Este artículo intenta evaluar el impacto a medio y largo plazo de las políticas de desarrollo regional durante la dictadura de Franco, en particular la referida a los polos de desarrollo entre 1964 y 1975. Duramente criticada por los economistas, la mayor parte de los razonamientos en contra de la planificación indicativa se basó en una perspectiva de corto plazo, cuando la primera crisis del petróleo golpeó a la economía española. Nuestra investigación, en primer lugar, examina la experiencia española respecto a la de la Europa occidental; en segundo, sintetiza la naturaleza y las consecuencias de las políticas industriales aplicadas y su impacto en la escala regional; y, finalmente, evalúa el efecto de los polos en aquellas provincias en las que se aplicó este instrumento de política económica.
This paper assesses the mid-to-long-term impact of regional development policies during Franco's dictatorship, particularly the growth poles between 1964 to 1975. Criticized by economists, most of the arguments against relied on a short-term perspective, when the first oil crisis hit the Spanish economy. We first examine the Spanish experience set against the background of Western European dynamics; we then summarize the nature and main consequences of the industrial policies and their regional impact; and finally, we evaluate the effect of growth poles on the industrial growth of those provinces where this instrument of economic policy was applied.
La vocación de estas páginas es realizar un balance en torno a la política industrial aplicada a lo largo del desarrollismo por la dictadura del General Franco. Transcurridas ya casi 4 décadas desde el final del franquismo, la historiografía económica española apenas ha cruzado el rubicón de 1959. Las grandes líneas de síntesis del tiempo que va de 1960 a 1975 siguen siendo en cierta medida tributarias de los análisis e interpretaciones coetáneas que realizaron economistas y otros científicos sociales. En lo que se refiere al papel desempeñado por el Estado, la imagen transmitida es nítida: el intervencionismo gubernamental de los tecnócratas frenó el potencial de crecimiento y creó un modelo muy vulnerable a las recesiones. Así, la profundidad del retroceso económico tras la crisis del petróleo fue atribuida a los pasivos acumulados bajo una dictadura que había aplicado un intervencionismo ineficaz y generado una estructura productiva incapaz de soportar las condiciones del mercado internacional. En suma, el papel del Estado y la industrialización fueron claves para el tipo de modelo económico que funcionó en España entre 1960 y 1975 y, más aún, para la larga e intensa crisis posterior1. No obstante, consideramos que el análisis de lo que dio de sí la política industrial española requiere de: 1) una más amplia perspectiva histórica, puesto que la mayor parte del consenso historiográfico se construyó bajo el prisma del impacto inmediato de la crisis; y 2) un ejercicio de historia comparada que inserte la experiencia en el contexto de la Europa de la Golden Age.
Medio siglo después, y a pesar de persistir dificultades de acceso a fuentes de información primaria, nos corresponde a los historiadores económicos analizar esa etapa y revisar algunas piezas de un entramado complejo. Pensamos que esa visión de largo plazo es necesaria porque buena parte de las críticas a la política de desarrollo regional de esa larga etapa, dentro y fuera de España, se fundamentaron en un doble argumento: primero, mientras la planificación indicativa estuvo en vigor, se le imputó un carácter demiúrgico para impulsar el desarrollo y superar el atraso en el corto plazo, obviando que era un instrumento cuyos resultados debían evaluarse con mayor recorrido temporal; y segundo, la crisis industrial de los años 70 afectó muy negativamente a los grandes sectores que habían protagonizado en toda Europa occidental los planes de desarrollo y la política regional y, en consecuencia, se dedujo que los planes habían fallado. Hay que recordar, sin embargo, que desde 1950, en la era del petróleo barato, economistas y tecnócratas estuvieron convencidos de que las industrias básicas intensificarían la industrialización y por eso estas ocuparon un lugar preeminente en los planes de cada país. Los responsables de la política económica no pudieron imaginar su rápida caducidad desde 1973. Y la deducción fue simple: los planes funcionaban bien en el ciclo expansivo y fracasaban con la recesión. Lo cual sembró una enorme frustración entre los gestores de la programación económica y una visión muy negativa de las políticas económicas aplicadas hasta entonces (Laverdines, 1980). Sobre las ruinas de la desindustrialización de grandes regiones de Francia, Alemania, Bélgica, Reino Unido o Italia se sembró la crítica a los planificadores de la Golden Age, abriéndose un profundo debate sobre el papel del Estado como agente económico en todo el mundo occidental.
En el caso de España, el juicio negativo sobre el desarrollismo salió reforzado en el contexto político del adiós a la dictadura, al convivir con una profunda recesión industrial que destruyó empleo de manera masiva y reveló con crudeza la obsolescencia de buena parte del sector y la falta de competitividad exterior. Desde la Economía Aplicada se construía de este modo un argumento post hoc –la política industrial de una dictadura es perversa en sí misma–, sin matices, dejando de lado otros factores que pudieran explicar la complejidad del caso español y su inserción en el panorama internacional2.
Nuestra propuesta pasa por considerar el caso español, con sus peculiaridades, como uno más de los ejemplos de planificación indicativa en el Sur de Europa. La crítica sin paliativos debe ser contextualizada. Hay un problema de enfoque que requiere de un cierto ejercicio de historia comparada. Se sigue observando la política económica de esa etapa del franquismo como un rasgo más de la excepcionalidad española y, además, como un instrumento de propaganda del régimen, que lo fue. Recapitulando la literatura crítica, 5 han sido los grandes efectos negativos atribuidos a esa vertiente del intervencionismo gubernamental: 1) había debilitado el impulso liberalizador recuperado en 19593; 2) instituido una forma de reparto de rentas públicas entre privilegiados4; 3) conseguido fracasos relativos o éxitos muy parciales en los polos de crecimiento y en la política de desarrollo regional (Isbert, 1967; Richardson, 1975; Ribera, 1973; Anderson, 1970); 4) financiado sectores industriales en regresión (Tortella y Jiménez, 1986); y, además, 5) frenado el potencial de crecimiento de la economía española5. En suma, lo que había funcionado fue «una lógica política y no económica»6. En términos econométricos, sin embargo, esa asignación ineficiente de recursos como consecuencia de la sobrerregulación del desarrollismo no parece que hubiese supuesto un frenazo significativo sobre el crecimiento (Prados y Sanz, 1996; Prados et al., 2012). En cualquier caso, en una perspectiva macroeconómica la imagen de síntesis que ha perdurado y la que se ha trasladado a los más recientes manuales de historia económica española es la de que el crecimiento y desarrollo de los años 1960-1975 fue posible a pesar de, y no gracias al intervencionismo gubernamental7. Lo cual choca frontalmente cuando el análisis se realiza con un enfoque microeconómico. La más reciente historiografía sobre los distritos industriales concluye que la década del desarrollismo franquista terminó imponiendo una nueva realidad territorial de la industria española gracias a la intervención pública directa, los incentivos de los polos y la inversión extranjera8.
