A lo largo de siglos fue frecuente que en las huertas de la España mediterránea administradas por comunidades de regantes se produjera algo aparentemente irracional: pese a que el riego era básico para intensificar la producción agraria, a primera vista muchas huertas tenían un tamaño menor del que el agua disponible les habría permitido tener. El objetivo del artículo es desentrañar la lógica que explica esa situación. Se muestra que poner obstáculos al crecimiento del área regada era un mecanismo de defensa contra la gran irregularidad de los ríos, al tiempo que se analiza por qué esos obstáculos no siempre fueron capaces de impedir que las huertas se expandieran, en ocasiones de manera excesiva.
For centuries, in the irrigated areas (huertas) of Mediterranean Spain that were administered by irrigation communities something apparently irrational frequently occurred, i.e. although irrigation a was necessary condition for the practice of intensive farming, at first sight many huertas were smaller than they should have been, given the amount of water that was available. The aim of this paper is to find a logical explanation to account for this situation. It is shown how obstructing the growth of the irrigated area was a defence mechanism against the highly irregular volumes of water carried by the rivers. The paper also analyses why those obstacles were not always capable of preventing the huertas from expanding – sometimes excessively.
Desde como mínimo la Edad Media, la mayoría de las aguas de riego procedentes de los habitualmente poco caudalosos y siempre muy irregulares ríos de la España mediterránea ha estado bajo el control de comunidades de regantes2. Las huertas regadas con ellas han sido objeto de numerosos estudios, en los que suele concederse una gran atención al análisis de la normativa utilizada para la distribución del recurso. Es, pues, un tipo de literatura –sobre la que Pérez Picazo (2000) proporciona una útil revisión crítica– que parece prestarse al uso del rico instrumental teórico que la llamada Nueva Economía Institucional ha puesto a disposición de los estudiosos del regadío. Pero entre ella y la Nueva Economía Institucional ha existido una desconexión que es doblemente paradójica.
El caso de las huertas españolas fue uno de los considerados por Elinor Ostrom (1990, pp. 69-82; 1992) en sus influyentes reflexiones teóricas sobre las condiciones necesarias para que los recursos de aprovechamiento común sean administrados de manera eficiente. Hasta ahora, sin embargo, la obra de Ostrom ha tenido poco eco en las investigaciones sobre el regadío español. Por su parte, Ostrom apenas utilizó lo mucho que en España se ha escrito sobre las huertas, de las que ofreció una visión un tanto idealizada3. El utillaje brindado por la Nueva Economía Institucional servirá en este artículo para el examen de una cuestión que es al tiempo relevante y concreta: en situaciones históricas caracterizadas por la escasez y la gran irregularidad de las disponibilidades de agua de riego, ¿qué criterios se han utilizado para determinar el tamaño de la superficie regada?
Prácticamente todas las comunidades de regantes españolas tenían establecido desde época medieval el perímetro máximo del territorio con derecho a ser fertilizado con las aguas comunes. Pero los estudios sobre las huertas han puesto de manifiesto que era habitual que las comunidades pusieran fuertes obstáculos para impedir que esos límites se alcanzaran, incluso en los casos en que era posible hacerlo de manera sencilla y barata. Por ejemplo, Tomàs Peris (1989, p. 183) ha documentado esa situación para el caso de Alzira. Mateu y Calatayud (1997, p. 62) hablan de «la morosidad, cuando no el inmovilismo, a la hora de conceder nuevos derechos de riego …, incluso en épocas en que no existía escasez de agua». Y según Pedro Ruiz (1980, p. 195) las Ordenanzas de las comunidades eran «enormemente restrictivas respecto a la extensión del riego a nuevas zonas». Como resultado, se produjeron situaciones aparentemente irracionales.
Como la presión demográfica tendía a hacer crecer el área cultivada, parece lógico que primero hubiesen entrado en cultivo las mejores tierras (o que se hubiera intensificado el cultivo de las mejores tierras) y que a continuación se hubiera roturado los terrenos de progresiva peor calidad. De hecho, la teoría ricardiana de la renta se basa en la suposición de que es eso lo que ha tendido a ocurrir en todos los lugares a lo largo de la historia4. En realidad, en las zonas de la España mediterránea donde una parte de la tierra tenía acceso al riego artificial se amplió el área cultivada en el secano (por medio de la roturación de terrenos marginales) al tiempo que territorios potencialmente irrigables continuaban sin ser transformados en regadío. Es algo que sorprende porque: (a) las cosechas eran mayores y más seguras en el regadío, (b) conseguir un aumento en la producción de alimentos fue durante siglos un asunto de importancia vital, (c) una hectárea irrigada fácilmente podía proporcionar unos rendimientos monetarios netos más de 5 veces superiores a los de una hectárea de secano, y (d) aparentemente había agua de sobra para que el regadío pudiera ser ampliado sin necesidad de realizar grandes inversiones en la creación de nuevas infraestructuras5.
No puede descartarse que las resistencias a la ampliación respondieran en parte al egoísmo de quienes tenían derecho a regar desde más antiguo (que no querrían que aumentase el número de usuarios del recurso que compartían). Si la principal explicación fuera esa, las huertas habrían estado gobernadas por instituciones ineficientes, en el sentido de que existían acuerdos institucionales alternativos que habrían permitido que el agua disponible sirviera para poner más riqueza a disposición del conjunto de la sociedad. Pero hay motivos de peso que hacen suponer que la principal explicación no es esa.
Quienes creen que las instituciones no son un factor relevante para entender por qué unas economías funcionan mejor que otras suelen defender que una institución ineficiente tiene pocas posibilidades de sobrevivir durante mucho tiempo. Gregory Clark proporciona la siguiente versión de ese argumento. Cuando una institución impida generar el máximo producto posible, habrá presiones para que sea sustituida por otra más eficiente. Tal sustitución produciría muchos ganadores, cuyas ganancias totales serían mayores que las pérdidas experimentadas por los perdedores. Por lo tanto, los ganadores encontrarán maneras de indemnizar a los perdedores con objeto de persuadirlos para que acepten el cambio. El razonamiento de Clark es poco convincente a nivel general6, pero en el caso concreto que aquí nos ocupa puede ser utilizado para descartar que la causa del tamaño relativamente reducido de las huertas fuera una ineficiencia institucional, porque en las huertas concurrían 3 circunstancias que jugaban a favor de que se llegara a un acuerdo entre quienes poseían tierras con derecho al riego y los dueños de tierra de secano. En primer lugar, era frecuente que muchos regantes (y prácticamente todos los regantes de mayor poder económico) tuvieran tierra de secano situada en las inmediaciones del regadío7. En segundo lugar, en la gran mayoría de las comunidades de regantes quienes elaboraban la normativa para el reparto del agua no eran los propios regantes, sino las autoridades municipales (Garrido, 2011a). En tercer lugar, la Corona, que durante el periodo anterior a la revolución liberal dio muestras de una actitud muy intervencionista en materia de riegos8, estaba interesada por motivos recaudatorios en que las huertas generasen cuanta más riqueza mejor, por lo que cabe suponer que en caso de detectar alguna ineficiencia en la normativa habría intervenido (en los municipios de realengo al menos) con objeto de removerla.
