Al margen de los debates tradicionales y actuales que discuten la pertinencia de pensar a México como la entidad surgida de las luchas insurgentes de principios del siglo xix, o como la síntesis de las realidades espaciales y temporales que han coincidido en el actual territorio nacional, el título que Raquel Urroz ha seleccionado para el ejercicio historiográfico que nos ofrece en su reciente libro, sin duda despierta la imaginación de sus lectores.
En este sentido, es útil un primer deslinde que sitúa al lector frente a la idea de México como proceso histórico que incluye a las sociedades pasadas y presentes que han tenido su desarrollo en el espacio del actual territorio nacional; es asimismo importante establecer que no se aborda aquí la noticia del total de representaciones cartográficas sobre estos escenarios, sino que se trata de una revisión de la historiografía acerca de tales temas. Así, la autora hace explícito un segundo deslinde al presentar su obra como una recopilación de reseñas “tanto informativas como críticas” acerca de “los trabajos que se han escrito durante los siglos xix y xx y también de los de reciente elaboración sobre la cartografía mexicana” (p. 18). La lista de obras desde luego se reconoce incompleta. Sería estéril reclamar los faltantes que distintos lectores pudieran señalar en este sentido. Por el contrario, el debate resulta fructífero al centrar la atención en las prácticas específicas1 que, según la autora, han convocado a distintos autores en el intento por recurrir a los mapas como parte de cambiantes explicaciones históricas. Hacia allá se dirige el balance de este ejercicio historiográfico.
En varias formas, esta obra representa un puerto de llegada para distintos proyectos. Por una parte, es una versión revisada de la tesis de maestría de la autora (Urroz, 2011); por otro lado, representa la visión de conjunto de un proyecto historiográfico anunciado en 2008 en el seno de uno de los movimientos de vanguardia a nivel internacional en la reconceptualización de la cartografía (Urroz y Mendoza, 2010): el Simposio Iberoamericano de Historia de la Cartografía, que en ese tiempo celebraba su segunda edición en la Ciudad de México (actualmente se convoca a la quinta reunión en Bogotá, Colombia).
Debe agradecerse el hecho de que la revisión de este compendio de libros y artículos sea precedido por un par de capítulos que dan cuenta de las posturas y las preocupaciones que la autora tenía en mente y que sirven de guía para la consulta de los apartados en que ha sido dividido el cuerpo central del texto. En breves páginas, Urroz propone cuatro discusiones para estos fines.
Por principio de cuentas, para la autora ha sido importante definir un área de estudio desde la cual pensar las características y los alcances de la obra. Tras identificar a la cartografía histórica como una ciencia enfocada en el estudio de las representaciones de la realidad mediante esquemas varios, la autora se sitúa con mayor propiedad dentro del campo de la historia de la cartografía, para encuadrar su trabajo específicamente como un ejercicio de crítica historiográfica. Apegándose al canon que entiende la historiografía como la historia del discurso que los individuos han hecho sobre su pasado (Carbonell, 1986:8), la autora señala que su interés en esta revisión de la literatura sobre la historia de la cartografía mexicana consiste en desentrañar “la relación entre el mapa como objeto de estudio y el discurso ideológico que se encierra en cada texto y que rige el trabajo del propio investigador de la cartografía” (p. 22). Este eje analítico ayuda a comprender por qué no todos los textos integrados en este volumen son propiamente descripciones o presentaciones de mapas, sino que mediante ese interés por los discursos sobre la representación cartográfica, se da cabida a trabajos que reflexionan sobre la ideas con que distintos grupos de individuos crearon, defendieron o expandieron sus territorios en medio de las más distintas motivaciones (políticas, religiosas, económicas). La referencia a un artículo (sin mapas) de Carmen Vázquez Mantecón (p. 314) es un buen ejemplo en este caso.
En un segundo momento, la autora participa de algunas consideraciones epistemológicas de no poca relevancia en el ámbito de la historia, y que de alguna manera se relacionan con la justificación de la selección bibliográfica que integra esta obra. Así, cuando introduce la distinción entre el mapa antiguo y el histórico, la obra recuerda la necesaria intervención de la interrogación humana para convertir un texto en documento histórico, capaz de avanzar hacia la comprensión de lo acontecido.2 Es esta la postura asumida por Urroz para indicar que ha decidido centrarse en aquellos casos en que la reflexión ha convertido antiguas cartas en mapas históricos, situados en el centro de nuevas explicaciones.