Este artículo se ordena alrededor de 3 grandes objetivos: en primer lugar, situar la experiencia española en la dinámica de la Europa occidental; en segundo lugar, sintetizar las políticas de desarrollo industrial aplicadas por la dictadura; y, finalmente, tratar de averiguar si existe, o no, una path dependence entre la especialización industrial de las décadas de 1950 y 1960 en algunas de las regiones en las que se aplicó el marco institucional del desarrollismo y su posición competitiva a finales del siglo xx. La metodología empleada en los 2 primeros apartados es de carácter cualitativo, a partir del manejo de fuentes secundarias (publicaciones oficiales y bibliografía) con el fin de establecer la visión sintética y detectar los aspectos más controvertidos en términos historiográficos. En el tercer objetivo, la evaluación del impacto de las políticas públicas en el largo plazo, ensayamos un modelo econométrico sobre una de las piezas más relevantes de la política industrial, el de la acción pública sobre los distritos industriales mediante lo que, siguiendo el marco teórico de Perroux, se denominaron «polos de desarrollo». A su alrededor convergen todos los ingredientes y actores de la planificación desarrollista. Ese contraste de largo recorrido permitirá lanzar algunas hipótesis sobre un fenómeno complejo: por qué en unas provincias Estado y mercado iniciaron la senda del desarrollo y no la abandonaron, y por qué en otras fracasó o fue más débil.
2La planificación española en perspectiva europeaA grandes rasgos la política industrial y la programación gubernamental para promover el desarrollo en España acabaron siendo un reflejo retardado de buena parte de lo que se estaba ensayando en Europa occidental (Foreman-Peck y Federico, 1999). No obstante, hubo 2 diferencias sustanciales: la economía planificada a la europea se aplicó más tardíamente y, además, se gestionó por una dictadura, algo incompatible con lo que sucedía al norte de los Pirineos. Es sabido que en el escenario de la Guerra Fría los Estados Unidos de América convencieron a los gobiernos de la zona occidental del viejo continente de la necesidad de integrar el mercado europeo a través de instituciones supranacionales que fortaleciesen la recuperación económica y actuasen como un baluarte frente a la influencia soviética (Hogan, 1987; Eichengreen, 2007). España se incorporó a estas con retraso. Hasta 1958 no fue admitida en el FMI ni en la OCDE, y la entrada en el GATT se pospuso hasta 1963. Mientras tanto, ese nuevo marco institucional y el compromiso de los gobiernos democráticos para impulsar un modelo de crecimiento que combinase desarrollo y equidad propició que se activasen al unísono 2 instrumentos, en apariencia contradictorios: liberalización y planificación. Con distinta intensidad, ambas piezas influyeron poderosamente en la política económica y en la gestión de las empresas, alumbrando el concepto de economía mixta, expandiendo los mercados y poniendo en marcha el Estado del Bienestar a lo largo de la Golden Age9. En todo caso, ese consenso en torno a la necesidad de la programación económica no eludió en las democracias occidentales el debate ideológico, con un alto grado de politización, entre liberales ortodoxos y keynesianos (Hayward, 1974), y que influiría en las decisiones de los gobiernos occidentales y de los organismos internacionales. Al mismo tiempo, la experiencia planificadora ensayada durante la II Guerra Mundial marcó las decisiones de unos gobiernos que estaban inmersos en las urgencias de posguerra y en la reconstrucción europea, y más tarde en el desarrollo sostenido (Deane, 1993). Se fijaron así nuevas prioridades y se diseñaron nuevos instrumentos para programar y dirigir la economía. Industrialización a gran escala, apertura de la economía y concertación debían hacer compatible el mercado y las instituciones y conciliar los intereses de dirigentes, empresarios y trabajadores. La liberalización exterior no se cuestionaba y, al mismo tiempo, la planificación lo impregnaba todo.
Con matices, la generalización del Plan en los países capitalistas se ajustó al principio del carácter indicativo para el sector privado y al principio normativo para el sector público. Y casi todos recurrieron a imitar el mismo arsenal de medidas financieras y fiscales para estimular la iniciativa privada y desempeñar una estrategia política que pretendía difundir el desarrollo y, a la par, combatir los desequilibrios regionales entre áreas ricas y pobres. Los programas gubernamentales incluían la construcción de infraestructuras y servicios, la industrialización regional, la mejora de la educación técnica, el uso de los recursos físicos disponibles en el país y la habilitación de fondos públicos que atrajesen capitales privados10. Francia fue el paradigma de la planificación indicativa y, como tal, resulta un ejemplo excepcional respecto al resto del viejo continente. En ningún otro país occidental se aplicó una visión tan ortodoxa y duradera en el tiempo. Una divisoria muy simple indicaría que en la Europa capitalista hubo un recurso a la planificación a la francesa en los países del sur –España, Portugal, Italia, Grecia y Turquía– y una apuesta más flexible entre lo público y lo privado en los del norte –Gran Bretaña, Benelux, Escandinavia y la República Federal de Alemania–. Es decir, las naciones ricas en las que se estaba construyendo el Estado del Bienestar participaron en algún momento de la retórica planificadora, pero, con la excepción de Francia, fueron más heterodoxas en la adopción de sus formas organizativas que las que estaban en vías de desarrollo y acabaron calificando la planomanía como un gran fiasco (Hayward, 1974). Pensamos que en las economías atrasadas hubo 2 factores decisivos para adoptar la planificación ortodoxa. De una parte, la OCDE y el Banco Mundial lo exigían para poder beneficiarse de su asistencia técnica y auxilio financiero (Calvo-González, 2006; De la Torre y Sánchez, 2011). De otra, se trataba de un instrumento muy acorde con la naturaleza autoritaria de regímenes como los de la Península Ibérica y Turquía, o con las debilidades intrínsecas de las democracias de Italia y Grecia. Gobiernos y elites económicas podían imponer esa solución sin apenas discusiones políticas11.
En consonancia, parece lógico que el modelo que abrazaron las autoridades franquistas para compatibilizar las exigencias de liberalizar las relaciones comerciales externas y ampliar el campo de intervención del Estado en la escala interna fuese el más burocratizado y tecnocrático de los que se construyeron en Europa occidental, el de Francia. El mismo que imitaron los Gobiernos de Grecia y Portugal poco tiempo después, donde el plan fue observado como un instrumento de legitimación del régimen12. No obstante, copiar sin más el esquema no garantizaba el éxito. Ninguno de estos 3 países de la periferia sur europea tenía el nivel de desarrollo francés, ni su capital humano, ni los recursos fiscales de un Estado fuerte, ni una poderosa banca pública; es decir, la suma de los factores que hicieron eficaz la planificación al norte de los Pirineos al menos en sus etapas iniciales (Margairaz, 1989; Broder, 2000; De la Torre, 2009)13. Pero, sobre todo, el rasgo diferencial de España y Portugal continuó siendo el de unas dictaduras que abrazaron la planificación e ignoraron la equidad.
