El último libro de Robert C. Allen es una síntesis apretada, pero elegante y muy útil, de la historia económica mundial desde la era de los grandes descubrimientos hasta el presente. En poco más de centenar y medio de páginas nos muestra cómo ha cambiado el mundo en estos 500 años, dónde comenzó el cambio y por qué, cuáles fueron las consecuencias para las diferentes regiones del mundo y cómo respondieron al reto del crecimiento económico hasta llegar a la situación actual, caracterizada por las grandes diferencias de renta entre países ricos y pobres, y los desafíos de la globalización. De este modo, el autor sigue planteando la misma cuestión que Adam Smith acerca de «la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones», a la vez que muestra cuál es la utilidad de la historia económica, que no es otra que comprender cómo se ha formado el mundo tal como es con el fin de ayudar a mejorarlo. La historia económica se sirve de las herramientas de la teoría económica, pero en vez del enfoque atemporal destaca los procesos de cambio dinámico que se producen según las circunstancias concretas de cada caso. En vez de aceptar a priori ciertos supuestos, procede al examen atento de la realidad tal como se muestra a nuestra observación. A esto se añade la perspectiva global, que destaca la repercusión de acontecimientos clave en el conjunto mundial. Así se entiende que el objeto, la misión y el método hacen de la historia económica, como empieza diciendo, «la reina de las ciencias sociales».
La historia económica de los últimos 500 años puede dividirse en 3 grandes etapas: la era del mercantilismo (1500-1800), que comienza con los grandes descubrimientos, hace posible la primera globalización y culmina con la revolución industrial en Gran Bretaña; el siglo xix, desde el final de las guerras napoleónicas, es la era de la industrialización, que permite a Europa occidental y Estados Unidos alcanzar al Reino Unido, pero ahonda las diferencias de estos países con el resto del mundo; y el siglo xx, que ha sido la época en que varios países han utilizado diversos modelos de planificación como estrategia de crecimiento económico. El recorrido en términos de renta per cápita ha sido enorme, pero las diferencias crecientes, visibles en 1800, aún mayores en 1900, y todavía grandes en la actualidad. Entre los indicadores disponibles es particularmente importante el índice de salarios reales por lo que revela acerca del nivel de vida, el coste de la mano de obra en relación con el capital y la productividad del trabajo, que es la clave del crecimiento económico.
El hecho fundamental de toda esta historia ha sido la revolución industrial. La tesis de Robert C. Allen, bien asentada en sus obras anteriores, es que la revolución industrial fue resultado de un proceso de expansión comercial que llevó a la formación de una economía de altos salarios y creó las condiciones favorables para el cambio tecnológico inducido por los precios relativos de los factores. El proceso fue, en general, europeo, aunque algunos países como España apenas progresaron en esta época, pero Gran Bretaña se adelantó porque los salarios altos y la energía barata en relación con el capital hicieron posible la sustitución de mano de obra por innovaciones mecánicas intensivas en capital y energía. En consecuencia, las ventajas comparativas cambiaron condicionando el desarrollo posterior de las naciones.
Los países de Europa occidental y Estados Unidos respondieron al reto porque adoptaron con éxito el modelo estándar de industrialización, modelo asentado sobre 4 pilares: un mercado nacional gracias a la supresión de aduanas interiores y la construcción de una red de transportes, básicamente el ferrocarril, el proteccionismo frente a la competencia exterior, un sistema bancario para financiar la inversión y la educación de masas que debía facilitar la innovación en general. La aplicación de tales políticas fue un éxito, primero, por la acción decisiva del estado nacional, y segundo, porque la formación de mercados amplios permitía que la tecnología dominante pudiera ser eficiente.
El impacto de la industrialización en Asia fue especialmente negativo, no por causas institucionales, puesto que todos los gobiernos han creado condiciones más o menos favorables para el crecimiento smithiano, sino por el cambio experimentado en las ventajas comparativas como consecuencia del cambio tecnológico, ahorrador de mano de obra, la revolución de los transportes y el imperialismo, que limitó la capacidad de acción de los estados asiáticos.
Las diferencias entre ambas Américas no son en absoluto culturales, sino geográficas e históricas. Durante la época colonial se produce en el norte un trasplante de las instituciones inglesas y una profunda inserción en el comercio exterior, mientras que en el sur se instaura un dualismo que separa a criollos e indígenas, deja buena parte de la economía al margen del comercio internacional y limita los salarios y la educación de la mayoría de la población. Esos rasgos persistieron después de la independencia, agravados por la inestabilidad política de los países iberoamericanos.
El caso de África es objeto de un largo examen. Ya en 1500 era la más pobre del mundo, básicamente porque no era una sociedad agraria, excepto el altiplano etíope, y la esclavitud ya estaba muy extendida. La trata de esclavos y luego el impacto de la globalización y el imperialismo ahondaron el atraso del continente.
Desde finales del xix y hasta entrado el siglo xx, la industrialización avanzó en Rusia, Japón y América Latina, pero no cuajó debido a la inestabilidad política, o fue insuficiente para alcanzar a los países occidentales —a pesar de los intentos japoneses para adoptar la tecnología a las condiciones locales—, o se enfrentaba a la estrechez del mercado, caso de la ISI en América Latina.
El siglo xx ha conocido varios modelos de planificación, que ha sido la vía para dar impulso a la industrialización. El modelo soviético de propiedad estatal de los medios de producción y planificación centralizada ha terminado víctima del despilfarro y la falta de iniciativa. El modelo japonés ha apostado por el mercado exterior, gracias a la apertura del mercado americano, pero ahora se enfrenta a las limitaciones derivadas de haber llegado a la frontera tecnológica. El éxito reciente de China debe mucho, en opinión del autor, a los cambios experimentados en la era de la planificación, logros que han facilitado el funcionamiento de unas instituciones de mercado muy imperfectas. En el umbral del siglo xxi y al cabo de 500 años del inicio del crecimiento moderno y la gran divergencia, el mundo parece estar a punto de completar un círculo: China y, por extensión, Asia, vuelve a ser el mayor centro manufacturero del mundo.
El hilo conductor de la historia económica global es el cambio tecnológico, en torno al cual giran otros fenómenos, incluso aquellos como los demográficos, a los que no se hace mención detallada. El relato es coherente y para nada cae en el determinismo: la cuestión reside en el cambio de las ventajas comparativas a lo largo de la historia y, concretamente, en la capacidad del estado nacional para emprender una estrategia de desarrollo adecuada a las circunstancias de la época.
La lectura del libro es enormemente enriquecedora y se ve facilitada por un lenguaje sencillo, sin concesiones a la retórica, pero al mismo tiempo expresivo cuando utiliza figuras e imágenes que definen con precisión determinados fenómenos. Los gráficos son especialmente ilustrativos. La densidad de la obra, a pesar de la brevedad, corre pareja con la erudición, pues cita nada menos que 116 libros y 18 artículos de revista. Y, además, tiene la virtud de incitar la curiosidad por saber más. Por todo esto es un libro muy recomendable para todo el mundo y muy especialmente para nuestros alumnos, quienes en poco tiempo aprenderán muchas cosas fascinantes y de enorme interés práctico. Porque, repetimos, la utilidad de la historia económica se hace evidente: conocer el pasado con el fin de poder elegir en el presente la mejor opción para el futuro. Cuál debe ser es, como dice el autor, motivo de discusión.