Ya hace años me asaltaba una duda en torno a las interpretaciones dominantes sobre la historia social y económica de España. Y desde muy temprano tuve el convencimiento de que la historia cultural tenía mucho que decir en ese terreno. Aún hoy creo que la formulación misma del problema interpretativo puede hacerse más clara y fácilmente en tales términos si, por ejemplo, nos ponemos ante la alternativa de elegir entre el oscuro dramatismo de un Zuloaga o el tono luminoso y optimista de un Sorolla. Cito a 2 destacados miembros de una misma generación artística que reflejaron con miradas diferentes lo mejor y lo peor del mundo de su época. A la vista de sus obras podemos preguntarnos ¿cuál de las 2 visiones artísticas recogió mejor el estado real de la sociedad española de su época? Probablemente la respuesta es que las 2 lo hicieron simultáneamente, y por los mismos motivos. En realidad una y otra son inseparables. Lo erróneo, más bien, sería adoptar la visión de uno de ellos e ignorar la del otro, o la de otros muchos autores contemporáneos que, todos juntos, configuran un enorme palimpsesto de infinita riqueza y variedad, que día a día vamos conociendo mejor y apreciando más y más.
Durante las últimas décadas la historiografía y la cultura españolas han avanzado de forma sostenida en el conocimiento de los hechos, en la profundidad y detalle de los análisis, en su sistematización y en los criterios a aplicar; resulta de ello un cuadro más complejo y riguroso, mucho más rico y matizado, más preciso también, susceptible de servir de sólido fundamento para ulteriores desarrollos intelectuales apoyados sobre una nueva síntesis.
Entre tales progresos se debe colocar en un lugar distinguido la creciente valoración de la lengua española como elemento de intercambio y, cómo no, como soporte de valor económico; una tendencia que ya alcanzó un hito importante en el Congreso Internacional que el Instituto Cervantes promovió en noviembre de 2008 sobre el «español como valor y recurso cultural, turístico y económico» y el libro El Español de los Negocios (García Delgado, 2008). Nos encontramos, pues, ante una significativa marejada económica y cultural dentro de un inmenso mar de conocimiento y de soportes culturales, que ahora pone de manifiesto otro de sus logros metodológicamente más avanzados.
Lo dicho viene a cuenta del libro que comentamos, coordinado por Manuel Santos Redondo con la colaboración de Manuel Moisés Montás y bajo el patrocinio de la Fundación Telefónica. En él, los autores han recopilado y cuantificado la información disponible sobre la historia y la economía de la industria cultural en español y han sistematizado su contenido hasta ofrecernos una síntesis estadística homogeneizada y una recopilación bibliográfica de enorme interés. Una síntesis cuyo objetivo último es, ni más ni menos, cuantificar el valor de la cuarta lengua del mundo actual.
El esfuerzo es serio y la conclusión es breve y concisa. Cuatro densos capítulos recopilan la bibliografía y los datos estadísticos disponibles sobre el teatro y la música, sobre el cine, la radio y la televisión, sobre los libros y su mundo, y sobre un amplio y prometedor cajón de sastre que incluye desde los juegos en general y los videojuegos en particular, a la enseñanza de la lengua pasando por la publicidad y la informática. Estos capítulos se estructuran en torno al análisis articulado alrededor de la cadena de valor de cada subsector y se apoyan sobre una detallada síntesis bibliográfica en la que pocos textos recogidos cuentan con más de 10 años de antigüedad.
El que comentamos no es propiamente un libro de historia. Su vocación clara y, en consecuencia, la mayor parte de su texto, se orientan a estudiar y a cuantificar la situación actual. Pero, dado que en muchos casos las industrias culturales que se estudian –del cine a los videojuegos– son muy recientes, podemos decir que su situación actual y la bibliografía vigente cubren en la práctica la historia completa del segmento. Pero a todas luces el argumento no es válido para otros sectores, por ejemplo la imprenta o el teatro, con o sin música, que cuentan con una dilatada historia cultural y económica que los autores dejan elegantemente de lado con una vaga referencia a su carácter preindustrial y a la falta de producción en serie de los mismos. Un pretexto a mi modo de ver inadecuado, aunque por razones de tipo práctico tal vez pueda resultar razonable. Pero, ¿realmente podemos afirmar que los libros impresos no son el producto de una industria de producción en serie bien definida desde 1450? ¿Que una gran orquesta de principios del siglo xix, o un gran teatro de ópera, no eran grandes y complejas empresas mercantiles? No lo creo, ni lo creen los propios autores que aquí y allá dan algunas pinceladas adicionales de gran interés. Pero a cambio de este modesto abuso y de la lógica contrariedad del lector, a quien sin duda gustaría una mayor penetración en la historia económica de la cultura española de tiempos más remotos, los autores nos proporcionan un delicioso capítulo inicial destinado precisamente a centrar el tema y a sentar un rápido pero valioso estado de la cuestión: «la producción en serie de bienes culturales».
Ya he mencionado que, a mi modo de ver, la obra en cuestión pide un nuevo esfuerzo a sus autores para que profundicen más atrás en el tema de la historia económica de la cultura. No creo que tomen esto como una crítica ni es esa mi intención, sino todo lo contrario. Más discutible en cambio les podrá parecer mi crítica al excepcionalismo cultural. Ese punto de vista que los lleva a escribir contra pronóstico que «la cultura tiene un valor estético y simbólico más importante que su contenido material» (pág. 237), frase que yo interpreto como una innecesaria concesión a la galería de lectores bienpensantes, empeñados en considerar que la cultura es «otra cosa» que la economía no puede ni debe valorar. Aunque a mi modo de ver la cultura tiene rasgos propios dentro del conjunto de la economía y de la empresa, como los tienen la industria automovilística, la hospitalaria o la de tasación y valoración de empresas, por poner 3 ejemplos muy distanciados. Pero creo firmemente en que un estudio de la cultura plenamente integrado dentro del conjunto de la historia económica, sin excepcionalismos de ningún tipo, y en la aplicación plena de los instrumentos analíticos de la economía subyacen serias ventajas metodológicas que los autores de este libro ponen suficientemente de manifiesto. En esa línea yo propondría a los autores que, cuando asuman el nuevo objetivo dentro de esa perspectiva general, lo hagan estableciendo una comparación explícita con las industrias del lujo, materia en la que sin duda las industrias culturales, todas ellas con un alto contenido de conocimiento especializado tanto entre los productores como entre los consumidores, participan plenamente, tanto en el presente como en el pasado.
Cuando se define una hipótesis con claridad y se desarrolla con precisión, las conclusiones suelen ser lacónicas y, en cierto modo, un poco decepcionantes en su brevedad y dureza. El capítulo final se cierra con unas pocas cifras destiladas de los capítulos anteriores: 30.203 millones de euros (≈ 2,87% del PIB) en 2007 son el valor económico del español y su aportación anual a la economía nacional, y ello sin incluir los efectos dinámicos que a largo plazo proporciona el servir de soporte a una comunidad de más de 400 millones de hablantes.