No obstante, la historia económica del laissez-faire con presencia del Gobierno fue una constante en la Golden Age, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados y emergentes. Desde la convicción que tenían organismos internacionales, gobiernos y economistas de que había una vía para impulsar el desarrollo conciliando Estado y mercado, en todas partes se adoptó, con mayor o menor intensidad, el modelo, y sus logros, aparentes o no, se exhibieron como propaganda política. Eso sí, las experiencias fueron divergentes. En otras palabras, consideramos que la política económica practicada por la dictadura durante los años 60 fue la versión española del modelo de intervención gubernamental que los organismos internacionales recomendaban para los países en vías de desarrollo. Desde 1959 la intervención, primero, y la asesoría y supervisión, después, fueron tareas propias de esas instituciones multilaterales. Así, por ejemplo, el informe de seguimiento del Plan de Estabilización, en julio de 1961, instaba al Gobierno español a que, una vez «restaurada la estabilidad financiera interna y la solvencia externa», se implicase en intensificar medidas de liberalización económica (comercio exterior, capital extranjero, movilidad del factor trabajo) y de intervención pública mediante planificación a largo plazo para mejorar el crédito y la competitividad de las empresas14. Esa influencia externa fue esencial para entender el nuevo modelo de presencia del Estado en el desarrollo. Prueba de ello fue el programa de asistencia técnica que el Gobierno de Franco solicitó a la OCDE, en 1963, para poner en marcha «la primera tentativa de planificación económica hecha en España». En sus grandes líneas sintetizaba un auténtico proyecto de políticas para el desarrollo y reclamaba apoyo para formar a los técnicos que iban a gestionarlo15. Es decir, algo más que retórica. Durante los 10 años siguientes la OCDE financió ese auxilio técnico y supervisó los avances de la administración española para impulsar el desarrollo.
3Viejas y nuevas recetas para el desarrollo industrialEntre 1950 y 1975 la economía industrial española acumuló un largo proceso de expansión, si bien esa cronología presenta un antes y un después de 1959, cuando entró en vigor el llamado Plan de Estabilización y Liberalización económica que, primero, puso fin definitivo a la política autárquica activada desde la Guerra Civil, y además, en expresión de uno de sus hacedores, sembró las semillas del desarrollo (Fuentes Quintana, 1989). Economistas e historiadores económicos han trazado una visión global del modelo de desarrollo español que sitúa sus orígenes en el agotamiento de la estrategia sustitutiva de importaciones de los años 50 (Donges, 1976; Catalan, 2003) y, en consecuencia, en la necesidad de asumir un programa de liberalización económica que, inspirado por los organismos internacionales, reflejase pálidamente la senda seguida por los países occidentales después de 1945. Esa misma interpretación apunta a que el liberalismo económico fue muy pronto cercenado y lastrado por un intervencionismo gubernamental de nuevo cuño, el inherente a los planes de desarrollo. Si en términos económicos España era un país subdesarrollado, su sistema político no iba a la zaga, bajo el control de una dictadura surgida de la pesadilla europea de entreguerras y muy sensible a satisfacer las demandas de los grupos de interés. Con todo, liberalización e intervencionismo fueron el trasfondo de un período en el que se aceleró el cambio estructural, simultaneándose el declive agrario con la difusión de la industrialización y la eclosión del sector servicios.
La estrategia gubernamental para que la industrialización se acelerase combinó viejas y nuevas características (fig. 1): mientras persistió un elevado proteccionismo industrial sobre el mercado interior (plagado de regulaciones y restricciones cuantitativas a la importación, obligado al consumo de inputs intermedios de fabricación española y orientado a sectores de demanda débil), se incorporaron los efectos positivos de esa apertura paulatina hacia el exterior que facilitó la entrada masiva de capitales y tecnología extranjera16. La política industrial como tal hubo de esperar hasta 1962-63. La entrada del tecnócrata López-Bravo como titular de la cartera de Industria, con la retirada de Suanzes y Planell (artífices del INI y de la política industrial desde 1940), simboliza el nuevo perfil de la intervención gubernamental (Comín y Martín Aceña, 1990; Gómez Mendoza, 2000; Pires, 2005). Así, se reformó el sistema bancario para garantizar la financiación de las industrias a través de los Bancos Oficiales de Crédito y el incremento de la obligación legal de que bancos y cajas de ahorros invirtiesen una parte creciente de sus activos en industrias seleccionadas por el Gobierno (Tortella y Jiménez, 1986; Pons, 1999; Comín, 2007). Se diseñaron los planes de desarrollo, fijando programas específicos de incentivos a la inversión industrial (polos de crecimiento, acción concertada, zonas de descongestión, etc.), además de establecer subvenciones a las factorías orientadas a la exportación de bienes manufacturados y de fijar estímulos para la fusión de grandes empresas (Estapé, 1964; Caruana et al., 2011). Institucionalmente el conjunto de ayudas fiscales y financieras se organizó de manera centralizada alrededor del Ministerio de la Presidencia del Gobierno, en el que se integró la Comisaría de los Planes de Desarrollo, que en teoría coordinaba las políticas de gasto público características de los ministerios económicos vinculadas a los planes (Industria, Obras Públicas, Agricultura, Vivienda, además de Educación), disputando las funciones propias del Ministerio de Hacienda y abriendo un enfrentamiento soterrado entre los grupos de interés representados en el Gobierno por capturar rentas públicas (Forns, 1967; Richardson, 1975; Gunther, 1980; Comín y Vallejo, 2009). Ese entramado propició financiación privilegiada para determinados sectores empresariales, impulsando comportamientos propios de un capitalismo de compadrazgo17. En otras palabras, el intervencionismo gubernamental facilitó que los grandes negocios se hiciesen en los despachos de los ministerios y no en los mercados.
Una visión agregada del desarrollo industrial de esos años muestra, por un lado, un crecimiento espectacular del sector secundario, y por otro, un predominio de industrias muy intensivas en trabajo y mucho menos en tecnología que, además, reforzaron la dependencia técnica y energética del exterior, es decir, unas bases muy débiles cara al futuro18. En el conjunto del país el producto industrial casi se duplicó durante los años 50 y continuó creciendo en los 60 hasta quintuplicar el nivel de 1950 (Carreras, 1987; Morellà, 1992; Llopis y Fernández, 1998; Parejo, 2001). En la escala regional, en consonancia, se produjo un reforzamiento de las áreas altamente industrializadas y una difusión de las manufacturas que culminaron algunos procesos de «industrialización tardía», en paralelo a una igualmente intensa «terciarización», tanto en zonas con cierta historia fabril como en otras sin pasado industrial (Carreras, 1990). La intensidad del cambio estructural sería así expresión rotunda del «milagro económico», que utilizó el Gobierno como instrumento de propaganda, al mismo tiempo que recibía una valoración muy negativa por buena parte de los economistas españoles19. Un informe confidencial de 1968, resumiendo un coloquio celebrado en Córdoba sobre problemas del desarrollo regional, destacaba que la mayoría de los economistas, abogados e ingenieros participantes habían mostrado «una crítica severa […] del Plan de Desarrollo español» y que ni los funcionarios de la administración central levantaron «una sola voz en defensa de las realizaciones conseguidas». Entre otras expresiones académicas se pudo escuchar que «el impacto de los polos de desarrollo en la España deprimida ha sido francamente nulo», que «el polo que ha tenido más éxito ha sido “el de Madrid”», o que «el desarrollo debe ser técnico» y «democrático»20. La valoración negativa era también un modo de juzgar a la dictadura.
