La Historia como inspiración
En los últimos tiempos, en el ámbito de la Economía, se ha intensificado el recurso a la historia como medio para mejor entender el presente. No debiera suponer sorpresa esta tendencia, pues es bien sabido que la realidad social, aunque cambiante, aparece gobernada por una poderosa inercia. No es extraño, por tanto, que el estudio de la génesis histórica y el recurso a los análisis comparados constituyan 2 vías fecundas para interpretar la realidad más actual.
Pese a esa evidencia, ha de reconocerse que no siempre la Economía ha sabido apreciar el valor del análisis histórico. No es ajeno a ello el afán de la Economía por construir un conocimiento de validez universal, capaz de trascender la singularización que imponen las contingencias del devenir histórico de cada cual. De hecho, la Economía ha tratado de acercar su proceder al de la Física, la más valorada de las ciencias, aquella en la que justamente la historia o no cuenta o tiene una dimensión que excede a la experiencia humana. Que la Economía se erija, además, sobre la gran metáfora del equilibrio (un concepto importado de la mecánica) no ha ayudado a la adecuada integración del tiempo histórico, que por definición comporta una secuencia sucesiva e imprevisible de cambios. Es más, cuando los modelos económicos integran el tiempo, este suele aparecer como una variable formal, equiparable a otras, y, como ellas, de naturaleza reversible, dependiendo del signo que se le atribuya. Es un tiempo abstracto que niega la realidad del tiempo histórico, el propio de la experiencia humana que, como sabemos, solo opera en una dirección: desde un pasado inapelable a un futuro abierto a la novedad.
Que se recobre el papel de la historia en el estudio de la Economía es, pues, algo que todos debemos celebrar. Es un proceso que va de la mano del reciente interés de la Economía por temas –como las instituciones–, que solo cabe tratar con una cierta perspectiva histórica. En todo caso, en este recobrado interés por la historia, hay algunas formas de recurrir al pasado que parecen poco útiles, cuando no manifiestamente engañosas. La literatura reciente ofrece 4 modelos singulares de esta inadecuada utilización de la historia.
El primero es aquel que sugiere que solo en la historia se encuentran las claves del presente. Señalar que la realidad económica tiene una marcada path dependence no debiera hacer pensar, sin embargo, que toda búsqueda necesariamente remite a un pasado remoto. No obstante, esta es la visión que sugieren algunos estudios que han hecho de la experiencia colonial (que se remonta en algunos casos a 5 siglos) o de una simplificada clasificación de las tradiciones jurídicas (common law frente a tradición latina) la explicación de la calidad de las instituciones vigentes. Algunos trabajos de Mahoney o La Porta parecieran ir en esta línea. En ellos se produce una monumental «comprensión de la historia» –como señala Austin–, en la que se suspende la capacidad de agencia de individuos y sociedades durante el tránsito que va desde aquel supuesto pasado decisivo al presente.
El segundo modelo que se quiere criticar es aquel que interpreta la historia como una senda obligada de realización de un modelo normativo, al que inapelablemente parecen estar convocadas las sociedades. La historia, en este caso, no es sino el tránsito hacia la consumación de un nuevo imperativo hegeliano. Esta visión determinista está, sin duda, en algunos autores marxistas, pero se puede encontrar también en pensadores del otro extremo del arco ideológico. El publicitado libro de Fukuyama, El fin de la historia, constituye un ejemplo de lo que se dice; como también lo es aquel influyente estudio de Rostow, Las etapas del desarrollo, en el que la sociedad moderna occidental (léase Estados Unidos) aparecía como el marco normativo en que toda sociedad debía reflejarse.
Un tercer modelo igualmente inconveniente es aquel en el que se apela a la historia como una meta-narrativa construida con un muy limitado soporte empírico. Es la historia sin datos históricos, en la que la densidad interpretativa va muy por delante de la capacidad probatoria de los hechos que se manejan. Algunos trabajos de Engerman y Sokoloff podrían sugerir este tipo de manejo de la historia.
