Contenta reseñar un libro como el escrito por Domingo Gallego, especialmente porque no es frecuente encontrar en la historiografía española reflexiones teóricas de altura intelectual. Más allá del mercado es un libro además innovador para los estándares de la historiografía económica española. Al igual que la también pionera obra Carmona Pidal y Simpson (2003), el trabajo de Gallego es puntero en la introducción en nuestro país de la Nueva Economía Institucional (en adelante NEI), una interpretación que, desde la divulgación de la obra de Douglas North, ha recuperado las instituciones económicas y extraeconómicas en la explicación del desarrollo. Éste es el sentido del título de este libro: reflexionar sobre las instituciones de coordinación intersubjetiva más allá de la que articula el sistema de precios relativos que conocemos como mercado. El libro plantea la hipótesis de que fuera del mercado hay un elenco de instituciones que operan incentivando ciertas conductas y desincentivando otras que afectan al desarrollo económico y a la relación de los individuos con el mercado. Dicho en otras palabras: el mercado es una institución histórica que concurre con otras muchas en una yuxtaposición que condiciona las conductas de la oferta y la demanda. La segunda hipótesis se refiere al cambio económico y plantea que cuanto mayor sea el número de instituciones operando en un momento dado, mayor será la probabilidad de que los individuos actúen de manera favorable al desarrollo económico, lo que implica que el Estado debe promover la concurrencia entre instituciones para generar una sociedad más equilibrada. Preocupado principalmente por el cambio agrario, el autor sostiene que la posibilidad de transformación es función de la cantidad y diversidad institucional pues así mejorarán los canales de información entre intereses diversos, la empatía hacia los intereses ajenos, el margen de maniobra para negociar entre ellos y finalmente la consecución de «acuerdos social y ambientalmente equilibrados» que son sinónimo de desarrollo.
El trabajo de Gallego contribuye por tanto a relativizar el peso del mercado en el desempeño económico y, ante todo, resulta desafiante al rehistorizar y contextualizar socialmente dicha institución frente al pensamiento teleológico dominante en numerosas facultades de economía, donde el mercado aparece como el epígono de una historia que conduce necesariamente al «descubrimiento» de dicha institución, considerada ésta la más adecuada a la verdadera naturaleza de los hombres, a saber, la del homo oeconomicus. Ahora bien, una vez revelada la historicidad y el dominio relativo del mercado en el desarrollo económico, el desafío de Más allá del mercado parece apagarse, dejando al lector disconforme con la teoría neoclásica ante preguntas irresueltas: ¿Escapa el libro a la antropología en la que se funda la teoría neoclásica? El concepto de institución empleado, ¿trasciende el modelo instrumental que la NEI ha desarrollado? Y, finalmente, la teoría del cambio basada en la negociación entre instituciones de cooperación intersubjetiva, ¿es independiente de las redes epistemológicas del individualismo metodológico que el autor rebate?
Se trata de cuestiones que tienen que ver con las preguntas que desde hace décadas han obligado a la teoría económica a desarrollar una literatura cada vez enfangada en explicar lo social y sus cambios sin abandonar el presupuesto antropológico de la microeconomía, según el cual los humanos somos individuos interesados que maximizamos nuestras preferencias. La construcción del yo radical como deontología identitaria y de la racionalidad instrumental como modo más adecuado de operar procede de la «sociedad comercial» soñada por Hume, Smith o Montesquieu, entre otros muchos, cuya ética consistía en eliminar las viejas apariencias para facilitar la emergencia de la verdadera naturaleza individual y racional del hombre. Como planteó el «indisciplinado» economista Albert O. Hirschman en 1977 (Hirschman, 1999 [1977]), aquella ética surgió en un contexto de guerras de religión que impulsaron la reflexión sobre nuestra naturaleza humana, una naturaleza apasionada que debía ser combatida a través de pasiones virtuosas, como el amor a la ganancia, cuya característica era que generaba conductas predecibles. A estas pasiones virtuosas las denominaron «intereses», y a aquellas conductas calculadoras las llamaron «racionales». Y con estos artificios, aquellos hombres crearon un arquetipo social con el que analizar el pasado y el presente, con el que medir, por contraposición, el desarrollo y el subdesarrollo de nuestros semejantes en una especie de religión civil que se permitía observar sincrónicamente la asincronía del desarrollo entre distintos seres y grupos humanos, haciendo una suerte de historia universal.