4El impacto regional de la política industrial desarrollistaLa literatura de economía regional de los años 70 y primeros 80 que evaluó la política industrial del desarrollismo fue especialmente prolija en el análisis de los polos de desarrollo. En general, aplicó un método sencillo y de corto plazo: cuantificar los resultados logrados respecto a los programados en términos de inversión y número de empleos y empresas en el distrito en sus primeros años de vida, además de sus efectos intersectoriales e interregionales (es decir, modelos macroeconómicos no causales y no explícitos). De este modo se subrayaron algunas luces y muchas sombras sobre el impacto inmediato de la política regional. Pero, si, por un lado, las conclusiones sobre el éxito o fracaso, siempre relativos, de uno u otro polo en buena medida dependen del criterio que privilegiemos, por otro no habría que descartar que, al menos en parte, los mediocres resultados que se obtienen al comparar las cifras de previsiones y realizaciones respondan simplemente a proyectos técnica y económicamente mal concebidos (Sáez Fernández y Pérez Infante, 1978); la gravedad de la crisis económica de 1966-67 habría contribuido, además, a la inviabilidad de algunas de las iniciativas. El impacto cortoplacista mostraba fácilmente las debilidades del esquema de incentivos públicos a la localización industrial (pues este se valoraba en su fase embrionaria), pero prescindía de uno de los enunciados básicos de la teoría económica de los polos: superar el atraso previo mediante políticas públicas requeriría del transcurso de, al menos, entre 20 y 25 años (Richardson, 1975). Los ejercicios econométricos y paramétricos que, a mediados de los 80, trataron de capturar la influencia de los incentivos institucionales al proceso económico espacial no han alcanzado niveles de significación aceptables, concluyendo de nuevo, y pese a ello, en la escasa eficacia de la acción gubernamental21. Es cierto que los estudios realizados para los casos de Francia e Italia han sido igualmente poco fructíferos22. Y ninguno de ellos iba más allá de 1981, es decir, un tiempo breve y en medio de la crisis económica.
Nuestra propuesta para ponderar lo que dio de sí el modelo desarrollista consistirá en aplicar un modelo econométrico que permita observar cómo funcionó el instrumento de los polos de desarrollo y promoción industrial de primera generación a corto, medio y largo plazo en las zonas que fueron escenario directo de las políticas más activas de desarrollo regional e industrial, comparando este resultado con el del resto de las provincias españolas23. Además de las 7 áreas urbanas seleccionadas por la Comisaría de Planificación en 1964 (A Coruña, Burgos, Huelva, Sevilla, Valladolid, Vigo y Zaragoza)24, hemos incluido 2 ejemplos de promoción industrial auspiciados por instituciones locales a través de la ventaja comparativa de contar con una autonomía tributaria y financiera respecto del Gobierno central que les permitió diseñar, mirándose en el espejo español, su propio programa de desarrollo: las provincias de Álava y Navarra, cuyo ámbito de actuación abarcaba todo el territorio y no solo las ciudades de Vitoria y Pamplona25. En este conjunto de 9 territorios no solo se aplicó esta vertiente específica de los planes, sino también el conjunto de las piezas que integraron la política industrial en forma de protección a industrias nacientes, facilidades a la entrada de capital extranjero, acceso al crédito, apoyo a la exportación manufacturera, mejora de infraestructuras y servicios, formación de capital humano o selección de nuevas industrias preferentes, entre otros.
La hipótesis que planteamos es que el crecimiento medio industrial (directo e inducido) de las provincias donde se promovieron políticas públicas activas para acelerar el desarrollo manufacturero fue superior al de aquellas donde no se implementaron y que estas políticas tuvieron un efecto a medio y largo plazo. Para testar esta hipótesis, y como primera aproximación, hemos elaborado un sencillo modelo de efectos fijos con datos de panel. La información recogida en el panel son los índices de intensidad industrial y el PIB per capita (en pesetas de 1995) de las 50 provincias españolas en 11 cortes temporales (1950, 1955, 1960, 1965, 1970, 1975, 1980, 1985, 1990, 1995 y 2000)26. El modelo a estimar es:
donde, siendo yit el índice de intensidad industrial de la provincia i en el período t, γit representa la tasa de crecimiento del índice de intensidad industrial para cada una de las provincias. Poloi,t–1 es una variable dummy que toma valor 0 en los años anteriores a la entrada en vigor de las políticas públicas y 1 a partir de entonces en los 7 polos de primera generación más Álava y Navarra. PIBit es el PIB per capita de la provincia i en el período t. La inclusión de logPIBi,t–1 y logyit–1 como regresores pretende captar el efecto que la renta y el índice de intensidad industrial inicial tienen en la tasa de crecimiento de este índice en cada período.Los resultados de la estimación se recogen en la tabla 1. Utilizando desviaciones típicas robustas, todos los regresores obtenidos poseen el signo esperado y los estadísticos t reflejan su significación al 1%. El signo positivo de β1 muestra un efecto estadísticamente significativo y positivo entre esta variable y la tasa de crecimiento del índice de intensidad industrial (cuanto mayor es la riqueza per capita inicial, mayor es el crecimiento del índice en el período), mientras el signo negativo de β2 indica que cuanto más elevado es el índice de intensidad industrial en el inicio de cada período, menor es su crecimiento. El coeficiente estimado de β3 (0,118) evidencia que el efecto polo es positivo y significativo: el promedio estimado de la tasa de crecimiento del índice de intensidad industrial en las provincias donde se impulsaron programas públicos de inversión fabril es aproximadamente un 2,25% anual superior al de la media de las provincias no polo. Dada la dimensión relativamente corta de las series temporales, el coeficiente de determinación obtenido (0,35) se considera razonable.
Nuestro ejercicio refleja estadísticamente la evolución creciente del índice de intensidad industrial en las provincias polo, tal y como se puede observar en la tabla 2.
Índices de intensidad industrial de las provincias-polo, 1950-2000
1950 | 1955 | 1960 | 1965 | 1970 | 1975 | 1980 | 1985 | 1990 | 1995 | 2000 | |
A Coruña | 0,50 | 0,62 | 0,59 | 0,62 | 0,69 | 0,76 | 0,84 | 0,90 | 0,93 | 1,05 | 1,02 |
Álava | 0,98 | 1,23 | 1,60 | 2,22 | 2,47 | 2,62 | 2,32 | 2,24 | 2,15 | 2,13 | 2,30 |
Burgos | 1,07 | 0,85 | 0,70 | 0,72 | 0,85 | 1,01 | 1,15 | 1,22 | 1,28 | 1,44 | 1,44 |
Huelva | 0,81 | 0,62 | 0,53 | 0,52 | 0,81 | 1,11 | 0,94 | 0,72 | 0,65 | 0,67 | 0,66 |
Navarra | 0,95 | 0,99 | 1,09 | 1,16 | 1,35 | 1,49 | 1,44 | 1,65 | 1,71 | 1,92 | 1,95 |
Pontevedra | 0,41 | 0,55 | 0,57 | 0,57 | 0,65 | 0,74 | 0,73 | 0,73 | 0,82 | 0,74 | 0,78 |
Sevilla | 0,98 | 0,71 | 0,61 | 0,57 | 0,62 | 0,59 | 0,57 | 0,54 | 0,51 | 0,56 | 0,56 |
Valladolid | 0,69 | 0,67 | 0,66 | 0,77 | 0,94 | 1,29 | 1,29 | 1,20 | 1,34 | 1,19 | 1,23 |
Zaragoza | 1,15 | 1,11 | 1,07 | 1,12 | 1,04 | 1,03 | 1,06 | 1,21 | 1,32 | 1,41 | 1,47 |
Fuente: Alcaide (2003), pp. 164–167, 318–321, 388-391. Elaboración propia.