Las consideraciones preliminares se cierran en el capítulo dos con una discusión “sobre la idea y teoría del mapa” que recoge algunas aportaciones recientes sobre la percepción del espacio geográfico desde la historia y la geografía. En líneas generales se plantea aquí el curso que en las últimas décadas ha seguido el giro cultural en la geografía, llevando a la comprensión del espacio “como paisaje humanizado” siguiendo a Paul Claval, a partir de la búsqueda “de interacción, de poderes, de mezclas, de separaciones” como proponen otros autores. Desde la historia, se destaca la tendencia a pensar el mapa como “la concretización de un esquema mental del espacio”, esquema que estaría influido por los modos de pensamiento, los sistemas de creencias y las convenciones gráficas de cada sociedad (pp. 32-33). De manera especial, destacan aquí las ideas de Jacob y Harley, cuyos trabajos señeros enseñaron a pensar, en el primer caso, que “el mapa no constituye el territorio, sino su imagen reproducida” que muestra “una ventana a otro espacio análogo al que ha sustituido creando una ‘realidad simulacro’” (p. 34). El lugar prominente en esta parte se dedica a la obra de Harley, cuyo método deconstruccionista y su influencia en la historia de la cartografía resultarían determinantes en la comprensión del mapa como texto cultural, “susceptible de preguntas y de una reconstrucción” (p. 42).
Sin lugar a dudas, este segundo capítulo constituye una herramienta valiosa para tener un acercamiento general a las ideas que han influido el desarrollo de la historia de la cartografía, y por lo mismo se espera tenga una buena acogida como texto de referencia. Sin embargo, hubiera sido deseable que se señalara la recepción que estos modelos de análisis han tenido entre quienes han contribuido al desarrollo moderno de la historia de la cartografía en México, destacando los expositores o comentaristas de estas ideas, o bien, la afinidad de algunos investigadores nacionales con dichas ideas a pesar de la ausencia de referencias a estos autores. El último capítulo del libro recuerda estos planteamientos clásicos, pero queda la duda acerca de los mecanismos (si los hay) que han favorecido la circulación de estas ideas en el ámbito nacional (por no decir el latinoamericano, que ha contribuido en gran medida al fortalecimiento de esta forma de entender el mapa y la cartografía). Para algunos autores, este despertar de nuevas aproximaciones críticas al mapa y a la historia de la cartografía habría estado relacionado con la emergencia de una nueva conciencia política ligada a los procesos de descolonización de fines del siglo xx, lo cual habría tenido eco en nuestro continente, como han señalado Jordana Dym y Carl Offen.3 Quizá una ampliación de la base de títulos considerados hasta ahora por Urroz en una futura reedición (porque debe señalarse que esta es una obra nacida para seguir creciendo) podría encontrar en este punto un eje vertebrador que destaque la actualidad de este quehacer intelectual en México.
Finalmente, como componente central de este texto, destaca la propuesta de la autora para distinguir cuatro tipos de enfoques o contextos básicos que han marcado el desarrollo de la historia de la cartografía mexicana desde fines del siglo xix. Así, la clasificación de las 211 obras registradas por Urroz distingue entre “trabajos de recopilación” (50), textos con “perspectiva positivista” y con acento en la “técnica de los mapas” (46), y aquellos estudios que analizan los mapas con un “perspectiva cultural” (115). Esbozado desde las páginas iniciales, es este el criterio que estructura los tres capítulos medulares de la obra (iii-v). Esta clasificación sigue de cerca la oposición que Horacio Capel ha identificado en los postulados filosófico-metodológicos de la visión de la geografía sustentada por el empirismo alemán de Ratzel (la cual se encuentra en la base de una perspectiva positivista que valora al mapa según el grado de desarrollo científico que reflejaría) y el historicismo de Paul Vidal de la Blache (Capel, 1981), y que desde otros frentes había sido extrapolada para el estudio de la historia de la cartografía (Urroz y Mendoza, 2010:19-41).