Más allá del mercado podría haber ido un poco más allá y liberarse de las ataduras epistemológicas y ontológicas del sueño de la «sociedad comercial», ataduras que todavía aprisionan a numerosos historiadores económicos, ajenos a la historicidad de toda subjetividad. Que la identidad moderna esté afincada sobre todo en el referente yo no es más que el resultado histórico de numerosas tradiciones culturales, un resultado tan contingente como precario. El problema es que este resultado histórico tiene implicaciones epistemológicas de relevancia para el estudio del desempeño económico y la relación entre el individuo y las instituciones. En primer lugar, el referente yo es reconocido en una comunidad para la cual los individuos preexisten a todo macrofundamento y luego se asocian en grupos, organizaciones o instituciones de acuerdo a unos intereses y preferencias que ese yo tiene, o mejor dicho, elige tener. Desde esta episteme no es posible considerar la idea de que somos nuestros valores, intereses y preferencias; que nuestra identidad es simplemente un orden de preferencias relativamente estable por el que somos predecibles y reconocibles en el seno de una sociedad. Que solo podemos actuar de acuerdo a la racionalidad de la teoría económica por referencia a alguna identidad cuyo origen y continuidad, por cierto, no tenemos intencionalmente garantizada.
A contracorriente de la episteme de la soberanía individual, Gallego asume que los valores, intereses y preferencias tienen un sesgo esencialmente social, pero simplemente como resultado de negociaciones interindividuales facilitadas por los canales de negociación y comunicación existentes que pueden dar lugar a normas consensuadas. No hay, por tanto, en Más allá del mercado un abandono real del modelo antropológico neoclásico: el individuo aparece en él como un sujeto que tiene intereses y los modifica ya sea por la vía de la cooperación condicionada (negociación), ya por la vía de la coacción normativa. En el libro lo colectivo se reduce a una mera agregación de intereses, hecho que impide considerar la idea de que aun los intereses considerados particulares se construyen a partir de conceptos procedentes de sistemas lingüísticos cuyo origen y dinámica nunca son privados. Nuestras preferencias se ordenan en un contexto social cargado de contraposiciones estereotipadas, de arquetipos que, cuando nos persuaden, determinan nuestras identidades. El homo oeconomicus es un estereotipo que funciona en contextos específicos pero que tiene que competir con una enorme variedad de clasificaciones y modelos antropológicos, todos ellos creados a partir de palabras, frases y textos, dando lugar a subjetividades tan diversas como contradictorias. Ir más allá del mercado implica interpretar el individuo desde una perspectiva en la que los macrofundamentos expliquen las microconductas, de manera que solo habría individuos soberanos porque hay una cultura histórica instituida que permite su reconocimiento. Por su parte, debido a la fluidez del lenguaje, la información disponible es interpretada de forma tan distinta como paradójica, de manera que una misma información del mercado o de otras instituciones tiene sobre los sujetos que la reciben efectos tan diversos como inesperados. Y es que el lenguaje no solo transmite información sino, sobre todo, la crea, la valora, la define.
Con respecto al origen y el mantenimiento de las instituciones, el libro de Gallego es deudor de la NEI y su concepción instrumental de las instituciones. Aunque la obra tienda a considerarlas como resultados de negociaciones, estas proceden de sujetos o grupos previamente interesados cuya intención es crear normas destinadas a modificar o controlar conductas. La objeción que se plantea cuando se asume una interpretación instrumental de las instituciones a partir del modelo de racionalidad y de subjetividad de la teoría económica es que dicho modelo opera lógicamente en contra del surgimiento y mantenimiento de las instituciones dado que, como bienes públicos las instituciones deberían ser bienes precarios e incluso insostenibles. En todo caso, de acuerdo con la episteme procedente de la «sociedad comercial», las instituciones no pueden ser consideradas como fijaciones temporales de lenguajes verbales y prácticos que crean estereotipos a los que se adhieren intereses y preferencias.