Una vez que la posibilidad de que nos encontremos ante instituciones ineficientes ha sido desechada, en el apartado siguiente del artículo se proporcionará una interpretación de por qué las comunidades de regantes ponían obstáculos a la expansión del regadío. Después se analizará por qué, pese a tales obstáculos, fue habitual que las huertas no cesaran de crecer, hasta el punto de que (como se verá a continuación) algunas de ellas crecieron en exceso. El último apartado contiene algunas conclusiones de carácter general.
2Por qué se ponían frenos a la expansiónEn 1968 Garrett Hardin publicó un artículo en la revista Science cuyo título se haría inmediatamente famoso: «La tragedia de los comunales». Los argumentos de Hardin (1968) son bien conocidos: si un bien escaso y de fuerte demanda es de propiedad comunal, todos sus usuarios tenderán a pensar que los otros usuarios lo someterán a una sobreexplotación que provocará que se agote; como consecuencia, ellos mismos tenderán a sobreexplotarlo y el recurso acabará, efectivamente, degradándose y agotándose. La crítica a sus tesis es también bien conocida: lo que Hardin da por supuesto que siempre pasa es, en realidad, lo que pasaría en caso de que el comunal fuera de «libre acceso» y no existieran unas reglas sobre cómo utilizarlo, pero históricamente todos los comunales han dispuesto de un sistema de normas y sanciones para regular su aprovechamiento. Es cierto que han sido normas mejor o peor diseñadas y que las sanciones a quienes las han infringido se han aplicado en cada momento y lugar de manera más o menos efectiva, pero la propiedad comunal no está condenada a sufrir ninguna inevitable «tragedia».
En los abundantes trabajos que se han publicado sobre la cuestión durante los últimos años es casi un punto común señalar que, aunque no sea una condición suficiente, la clara especificación de las fronteras físicas del comunal y de las personas que tienen derecho a utilizarlo es una condición necesaria para que tal tragedia no se produzca Ostrom (1990, pp. 91-92); Cox et al. (2010). En la gran mayoría de las comunidades de regantes españolas el agua estaba ligada a la tierra, por lo que la cuestión se resolvía de la siguiente manera: podían utilizar el agua común los propietarios de las tierras con derecho a ser regadas.
Tradicionalmente, el crecimiento de la superficie con derecho a ser regada ha sido interpretado por los historiadores como una muestra de dinamismo agrícola y de prosperidad económica. Muchas veces es sin duda una interpretación correcta. Además, el aumento de la superficie irrigada no provocaba la mengua del recurso compartido. Cuantas más cabezas de ganado sean introducidas en un prado de uso comunitario, más posibilidades de que los pastos no puedan regenerarse y se produzca la «tragedia» predicha por Hardin. Con los bosques y las pesquerías comunales pasa algo similar. Por el contrario, si una comunidad de regantes utiliza el volumen de agua que tiene asignado para regar una superficie cada vez más extensa, el agua disponible por unidad de superficie irá disminuyendo, pero las disponibilidades totales del recurso por parte del conjunto de integrantes de la comunidad continuarán siendo las mismas.
Sin embargo, la ampliación del regadío implicaba la aparición de 3 peligros9. Para empezar, en una gran cantidad de estudios sobre lugares muy diversos del mundo se ha podido constatar que la gran abundancia o la gran escasez de agua crean condiciones poco favorables para que los regantes colaboren entre sí (Wade, 1994; Bardhan, 2001; Araral, 2009). La explicación de fondo es la siguiente. La colaboración siempre exige incurrir en gastos (por ejemplo, consume un tiempo que los cooperadores podrían dedicar a realizar otra actividad), porque implica elaborar una normativa, vigilar que se cumpla y sancionar a los infractores. Tanto si el agua es muy abundante como si es muy escasa, serán muchos los que piensen que no vale la pena asumir esos gastos. En situaciones de gran carestía los robos de agua suelen ser muy frecuentes, y son muchos los usuarios que se resisten a realizar aportaciones para el mantenimiento y la mejora del sistema de riego. A menos agua disponible por unidad de superficie, más cercanía de la comunidad al umbral a partir del cual se produciría un previsible deterioro de la cooperación.
Por otra parte, durante las grandes sequías crecía la competencia entre los regantes para acceder al riego, la tensión se disparaba, las infracciones a las ordenanzas aumentaban y llegaban a producirse enfrentamientos físicos. Cuanto más grande fuera la huerta, más difícil sería llegar a un acuerdo sobre cómo repartir el agua en los momentos de gran escasez, con la consiguiente amenaza para el buen funcionamiento y la pervivencia de la comunidad.
Por último, los cultivos capaces de generar más riqueza acostumbraban a ser (con alguna excepción importante a la que después se hará alusión) los de mayores necesidades hídricas. Si durante las sequías moderadas se disponía, como media, de tan poca agua que la supervivencia de esos cultivos era imposible, muchos regantes tenderían a no asumir los riegos que implicaba dedicarse a ellos y se destinaría una porción sustancial de la huerta a productos «de secano». Es decir, a cultivos (como olivos, viñas o algarrobos) que podían subsistir sin irrigación artificial, que si eran regados daban más cosecha, y que siempre generaban menos rendimientos monetarios que los cultivos «de huerta». Por eso, según una expresión afortunada recogida y popularizada por Antonio López Gómez (1951), la huerta de Alicante (donde ese tipo de aprovechamientos estaba muy extendido, porque la razón agua/tierra era muy baja) no era propiamente una huerta, sino un «secano mejorado». Pero otra expresión que también sirve con frecuencia para hacer alusión a un conjunto de huertas del sureste español de baja razón agua/tierra, «regadíos deficitarios», resulta en mi opinión menos afortunada, porque crea confusión sobre un aspecto fundamental: lo que provocaba el déficit no era la poca agua disponible en términos absolutos, sino el hecho de que, debido a un mal diseño, fuesen huertas demasiado grandes en relación con la poca agua disponible.
La gran mayoría de las comunidades de regantes mostraron una gran preocupación por evitar los 3 peligros a que se acaba de hacer alusión, y como consecuencia fue muy frecuente que se produjera lo que se ha indicado en la introducción del artículo: aparentemente, las huertas tenían un tamaño mucho menor del que el agua de que disponían les habría permitido tener10. Según mi interpretación, ello actuaba como una defensa contra las repercusiones negativas de la irregularidad de los ríos y aseguraba que la tierra pudiera cultivarse de manera intensiva. Una breve alusión al caso de la comarca de La Plana de Castellón servirá para ilustrar mis argumentos.