Finalmente, el último de los modelos es el de aquellos que entienden la historia como una acumulación de anécdotas al servicio de una tesis establecida. En este caso, se abandona todo propósito de comprender un período y una sociedad, de sumergirse en sus complejidades, para extraer la anécdota que es funcional a la tesis defendida. El último trabajo de Acemoglu y Robinson, Por qué fracasan las naciones, podría ser un ejemplo de esta forma de proceder.
Frente a estos modelos es necesario reivindicar el estudio de la historia en su sentido pleno, entendido como un proceso de inmersión en una realidad temporal compleja en la que el historiador revela su familiaridad con el contexto, con el tiempo, el lugar y las circunstancias, para tratar de entender lo sucedido y lo que no sucedió. Como apunta Elliott en Haciendo historia, «si el estudio del pasado tiene algún valor, este reside en su capacidad tanto de revelar complejidades de la experiencia humana como de advertir contra la opción de descartar como si no tuvieran ninguna importancia los senderos que se siguieron solo en parte o no se tomaron nunca».
El libro que ahora se presenta cabe enmarcarlo en ese esfuerzo renovado por convocar a la historia para ayudar a entender el presente. Dada la severidad de la crisis económica, todos estamos convocados a buscar las causas que nos han traído hasta aquí y a indagar las vías para erigir un futuro deseable. Que un grupo de reputados historiadores nos ofrezcan lo que mejor conocen, que son las enseñanzas del pasado, como insumos para interpretar el presente, parece un expresión de compromiso y responsabilidad que, cuando menos, debe agradecerse.
Pero, además, en este caso, los autores huyen de esos modelos espurios de utilización de la historia a los que se ha aludido. Ofrecen interpretaciones ricas y complejas de cada uno de los episodios analizados, pero entienden –con refrescante modestia– que no es a los historiadores a quienes corresponde interpretar el presente. La historia puede sugerir, trasladar experiencias útiles, pero la interpretación del presente requiere de más elementos que los que la historia aporta. Practican, además, una historia que descansa sobre una cuidadosa interpretación de datos, en la que los autores se sumergen en el período, al objeto de hacer comprensibles las reacciones y tendencias en juego.
El libro recorre los principales episodios depresivos que padeció la economía española desde 1348 a la actualidad. Pasan por sus páginas la depresión de finales del siglo xiv y principios del xv (Antoni Furió), que el arco mediterráneo compartió con otros países europeos; la larga crisis del siglo xvii (José Antonio Sebastián); la crisis de finales del xviii y primer tercio del xix (Enrique Llopis); los efectos de la gran depresión de 1929 sobre España (Francisco Comín); la larga noche de piedra del primer franquismo (Carlos Barciela); la crisis y el ajuste económico que acompañó los primeros años de la transición (Carles Sudriá); y, en fin, la crisis en la que ahora está sumida nuestra economía (Jordi Maluquer de Motes).
La relación de episodios estudiados es suficiente para apreciar las dificultades reiteradas a las que se enfrentó el proceso de modernización de la economía española. Acaso quepa, como apunte crítico, preguntarse por la falta de referencia a la crisis finisecular del siglo xix, que tantas semejanzas tiene con el momento presente. Es cierto que aquel periodo no tuvo los rasgos propios de una depresión, en sentido estricto, pero no es menos cierto que la acumulación de frustraciones, el distanciamiento crítico de la sociedad real respecto de la oficial, la percepción de fin de un modelo que se suponía duradero, tiene mucho de semejanza con cómo la opinión pública percibe la crisis actual.
Cada uno de los episodios críticos tiene sus particularidades, pero son comunes a buena parte de ellos 2 rasgos. En primer lugar, en todas las crisis –quizá con la excepción de los años más negros del franquismo– hay elementos compartidos con el entorno internacional, aunque también elementos específicos. Es decir, España no ha sido tan diferente de su entorno. En segundo lugar, en todos los casos la gestión de las crisis se ha enfrentado a una frágil o ineficiente institucionalidad y a una sociedad altamente fragmentada. Ambos problemas dificultaron la construcción de arreglos institucionales socialmente asumibles, alargando los costes del proceso.
Estos 2 mismos rasgos son característicos también de la crisis actual. Esta coincidencia constituye una demostración del valor que tiene la historia, la buena historia, como inspiración para interpretar el presente.