El título del nuevo libro de Javier Moreno Lázaro induce al lector a pensar que se encuentra ante un nuevo trabajo sobre las convulsiones sociales acaecidas en Castilla la Vieja y León entre 1854 y 1857. Unas convulsiones cuyo hilo conductor estuvo constituido por la carestía de las subsistencias y por el descontento popular contra los consumos.
Pero el trabajo realizado va mucho más allá. Antes de adentrarme en la presentación forzosamente breve de sus contenidos, es de justicia comenzar señalando la importancia de las aportaciones metodológicas y empíricas con las que vamos a encontrarnos a lo largo de sus 214 páginas.
Metodológicas, en primer lugar. Nos hallamos ante un excelente ejemplo de cómo puede convertirse un estudio de caso en modelo explicativo global. Ello ha sido posible porque el autor centra su exposición en un problema de carácter general: el impacto de la revolución liberal sobre las clases populares, tanto rurales como urbanas. Con abundancia de datos, Javier Moreno muestra como la agitación social presente en gran parte del estado español —no solo en Castilla y León— en las décadas centrales del siglo XIX tuvo su origen en la aplicación de las nuevas disposiciones. No se trata únicamente de la ley sobre el libre comercio de los cereales o del proteccionismo, que caracterizaron la política económica española durante la mayor parte del siglo XIX, sino del impacto de la supresión de los bienes de propios y comunes sobre el bienestar de los vecinos y del peso cada vez mayor de los impuestos indirectos, en especial los consumos. Como ha sucedido con frecuencia a lo largo de la historia, los episodios violentos sacan a la luz los problemas que aquejan a una sociedad.
En otro orden de cosas, aunque el ejemplo elegido se encuadre en un marco regional, el uso del método comparativo, la ampliación cronológica del universo de análisis y el enfoque pluridisciplinar han permitido construir un modelo explicativo perfectamente aplicable a escala nacional.
Este enfoque pluridisciplinar requiere alguna precisión. Sobre todo, porque tanto las políticas proteccionistas como las crisis más o menos decenales que se sucedieron a lo largo del siglo XIX han sido objeto de un número relativamente importante de publicaciones en las que predominan los análisis económicos. Son de todos conocidos los autores y trabajos que se han ocupado del impacto del proteccionismo tanto en el sector agrario —la producción, los precios, la contribución al crecimiento— como en el industrial —el posible despegue fabril de Castilla a través de la industria harinera, el debate sobre el carácter negativo que los altos precios de los alimentos tuvieron sobre la competitividad de la manufactura—. En cuanto a las crisis propiamente dichas su dimensión social suele aparecer a continuación de los gráficos sobre el movimiento de precios pero, salvo excepciones, no se lleva a cabo un estudio en profundidad de la interacción con la dimensión económica, sobre todo en lo que concierne al desigual impacto del fenómeno.
Es en este aspecto donde el trabajo de Javier Moreno resulta más logrado. Con la habilidad propia de un historiador maduro sustituye los relatos descriptivos por la presentación analítica de los hilos que constituyen el entramado de los fenómenos estudiados. Encontramos por supuesto los hechos económicos —cuantificados en una serie de cuadros particularmente bien hechos—, pero «tejidos» con los sociales, con los datos demográficos —la estatura, por ejemplo— y con los políticos. A pesar de la modestia del autor, que niega poseer la formación necesaria para abordar el análisis sociológico o el político propiamente dicho, la realidad es que consigue llevar ambos a cabo poniendo en práctica un recurso que a veces olvidamos, la búsqueda de los que detentaban el poder. Uno de los puntos que queda más claro en el libro es precisamente en qué manos residía y por qué medios era ejercido.
Restan por señalar, siquiera sea someramente, las aportaciones empíricas. Destacan dos de entre ellas: a escala nacional, la reconstrucción de la geografía nacional de los motines y, a escala regional, la importante acumulación de datos sobre los mismos y sobre su represión ulterior en Castilla-León. Sin olvidar, por último, la demostración a partir de dichos materiales de lo erróneo de la extendida versión que atribuye a la sociedad castellano-leonesa una fisonomía morigerada, mansa y resignada ante los abusos de poder, los de la iglesia incluidos. La abundancia de tópicos sobre este punto explica la frecuencia de alusiones al respecto desde la propia introducción, realizada con gran conocimiento de causa por Ángel García Sanz, hasta la conclusión. El exhaustivo trabajo de archivo realizado por Javier Moreno le ha permitido ir más allá de este tipo de lugares comunes.
Pasando a los aspectos concretos, el libro se estructura en cuatro capítulos muy bien diseñados. En los dos primeros se reconstruye paso a paso la subida de la marea del descontento popular y sus causas, en el tercero se presenta la explosión popular —Castilla amotinada— y en el cuarto la brutal represión —Castilla silenciada— ordenada por Narváez.