En 1346 las 4 comunidades de regantes de La Plana que tenían derecho a aprovechar el caudal del río Mijares (Vila-real, Almassora, Castellón y Borriana) recurrieron a la mediación de un árbitro externo –el príncipe Pedro de Aragón, Conde de Ribagorza– y fijaron cuál sería la porción del agua del río que cada una tomaría y la superficie máxima que con ella se regaría; en total, 9.000 hectáreas García Edo (1994, pp. 55-57); Garrido (2004, pp. 20-21). En realidad, esa superficie solo se alcanzó a mediados del siglo xix, y a continuación comenzó a superarse. Las 4 comunidades regaban unas 10.500 hectáreas al final de la década de 1940, cuando consumían anualmente unos 81,5 hectómetros cúbicos de agua, que parecen ser muy pocos si se considera que entre 1915 (el primer año del que se tienen datos) y 1949 (el año anterior a la entrada en funcionamiento del pantano del Sitjar, que reguló en el futuro su caudal) el Mijares llevó como media anual 316 hectómetros cúbicos. En parte, la desproporción estaba provocada por el hecho de que el río no contara aún con ningún pantano, de manera que prácticamente toda el agua que llevaba en invierno iba a parar al mar. Incluso así, sin embargo, en la figura 1 puede observarse que, como media, «sobraba» agua incluso en verano. Pero la visión que proporciona la figura 2 es muy distinta. Como consecuencia de la gran irregularidad del régimen del río, las medias mensuales son poco representativas. En realidad, durante 10 meses de julio del periodo 1915-1949 el Mijares llevó menos agua que la consumida por el regadío de La Plana en julio de 1946, por lo que fue necesario racionarla. Evidentemente, si las huertas de Vila-real, Almassora, Castellón y Borriana hubieran sido más grandes, la necesidad de recurrir a racionamientos (con todos los problemas y tensiones que eso implicaba) se habría dejado sentir con mayor frecuencia.
Disponibilidad mensual de agua (media de 1915-1946) y consumo para el riego (a lo largo de 1946) en las huertas de La Plana de Castellón.
Fuente: Para el caudal del río, http://hercules.cedex.es/anuarioaforos/afo/estaf-datos.asp?indroea=8005. Para el consumo de agua en 1946, Abriat (1946), p. 29.
Disponibilidad de agua en julio (media de 1915-1949) y consumo para el riego (en julio de 1946) en las huertas de La Plana de Castellón.
Fuente: Las de la figura 1 y –para el cálculo de la simulación– Garrido (2004).
Nota: En Garrido (2011b) pueden consultarse gráficos similares sobre la Huerta de Valencia.
Y hay que tener presente otra cosa muy importante. Desde aproximadamente 1870 el naranjo había comenzado a tener una amplia presencia en las huertas de La Plana, y en 1946 las ocupaba prácticamente en régimen de monocultivo. Era un árbol que presentaba 2 grandes ventajas: proporcionaba unos rendimientos monetarios netos especialmente altos y necesitaba bastante menos agua que el resto de las producciones intensivas del regadío11. En la figura 2 se ha incluido una simulación, resultado de considerar cuál habría sido el consumo de agua en julio de 1946 en caso de haber estado dedicadas las huertas de La Plana a las mismas rotaciones de cultivos que se practicaban en ellas en 1821. Como puede observarse, se habría vivido una situación caracterizada tanto por los continuos racionamientos del riego (con las consiguientes pérdidas de cosechas) como por el ambiente de extrema incertidumbre en el que los regantes se habrían visto obligados a tomar sus decisiones de cultivo. Por eso en 1821 tenía derecho a regar una superficie bastante menor que en 194612.
De todas maneras, se adoptaban estrategias para conseguir que la relativamente poca tierra que disponía del derecho a ser regada fuera aprovechada al máximo. Incluso cuando el agua es gratuita (como sucedía en la gran mayoría de las comunidades de regantes españolas), su uso origina gastos administrativos y de mantenimiento de las infraestructuras. Para cubrirlos, en las huertas se pagaba una «tarifa plana» anual: todos satisfacían una suma idéntica por unidad de superficie poseída con derecho a regar, sin importar que a lo largo del año no regasen en ninguna ocasión o regasen muchas veces. Los especialistas en economía del agua suelen decir que ese sistema es el peor de todos los posibles (por ejemplo, Tsur y Dinar, 1997, p. 258), porque con él los regantes tienen poca motivación para el ahorro del recurso. Pero una adecuada regulación institucional hacía en realidad posible que se desperdiciara poco agua Garrido (2011a, 2011b), era el sistema que menores gastos administrativos comportaba, y permitía solucionar de manera sencilla el problema de los llamados «derechos durmientes» (sleeping rights13). Las cantidades anuales que los regantes satisfacían a sus comunidades acostumbraban a ser reducidas, pero de tanto en tanto se hacían «repartos» extraordinarios (para la mejora o la reparación de las infraestructuras) que representaban sumas de cierta entidad. Si alguien dejaba de cultivar una finca (o si la cultivaba pero no la regaba), también tenía que pagar, lo que actuaba como una incitación para que el propietario que no quisiera explotar una parcela la vendiese o la arrendase en lugar de dejarla inculta. Por otra parte, las comunidades solo permitían que los propietarios de tierra de regadío renunciasen para siempre al derecho a regarla cuando se trataba de parcelas que eran absorbidas por el desarrollo urbano. Cuando esa circunstancia no estaba presente, la experiencia mostraba que acceder a tales renuncias solía ser la causa de futuros pleitos que consumían tiempo y dinero, por lo que lo usual era que no accedieran14.
3Pero las huertas crecíanPese a todo, las áreas regadas crecieron a lo largo del tiempo y –de manera similar a lo sucedido en La Plana– lo más habitual a muy largo plazo fue que los límites fijados en la Edad Media acabaran siendo ampliamente sobrepasados Calatayud (2008).
En parte, ello fue el resultado de un ininterrumpido proceso de mejora de las infraestructuras. Cuando había grandes riadas solo podía aprovecharse una pequeña parte del caudal sobrevenido, con el agravante de que las riadas solían causar desperfectos en los azudes y en las cabeceras de las acequias mayores que obligaban a suspender o racionar temporalmente el riego. En consecuencia, las obras destinadas a hacer más sólidos los azudes favorecían simultáneamente el aumento del volumen y el de la regularidad del agua disponible, por lo que eran básicas para facilitar la expansión. También era muy importante en ese sentido la construcción de túneles con objeto de evitar que los primeros tramos de las acequias mayores fueran sepultados por las piedras y el lodo arrastrados por las avenidas. O el revestimiento con mortero de los canales (que como norma eran de tierra y barro) en los puntos en los que su cauce era más permeable.
El hecho de que el aumento del tamaño del grupo de regantes produzca un intercambio (trade-off) entre crecimiento de costes de transacción y ganancias por economías de escala también influyó en que las comunidades fueran dando permisos de ampliación15. En otras palabras: como a mayor tamaño del área regada menores sumas tenían que pagar los regantes individuales para poder disponer de buenos azudes o para reparar los destrozos provocados por las riadas, en ocasiones les interesaba asumir los mayores costes de transacción 16.
Y a menudo las huertas crecieron sin que quienes las ampliaban dispusieran de ningún tipo de permiso. Pese a que el deseo de tener derecho a utilizar los prados o bosques comunales estaría muy generalizado, cabe suponer que nadie desearía que su tierra de propiedad privada pasase a formar parte de ese tipo de comunales. En cambio, la inmensa mayoría de los propietarios de tierra de secano lindante con las huertas sí quería que sus fincas fueran incorporadas al régimen de explotación colectiva del agua, lo que fue la causa de numerosas ampliaciones ilegales. Como ese tipo de crecimiento tendía a provocar fuertes disensiones internas, representaba una amenaza para el adecuado funcionamiento de las comunidades, por lo que tiene un gran interés saber qué lo hacía posible. Una breve alusión a 3 casos servirá para proporcionar una idea de ello.
