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Investigaciones de Historia Económica - Economic History Research
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Vol. 12. Núm. 1.
Páginas 62-63 (febrero 2016)
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Vol. 12. Núm. 1.
Páginas 62-63 (febrero 2016)
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Nicholas Wade. Una herencia incómoda. Genes, raza e historia humana. Barcelona, Ariel, 2015, 295 págs., ISBN: 978-84-344-1925-4.
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José Luis Herranz Guillén
Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología, Universidad de Salamanca, Salamanca, España
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El libro que presentamos es un buen ejemplo de tratamiento divulgativo de un tema complicado de abordar por sus múltiples connotaciones extracientíficas: la hipotética base genética de lo que se ha dado en llamar razas en la especie humana. Complejo y arriesgado es el asunto ya de sí dentro del marco de la ciencia. Más complejo y arriesgado aún cuando se intenta abordar desde el periodismo de divulgación científica por un autor que no es científico, como es el caso.

El libro consta de 10 capítulos, de los cuales los 5 primeros están enfocados a demostrar que la raza no es un fenómeno (solamente) cultural, sino en buena medida biológico, como se descubre al estudiar la estructura de los alelos y concretamente su frecuencia diferencial en los grandes agregados geográficos de población. Esto explica las evidentes diferencias apreciables en el color de la piel o del cabello, la forma del cráneo, de los ojos o de la nariz, además de la propensión o inmunidad a ciertas enfermedades o capacidades metabólicas diferenciadas. En los capítulos 6 al 9, Wade deja de lado el pretendido rigor científico de los 5 anteriores para adentrarse en aspectos más especulativos y ciertamente controvertidos. El libro finaliza con un último capítulo a modo de epílogo donde se concretan conclusiones. Abundaremos en la parte más controvertida del ensayo, la segunda, que además es la de mayor interés para estudiosos de las ciencias sociales.

El autor de Una herencia incómoda construye su tesis de las razas sobre la base del hecho singular de la migración de una parte de la población humana afuera del continente africano, hace 50.000 años. En consecuencia, la especie permaneció genéticamente homogénea durante las tres cuartas partes de su historia. En la última cuarta parte es cuando, debido a este fenómeno, las poblaciones humanas se separaron durante períodos de tiempo suficientemente largos para que la evolución biológica incidiera en la aparición de ligeras modificaciones en el genoma, de las que surgieron grandes grupos raciales geográficamente delimitados: los africanos (negros subsaharianos), los asiáticos orientales (chinos, japoneses y coreanos) y los caucásicos (europeos y linajes poblacionales del subcontinente indio y Próximo Oriente). A esta tríada continental pueden añadirse otras 2 razas secundarias evolutivamente clasificables: los nativos americanos y los australianos.

Nicholas Wade acepta la teoría evolutiva convencional: «la historia tiene lugar en el marco de la evolución humana, y esta última no se detiene» (p. 3), para, apoyándose en diversas fuentes científicas, defender que la evolución en la especie humana no solo es un fenómeno universal, como en cualquier otra, sino que además se trata de un proceso enérgico en el sentido de «reciente, copiosa y regional». Esto ha sido así en los últimos 30.000 años de historia y persiste en la actualidad, lo cual explica la transformación evolutivamente reciente y en una cuantía reconocible del genoma.

Nicholas Wade identifica importantes divergencias históricas y culturales entre las diversas poblaciones del planeta que clasifica como razas, y puesto que existe un paralelismo entre ambas cuestiones, su tesis consiste en asociar evolución genética y cultural, de modo que la evolución institucional vendría a ser un epifenómeno de la evolución biológica sustanciada en el factor raza.