El capítulo I arranca con una caracterización de la economía castellano-leonesa, cuyos rasgos permiten al autor calificarla como preindustrial: agricultura de subsistencia, predominio del sector agrario en las estructuras de producción y de trabajo, crisis del textil tradicional. En un contexto de este tipo, la nueva legislación sobre el tráfico de harinas generó el enriquecimiento de fabricantes —«los señores de la harina», según el término de Moreno Lázaro— y de comerciantes pero el empobrecimiento de los pequeños explotadores campesinos y de los jornaleros. Ya desde la crisis de 1846-47 los desfavorecidos se percatan de que, por primera vez, la subida de precios no se debía a las malas cosechas sino a las exportaciones. La situación se repetirá durante la Guerra de Crimea. La forma de recaudación de los consumos y la corvea impuesta a los poblaciones rurales para la construcción de caminos y carreteras fueron otros tantos motivos de inquietud social la cual, en algún momento, aprovecha el carlismo para exteriorizarse, como explica el autor de forma convincente.
Una vez conocidos los antecedentes de los motines, los capítulos II y III se centran de manera exclusiva en su desarrollo (junio 1854-abril 1856 el primero y de mayo a agosto de 1856 el segundo). En la primera etapa hubo agitación en todas las capitales de provincia de Castilla-León e incluso se formaron Juntas revolucionarias; a destacar la actitud decidida de loa habitantes de Salamanca. El sucesivo desencadenamiento de los conflictos saca a la luz los problemas subyacentes arriba señalados: la falta de medios de las haciendas municipales, que obliga a los ayuntamientos a recurrir a los arbitrios e impide una asistencia eficaz de los jornaleros pobres, el descontento de muchos campesinos privados de los pastos gratuitos —los Comunes—, el peso creciente de los Consumos y la forma vejatoria de recaudación. Todo ello con una música de fondo constituida por la subida de los precios del pan y el descenso consiguiente de los salarios reales. Además, la exposición de los hechos se desarrolla a escala nacional, lo que ayuda a captar la complejidad de la agitación social en estos años. Aunque el trasfondo suela ser el precio de las subsistencias y la resistencia antifiscal, los matices regionales son diversos: por ejemplo, en diversas provincias andaluzas se habla del reparto de tierras y en Cataluña de los problemas que afectaban a la manufactura algodonera —salarios, supresión de las selfactinas, etc.—. Diversos brotes de la epidemia de cólera contribuyeron por doquier a agravar los problemas…aunque en ocasiones aplacaron los ánimos.
En mayo y agosto de 1856 se produce el climax: la agitación social conoce su punto culminante. Javier Moreno advierte, llegados a este punto, que a lo largo de la primavera la situación de jornaleros y campesinos era angustiosa: según sus datos, el incremento del coste de la vida ascendía a 33 puntos y los salarios reales habían descendido un 20%. La respuesta no se hizo esperar: a partir de mayo, todas las capitales de provincia castellanas se vieron agitadas por sucesivos conflictos. Se empezó por Valladolid, pero los motines más violentos se produjeron en Palencia. Otro tanto sucedió con las cabezas de partido más pobladas, reproduciéndose siempre el mismo esquema: manifestación ante el Ayuntamiento, saqueo de panaderías y almacenes e incendio de las fábricas de harina. Los «señores del pan» pagaron así su tributo al descontento popular. La llegada de tropas inició la represión pero tardó en conseguirse el fin de los tumultos, pese a los juicios sumarísimos y las ejecuciones, de las que no escaparon una minoría de mujeres que se había hecho muy visible. El número de motines crece hasta agosto y después se estanca tanto en Castilla y León como en el resto de España. A destacar, finalmente, una nueva forma de protesta en las áreas rurales: los incendios de fincas, especialmente numerosos en Andalucía.
La verdadera etapa represiva se inicia a partir de septiembre de 1856, aunque como señala el autor de este libro, siguieron desatándose aquí y allá pequeños motines que nunca alcanzaron la extensión y gravedad de la etapa anterior. Pese a ello, la actuación de los Consejos de Guerra fue muy dura y los juicios sumarísimos se llevaron a cabo sin garantías jurídicas de ninguna clase. Javier Moreno se pregunta, con toda razón, el porqué de este ensañamiento cuando se sabía perfectamente que se trataba de simples motines de subsistencia. Por el contrario, se les presentó ante la opinión pública como el fruto de una conspiración cuyos instigadores podían ser los carlistas, los socialistas y hasta los masones. La tesis de nuestro autor al respecto es otra: se trataba de hacer un escarmiento que acabara con los ataques «a la sacrosanta propiedad» representados en este caso por los incendios de las harineras.
Las informaciones reunidas y su interpretación han permitido a Javier Moreno elaborar una interpretación coherente de los hechos. En su opinión, «lo sucedido en Castilla y León ha de ser interpretado como la respuesta, en ocasiones violenta, a las transformaciones económicas que trajo consigo el cambio institucional… Al deterioro de las condiciones de vida los menesterosos respondieron con formas de protesta tradicionales, sin más variantes que la destrucción de edificios fabriles». Lo cual no significa que nos encontremos ante una manifestación de arcaísmo social sino que tanto la organización del Estado liberal español como el incipiente proceso de crecimiento económico se hallaban todavía en sus momentos iniciales.