Este ensayo econométrico, pese a su sencillez, confirma que la política de los polos de desarrollo incidió positivamente en el crecimiento industrial de las provincias que se vieron beneficiadas por la acción institucional, y contradice la visión negativa que se ha construido en torno a aquellos. En otras palabras, no fueron el Deus ex machina en el que creyeron sus promotores y propagandistas, pero mejoraron el tejido fabril de esas áreas metropolitanas al propiciar un crecimiento industrial netamente superior al de las demás provincias con las excepciones de Huelva y Sevilla, cuyo patrón de comportamiento difiere de las demás. Como puede observarse en la tabla 2, el índice de intensidad industrial de Huelva aumentó significativamente tras la entrada en vigor del polo de promoción, alcanzado su máximo nivel en 1975, pero sus efectos empezaron a diluirse a partir de esta fecha; en Sevilla, la influencia del efecto polo no fue más allá de permitir sostener su nivel27.
Algunos indicadores macroeconómicos completan y matizan la posición relativa de cada uno de esos espacios regionales. Así, en términos del crecimiento del producto industrial provincial y su posición en el ranking español (tabla 3), se observa que, junto a la rotundidad del éxito industrial de Álava, en la fase 1950-65 Pontevedra, A Coruña, Navarra y Valladolid superaron la media nacional y se auparon a posiciones destacadas. Mientras, las otras 4 futuras provincias-polo quedaron por debajo (3 de ellas en el pelotón de cola). En conjunto, no obstante, esos datos ratifican la irrupción del cambio industrial más allá de Cataluña y del País Vasco con anterioridad al desarrollismo, por más que los niveles de partida fuesen muy bajos. Sobre esa base, en la etapa 1965-75 la aceleración del desarrollo sucedió en todo el territorio. Cinco de las provincias-polo (Huelva, Valladolid, Pontevedra, Burgos y A Coruña) y las 2 forales ocuparon posiciones entre los 12 territorios con mayor tasa de crecimiento del conjunto de España, y solo 2 (Sevilla y Zaragoza) quedaron rezagadas. En una visión global del medio siglo transcurrido entre 1950 y 2000, el grupo ganador se ha reducido de 7 a 6: encontramos de nuevo a Álava y Navarra junto a 4 de los 7 polos de primera generación (Pontevedra, Valladolid, A Coruña y Zaragoza), con Burgos en una posición intermedia y los 2 restantes en la parte inferior del ranking (Huelva y Sevilla).
Tasas de crecimiento del Valor Añadido Bruto industrial español y de las provincias-polo, 1950-2000 (en ptas. constantes de 1995)
1950-1965 | 1965-1975 | 1950-2000 | ||||||
Álava | 14,2 | (1) | Huelva | 14,7 | (1) | Álava | 7,6 | (1) |
Pontevedra | 10,5 | (6) | Valladolid | 13,6 | (2) | Navarra | 6,6 | (3) |
A Coruña | 9,7 | (10) | Álava | 12,2 | (3) | Pontevedra | 6,3 | (5) |
Navarra | 9,5 | (12) | Pontevedra | 10,4 | (6) | Valladolid | 6,3 | (6) |
Valladolid | 8,9 | (14) | Navarra | 10,2 | (7) | A Coruña | 6,2 | (7) |
España | 8,1 | Burgos | 9,2 | (10) | Zaragoza | 5,5 | (17) | |
Zaragoza | 7,9 | (20) | A Coruña | 8,9 | (12) | España | 5,1 | |
Burgos | 5,3 | (44) | España | 7,5 | Burgos | 5,0 | (24) | |
Huelva | 5,0 | (47) | Sevilla | 7,3 | (22) | Huelva | 4,4 | (32) |
Sevilla | 4,3 | (52) | Zaragoza | 6,8 | (25) | Sevilla | 4,0 | (44) |
Fuente: Alcaide (2003), pp. 318–321. Elaboración propia.
Nota: Entre paréntesis, ranking sobre las 52 provincias españolas.
Otra vía indirecta de aproximarnos al impacto institucional es observar qué sucedió con la iniciativa empresarial. Si utilizamos como indicador el número de sociedades registradas por millón de habitantes (tabla 4), las cifras revelan que fue en la segunda mitad de los 60 cuando la creación de empresas se disparó en las provincias-polo, pero también la mediocridad del espíritu emprendedor en la mayor parte de ellas. Las excepciones son Zaragoza, que fluctúa siempre en torno a la media, y, muy especialmente, Álava y Navarra. Las 2 provincias forales atrajeron más capitales, crearon más empresas y consolidaron una especialización productiva gracias a unos incentivos a la iniciativa empresarial más tempranos y potentes que en el resto de España –subvenciones, menor presión fiscal relativa y una proximidad eficaz entre emprendedores y gobiernos locales– (De la Torre y García-Zúñiga, 2009b). Cabe preguntarse qué hubiese sido del espíritu empresarial en el resto de las provincias en ausencia de los incentivos gubernamentales.
Empresarialidad en las provincias-polo y en España (número de sociedades por millón de habitantes). Medias quinquenales, 1950-1974
1950-54 | 1955-59 | 1960-64 | 1965-69 | 1970-74 | |
A Coruña | 19 | 20 | 30 | 59 | 74 |
Álava | 158 | 223 | 184 | 243 | 276 |
Burgos | 45 | 43 | 36 | 89 | 83 |
Huelva | 26 | 26 | 29a | 67 | 85 |
Navarra | 70 | 97 | 138 | 247 | 256 |
Pontevedra | 23 | 32 | 48 | 91 | 136 |
Sevilla | 22 | 35 | 62 | 124 | 169 |
Valladolid | 32 | 47 | 52 | 86 | 95 |
Zaragoza | 46 | 69 | 92 | 178 | 204 |
España | 53 | 74 | 108 | 173 | 231 |
Fuente: Dirección General de los Registros y del Notariado (1941-1975). Hemos depurado los datos y, por las razones expuestas en Tafunell (2005, p. 770), excluido los años 1953, 1966 y 1973 para todas las provincias salvo para Álava, cuyas cifras proceden del vaciado del Registro Mercantil.
Además del impacto positivo de la acción de las instituciones, el éxito de algunos de esos distritos industriales tuvo que estar asimismo relacionado con factores de mercado, junto a las dependencias del pasado industrial de cada provincia y la especialización productiva por la que apostaron en esos procesos de industrialización tardía. Entre 1964 y 1970 su especialización manufacturera replica en España las estrategias diseñadas por los gobiernos europeos a lo largo de la Golden Age: por un lado, los distritos que pivotaron sobre el desarrollo de los derivados metálicos y la industria del transporte (Valladolid, Vigo, Zaragoza, Álava y Navarra), con alrededor del 50-60% de la inversión con ese fin y muy activas en mano de obra (tanto para las plantas de ensamblaje como para las pequeñas y medianas empresas que alimentaron las relaciones intraindustriales); y por otro, aquellos que gravitaron sobre el gigantismo de las industrias básicas que requerían plantas de gran escala, muy intensivas en capital (química y energía capturaron más del 55% de la inversión), generadoras de menos empleo relativo y con efectos más débiles sobre la pequeña y mediana industria auxiliar local (Huelva y A Coruña)28. En conjunto, los polos de primera generación que habían alcanzado a corto plazo unos resultados parciales mejores fueron aquellos que se volcaron en una rama industrial –la metal-mecánica–, sobre la que los empresarios locales y foráneos ya habían apostado antes de 196429 y que, además, marcaría la senda de crecimiento sostenido del distrito hasta finales del siglo xx. Es precisamente una mirada retrospectiva que va más allá de 1975, cuando se agotó la fórmula planificadora, y que identifica cuáles son las empresas que protagonizan el presente industrial de las provincias en las que se ubicó un polo de desarrollo, la que nos permite inferir que ha habido una path dependence muy poderosa y que está ligada a las decisiones tomadas en las décadas de 1950 y 1960.