En cuanto al abordaje del cambio social, Gallego asume que al día de hoy la teoría neoclásica, a pesar de los intentos de Kenneth J. Arrow, George Stigler y Gary Becker, no tiene una explicación solvente y endógena sobre el componente social (o mejor dicho, el macrofundamento) del cambio de preferencias. Más allá del mercado se construye a partir del reconocimiento de esta grave carencia de la teoría neoclásica, por eso su autor acude al cambio institucional para explicar el desarrollo económico del agro español. Lo que ocurre es que la NEI tampoco tiene una teoría coherente ni sobre el impacto de las instituciones en las preferencias de los individuos ni sobre la faceta no-intencionada del proceso de creación y transformación de las instituciones. Podemos tratar de recuperar las instituciones para la historia económica como un recurso teórico para explicar exógenamente el cambio de preferencias al concebirlas como un conjunto instituido de incentivos negativos y positivos que obligan a los sujetos a modificar sus conductas. Con todo, no es evidente que los incentivos modifiquen el orden de preferencias de quienes consideran que el cambio de formas de producir y distribuir atenta contra su identidad; por el contrario, estos incentivos pueden activar otras racionalidades, como la expresiva que opera cuando el sujeto necesita o considera bajo amenaza su identidad y que puede desatar su adhesión a identidades definidas a partir de valoraciones fuertes sobre la tradición.
Por su parte, según la lógica subyacente a la antropología del homo oeconomicus, la vida de las instituciones debería estar drásticamente afectada por la lógica del free rider. Es algo con lo que cuenta la interpretación de Gallego. Pero no resulta muy convincente explicarlas a partir de la negociación intersubjetiva, lo que no es más que un remedo de la cooperación condicionada de Robert Axelrod y cuyos problemas lógicos para explicar el origen de las reglas de cooperación ya fueron criticados en su día. Interpretar que el cambio institucional es función de la negociación entre individuos o grupos que tienen intereses no solo implica volver a explicar las instituciones a partir de los microfundamentos de la teoría neoclásica, sino también obviar la cuestión crucial de la demanda de negociación: para muchas identidades instituidas no hay negociación posible porque básicamente sus instituciones piensan por ellos. Es lo que sugirió Alfred Whitehead al afirmar que la sociedad moderna se desarrolla incrementando el número de actividades que podemos llevar a cabo sin tener que pensar en ellas. Y desde aquí podemos apuntar hacia otra racionalidad que casi nunca está presente en la teoría económica: la racionalidad procedimental, aquella que se pone en marcha cuando requerimos convenciones cuyo seguimiento nos permite expresar a los demás quiénes somos en un determinado contexto. Las instituciones existen más allá de la racionalidad de la teoría económica. Existen y viven; y viven porque nosotros las vivimos y no siempre las vemos; de ahí la dificultad para modificarlas.
En suma, Más allá del mercado es un libro desafiante dentro de una disciplina tan teóricamente precaria como obsesivamente metodológica y por ello hay que distinguir a su autor como una de esas rara avis de nuestro entorno cultural. A quien estas páginas escribe, sin embargo, le hubiera gustado que el trabajo hubiera ido más allá de los lugares comunes que se enraízan en la mítica «sociedad comercial», la cual cosificó el estereotipo de individuo tan racional como soberano. Puede que, con todo, Domingo Gallego tenga razón: que la diversidad institucional sea un factor crucial para el desarrollo económico, pero no solo porque la concurrencia de instituciones incentive la elección racional de los sujetos, sino sobre todo porque los juegos de lenguaje de cada institución acaban atravesando la conciencia de los sujetos y creando contradicciones valorativas, bloqueos intelectivos y lingüísticos que son las precondiciones del cambio de identidad y de la visibilidad de las instituciones.
El mercado es un lugar tan bien instituido que lo vivimos como si hubiera estado ahí desde siempre, listo para ser descubierto y desplazar en su heroica marcha al resto de las instituciones que han pensado por nosotros durante siglos otras formas de producir y distribuir. Su enraizamiento institucional es tal que, incluso cuando lo criticamos, no nos damos cuenta de que lo hacemos sin trascender su «juego de lenguaje». Por el contrario, no hay más que considerar las maneras de concebir el mundo de una gran parte de los historiadores económicos para sensibilizarse con la idea de que las condiciones de la visibilidad de las instituciones escapan a menudo de nuestras intenciones, por lo que no siempre estamos capacitados para transformarlas; ni siquiera para establecer formas más reflexivas y participativas de conocimiento histórico.