Cada lector encontrará, sin duda, sus faltantes favoritos en cada una de las tres secciones del inventario. Lo importante, en todo caso, es mostrarse alerta a la existencia de formas distintas de aproximación al mapa, como se ha intentado en el capítulo tres al reseñar algunos “compendios de mapas” asociados a guías de exposiciones o muestras parciales de diversas colecciones que cumplían fines de divulgación o de documentación de algún área específica de interés.
La sección que muestra la toma de postura más incisiva del texto se presenta en el capítulo dedicado a lo que la autora identifica como perspectiva positivista. Bajo este rubro se ha englobado una forma de acercamiento a los mapas, y a la historia de la cartografía, que centra su atención en la evolución técnica y en la acumulación de saberes que han acompañado a los mapas de factura occidental desde el renacimiento hasta nuestros días. La crítica de Urroz (y de un número creciente de los practicantes de “nuevas vías de abordaje de los objetos cartográficos”(Oliveira y Mendoza, 2010:12)) hacia esta tradición descansa en el hecho de que al destacar el perfeccionamiento de los conocimientos, el carácter progresivo de la historia de la cartografía, o la incorporación de adelantos técnicos en la elaboración de mapas oficiales que sirvan a fines prácticos, se construye un discurso donde el mapa de factura occidental se presenta como una pieza superior a aquellas representaciones cartográficas procedentes de otras formas de entender el mundo; en esa misma lógica, es la posesión de saberes científicos, y no la intención por comunicar ideas sobre el mundo representado, lo que destaca como elemento primordial del análisis de los contextos del mapa. La propuesta de la autora sugiere abandonar la “filosofía obsoleta” detrás de estas aproximaciones —entre las que se incluye la vinculación que Elías Trabulse ha trazado entre cartografía e historia de la ciencia en México— para apreciar las miradas alternas que reflejan las imprecisiones, los errores o la falta de especialización en las representaciones sobre el espacio vital. En este punto, las apreciaciones de Urroz sobre este tipo de enfoques ayudan a comprender mejor el curso de las investigaciones más recientes sobre la historia de la cartografía, pero al mismo tiempo oscurecen algunas posibilidades analíticas que el interés en los rasgos técnicos y científicos pueden aportar para estos fines si se sitúan como problemas de orden cultural. Desde luego, el moderno interés en el mapa como producto cultural apela a un crecido número de lectores y formas de lectura del mapa, lo que ha rebasado las dimensiones que anteriores enfoques habían sugerido. Sin embargo, esto no significa que las formas de apreciación antes señaladas sean inválidas hoy en día. Véase, por ejemplo, las conexiones de “ciencia y arte” que alguna vez señaló Trabulse en este ámbito, son un par de posibilidades dentro de la nueva forma de comprensión del mapa. Para dicho autor, el mapa se configuraba “ideal y plásticamente, en nuestras mentes” antes de pasar a una carta; la limitante de su propuesta, en todo caso, habría sido circunscribir dicho proceso creativo a las herramientas científicas y estéticas de que un autor hubiera dispuesto (Trabulse, 1983:6-7), o reducir la explicación al universo del autor del mapa. Con todo, la identificación de estas limitantes no cancela la posibilidad de que, una vez atajadas, nuevos proyectos de investigación se ocuparan de dichos aspectos de la producción cartográfica. Así, el texto deja sin resolver la pregunta acerca de qué tan deseable o compatible puede ser un acercamiento de viejos temas de investigación con nuevas “agendas de lectura”.
