Sin la crítica y la sospecha no puede haber avances en la ciencia. La idea de progreso, que surge en el Renacimiento, fue la clave para comenzar la revolución científica: bajo el prisma de que todo está escrito y cerrado, nada nuevo se espera. Y la idea de progreso tiene un claro vínculo con la de utopía o perfección. No podemos saber si un cambio constituye progreso si no tenemos un ideal con el que juzgarlo. Así, el pensamiento humanista intentaba, a través de las utopías, superar las concepciones pesimistas del tiempo precedente, tanto del cíclico de los griegos como del sello innato en el hombre, dado por el pecado original. También luchaba contra filosofías contemporáneas, como la del mal menor, de Maquiavelo. Para el príncipe de Maquiavelo era inútil rebelarse contra las leyes de la política, de manera que la necesidad nos aconsejaba liberar a la política del bien o el mal moral.
Quevedo decía, en la traducción de Utopía, de Tomás Moro (1517), que el propio título significa «no hay tal lugar». Pero eso no implicaba que no pueda haberlo: «Yo me persuado de que Moro fabricó aquella política contra la tiranía de Inglaterra y por eso hizo isla su idea». Moro, en vez de plantear dogmáticamente cómo debe transformarse la sociedad, soñó despierto una sociedad sencilla en la que el hombre, en vez de la mezquina ambición de buscar su propia salvación, hiciera realidad que el todo es más que la suma de las partes.
Pero los mayores costes de los cambios que se produjeron tras la Revolución Francesa y la introducción del industrialismo los soportó la clase trabajadora, y es por ello que las utopías posrevolucionarias denuncian como opresora la estructura económica de la Revolución Industrial e insisten en la necesidad de una ideología socialista para avanzar hacia un mundo mejor: la declaración de los derechos del hombre no logra que la voluntad general fuera encarnación de las voluntades particulares pero no suma de ellas.
Este volumen recoge precisamente varios estudios sobre el tema del utopismo posrevolucionario, presentados y discutidos por especialistas españoles, franceses e italianos en 2 encuentros científicos que se desarrollaron en las universidades de Zaragoza (2008) y Verona (2009). Comienza con una introducción de los coordinadores del libro, Vitantonio Gioia, de la Universidad de Salento, Sergio Noto, de la Universidad de Verona, y Alfonso Sánchez Hormigo, de la Universidad de Zaragoza, todos ellos importantes especialistas en pensamiento económico y utópico. Después, en un prólogo, Gian Mario Bravo reflexiona sobre el socialismo utópico. Y a continuación, 2 partes, escritas en los respectivos idiomas de la conferencia (inglés, español, francés e italiano), completan la obra: la primera trata sobre el pensamiento de Saint-Simon y los pensadores que en los mismos años se ocuparon de los cambios sociales, políticos y económicos del momento, como son Leroux, Sismondi o Chevalier. La segunda se detiene en la obra de Pierre-Joseph Proudhon y su influencia sobre otros pensadores. En definitiva, los 23 capítulos afrontan aspectos de los autores utópicos, y lo hacen teniendo como fondo la obra de Karl Marx. Con ello profundizan de una manera original en problemas de la economía política clásica que, por otra parte, están de extraordinaria actualidad.
Los socialistas utópicos son en gran parte precursores del lenguaje a día de hoy «políticamente correcto». Consideraban el capitalismo irracional e injusto, y sin embargo, eran optimistas con respecto a la perfectibilidad del orden social. Pretendían sustituir la competencia por un sistema de cooperación y control democrático de la economía; por tanto, intentaban liberar a la política –y a la economía– de la necesidad que augurara Maquiavelo. De hecho, Marx los critica porque él insistió en reivindicar el reino de la necesidad. Sin embargo, los parecidos con Marx son más que las diferencias. Saint-Simon afirmaba que el desarrollo histórico había consistido en un conflicto entre los que no tienen nada y los propietarios. Y, aunque tener el control sobre las cosas es necesario, no lo es tenerlo sobre las personas. Saint-Simon propone un mundo donde los hombres dejarían de tener luchas por el poder y utilizarían su poder para explotar la naturaleza. Pero no incide en cuestiones distributivas y, de hecho, no es igualitarista. Sin embargo, los discípulos de Saint-Simon atacaron la herencia y la propiedad de tierras y fábricas, y sus teorías no son tan distintas, de hecho, a la crítica de Piketty que tanto revuelo ha creado en los últimos tiempos.
En este sentido, Marx se acercaba más a Saint-Simon que a sus herederos. Marx no dejaba de ser un anarquista y en sus debates con ellos en la Primera Internacional Socialista (1864-1878) se esgrimían problemas como si la libertad genera libertad, o si el autocontrol puede crearse desde el descontrol. También se debatía el problema de si es posible un yo colectivo, dado que muchos anarquistas acabaron siendo individualistas filosóficos. Es el caso del francés Pierre-Joseph Proudhon, otro de los grandes protagonistas del libro que nos ocupa. Proudhon definía la anarquía como el gobierno de cada uno sobre sí mismo, pero su anarquía no es «cualquier» libertad absoluta, sino un mundo en que el hombre hiciera lo que debe hacer, pero lo hiciera espontáneamente. Para ello, proponía la «igualdad de oportunidades», no cambiando la propiedad, sino la forma en que circula la riqueza modificando el sistema de créditos.
Es innegable que todas estas ideas son de gran actualidad. Y la publicación de este libro es un gran hito en la historia del pensamiento económico, ya que profundiza por vez primera en el tan desconocido, y manejado por políticos y economistas, pensamiento utópico.