Este libro se ocupa del desarrollo histórico de la «empresa bélica» en los 2 primeros siglos de la Edad Moderna (1500-1700). El interés del autor se ciñe, sin embargo, a la parte de dicha empresa administrada por operadores privados, y no toca únicamente a la contratación mercenaria, sino también a la intendencia aneja, esto es, al suministro de víveres, armas, municiones, etcétera. El objetivo último del autor reside, por lo demás, en iluminar los contornos de la aparente contradicción que se revela entre el proceso de construcción del Estado y el recurso por parte de este a sujetos ajenos a él, a quienes encarga, paradójicamente, una de sus tareas más singulares. A tal fin es preciso dedicar algunas líneas a definir qué era un mercenario, deriva que necesariamente conduce a volver a tocar el tema de la «fidelidad» de los propios súbditos hacia los nacientes estados. La pesquisa se extiende, asimismo, hacia el significado de la piratería, el corsarismo y la guerra irregular en general. Por supuesto que la «empresa bélica» no incluye solo a la que opera en tierra, por lo que resulta obligado hacer referencia a empresas de alquiler, ya públicas, ya semipúblicas, ya privadas, como los caballeros de la Orden de San Juan, las comunidades hugonotes de los puertos atlánticos en Francia, los uscoques, o la dinastía Doria. Jan Glete desveló en su día el intento de Felipe II de hacerse con los servicios de la marina real sueca.
Presentados los actores y el escenario, el autor acomete luego un desarrollo cronológico del asunto articulado en 3 periodos: 1450-1560 (de las guerras de Italia a la paz de Cateau-Cambrésis), 1560-1620 (de aquí al inicio de la Guerra de los Treinta Años), y un tercero específicamente dedicado a esta. Hay que destacar el segundo tramo (1560-1620), por cuanto la densidad informativa permite establecer ahora comparaciones entre el tamaño de los ejércitos (y las armadas) y la eficiencia de los respectivos sistemas fiscales. Los factores estrictamente políticos (competencia entre los estados) aparecen como los determinantes principales del aludido crecimiento, aunque no fueron los únicos, habida cuenta de que la artillería cobró entonces un papel cada vez mayor, en paralelo al incremento de la guerra estática (de sitios) que caracterizó frentes como el de Flandes. Se hace corto el espacio que el autor dedica al despliegue naval. Es sintomático que se ofrezcan una tabla del tamaño de los ejércitos de España, Francia e Inglaterra (1494-1574) (p. 74) y otra más de hasta 10 estados europeos entre 1660 y 1760 (p. 294), mientras que para encontrar algo homologable en relación con las respectivas armadas hay que esperar a la página 293 para encontrar el pertinente apoyo bibliográfico en los datos de Jan Glete. El asunto no es ni mucho menos banal. A estos efectos es tópica la discusión, por ejemplo, entre la «productividad» de las inversiones entre fuerzas terrestres y navales cuando se analizan imperios en pugna (República Holandesa vs. Monarquía Hispana), o la discusión en torno a si la defensa de los mismos estuvo mejor garantizada por armadas (Gran Bretaña, la misma República Holandesa) o por defensas en tierra (Ormuz, Cartagena de Indias, La Habana, etc.). En realidad es difícil que el autor pueda plantearse estos particulares optando como lo hace por construir un discurso de escenarios cerrados (las guerras de religión en Francia, la revuelta de los Países Bajos, la «larga guerra turca»). Un análisis más profundo del segundo caso o una perspectiva más «imperial» del mismo (tipo Jonathan Israel) le hubiera hecho apreciar cómo buena parte del fracaso militar hispano en la aludida contienda tuvo que ver con la casi nula atención prestada por la autoridad militar al frente marítimo de los Países Bajos. El esfuerzo fue tardío y corto, aunque no faltaron voces que lo denunciaron desde un principio. Una flotilla de corsarios como la de Dunquerque hacía más daño a la República que media docena de batallones de infantería. Sin embargo, cuando tales actores entran en el relato de David Parrott (en 1635) ya solo quedan 13 años para la conclusión de la llamada Guerra de los Ochenta Años, la firma del tratado de Münster y el triunfo militar y político de la República.
El autor se siente, por el contrario, mucho más a gusto acometiendo el desarrollo de la Guerra de los Treinta Años sobre tierra firme. Es cierto que el episodio en cuestión le permite un análisis mucho más fino de su objeto de estudio (la «empresa bélica»). Un tercio de la obra, el final, despieza tanto los circuitos financieros como la producción armamentista con una exquisitez y un detalle absolutamente magistrales que se prolongan por el reinado de Luis XIV. Una rápida conclusión en la que se enfatiza la compatibilidad de la «empresa (privada) bélica» con el proceso de construcción (pública) del estado pone en guardia frente a presunciones, apriorismos o meros dislates que por ahí circulan. Paradójicamente, pues, fue merced a la «private military activity» como tuvo lugar uno de los más vigorosos procesos de consolidación del Estado, el cual, solo mediante sus propios agentes, cabe imaginar no hubiera alcanzado lo que de hecho alcanzó (p. 320). Parrott saca a colación precisamente ahora el papel de las sociedades mercantiles (la VOC, sin ir más lejos) para mostrar que no solo las metrópolis, sino también las colonias, entraron en el juego. Queda por ver, sin embargo, si estas que llamamos colonias no eran, también ellas, tanto de facto como de iure, un poco más estados de lo que en principio cabría pensar (véase Keene, 2002).