Finalmente, Urroz cumple con el cometido de ofrecer indicios de los nuevos derroteros de investigación sobre “el mapa como representación social”. Las 115 cédulas que reúne esta sección ayudan a constatar que la mayoría de los estudios contemporáneos acerca de la historia de la cartografía en México se preguntan por los aspectos humanos del mapa y dan peso a su contenido simbólico, a sus significados en diferentes contextos. Aun así, dentro de estas preocupaciones generales, Urroz identifica tendencias específicas dependiendo de la temporalidad y el tipo de materiales con el que trabajan diferentes autores. Así, por ejemplo, se muestra el interés de los especialistas en los siglos xvi y xvii por los aspectos simbólicos y abstractos, centrados con frecuencia en el orden de las transformaciones epistemológicas que conllevó la aproximación de los grupos indígenas a nuevas formas de expresión del conocimiento, o a nuevas formas de pensar el espacio y el territorio. El siglo xviii, sugiere la autora, no se encuentra tan profusamente estudiado en el terreno de la historia de la cartografía, acaso por tratarse de una época de significativos avances técnicos y científicos que han sido el centro de atención de la mayor parte de la historiografía de esta época. Con todo, la autora hace un notable esfuerzo —si bien todavía incipiente— por documentar los estudios que para este periodo se preguntan por la relación entre el mapa y las profundas formas de reorganización social y expansión del poblamiento español en la última fase de crecimiento de las fronteras imperiales. Conforme se llega al siglo xix y xx, apunta Urroz, la historiografía tiende a mostrar menos ejemplos de estos estudios, pero en general se confirma el interés que las nuevas formas de entender la historia política han despertado entre los estudiosos mexicanos.
Queda claro que existe un renovado interés por el estudio de los mapas basado en su comprensión como documentos culturalmente ricos, como “textos complejos con los cuales los humanos organizan y comunican su conocimiento del mundo”. Sin embargo, como han dejado claro otros esfuerzos por pensar acerca de la historia de la cartografía a nivel continental, no basta con saber que existe esta nueva actitud acerca de los mapas. Obras como las que nos presenta aquí Raquel Urroz, cubren una apremiante necesidad que tiene esta nueva forma de comprensión, la de tener “una concisa visión de conjunto del carácter y los beneficios de las nuevas formas de aproximarse a la naturaleza y la historia de los mapas” si se ha de avanzar en este campo de estudios (Edney, 2011:xv). Moviéndose en la dirección en que van los estudios de vanguardia en este campo tanto en Europa como en el continente americano, Urroz ofrece al especialista y al público en general una original síntesis sobre las formas (viejas y nuevas) de entender y contextualizar los mapas en México. En todo caso, con esta obra el lector llega a una conclusión semejante a la que Peter Burke había apuntado con respecto de las viejas y nuevas formas de hacer historia: allí donde él hacía votos por cerrar el paso a la vuelta de la interpretación literal en la historia, con Urroz se desea una transición hacia una comprensión cultural del mapa que no tenga regreso hacia su interpretación como mero registro o como instrumento del geógrafo.
Sin lugar a dudas, la gran aportación de Mapas de México estriba en el llamado de atención que se ha hecho acerca de la diversidad y riqueza de las trayectorias y tendencias que se han seguido en el estudio de la cartografía mexicana. Esta visión de conjunto hace explícitos los problemas y los retos de estas tendencias, mostrando las contradicciones y los retos de tal evolución. La herramienta que no existía en nuestro medio ha sido creada; queda el reto de perfeccionarla y situarla en el medio de nuevas rutas de investigación.
Uno de los autores en quien Urroz basa sus ideas sobre el giro cultural en los estudios contemporáneos es Burke, quien ha construido sus balances historiográficos a partir del “examen de tendencias ilustradas mediante ejemplos” abandonando con ello el intento de “enumerar o analizar todas las mejores obras realizadas” en los ámbitos de análisis (Burke, 2006:17).
Sin citarlo, el texto evoca las lecciones de Lucien Febvre cuando mencionaba que “el historiador crea sus materiales, o los recrea, si se quiere [...porque] elaborar un hecho es construir. Es dar soluciones a un problema [...] y si no hay problema no hay nada” (Febvre, 1993:22-23). En sentido semejante se pronunciaba Bernard Lonergan hace tiempo: “Los hechos no aparecen antes de que los datos hayan sido comprendidos”, citado en González, 2003:241.
“Al ofrecer críticas estridentes sobre el orden mundial emergente, los intelectuales latinoamericanos y latinoamericanistas jugaron un papel importante en el desarrollo de metáforas espaciales que no solamente explicaban los orígenes del colonialismo y la desigualdad global, sino que señalaban la vía para alcanzar nuevos modelos de desarrollo nacional” (Offen y Dym, 2011:7).