Lo que inicialmente iba a ser un «breve ensayo» se convirtió en un grueso volumen, lo que parece contradecir la existencia de una crisis, al menos, editorial, en el mundo académico. El pretexto es El caso Verdes Montenegro, personaje que acabó suscitando simpatía a la autora. De hecho, Fernando Verdes Montenegro no ha sido un personaje mal visto. Canga Argüelles lo trata con matices —«Verdes, sucesor de Iturralde, y secretario de sus errores» y de forma más positiva en su Suplemento de 1840 sin duda porque falleció en 1741 siendo «gobernador del consejo de hacienda, secretario del despacho, y superintendente de ella, con retención de la plaza de capa y espada del consejo y cámara de Indias», amén de superintendente de Sisas de Madrid— y Madrazo con prudencia. Es precisamente Santos Madrazo quien descubre el personaje a la autora, como esta reconoce en la advertencia al lector, aunque buena parte de la introducción está dedicada a disentir de sus planteamientos respecto al fraude, tema resbaladizo incluso en nuestros días, en donde defraudar a hacienda se convierte en delito, pero solo a partir de cierto montante y que exista voluntad del sujeto a evitar el pago. En lo que la autora coincide con Santos Madrazo es en que los procesos a los altos cargos obedecían más a razones políticas que al mal desempeño de las funciones o a los fraudes. Aunque hubo excepciones: «La secreta condena del Virrey Alburquerque…» (Luis Navarro, G.).
Antes de abordar el tema concreto, analiza puntillosamente las modificaciones que el cambio político provocó en el «control financiero» y en el «edificio institucional», muy pendiente, a veces, del texto manuscrito de Alejandro de la Vega (Representación universal…), no obstante, su «rancio pensamiento hacendístico» (Delgado Barrado), fijando las posiciones de cada personaje —Campoflorido, Hinojosa…— y sus posibles vínculos con diferentes grupos de asentistas, con pocas alusiones al contexto social y, sobre todo, bélico.
La Guerra de Sucesión y los intentos por recuperar parte de lo perdido en el tratado de Utrecht, gravitaron sobre la política hacendística de la monarquía. En ese contexto, el gasto en guerra revestía una importancia vital. Las principales reformas administrativas y de la hacienda estuvieron, de un modo u otro, encaminadas a no solo obtener más recursos, fiscales o no, sino también a movilizarlos con agilidad en función de las necesidades bélicas. Sin duda piezas claves fueron la creación en 1703 de la Tesorería Mayor, con vistas a centralizar ingreso y gasto, el sistema de cuenta y razón, el uso de la vía reservada y los tímidos intentos de allegar fondos que presagiaban al catastro de Ensenada. Más que a diferentes posiciones en política interior, ascensos y caídas parecen vinculados a éxitos o fracasos en los intentos por recuperar territorios perdidos tras la Guerra de Sucesión. No es una casualidad que tanto Alberoni como Ripperdá cayeran, debido a los fiascos que cosecharon en la política exterior. O que la línea de separación entre el llamado partido castizo o español y el francés no fuera a veces nítida, como opina la autora. La moral hacendística, desde el punto de vista de la Corte, parecía más vinculada al éxito de las empresas emprendidas con los recursos que al origen de estos, y a los «tres por ciento» de la época. Hubiera resultado interesante enmarcar el peculado en la abundante literatura sobre la economía del don, en la amplia línea interpretativa abierta hace mucho tiempo por Marcel Mauss o bien recurrir a Canga Argüelles —«la falta de moral puede ser menos dañosa que la del talento»—. La idea de que el personal de hacienda debía ser cualificado no era nueva en el siglo XVIII, como señaló tiempo ha Pérez Prendes en La monarquía indiana…
Realmente, hasta el paso del arrendamiento de las rentas provinciales a su administración, al muy tardío uso de las aduanas como instrumento de política económica, y a la creación de una deuda pública (los vales reales) no se puede hablar de cambios fiscales relevantes, excepto en la antigua corona de Aragón. Estas limitaciones ayudan a explicar los nexos entre arrendatarios de rentas reales y prestamistas, lo que ya era bastante normal bajo los Austrias.
La política fiscal de la primera mitad del siglo XVIII se parece mucho a la de los Austrias. Que el gasto supere al ingreso plantea un problema que hay que abordar, puesto que alguien paga la diferencia. Al no existir deuda perpetua o a largo plazo, debería quedar claro quienes cargaron con las deudas de Felipe V, «las sumas que al fallecimiento de este monarca se quedaron a deber a los empleados públicos, a los criados de la real casa, y demás que tenían derecho a cobrar de la tesorería mayor», que aún coleaban a principios del siglo XIX, aunque parte de ellas se habían admitido «en los empréstitos abiertos en los años de 1782 y 1794». Verdes Montenegro, teórico objeto del libro, acabó siendo exonerado, indemnizado y repuesto en sus honores. Lo que no les sucedió a los herederos de Hinojosa. Aunque el argumento contra Hinojosa de Campoflorido, la enorme deuda dejada, realmente no parece muy documentado. La autora señala, para corroborar la acusación, que «el periodo de mayor creación de deuda del reinado se sitúa en los años 1711-1720» (pp. 107-108) apoyándose en Rafael Torres (2008, sin página). Pero este lo que escribe es que las deudas no pagadas de Felipe V se habrían generado con posterioridad a 1731 («Incertidumbre y arbitrariedad…», Estudis, 34, 2008, p. 272 entre otras). Lo que la autora ratifica en la p. 596, precisando que las tres cuartas partes de la deuda de Felipe V se generaron después de 1730, apoyándose en el mismo Torres, ahora sí, ofreciendo página, la 271. A quien le guste la historia narrativa llevada al terreno de la historia de la hacienda y sus reformas en la gestión tiene aquí unos cientos de páginas en las que obtener puntales datos. A quien busque una visión general, los hechos ordenados según su peso y efectos puede que los árboles le oculten el bosque y las ramas, los árboles.