La tesis resulta polémica al lector informado porque siendo la coevolución un fenómeno científicamente bien encajado desde hace tiempo, Wade parece, sin embargo, redescubrirlo enfatizando no tanto la relación bidireccional existente entre ambas trayectorias evolutivas, sino focalizando su discurso en la determinación de las instituciones a modo de consecuencia de la genética de poblaciones. Esta hipótesis, ya tratada en diversos campos de las ciencias naturales y sociales al nivel de la especie, es retomada por el autor para buscar explicaciones raciales (Wade rehúye el concepto de etnia) del marco institucional que regula las sociedades y civilizaciones. Curiosamente, además, y en discordancia con el indeterminismo de la teoría evolutiva, Wade da la impresión de considerar que el marco institucional característico de las sociedades «abiertas» occidentales viene a ser el pináculo de la evolución institucional hacia el que todas las civilizaciones habrán de dirigirse, o por el que tendrán que pasar en el devenir histórico. La corriente de fondo que explica este particular «fin de la Historia» no es la interacción de política y economía, como en la discutible tesis de Fukuyama, sino las adaptaciones biológicas que explican el comportamiento, político y económico, de individuos capaces de producir la revolución industrial británica (capítulo 7) o la intensa actividad financiera e intelectual atribuida a la estirpe judía asquenazí (capítulo 8).

Afirma el autor, refiriéndose a la teoría de la complejidad, que «los genes proporcionan sólo un empujoncito en una determinada dirección. Pero estos empujoncitos, al actuar sobre todos los individuos, pueden alterar la naturaleza de una sociedad» [sic] (p. 62). Siguiendo la dirección de la causalidad que enfatiza Wade en su análisis, la diferencia entre una sociedad típicamente europea y otra, pongamos africana, vendría explicada por la presencia en la raza africana de exiguas diferencias genéticas explicativas de su carácter (y el de los europeos preindustriales) comparativamente más agresivo, tribal y conformista. Sin embargo, siendo verificable que, en efecto, las sociedades tradicionales, y no digamos los exóticos pueblos indígenas de Nueva Guinea o la Amazonia, resultan más belicosas, colectivistas y fieles a antiguas tradiciones que las modernas sociedades capitalistas, lo que no consigue el autor, aunque apoye sus argumentos en las investigaciones históricas de Gregory Clark (capítulo 7) o Francis Fukuyama (capítulo 9), es mostrar la evidencia empírica de que determinada frecuencia de los alelos en una población es la causa de esa diferencia en los comportamientos.

Cuando detectamos una divergencia institucional verdaderamente relevante entre 2 sociedades, esta puede tener una explicación biológica teóricamente admisible (por ejemplo, por la epigenética, la psicología evolutiva o la neurociencia cognitiva social). Pero presuponer que la superior riqueza o tecnología de una sociedad o grupo social venga explicada por la genética es discutible, tanto porque se hace urgente la contrastación de una hipótesis tan contundente como porque se trata, a priori, de una falacia teórica en la que se incurre: «El hecho de que China, Japón y Corea del Sur desarrollaran economías modernas tan fácilmente, una vez se hubieron establecido las instituciones apropiadas, es prueba de que sus poblaciones, como las de Europa, habían experimentado cambios (de origen genético) en el comportamiento equivalentes a los que se han documentado para Inglaterra» (p. 191; paréntesis añadido).

¿Por qué habría de ser racial la explicación de las diferencias institucionales y de nivel de desarrollo existentes entre Níger y Dinamarca, y no entre Corea del Norte y del Sur? Los coreanos son una población genéticamente más homogénea que las otras 2 consideradas en conjunto. Pero el autor atribuye solo al devenir institucional endógeno las instituciones en el segundo caso, y, contrariamente, señala la raza, o sea un factor biológico exógeno, en el primero. Nuestra crítica a la falacia de Wade puede ilustrarse de otro modo: mientras no se demuestre que los recién nacidos de progenitores nigerianos, adoptados por familias europeas, experimentan sistemáticamente idénticas inadaptaciones al medio social de acogida, no podremos tomar en serio la hipótesis de que una ínfima diferencia en la genética, aunque sea localizada y afecte al nivel poblacional, contribuya a explicar consistentemente la evolución comparada de las instituciones.

Entre la complacencia etnocentrista y el absolutismo ideológico prooccidental, el libro constituye, a nuestro parecer, un intento más voluntarioso que riguroso de abordar una hipótesis tentadora, la de la influencia biológica en las instituciones humanas, que puede y debe estudiarse al margen de las posturas ideológicas en torno al racismo. Por ahora Nicholas Wade no consigue convencer, salvo a quien ya lo está de partida.

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