El rasgo esencial que comparten en 2012 esos 5 territorios que han consolidado la rama metal-mecánica es la existencia de una gran fábrica de automóviles que actuó como promotor del desarrollo industrial durante el franquismo30. Los planes sirvieron para que arraigase en esas provincias una manufactura de gran intensidad transformadora en empleo, know how industrial y mercados. El ensamblaje de turismos y vehículos industriales propició, a medio y largo plazo, el nacimiento y expansión de pequeñas y medianas firmas auxiliares que encumbraron la producción en masa de vehículos y la eclosión de distritos fabriles. Para el arranque de esa actividad fue esencial que en todos los casos dispusiesen de una naciente dotación de factor trabajo especializado (y barato), junto a mercados e infraestructuras adecuadas. En sus orígenes, las actuales Volkswagen en Pamplona, Daimler-Chrysler en Vitoria, Renault en Valladolid, General Motors-Opel en Zaragoza y PSA-Peugeot-Citroën en Vigo se localizaron en entornos donde ya existía cierta capacidad industrial, aunque despegaron en el desarrollismo. Con la excepción de Landaben (1965) y Figueruelas (1981), todas habían nacido en la década de los 50 con capitales locales, asociadas tecnológicamente a grandes plantas europeas y bajo la exigencia gubernamental de abastecerse en el mercado doméstico al 100% en el plazo de pocos años. Bajo estas condiciones ninguna de ellas llegó a superar una fase de producción artesanal hasta mediados de los años 6031. La nueva política industrial de 1963 y los incentivos fiscales y financieros desde 1964 significaron un proteccionismo muy poderoso y eficaz para esta industria embrionaria (simultáneo a las facilidades para la inversión extranjera), ya que durante la década siguiente las plantas de ensamblaje estuvieron obligadas a consumir un 90% de inputs nacionales (Catalan, 2000 y 2006; García Ruiz, 2001; Fernández de Sevilla, 2010b). Por esta vía los polos de desarrollo fortalecieron la estrategia de las multinacionales europeas para entrar en el mercado español, una decisión que fue concebida necesariamente con una visión de largo plazo. Las grandes corporaciones francesas, alemanas o italianas daban por descontado que antes o después España entraría en el Mercado Común, un objetivo reiterado por el gobierno de los tecnócratas desde 1962, y que había que tomar posiciones en consecuencia (De la Torre, 2011). Que Valladolid y Vigo fuesen beneficiarias de la política de polos fue un factor determinante en la toma de decisiones de los Consejos de Administración de Renault y Citroën desde Francia para ampliar capital, modernizar las instalaciones, superar el subdesarrollo tecnológico y apostar por España como mercado exportador, al mismo tiempo que cobijaban el crecimiento de la pequeñas y medianas empresas locales que abastecían de piecerío a las ensambladoras (Begines, 1977; García Ruiz, 2003; Fernández de Sevilla, 2007; Sánchez, 2011). Los recursos de capital capturados vía polos fueron esenciales en esa estrategia de las multinacionales32. Fue entre 1964 y 1975 cuando las cifras de producción de estas fábricas registraron las tasas de crecimiento más elevadas. Finalmente, la integración en el Mercado Común ayudó a culminar esa apuesta industrial de las transnacionales que ha convertido a España en el siglo xxi en el tercer constructor de turismos de la Unión Europea y el primero de vehículos industriales.
Pero no siempre las grandes empresas generaron externalidades tan positivas. El polo petroquímico de Huelva es paradigmático de cómo las grandes empresas fueron incapaces de generar un efecto propulsor de desarrollo industrial sostenido ni en términos de empleo ni de valor; al contrario, su coste medioambiental ha sido muy elevado y su continuidad responde al carácter estratégico en el abastecimiento y procesado de derivados del petróleo que precisa la economía española (Narbona y Román, 1979; Sánchez Domínguez, 2009). Algo similar se apunta para el caso de A Coruña, muy centrado en la energía. ¿Por qué, entonces, la gran empresa actuó de modo diametralmente opuesto en unos y otros casos? Una posible explicación es la que apunta la literatura sobre los polos del Mezzogiorno italiano: la diferencia entre el potencial de desarrollo atribuible al sector metal-mecánico o al químico radica en que el primero alienta una complementariedad entre pequeñas, medianas y grandes empresas a través de una integración horizontal favorable a la interconexión industrial, mientras el segundo se ve limitado por su propia naturaleza intensiva en capital e integrada verticalmente (Florio, 1996; Cerrito, 2010). Además, y esta es una hipótesis abierta que habrá que explorar en el futuro, la automoción y otras industrias de bienes de consumo duradero inducen una creación de empleo más numerosa y, en consecuencia, una demanda de bienes y servicios que propulsan el crecimiento de esa región.
Esta primera aproximación que hemos realizado muestra que el efecto polo fue, en términos generales, positivo en el crecimiento industrial de las provincias que crecieron con la especial tutela del Estado. La tesis de que, en ausencia de planificación, el desarrollo habría llegado con igual o mayor intensidad porque el proceso ya se había iniciado antes de 1964, aparte de indemostrable, parte del supuesto erróneo de obviar que los planes no fueron sino la nueva fórmula del intervencionismo económico característico de la dictadura. Y que el desarrollo fue resultado de la combinación en distintas dosis de Estado y mercado. De cualquier modo, la historia de los polos de desarrollo sigue proyectando luces y sombras que solo nuevas investigaciones podrán resolver.