3.1Dos ejemplos de pequeñas ampliaciones ilegales: Borriana y Vila-realAunque en 2 de esos casos las superficies afectadas fueron muy reducidas, el análisis de lo sucedido puede ser de gran utilidad para la comprensión general del fenómeno, porque permite la identificación de los factores que facilitaron que la ampliación irregular se produjera.
El primer caso sucedió en Borriana, una comunidad que no solo tenía especificado en sus Ordenanzas cuáles eran los terrenos con derecho a regar, sino también cuáles eran las zonas adyacentes a la huerta que no tenían derecho a ser regadas. En una de esas zonas se creó en la década de 1870, en un paraje adquirido por un personaje de gran influencia política, una gran explotación acogida a la legislación sobre «colonias agrícolas». Después de regar sin permiso durante muchos años de manera esporádica (porque en la finca se había perforado un pozo a motor, y solo se utilizaba el agua de la comunidad en los momentos en que había una gran abundancia de ella), el propietario consiguió que una sentencia judicial de 1898 le reconociera derecho pleno al riego. En 1913, sin embargo, la comunidad le cortó el acceso al agua, aduciendo que la sentencia de 1898 solo se refería a 3 hectáreas de la colonia. Durante el pleito que se inició a continuación, el infractor explicó que otros personajes muy influyentes de Borriana estaban regando ilegalmente fincas situadas en las inmediaciones de la suya, una de las cuales pertenecía a un antiguo presidente de la comunidad17.
El otro caso tuvo lugar en la huerta de Vila-real y ofrece un compendio de todos los elementos que solían tener presencia en ese tipo de situaciones18.
En la mayoría de las huertas existían pequeñas elevaciones del terreno (llamadas alters en Valencia, alteros en Murcia) para cuyo riego era necesario hacer una parada de piedras y tablones en las acequias con objeto de que el agua subiera hasta su nivel. Desde época medieval, tales paradas fueron una fuente constante de conflictos y multas, porque solían originar la pérdida de volúmenes importantes de agua y provocaban que el turno de riego no avanzase durante muchas horas. En 1888 un miembro de la comunidad de regantes de Vila-real presentó una denuncia contra los poseedores de fincas en los llamados alters de Mariquita, que comprendían 10 hectáreas. Según el denunciante, con el agua desperdiciada cada vez que Mariquita regaba se habrían podido regar 100 hectáreas.
Una comisión nombrada a propósito presentó un informe en el que se aconsejaba que dejara de hacerse la parada y que se construyera una noria para elevar el agua. Los directivos de la comunidad accedieron a la propuesta. Pero acto seguido se presentó una nueva denuncia, en la que se aseguraba que el alter no tenía en realidad derecho al riego y se explicaba que todo lo que había sucedido hasta entonces respondía a una maniobra planeada por algunos directivos, que poseían tierra en Mariquita, y el resto de regantes de la parada: lo que pretendían era que la junta general de la comunidad aprobara la construcción de la noria, dado que ello habría equivalido a legalizar la apropiación irregular de agua que estaban efectuando. Cuando la junta general les impidió regar, los usuarios de la parada arguyeron que los miembros de la comunidad no estaban facultados para decidir sobre el asunto –«porque serían juez y parte en un negocio de su interés»– y presentaron un recurso ante el gobernador civil, que se pronunció a su favor. Se inició entonces una rueda de nuevos recursos y veredictos (en los que también participó el ministerio de Fomento) que se prolongó durante muchos años. Finalmente, el riego del alter acabó siendo legalizado.
Para que ello pudiese suceder concurrieron las siguientes circunstancias: (i) igual que hemos visto que pasó en Borriana, individuos con capacidad para influir sobre las decisiones de la comunidad y sobre el comportamiento de los guardias pagados por esta estaban interesados en que determinadas zonas sin derecho a regar pasaran a formar parte de la huerta; (ii) la ilegalidad se consumó de manera progresiva: primero el alter estaba dedicado a unos cultivos (viñas y olivos) que, según una norma consuetudinaria aplicada por la comunidad de Vila-real, solo podían ser regados 2 veces al año, pero a partir de la década de 1870 se comenzó a plantar naranjales en ellos y sus propietarios pretendieron regarlos con la misma frecuencia que sus vecinos; (iii) al principio, los vecinos toleraron la apropiación ilegal del agua común porque ello apenas los perjudicaba; (iv) cuando los vecinos sí se sintieron perjudicados y protestaron, los propietarios de tierra en Mariquita alegaron que estaban regando «desde siempre» y recurrieron a árbitros externos; (v) estos les reconocieron «derechos adquiridos» y se pronunciaron a su favor.
3.2Una ampliación ilegal a gran escala: la Acequia Real del Júcar en el siglo xixA diferencia de los 2 ejemplos anteriores, la ampliación ilegal que vivió la Real Acequia del Júcar durante el siglo xix afectó a una superficie muy extensa. De hecho, fue el mayor crecimiento fraudulento de una huerta del que se tiene noticia.
La Corona comenzó a construir esa acequia en el siglo xiii, pero por falta de fondos la excavación del canal principal se interrumpió y solo se cubrió la mitad del trayecto previsto. El segundo tramo no comenzó a construirse hasta finales del siglo xviii, cuando el duque de Híjar (a cambio de recibir un pago anual por parte de los nuevos regantes) asumió los costes de la prolongación. En conjunto, el canal principal acabó midiendo 52km.
En los momentos inmediatamente anteriores a la prolongación, la Acequia Real regaba unas 5.000 hectáreas. Tras la ampliación pasaron a tener derecho al riego unas 12.500 hectáreas, pero se sospechaba que una superficie muy extensa recibía agua de manera ilegal. Efectivamente, en 1879 se comprobó que en total se regaban más de 19.000 hectáreas, repartidas a partes casi iguales entre los 2 tramos Mateu y Calatayud (1997, p. 66).
Dado que no existen evidencias de que la ampliación acentuara sustancialmente el problema de la pérdida de las cosechas durante las sequías, cabe suponer que pudo realizarse porque con el agua disponible podía regarse un territorio mucho mayor del que tenía derecho a ello. Pero los regantes tradicionales interpretaron la ampliación como un ataque a sus intereses, se opusieron ella y sus disputas con los nuevos usuarios fueron habituales durante la mayor parte del siglo xix.
Como antes de la prolongación los problemas de escasez eran poco frecuentes, los pueblos que entonces utilizaban la Real Acequia nunca habían fijado por escrito unas normas precisas sobre cómo repartir el agua entre los canales secundarios. Debido a la presión ejercida por las autoridades políticas de la provincia de Valencia, en 1845 se redactaron unas Ordenanzas en las que se establecía la elaboración inmediata de un catastro en el que figuraran todas las tierras regadas, con objeto de fijar a continuación el volumen de agua que correspondería tomar a cada derivación. Pero como consecuencia de los enfrentamientos internos pasaron 35 años antes de que el catastro se elaborara. Como resultado, nadie sabía con seguridad cuánta tierra se regaba, y a su vez la falta de regulación de las tomas impidió la utilización de un mecanismo que en otras huertas dio muestras de ser muy efectivo para el control de las expansiones ilegales.
