Por varios motivos, esta historia del cultivo del algodón mexicano representa una obra de gran interés para los estudiosos de la historia económica mexicana en particular, y latinoamericana en general. No cabe duda de que en países que han basado históricamente su inserción internacional en la especialización en productos primarios, la historia del cultivo de esos productos supone, en buena medida, un estudio de la trayectoria de dicho país. En este caso, más que de un país deberíamos decir de una parte de este (el norte) y en un período histórico muy determinado, pero, como plantea el autor, decisivo, pues para la nacionalización del norte mexicano fue fundamental el cultivo del algodón. De ahí otro motivo importante para resaltar la relevancia de esta obra: el desafío de analizar un cultivo que tiene un fuerte impacto en la historia nacional (y regional), pero que a la vez representa una actividad productiva de enorme significación en la articulación del mercado mundial desde la Revolución Industrial. En este sentido, no resulta una cuestión secundaria tener en cuenta la enorme importancia histórica del cultivo del algodón en los Estados Unidos. Así, en el estudio del algodón mexicano cobra gran relevancia la consideración de los vínculos comerciales, financieros, empresariales, laborales y tecnológicos entre los 2 países.
El libro analiza de forma rigurosa y documentada los diferentes ámbitos de la economía del norte mexicano que mayor transformación experimentaron con la expansión algodonera: la demografía, la formación de nuevas ciudades, la expansión del riego, la tecnificación de la agricultura, el rol de las empresas estadounidenses, la relación entre el mercado interno y el externo, la vinculación con la industria textil, el papel del Estado, el crédito, etc. No obstante, por sus implicaciones más allá de este caso y por la novedad historiográfica que suponen, nos gustaría centrar este comentario en 2 cuestiones: por un lado, la reinterpretación de la reforma agraria mexicana (especialmente del período de radicalización cardenista en los años treinta), y por otro, el análisis del Programa Bracero (1942-1964) desde el punto de vista del funcionamiento del mercado laboral binacional.
Tras la crisis de 1929, el poder de la antigua oligarquía terrateniente norteña fue puesto fuertemente en cuestión. Habitualmente, las transformaciones vividas en el campo mexicano durante este período son entendidas a partir de la dicotomía terratenientes-ejidatarios, dejando de lado la persistencia de una importante fracción de trabajadores sin tierra que continuó siendo fundamental para garantizar el cultivo del algodón. A partir de la historia de este cultivo, se puede observar cómo el paradigma interpretativo que ha dominado las visiones analíticas de la reforma agraria presenta omisiones y deformaciones significativas de la realidad. De hecho, a raíz del recorrido por el norte algodonero se perciben 2 cuestiones muy importantes a la hora de analizar los cambios sufridos por el mundo rural. En primer lugar, la importancia del desenlace privado del cambio agrario. Es decir, no toda la reforma agraria se tradujo en ejidos colectivos, sino que los predios privados tuvieron también un importante protagonismo. En segundo lugar, se pone de manifiesto que limitar la mirada sobre los cambios simplemente con respecto a las estructuras de propiedad (de terratenientes a ejidatarios y pequeños propietarios) omite lo sucedido con los trabajadores rurales.
Según el autor, más que de una reforma agraria habría que hablar de un cambio agrario, que se nutría de 2 fuentes. Por un lado, las dificultades que enfrentaban las grandes propiedades para lidiar con una disminución de los beneficios, un crecimiento de las deudas y las crecientes demandas laborales. Por otro lado, la movilización general de los trabajadores agrícolas por hacerse con tierras, una demanda que en realidad aglutinaba a un conjunto heterogéneo de actores que iba más allá de estos trabajadores (por ejemplo, repatriados, empleados de haciendas, arrendatarios y aparceros), permitiendo a los gobiernos posrevolucionarios articular una salida política al decisivo conflicto agrario en México mediante fórmulas de carácter conciliador que terminaron haciendo confluir políticamente los proyectos callista y cardenista.
Así, muchos antiguos trabajadores y arrendatarios se convirtieron en pequeños productores algodoneros, mejorando sus condiciones de vida, mientras que los trabajadores que no lo consiguieron, se hicieron más vulnerables. La reforma agraria dividió el campo mexicano, teniendo un efecto desmovilizador de primer orden entre las clases trabajadoras del norte (que habían tenido un considerable protagonismo en la Revolución de 1910). Antiguos jornaleros se hicieron ejidatarios y más adelante se convirtieron en patrones de otros jornaleros. Sin embargo, la cuestión fue más compleja todavía, pues los propios ejidatarios podían desempeñarse durante parte del año como jornaleros, incluso emigrar y fungir como braceros. De esta obra, se deduce que el estatuto heroico que la reforma agraria ha protagonizado en la formación del México contemporáneo ha sido más simbólico que real. Ciertamente, la política agraria seguida por Lázaro Cárdenas acabó con el régimen latifundista. Por ejemplo, en la comarca lagunera, uno de los epicentros de la actividad algodonera, el reparto agrario benefició a 34.000 de sus 40.000 trabajadores. Pero ¿y qué sucedió con los 6.000 restantes? De esos, la historiografía se ha ocupado más bien poco.
El cambio agrario se confundió con la etapa del más importante auge algodonero en el país, permitiendo establecer un mercado libre de trabajo. Por ello, en ningún sentido se puede comparar la experiencia mexicana con lo sucedido en otros casos de expansión algodonera, como fue el anterior en el sur esclavista estadounidense o el mozambiqueño durante el último período de la colonización portuguesa. En el funcionamiento de este mercado libre, un componente fundamental fue el Programa Bracero, que introducía directamente en la gestión de la fuerza de trabajo al gobierno federal. Especialmente en años de fuerte actividad, la posibilidad de que los jornaleros decidiesen emigrar como braceros a las explotaciones algodoneras de los Estados Unidos atemorizaba a los propietarios y a los empresarios locales. En Sonora, los patrones idearon una manera de retenerlos creando el Comité de Control de Pizcadores en 1955. Mediante este comité, se aprovechaba la confluencia de los aspirantes a braceros para obtener la mano de obra necesaria en los campos sonorenses. El comité estaba presidido por el principal empresario de la capital, mientras que el Gobernador de Sonora viajaba cada año a la Ciudad de México para acordar la «cuota» de aspirantes a braceros que se quedaría recogiendo el algodón en Sonora. Es decir, gracias al Programa Bracero las autoridades políticas se constituían en reclutadores de mano de obra. ¿Les recuerda algo más lejano en el tiempo?
No cabe duda de que la identidad mexicana está ligada históricamente al cultivo del maíz, pero posiblemente el algodón haya tenido una influencia mucho más importante en la transformación contemporánea del país. Primero, porque contribuyó decisivamente a desplazar los ejes de desarrollo de la república mexicana. Frente al eje tradicional Ciudad de México-Puebla-Veracruz, el algodón norteño creó un vínculo muy intenso con la industria textil y el mercado laboral del centro del país. Por otro lado, es evidente que la actividad algodonera (y todo lo que se mueve alrededor de la misma) fue fundamental para ensamblar la economía mexicana con el «vecino del norte» (incluso de forma más impactante que la industria maquiladora). Para el autor de este interesante trabajo está claro que el algodón debe considerarse un nudo económico y político del México del siglo xx, donde están involucrados mercados, créditos, instituciones, políticas públicas, tecnologías, fuerza de trabajo y prácticas productivas.