5ConclusionesA lo largo de los años del desarrollismo la economía industrial española experimentó un ciclo de acelerada expansión. Sin embargo, el crecimiento y las transformaciones estructurales ya se habían dejado sentir en la década de 1950, retomando la senda interrumpida por la Guerra Civil y la primera fase autárquica. Corregidos los graves desequilibrios macroeconómicos que frenaron el potencial de desarrollo hasta 1959, la nueva política económica e industrial en realidad facilitó que España se incorporase con una década de retraso a la oleada de prosperidad de Europa. Y lo hizo adaptando parcialmente las recomendaciones brindadas por los organismos económicos internacionales; es decir, el Gobierno de Franco aplicó dosis de liberalismo económico en materia exterior, para corregir los problemas de balanza de pagos y obtener mecanismos de financiación del desarrollo, y dosis de intervencionismo institucional, imitando la versión extrema de la planificación indicativa para atraer inversiones y arbitrando una política industrial muy proteccionista para que entre ambas promoviesen el crecimiento de las regiones atrasadas. Frente a una valoración generalmente muy negativa sobre los planes y los polos de desarrollo, basada en análisis de corto plazo y en algunos prejuicios ideológicos, una historia industrial de medio y largo plazo de aquellas provincias protagonistas de la acción gubernamental ofrece resultados más matizados. La dictadura propició una política de desarrollo industrial con límites y errores. Las zonas seleccionadas lo fueron más por criterios políticos que por razones económicas. Financieramente estuvieron sometidos a la restricción presupuestaria de un régimen político alérgico a las reformas tributarias que introdujesen más equidad y mayor capacidad de gasto. A través del presupuesto ordinario los planes no recibieron más allá de un exiguo 1% del PIB (Comín y Vallejo, 2009). Sin embargo, el cálculo de los recursos públicos destinados al agregado de programas de desarrollo industrial debería incluir unos generosos gastos fiscales (subvenciones fiscales y financieras a la compra de tecnología extranjera), un acceso privilegiado al crédito de la banca pública para las empresas seleccionadas por los planificadores33, las inversiones realizadas por los ayuntamientos en forma de infraestructuras básicas para las industrias (redes de agua, electricidad y otros servicios en los polígonos) y la instrumentación de las cajas de ahorros provinciales para sufragar los planes. Hoy por hoy esa vertiente del gasto en el desarrollismo sigue sin cuantificarse en su integridad y, en consecuencia, sin medirse su eficacia34. Aunque, dada la naturaleza de la política fiscal y las limitaciones del gasto público durante el franquismo, es muy posible que esa cuantificación no depare excesivas sorpresas en una perspectiva macroeconómica, desde un enfoque microeconómico debemos insistir en una interpretación matizadamente distinta de los planes. Porque, por esa vía, un reducido número de grandes empresas privadas capturaron recursos públicos en el equivalente de, al menos, ese 1% de la riqueza del país. Como en Francia35, en España los planes parecen haber sido un mal necesario para financiar las inversiones de las grandes empresas. Y en algunos casos alentaron la consolidación de pequeñas y medianas firmas que abastecían a las grandes plantas, extendiendo el efecto del distrito industrial.
Una cuestión que no es irrelevante, aunque se haya obviado a menudo, es que el final del ciclo expansivo llegó cuando los planes españoles apenas habían alcanzado el ecuador de los 20 o 25 años que los teóricos de los polos de crecimiento estimaban necesarios para alcanzar un impacto neto positivo en las regiones receptoras de los incentivos públicos. Y la crisis golpeó seriamente a las grandes empresas siderúrgicas y químicas. Nuestra hipótesis es que en aquellas áreas que habían apostado por sectores propulsores de relaciones intraindustriales, muy ligados a la innovación y al mercado internacional, el efecto polo fue viable a medio y largo plazo. Fue en los 15 años del desarrollismo cuando la automoción española se consolidó de la mano de las multinacionales (las ayudas públicas se emplearon en financiar la transferencia tecnológica internacional), sentando las bases para madurar en la segunda globalización (tras una dura reconversión industrial) y conquistar los mercados europeo y del resto del mundo.
En cualquier caso, la intervención gubernamental fue condición necesaria, pero no suficiente. Estado y mercado resultaron complementarios en el franquismo tardío. Es innegable que el régimen del General Franco y su aparato de propaganda utilizaron los planes de desarrollo como un instrumento que atribuía al Gobierno en exclusiva la responsabilidad del crecimiento de esos 3 lustros finales del franquismo y, en consecuencia, pretendía así seguir legitimándolo. Pero no es algo muy distinto de lo que sucedió en el resto de los países con todos los gobiernos, democráticos o no, que acometieron la planificación. La realidad, en forma del fin de la dictadura y del estallido de la crisis industrial de los 70, colocó las cosas en su sitio. De aquí que la parafernalia de los tecnócratas se interpretase entonces en clave de la insignificancia de algo que se había divulgado como aparentemente importante. Sin embargo, algunos resultados tangibles de esa etapa de crecimiento tan rápido e intenso del producto industrial acabaron fraguando en el medio y largo plazo, al menos en los distritos surgidos alrededor de la automoción. Lo cual no exime al desarrollismo en absoluto de algunos de los límites estructurales que legó la dictadura a la recién nacida democracia. La historiografía ha mostrado, por ejemplo, que la dependencia energética y tecnológica del exterior salió reforzada. Pero asimismo cabe recordar que el capitalismo español heredaba unos empresarios demasiado acostumbrados a prosperar bajo la protección del Estado y de la transferencia de recursos públicos. Y ambos factores persistirían en el largo plazo.
FinanciaciónEste trabajo se ha realizado en el marco de los proyectos de investigación HAR 2009-9700/HIST, del Ministerio de Ciencia y Tecnología, y Grupo Consolidado de Investigación IT337-10, del Gobierno Vasco.
Nuestra deuda de gratitud con Javier Hualde, que, generosamente, elaboró el modelo econométrico. Los informes de los evaluadores han constituido un acicate para mejorar la versión inicial.
Uno de los primeros análisis desde la historia económica planteando la gravedad de la crisis por la herencia de la dictadura lo hallamos en Catalan (1991). Desde la perspectiva de la convergencia, Comín (1995). Una síntesis reciente, en Martín Aceña y Martínez (2007). La historia empresarial, sin embargo, ha sido más prolífica y el relato que se infiere de los estudios de sectores productivos y empresarios no siempre resulta coincidente con la macrovisión del período.
En plena transición resultaba inevitable que el análisis económico estuviese impregnado de ideología antifranquista. Un ejemplo de ello, en García Delgado y Segura (1977). Fueron los trabajos de Fuentes Quintana y sus discípulos los que, desde comienzos de los años 80, ahondaron en la explicación de que la gravedad de la crisis económica hundía sus raíces en el capitalismo corporativo y la política industrial de los años 60 y primeros 70. Fuentes Quintana y Requeijo (1984, pp. 4-6).
En este punto, la visión negativa se ha construido también, en buena parte, en contraposición a una visión sacralizada del Plan de Estabilización. Calvo-González (1999).
González (1979). «Si la economía crecía en los 60 no fue por los Planes de Desarrollo. En todo caso, crecía menos de lo potencialmente alcanzable, y no por la vía más eficiente». Fuentes Quintana (1995, p. 131). En el mismo sentido abunda Requeijo (2005, pp. 35–37).
Está demostrado que la dictadura alumbró, desde 1939, aberraciones económicas que distorsionaron el mercado (Barciela, 2003), sin que después de 1959 el intervencionismo gubernamental retrocediese bajo los ropajes del discurso desarrollista, perturbando así un funcionamiento más eficiente de la economía hasta 1975. González (1979).
Analizando el grado de consecución de los principales indicadores macroeconómicos de los planes, Donges (1976, p. 119), lo dejó claro: «… la planificación en sí no ha influido en el desarrollo económico e industrial del país en la forma y con la intensidad que el gobierno pensaba». La crítica más severa en Barciela et al. (2001, pp. 260–272). Véanse también Serrano Sanz y Pardos (2002); Carreras y Tafunell (2010, pp. 362–365). Una aproximación desde la historia del pensamiento económico en Ramos y Pires (2009).