En esas huertas, cada acequia de segundo o posterior rango tomaba una porción claramente especificada del agua que transcurría por el canal desde el que se realizaba la derivación. De esa manera, si en la zona servida por los capilares del sistema aumentaba el área regada disminuía el agua disponible por unidad de superficie, pero tal disminución solo afectaba a esa zona concreta, por lo que quienes tenían tierra en ella estaban muy motivados para vigilar y denunciar a los vecinos que pretendieran regar parcelas que no dispusieran del derecho al riego. Pero como en la Real Acequia del Júcar las tomas no estaban reguladas, quien asumía la siempre desagradable tarea de denunciar a un vecino tenía que cargar con todos los inconvenientes que eso implicaba a cambio de acceder a unas ventajas difusas (dado que impedir que el sistema creciera de manera fraudulenta era algo que interesaba a todos sus usuarios, pero que ahora no beneficiaba en especial a nadie en concreto). La motivación que existía para denunciar a los vecinos infractores, pues, era mucho menor19.
Pese a todo, el deterioro del clima de cooperación no produjo resultados irreparables y puede considerarse que a principios del siglo xx la situación ya volvía a estar encauzada. Para que ello fuera posible fue decisivo algo que ya se ha avanzado y que Aymard (1864, p. 103) resumía de la siguiente manera: «por extenso que sea el territorio [regado], el agua no falta casi nunca». En otras huertas, en cambio, ampliaciones efectuadas de manera legal sí provocaron en ocasiones que el agua faltara de manera casi permanente.
4Algunas huertas crecieron demasiadoEn los apartados anteriores se ha visto que las comunidades de regantes no querían que sus huertas fueran excesivamente grandes, aunque a menudo sí mostraron interés en que crecieran. Se trataba, pues, de alcanzar un equilibrio entre ambas aspiraciones, pero no siempre se consiguió y a continuación se verá que en algunos casos se llegó a situaciones claramente desequilibradas. Lo que se pretende mostrar con ello es que las particularidades locales ejercieron una fuerte influencia sobre el diseño y la mejor o peor actuación de las instituciones comunales de riego.
4.1AlmansaLa localidad de Almansa disponía de una huerta que recibía el agua de 5 fuentes. Para poder ampliarla, en 1584 se construyó un pequeño pantano con el dinero aportado (mediante repartos proporcionales a la superficie poseída) por los propietarios de las 1.400 hectáreas que tendrían derecho a regar (Pereda, 1984). Sin embargo, se acabó regando cada año una superficie muy inferior a esa. A finales del siglo xix, durante los años secos solo había agua para dar 2 riegos (el primero de los cuales servía para sembrar trigo, que volvía a ser regado a finales de la primavera) a unas 350 hectáreas. Cuando el pantano se llenaba a rebosar podían regarse unas 900 hectáreas. Pero lo más habitual era que no estuviera completamente lleno y que se regasen 700, es decir, la mitad de la huerta. «Si la zona irrigable hubiera estado limitada a esas 700 hectáreas», reflexionaba Aymard (1864, p. 125) «las cosas habrían ido mejor». No conocemos el porqué de la desproporción entre la superficie con derecho a regar y la que efectivamente podía regarse cada año, pero resulta razonable suponer que se optó por esa solución para poder reunir la cantidad necesaria para la construcción de la presa. Los resultados, en cualquier caso, fueron poco felices.
Cuando los secanos de la zona accedían al riego sus rendimientos experimentaban un sustancial aumento. Pero el terreno se compactaba y (en ausencia de una cava profunda y de la adición generosa de estiércol) si en el futuro no era regado no daba cosecha, lo que pasaba cada año en la mitad de la huerta (y en sus tres cuartas partes durante los períodos muy secos). Por eso «ocurre el fenómeno singular de que se paguen a más alto precio en algunos puntos los terrenos de secano que los de regadío»’ Llauradó (1884, vol. II, p. 264).
4.2Murcia y OrihuelaLos comunales son conjuntos de recursos de utilización colectiva, pero los comuneros hacen un uso privado de las unidades de recurso que extraen de ellos Ostrom (1990, pp. 30-33). Por ejemplo, la leña que el usuario de un bosque comunitario quema en su chimenea no sirve para calentar la casa de ningún otro usuario, y el pez extraído de un caladero comunitario ya no puede ser pescado en ninguna otra ocasión. En algunas huertas, sin embargo, el agua utilizada para regar un campo sí podía ser reutilizada para regar otro o más campos. Evidentemente, cuando tal fenómeno estaba presente la clara definición de las fronteras del sistema se hacía mucho más difícil. Es lo que sucedió en Murcia y Orihuela.
Diversos autores del siglo xix indicaron que esas huertas eran excesivamente grandes (Aymard, 1864, p. 204; Markham, 1867, p. 20; Díaz Cassou, 1889, p. 112). Con un caudal medio de verano de 8 o 9 m3/s a la altura de Murcia, al final del siglo xix el tremendamente irregular río Segura regaba 11.000 hectáreas en esa ciudad y, a continuación, otras 19.000 hectáreas en la colindante huerta de Orihuela. (A efectos comparativos, puede citarse que, en esos mismos momentos, con los 10 m3/s que el río Mijares llevaba como media las comunidades de regantes de La Plana regaban unas 10.000 hectáreas.)
Pero una porción sustancial de las huertas de Murcia y Orihuela era regada por lo que en la terminología local se denominaba «aguas muertas». El mejor terreno de cultivo de ambas huertas era poco profundo y muy permeable y descansaba sobre una capa de arcilla impermeable. Si no se daba salida a las aguas acumuladas en el subsuelo sus sales ascendían por capilaridad hasta la superficie, con la consiguiente disminución de los rendimientos y la imposibilidad de cultivar las plantas que peor soportan esa situación. Además, una parte del agua utilizada para regar las zonas altas afloraba en otros lugares situados a menor altura, que quedaban convertidos en marjales y saladares que creaban problemas de salud pública. Para corregir esa situación, se articuló una densa red de canales de drenaje (azarbes), cuyas aguas («aguas muertas») eran reutilizadas para el riego. En ocasiones la misma agua (que en realidad no era la misma, porque se convertía en otra de progresiva peor calidad) se hacía servir para regar hasta en 6 ocasiones distintas.
Resulta por tanto comprensible que las respectivas comunidades pusieran pocos obstáculos a la ampliación del regadío, y que a menudo incluso concedieran facilidades para que esta se produjera20. Las 9.700 hectáreas que se regaban en Murcia al comienzo del siglo xviii habían pasado a ser 13.000 en 1925 (Calvo, 1982, p. 141). En Orihuela el drenaje de una amplia zona semiinundada permitió a mediados del setecientos, gracias a las llamadas Pías Fundaciones, que la superficie fertilizada por las «aguas muertas»’ creciera en unas 5.000 hectáreas (Millán, 1984, pp. 176-196).
Pero un resultado inevitable de todo ello fue que la paradoja padecida por todas las huertas mediterráneas fuera sufrida por las de Murcia-Orihuela de manera extrema: en algunos momentos faltaba agua y en otros había demasiada. A lo largo del tiempo, el exceso de agua (como consecuencia de las avenidas del Segura o del mal mantenimiento de los azarbes) provocó en ocasiones retrocesos de la huerta de cierta importancia (Millán, 1999; Bernabé, 1999), porque antiguos terrenos pantanosos recuperaban esa condición. Mientras tanto, las grandes sequías tenían efectos especialmente duros, ya que los regantes que reutilizaban los excedentes de agua generados por otros regantes se encontraban con la inexistencia de excedentes.
