, pese a que en algunas se les facilita su uso con precios reducidos pero sin corregir los problemas estructurales, en especial de accesibilidad. Incluso en muchos casos los itinerarios están pensados para una población que se desplaza a los lugares de trabajo más que a los de ocio o a los grandes centros comerciales cuya accesibilidad está más pensada en automóvil. Pero los adultos mayores si disponen de automóvil tienden mayoritariamente a reducir su utilización aunque conserven el permiso de conducir y se sienten cada vez más vulnerables ante las condiciones del tráfico o ante la apertura de nuevas vías urbanas, de nuevos estacionamientos, de nuevos itinerarios. Como señala Coupleux (2013) los conductores a medida que envejecen tienden a tratar de evitar el estrés que les provoca el uso del automóvil y a modificar su forma de desplazarse por la ciudad, aprovechando su mayor disponibilidad de tiempo libre y la mayor libertad horaria para realizar sus desplazamientos. Por ello evitan los itinerarios más concurridos, las horas punta, las zonas que consideran más propensas a accidentes, las áreas con dificultades para aparcar, la conducción nocturna, las largas distancias. De nuevo hay una tendencia a la reducción del espacio vivido, de las prácticas espaciales.

Otro aspecto que complica la situación de muchos ancianos es la reducción del tamaño del núcleo familiar, uno de los rasgos comunes al colectivo de mayores. De forma progresiva las parejas se van rompiendo, por muerte de uno de los cónyuges, con más frecuencia la del hombre, con lo que la proporción de personas mayores que viven solas, sobre todo mujeres, aumenta por lo que a la incapacidad se añade el descenso del nivel de renta y la soledad, que unida a la enfermedad incrementa la posibilidad de tener que abandonar su hogar y entrar en una residencia, pues solo algunos pasan a vivir con los hijos casados y sus familias. A estos nuevos hogares unipersonales detentados por viudos y viudas hay que añadir los formados por quienes han permanecido solteros y muchos separados y divorciados, que ya en etapas anteriores pasaron de un hogar familiar a uno unipersonal. La vida en soledad de las personas mayores es un tema que ha recibido la atención de los científicos sociales y de las administraciones públicas para buscar soluciones que intenten paliar en algo los problemas que acarrea la soledad a personas con incapacidad o serios problemas de salud tanto física como mental. La población envejecida adolece de una marcada soledad en términos generales y es patente la necesidad de redes sociales que compensen las pérdidas familiares y el hecho de que en los núcleos familiares actuales no se suele integrar a los abuelos. Sin ellas la ciudad pierde su atractivo como espacio de vida y se tiende al repliegue en el espacio más próximo o a circunscribir el espacio vital a entornos muy conocidos, considerados por ellos como seguros (Abellán y Olivera, 2004), tales como los centros para personas mayores y aquellos espacios públicos cercanos a su lugar de residencia que les permiten relacionarse con otras personas.

Entre las prácticas espaciales en las que la vulnerabilidad de las personas mayores es más patente está la movilidad con distinta intensidad en función del nivel de discapacidad pero también del tamaño de la ciudad, de la zona de residencia y de los equipamientos con que cuenta la misma, así como sus problemas de tráfico y medioambientales (ruido y contaminación).

Por supuesto la vulnerabilidad tanto física, como social y ambiental (Bazo, 2001; Sánchez, 2007 y 2009) de los ancianos en los espacios urbanos es desigual en función de los factores de heterogeneidad señalados para este grupo de edad y para los mismos espacios urbanos. Las amenazas y la exposición a los riesgos son diversas, así como su capacidad y posibilidad para afrontarlos o al menos evitarlos. Pobreza, estado de salud, situaciones de abandono, de soledad y nivel educativo inciden en la mayor o menor vulnerabilidad. Sin embargo, en todos los casos hay que tener en cuenta la capacidad de resiliencia de los ancianos para hacer frente a las amenazas de los entornos urbanos menos adaptados a sus necesidades (Gauto, 2010) y no solo superarlas, sino incluso salir mentalmente fortalecidos.

Sociólogos (Ardelt, 2010), psicólogos (Goleman, 1996 y 2006), psicoanalistas (Erikson, 1987 y 2000) han señalado que la edad con la acumulación de experiencias, de información, supone una perspectiva, una sabiduría, que ayuda a asumir la realidad de la propia vejez y a superar los inconvenientes que los ancianos encuentran, por ejemplo en los espacios urbanos. La octava etapa del desarrollo humano que expone Erikson y que empezaría aproximadamente a los 60 años, consistiría en lograr una integridad, una aceptación con un mínimo de desesperanza de los cambios físicos y sociales que se experimentan a partir de esa edad. Incluso posteriormente, el matrimonio Erikson pensó en que la cada vez mayor longevidad hacía necesario añadir una novena etapa en el desarrollo humano en la que la sabiduría desempeña un papel fundamental, pues ayuda a superar “con alegría y humor” las frustraciones que puede producir el progresivo deterioro físico. Cualidades necesarias para mantener la movilidad en los espacios urbanos y hacer frente al sentimiento de vulnerabilidad que muchas características de los mismos producen en los ancianos.

Esta capacidad de resiliencia no debe ocultar la necesidad de conseguir espacios urbanos cada vez más accesibles y con mayor capacidad de usa- bilidad por las personas mayores sean cuales sean sus capacidades. Los poderes públicos tienen que pensar que los mayores de 60 años son cada vez más numerosos y constituyen un verdadero “poder gris” (Gil, 2003) capaz de luchar contra la discriminación por edad, contra todo lo que suponga en las ciudades elementos de exclusión que limitan su autonomía personal.

Conclusiones

Hasta el momento actual nunca tanta población había alcanzado edades tan avanzadas y ello va a tener fuertes consecuencias en la sociedad, la sanidad, la economía e incluso la esfera política. Los efectos del envejecimiento demográfico sobre las personas y los sistemas sociales requieren una aproximación multidisciplinar, y la planificación y ordenación de los espacios urbanos debe constituir uno de los puntos de interés de este enfoque plural, dado que tampoco hasta ahora tanta población mayor había vivido en ciudades.

Repensar la ciudad para que no sea solo el hábitat idóneo de la juventud debe constituir uno de los grandes retos de arquitectos, urbanistas, geógrafos, economistas, sociólogos y otros científicos involucrados en la ordenación de las ciudades. Escuchar a los gerontólogos permitirá comprender mejor los problemas físicos y psíquicos que dificultan los desplazamientos de los ancianos y permitirá diseñar unos espacios urbanos en los que se garantice la movilidad, el acceso a los servicios, la eliminación de las barreras físicas urbanas y la autonomía personal de los mayores, lo que redundará en una disminución de la dependencia y consecuentemente de las necesidades de asistencia. De esta forma se conseguirá un envejecimiento más digno durante más tiempo en sus propios hogares y barrios. En éstos las personas mayores hallan un arraigo e identificación que conlleva una mayor interrelación social y transgeneracional.

Por otra parte, un reto para la medicina geriátrica es mantener lo mejor posible al viejo para que se pueda interactuar con cierta seguridad en los espacios y propuestas existentes internalizando las dificultades. Pero también las demás generaciones tienen que acostumbrarse a una sociedad cada vez más envejecida.

En todo caso, la opinión de los propios ancianos debe de ser tenida en cuenta si queremos conseguir unas ciudades cada vez más habitables para todas las generaciones

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Housing aspirations and migration in later life: developments during the 1980's.
Papers in Regional Science, 74 (2005), pp. p361-p387
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