Una visión general en van der Wee (1986, pp. 329–339); Aldcroft (1997, pp. 145–156). Cfr. Crafts y Toniolo (1996); Zamagni (2000); Berend (2006).
Un estudio por países en Vergeot (1970). Para España, el contexto general en Cuadrado (1992); Lieberman (1995); Furió (1996); De la Torre y García-Zúñiga (2009a).
Casson (1999, pp. 421–424), donde se plantea el dilema de si las dictaduras son más eficaces implantando la planificación. Un planteamiento teórico para España en Fraile (1999, pp. 260–261).
La crítica portuguesa señalaba la incapacidad de esa política económica para modificar las estructuras, aunque admitía que había servido para elaborar diagnósticos sobre asuntos que la dictadura escamoteaba. Silva (1984).
Lo que no evitó que la política regional francesa obtuviese resultados muy desiguales en la escala departamental, con éxitos y fracasos relativos. Bauchet (1970).
El gobierno recababa formación en técnicas de programación económica (incluyendo reorganización de la contabilidad pública y programación regional), en política económica y financiera (reforma fiscal, consolidación del mercado de capitales, promoción del comercio exterior, asesoría sobre los efectos de supresión de la protección arancelaria) y en desarrollo industrial (estudio de zonas potenciales de crecimiento, selección de industrias nuevas y apoyo a la mejora de la gestión y productividad de las empresas existentes). Ibídem, 1144. Informe del Secretariado del Comité de Cooperación Técnica, 1 de abril de 1963. Incluía la asistencia a los planes de Portugal, Grecia, Turquía y Yugoslavia. Ros Hombravella (1979) apunta a una pérdida progresiva de la atención prestada a las recomendaciones de los organismos internacionales.
Muñoz et al. (1978); Myró (1989); Gamir (1982). Una aproximación reciente en Puig y Castro (2009). Sobre su impacto en la productividad factorial y el modelo de industrialización, Sanchís (2001); Cebrián (2005); Cubel y Sanchís (2009).
Desde la sociología, véanse Moya (1975) y Jerez (1982). Un trabajo pionero sobre la banca privada y los negocios en Muñoz (1969). Sobre el conflicto de intereses entre los empresarios privados y el sector público, González (1979), Valdaliso (2002) y Buesa y Pires (2002). En torno al capitalismo de compadrazgo, De la Torre (2005). Un balance sobre la actuación de los empresarios a lo largo de la planificación indicativa en Cabrera y Rey (2002, pp. 313–324).
Tortella y Jiménez (1986, pp. 120–122). Segura (1989). Comín (1996), pp. 178–180. Sobre los mercados de trabajo en ese período, Sanz Lafuente (2009).
En 1967 la revista editada en París Tiers Monde dedicaba un monográfico al caso español de desarrollo planificado, en el que abundaron las críticas en los términos que apuntamos a continuación.
O la Administración «anda por el Boletín del Estado haciendo regalos, repartiendo prebendas, que serían en su día de revisar». Informe de Manuel Fraga a Laureano López Rodó, 2 de julio de 1968. Archivo General de la Administración, Presidencia, Cj. 4855.
De nuestro análisis quedan de momento fuera otras provincias y ciudades en las que el Estado optó por otras variantes de la planificación (acciones concertadas, polígonos de descongestión de las áreas de alta densidad demográfica e industrial, el INI como instrumento regional, etc.).
La síntesis más reciente de esos 7 polos en De la Torre y García-Zúñiga (2009a). Sobre la política regional del INI, Comín y Martín Aceña (1990).
De hecho, la prensa de la época calificó a Navarra como «el octavo polo de desarrollo», mientras la Cámara Oficial de Comercio e Industria de Álava explicaba en 1964 que las instituciones provinciales habían creado su «propio plan de desarrollo», anticipándose a los del Gobierno. De la Torre y García-Zúñiga (2009b, p. 348).
El índice de intensidad industrial es el cociente entre la participación de la provincia en la producción industrial nacional y su peso demográfico. Valores superiores a 1 indican una especialización industrial relativa. Los datos en Alcaide (2003, pp. 164–167, 318–321 y 388–391).
El polo sevillano habría servido únicamente «para amortiguar la caída de la industria sevillana, cuyo proceso de liquidación hubiera derivado en un importante problema económico-social». Fernández-Carrión (1995, p. 71).
De la Torre y García-Zúñiga (2009b, p. 356). Algo ya apuntado, entre otros, por Tamames (1967), Canseco (1978) y Cuadrado (1981, pp. 563 y 581–584). Los datos de Burgos y Sevilla apuntan a una mayor diversificación productiva e inferior dinamismo en creación de puestos de trabajo.
De hecho, la literatura de casos subraya el hecho de que los polos sirvieron más para consolidar y expandir empresas ya existentes que para atraer otras nuevas.
Hay que tener en cuenta en el caso de Vigo que el efecto estadístico de utilizar el agregado provincial y no el del área urbana (hoy por hoy, técnicamente imposible) subevalúa los valores de este distrito fabril. Ese resultado se explica por el elevado empleo agrícola de la provincia de Pontevedra y su muy baja productividad aparente a finales del siglo xx, lo cual está relacionado con los problemas de convergencia de renta de Galicia con la media española. De la Dehesa (2002). Por eso sigue siendo válida la expresión de los economistas gallegos cuando califican al distrito del autómovil vigués como el motor de Galicia.
Catalan (2000, 2006, 2007); García Ruiz (2001, 2003); Sánchez (2004); Carmona (2003); De la Torre (2007); Fernández de Sevilla (2010a, 2010b). La tardanza del caso de Zaragoza se explica porque en los 60 hubo una férrea resistencia de los empresarios locales a la instalación en ese polo de un grupo de firmas italianas de componentes del automóvil, y en los 70 también fracasó la decisión de SEAT y el INI de instalar una planta de ensamblaje en Zaragoza. Lo que se produjo antes de la llegada de Opel fue una especialización en la industria metálica avanzada y la organización como grupo de presión de los productores de la industria auxiliar. Germán (2009) y Ortiz Villajos (2010).
En Pamplona, Authi y sus auxiliares capturaron el 40% de las ayudas directas del Programa de Promoción Industrial de la diputación navarra (De la Torre, 2005), mientras Fasa-Renault concentró el 48% de todas las inversiones realizadas en el polo vallisoletano. Begines (1977). No es algo muy diferente de lo que sucedió en otros sectores. Así, por ejemplo, la entrada de Altos Hornos de Vizcaya en la acción concertada fue una condición impuesta por la US Steel para prestar asistencia técnica. Fernández de Pinedo (2003, p. 39).
Los cálculos disponibles revelan que la financiación sectorial privilegiada para las actividades ligadas a los Planes de Desarrollo (y a unos tipos de interés inferiores a los del mercado) absorbió una media del 23% de los recursos ajenos de la banca privada y un 69% de los de las cajas de ahorros entre 1962 y 1979. Poveda (1980, pp. 120 y 124). Lo cual hace más obligado el estudio microeconómico de esa vertiente del modelo de negocios desarrollista.
Una primera propuesta de cuantificación se realizó por Braña y Buesa (1987). Sobre las dificultades para su cuantificación, Comín y Vallejo (2009, pp. 117–119).