En 1953 se consideró que la regulación del Segura gracias al embalse del Cenajo permitiría ampliar en 4.000 las hectáreas regadas en Murcia. En realidad, la ampliación que se efectuó fue mucho mayor, de manera que «son fácilmente explicables las dificultades en que se desenvuelven estos nuevos regadíos, sobre todo en épocas de sequía, cuando los tradicionales conservan absoluta prioridad» (Calvo, 1982, p. 132). Pese a esa prioridad, los regadíos tradicionales también acabaron viéndose afectados, hasta el punto de que en un informe de 1994 se describía el estado del sistema de riegos de Orihuela en términos especialmente pesimistas. En la zona que dependía del azud de Formentera, por ejemplo, «la situación es crítica. No se riega por falta de agua desde el verano de 1993. Por ello, se está construyendo motores y explotando el nivel freático, aquí tan próximo». En otro paraje los regantes utilizaban «motores particulares, que toman agua directamente del río … Como no hay agua, … buscan sus propias soluciones». Por su parte, «la falta de agua a partir del azud de Alfeitamí está provocando la desorganización del sistema de riego. Cada propietario intenta resolver los problemas como puede» (Marco et al., 1994, pp. 123-125).
Durante el siglo xx los avances técnicos no repercutieron como norma, pues, en una mejora de la situación, sino que en ocasiones más bien tuvieron el efecto contrario. El caso de Riegos de Levante resulta paradigmático. Era una sociedad mercantil que se constituyó en 1918 para bombear las aguas que se acumulaban en la desembocadura del Segura cuando no había sequía. Solo en la margen derecha del río se crearon de esa manera 4.000 nuevas hectáreas de regadío. Pero tuvieron problemas para recibir el agua con regularidad, que no desaparecieron cuando, tras ser declaradas de regadío «tradicional», se les facilitó el acceso a los caudales regulados de la cuenca del Segura y, a continuación, al trasvase Tajo-Segura (López y Melgarejo, 2007). Un trasvase desde el Ebro ha sido visto por muchos como la solución definitiva. Pero el Ebro también es un río irregular, y un trasvase como ese (cuya rentabilidad es en cualquier caso dudosa) no tiene ninguna posibilidad de ser rentable si una parte sustancial del agua trasvasada no es utilizada para crear nuevos regadíos, que posiblemente también serán «regadíos deficitarios».
4.3Elche y LorcaEn algunas comunidades de regantes españolas el agua dejó de pertenecer la tierra y pudo ser comprada y vendida. En ocasiones ello sucedió dentro del siglo posterior a la conquista cristiana, pero otras veces tuvo lugar en un momento tan tardío como el siglo xviii. En una de las aportaciones que integran esta serie de artículos ya se ha analizado por qué se produjo tal cosa y se han evaluado sus distintas repercusiones (Garrido, 2011b). Lo que aquí me interesa es insistir únicamente sobre una de esas repercusiones: las huertas españolas donde funcionaba un mercado del agua fue frecuente que crecieran hasta adquirir un tamaño desproporcionadamente grande.
En la actualidad muchos de tales mercados han desaparecido o apenas se utilizan para realizar transacciones (Barciela et al., 2004), pero llegaron a tener presencia en más de 30 huertas (Garrido, 2011b). Mayoritariamente, estaban en localidades (situadas principalmente en las provincias de Alicante y Murcia) en las que el clima era muy seco y se disponía (en términos absolutos) de poca agua para el riego. Pero en un número muy amplio de huertas donde ambas características también coincidían no apareció un mercado del agua (por ejemplo, en las huertas de la provincia de Almería), mientras que sí apareció en sitios que disponían de relativamente más agua y de un clima comparativamente menos seco21.
A menudo la titularidad del recurso acabó en manos de un reducido grupo de personas e instituciones (como conventos), que en ocasiones ni siquiera poseían tierra en la huerta (Pérez Picazo y Lemeunier, 1990). Lógicamente, deseaban que la competencia entre los compradores fuera cuanto más grande mejor, lo que favoreció que se llegara a situaciones como la de Elche y Lorca: tanto en una como en otra ciudad, a finales del siglo xix se disponía como media de 1 m3/s de agua, que (en teoría) servía para regar unas 12.000 hectáreas22. Según un argumento utilizado con frecuencia por los dueños del agua, gracias a que esta pudiera comprarse y venderse y a que las huertas fueran tan extensas «perciben del beneficio del riego un sin número de fanegas de tierra más … [de las que lo percibirían si el agua hubiese estado ligada a la tierra] dando así mayores productos» Musso (1847, p. 23). En realidad, en esas huertas tan extensas la tierra no podía cultivarse de manera intensiva, lo que hacía que se obtuviera menos producto por unidad de agua (y menos producto total) que en las huertas de tamaño más reducido23.
Igual en Elche que en Lorca, el mercado del agua se instauró en algún momento entre finales del siglo xiii y principios del siglo xiv. También en un momento que nos es desconocido, los límites de la huerta de Elche se difuminaron, hasta el punto de que el agua pasó a poder ser comprada por el cultivador de cualquier parcela que estuviera conectada con el sistema de acequias, sin importar dónde estuviera emplazada24. La situación resultante era descrita de la siguiente manera en un informe de 1875:
«Las 12.000 hectáreas del término que tiene este magnífico pueblo puede decirse son regadas todas …, y no es que el caudal … sea muy crecido, sino que con el sistema de rotación que usan queda la mitad del término en barbecho todos los años, no dándosele ningún riego cuando se halla en este estado; tres mil hectáreas se hallan plantadas de viña y olivar, y no se riegan sino dos o tres veces al año; y el resto se halla cubierto de diferentes plantas que necesitan con más constancia el influjo de las aguas» Echevarría (1875, p. 247).
No sabemos qué tamaño tenía la huerta de Lorca cuando se produjo la separación entre el agua y la tierra, pero comprendía con toda seguridad menos de 5.000 hectáreas. A mediados del siglo xvi se extendía por 9.000 hectáreas, por 11.000 a mediados del siglo xix y por 12.000 hacia el año 1900 (Garrido, 2011b). La última ampliación mencionada guarda relación con la entrada en funcionamiento a principios de la década de 1880 del pequeño (en comparación con las necesidades del regadío lorquiano) pantano de Puentes, porque el aumento de la dotación de agua que el pantano permitió conseguir fue básicamente destinado a expandir el área regada (en lugar de ser destinado a mejorar el riego de la zona que ya tenía con anterioridad acceso a él).
Como puede verse en la figura 3, durante la gran mayoría de los años del periodo 1929-1947 el agua disponible no habría permitido que cada una de las 12.000 hectáreas supuestamente regadas recibiera 2 riegos de 700 m3/ha (que es el volumen de agua que solía aplicarse con más frecuencia a la tierra en la Huerta de Valencia). Y en ningún año hubo agua suficiente para que toda la tierra recibiera un único riego en verano (entendiendo por verano los 3 meses que van de junio a agosto). En esas condiciones podían cultivarse muy pocos productos «de huerta». Por ello, en 1964 se decía que:
Número de veces que habría podido ser regada al año la totalidad de la superficie fertilizada por el río Guadalentín en Lorca (1929-1947).
Fuente: Se han utilizado los datos de la estación de aforo que se encuentra aguas abajo del Pantano de Puentes (http://hercules.cedex.es/anuarioaforos/afo/estaf-datos.asp?indroea=7033) y se ha considerado que el 40% del volumen aforado no podía ser utilizado para el riego debido a evaporación, filtraciones y otras pérdidas.
«del total de hectáreas regadas solo una décima parte aproximadamente puede considerarse ‘de huerta’, o sea, de cultivo intensivo. Las nueve décimas partes restantes son ‘de campo’, es decir, de cultivo extensivo y riego eventual»25.
El 80% del regadío de Lorca estaba por entonces ocupado por cereales (trigo y cebada) y (cuando no estaba en barbecho) recibía (en invierno y primavera) entre 2 y 4 riegos de 400 m3/ha. Que mucha tierra quedara anualmente en barbecho era una condición necesaria, pues, para que el resto pudiera ser regada. Mientras tanto, la figura 4 muestra cuál era la situación más frecuente en las huertas donde, como consecuencia de haber tenido éxito a la hora de frenar la expansión de la superficie con derecho a ser regada, se disponía de mucha agua por hectárea: no solo todas las parcelas podían regarse, como media, muchas veces al año, sino que (más importante) como media todas las parcelas podían regarse muchas veces en verano, la estación en la que se cultivan la mayoría de las hortalizas y en la que el naranjo presenta el grueso de sus necesidades hídricas.
5ConclusionesQue muchas huertas españolas tuvieran durante siglos un tamaño aparentemente menor del que el agua disponible les permitía tener es algo que ha provocado la perplejidad de muchos investigadores. Los numerosos ingenieros británicos que durante la segunda mitad del siglo xix visitaron los regadíos españoles con la pretensión de obtener enseñanzas aplicables a la India también se mostraron perplejos, pero lo que en ese caso les causó sorpresa fue la constatación de que «en una huerta española se da por supuesto que la tierra ha de estar siempre recibiendo agua y ha de dar dos cosechas anuales»26. En este artículo se ha mostrado que ambos extremos son las 2 caras de una misma moneda: las comunidades de regantes ponían obstáculos para que sus huertas crecieran con objeto de minimizar los problemas causados por la gran irregularidad de los ríos, y esa estrategia permitía que el relativamente poco territorio regado pudiera cultivarse de manera intensiva.
Pero no todas las huertas españolas podían estar «siempre recibiendo agua», porque algunas crecieron demasiado y pasaron a ser «regadíos deficitarios». Aunque es algo que sucedió con cierta frecuencia en las zonas de clima muy árido del sureste español, la causa última de que ello ocurriera no fueron el clima y el escaso caudal de los ríos, sino la acción humana: en lugar de ser destinada al cultivo intensivo de poca tierra, la escasa agua disponible acabó siendo utilizada para regar grandes superficies de manera esporádica. Respecto a la responsabilidad que tuvieron los mercados del agua sobre los resultados finales cabe hacer consideraciones semejantes. La mayoría de ellos aparecieron en sitios donde el agua tenía un gran valor como consecuencia de su escasez. Pero en Lorca o en Elche los mercados del agua no solucionaron los problemas creados por tal escasez, sino que los agravaron, porque tras su instauración los frenos para contener la expansión del área regada se relajaron o desaparecieron por completo. Sin embargo, lo que en último extremo provocó esa situación no fueron los mercados del agua, sino su mala regulación.
Obviamente, lo que en este artículo se ha dicho no puede ser aplicado de manera mecánica al análisis de la situación actual, porque en la actualidad se dispone de soluciones técnicas (grandes embalses reguladores, trasvases, posibilidad de interconectar las cuencas, etc.) que obligan a repensar, para cada caso concreto y teniendo también en cuenta las repercusiones medioambientales, qué límites se ha de poner a la extensión del regadío. Pero tales límites continúan existiendo y sobrepasarlos significará la aparición de nuevos «regadíos deficitarios».
Este artículo forma parte de una serie integrada por 3 trabajos, 2 de los cuales ya han sido publicados (Garrido, 2011a, 2011b). Pudo realizarse gracias al proyecto de investigación ECO2009-10739, financiado por el ministerio de Ciencia e Innovación, y ha experimentado una sustancial mejora gracias a las sugerencias y críticas de Salvador Calatayud, Jesús Millán, los asistentes a un seminario impartido en la Universidad de Murcia (con especial mención a María Teresa Pérez Picazo) y 3 evaluadores anónimos. Pero soy, evidentemente, el único responsable de lo que digo.
A efectos del tipo de discusión que aquí se realizará, importa poco el debate jurídico sobre si los integrantes de las comunidades de regantes compartían la propiedad del agua o solo compartían el derecho a usarla. Lo que importa es que eran sus «dueños económicos», en el sentido que Barzel (1997) da a esas palabras. Precisamente para evitar ese tipo de problemas, muchos estudiosos de los comunales evitan la expresión «propiedad comunal» y se refieren a ellos como «recursos de aprovechamiento común» (common-pool resources). Véase Ostrom (2010, p. 650).
Véase Garrido (2011a). Para obtener su información sobre las huertas españolas, Ostrom se sirvió de un libro de Thomas Glick (1970) y, sobre todo, de otro escrito por Maass y Anderson (1978). Además de otras obras de carácter más genérico, estos últimos mencionan las aportaciones de López Gómez (1951) y Burriel (1971), pero hacen poco uso de ellas.
Ricardo (1871), pp. 33-44. Cabe recordar que en la teoría ricardiana las «mejores tierras» no son necesariamente las más fértiles, sino aquellas capaces de proporcionar un mayor rendimiento monetario con relación a las inversiones necesarias para ponerlas en cultivo McCulloch (1864), pp. 406-425.
En casi todas las huertas, la construcción del sistema principal de acequias (es decir, de la acequia mayor y de sus derivaciones principales) ya estaba prácticamente concluida a finales de la Edad Media.
Clark (2007), p. 212. Véanse las crítica que le dedica Allen (2008), pp. 955-958. En mi opinión, Bhaduri (1991) –que distingue entre eficiencia económica y «eficiencia de clase»– y Acemoglu et al. (2005) –que hacen hincapié en las dificultades que tendrían quienes cediesen privilegios para hacer respetar el trato– sí explican de manera convincente, desde perspectivas muy distintas, por qué es difícil que tales acuerdos se produzcan.
Así, en 1821, el 52% de los propietarios del regadío de Vila-real también tenían tierra en el secano del municipio; como la situación característica de los mayores propietarios era esa, controlaban el 70% de la superficie regada y el 93% del secano Garrido (2004), p. 58. En Gandía, en 1887 (y en Castellón en 1900), el 77% (83) de los propietarios del secano también poseían parcelas de regadío; reunían el 85% (93) del secano (Archivo Municipal de Gandía, Amillaramiento de 1887, y Garrido (2004), p. 57).
Véanse, para encontrar abundantes muestras de ello, los estudios de García Edo (1994) y Ferri (2002).
En la bibliografía se menciona a veces un cuarto peligro: siguiendo a Olson (1968), algunos autores (como por ejemplo Meinzen-Dick et al., 1997) argumentan que la cooperación se hace más difícil a medida que aumenta el número de regantes. Pero Araral (2009) muestra que ello no ha de ser necesariamente así. En realidad, el peligro no parece estar en el incremento del número de personas poseedoras de tierra con derecho a regar, sino en el aumento de la superficie de tierra con derecho a ser regada. Posiblemente, la razón por la que en la mayoría de las huertas españolas el derecho al agua correspondía a la tierra (y no al propietario de la tierra) era esa.
El ingeniero británico C. S. Moncrieff (1868), pp. 168 y 150, se dio cuenta de ello y dijo que la Acequia Real de Moncada habría podido regar más tierra de la que en realidad regaba, o que la Acequia Real del Júcar llevaba el agua suficiente para tener más del doble de la longitud que tenía. Según el también ingeniero británico G. Higgin (1869, p. 46), tanto el hecho de que el río Serpis solo regara 2.893 hectáreas en Gandía (con una media de 0,8 l/s/ha) como el hecho de que las comunidades de regantes de la huerta de Valencia utilizaran 0,86 l/s/ha revelaba una falta de eficiencia, porque en Elche y Lorca (2 casos a los que se hará alusión en el apartado 4.3 y que Higgin consideraba modélicos) la mayor economía en el uso del agua permitía regar superficies muy extensas con una media de 0,068 y 0,031 l/s/ha. Para entender el contexto en el que Moncrieff y Higgin realizan esas afirmaciones, véase lo que se dice en la nota a pie 25.
En Garrido (2004, 2010) se proporciona una argumentación detallada de ambas afirmaciones. Pero para poder sobrevivir el naranjo necesitaba un mínimo de 3 o 4 riegos anuales, y muchos más para dar una cosecha comercializable. Por esa razón, en las huertas de Elche y Lorca (de las que se hablará en el Apartado 4.3) no podía haber naranjales.
En la actualidad casi no hay «sobras»: está muy extendido el riego por goteo y el agua del pantano del Sijtar se desembalsa los días y en la cantidad que las comunidades solicitan. Pero ello ha provocado una catástrofe ecológica, porque el Mijares permanece completamente seco durante una parte del año.
Si los propietarios de tierra con derecho a ser regada no la riegan, la sociedad está perdiendo potencial productivo. Si para contrarrestar esa pérdida se amplía la superficie con derecho a ser regada, cuando los poseedores de los «derechos durmientes» decidan ponerlos en práctica el sistema se puede colapsar.
Como muestra de las complicaciones que solía crear ese tipo de consentimientos, en la década de 1850 un propietario renunció para siempre a regar un olivar que poseía en la huerta de Vila-real, pero cuando fue vendido en 1881 el comprador quiso plantar naranjos y pretendió que la finca recuperara el derecho perdido. La comunidad no accedió, aduciendo que ello habría significado ir «en perjuicio de la colectividad de regantes», pero tras un largo pleito el gobernador civil falló en contra de la comunidad. Archivo de la Comunidad de Regantes de Vila-real, Caja Antecedentes-II, n. 106. La comunidad de regantes de Borriana permitió al final del siglo xix que una porción de los marjales (es decir, antiguos terrenos pantanoso bonificados) de la localidad perdieran el derecho al riego. Sus propietarios lo habían solicitado porque creían que el agua que circulaba por los canales de drenaje bastaría para regar sus fincas, y porque eran personas de condición social humilde que querían ahorrarse el pago de la cuota anual. Pero algunas décadas después sus descendientes pidieron lo contrario Garrido y Vicent (2010), p. 44.
La idea de que se produce un trade-off es apuntada por Meinzen-Dick et al. (1997). Pero la compartimentación de las comunidades de regantes en diversas unidades autónomas interdependientes (nested enterprises, según la terminología utilizada por Ostrom (1990), pp. 101-102 permitía conseguir que los costes de transacción aumentasen de manera menos que proporcional al tamaño del grupo (Garrido, 2011a). Y ya se ha señalado (nota a pie 9) que lo que más influía sobre el crecimiento de los costes de transacción no parece que fuera el aumento del número de regantes, sino el de la superficie con derecho a ser regada.
Por ello, según Peris (1997), pp. 54-55, los usuarios de la Acequia Real del Júcar solo permitían que aumentase la superficie regada «en momentos excepcionalmente críticos», «como cuando inundaciones especialmente devastadoras en el siglo xviii provocaron daños tan graves en la infraestructura hidráulica que el reparto de los gastos que ocasionaba su reparación [les] resultaba excesivamente gravoso».
Ello significa que, como consecuencia de un conjunto de factores que no suelen tener presencia en los sistemas de aprovechamiento comunal de recursos que funcionan bien Ostrom (1990), en este caso concreto sí se cumplieron las predicciones de los teóricos de la acción colectiva que (a la manera de Elster, 1989) defienden que la vigilancia y la sanción de las infracciones tendrán poco éxito en caso de ser efectuadas por los propios usuarios del comunal.
Las Ordenanzas (1986), p. 48, de Orihuela de 1844 decían que «siempre que algún individuo pueda proporcionar riego de alguna acequia a tierras de secano … se le concederá la competente licencia, si no se ocasiona perjuicio a tercero…».
Por ejemplo, en Xàtiva (provincia de Valencia) durante el siglo xviii se hicieron operaciones de compra-venta de agua Peris (2011), p. 4. lo mismo que en Llíria (una localidad situada en las inmediaciones de la Huerta de Valencia) durante el siglo xixMoncrieff (1868), pp. 167-168.
Para poder efectuar otra comparación, resulta interesante saber que el Turia proporcionaba a la Huerta de Valencia (donde el agua estaba ligada a la tierra) una media de 11 m3/s, que servían para que 9.500 hectáreas disfrutasen de pleno derecho al riego y otras 6.500 hectáreas (que también solían tener acceso a agua procedente de fuentes o norias) regaran con sobras.
Esa es la principal conclusión a la que se llega en Garrido (2011b), donde también se concluye que en Elche o en Lorca no se estaba produciendo un sacrificio de eficiencia a cambio de una ganancia de equidad, porque la relativamente poca riqueza creada se distribuía de manera muy desigual entre los miembros de la sociedad.
COCIL (1964), p. 18. Cuando apareció el mercado del agua, esta continuó estando ligada a la tierra en unas 20 hectáreas, en las que sí podían cultivarse hortalizas y frutales porque eran regadas con mucha frecuencia. Y la normativa establecía que aproximadamente otras 1.200 hectáreas (que constituían una zona de transición entre la ‘«huerta» y el «campo») también pudieran regarse con cierta frecuencia si sus cultivadores pagaban por ello. Véase Elul (1946) y Gil Olcina (1971).
Moncrieff (1868), p. 107. En la India, los ingenieros británicos creían que facilitar el acceso eventual al riego a grandes extensiones de terreno era mejor que permitir que poca tierra disfrutara de «excesiva fertilidad», lo que –según un informe de 1928 citado por Stone (1982), p. 120, actuó como «un desincentivo para el cultivo de los productos y variedades que proporcionan mayores rendimientos».