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Investigaciones de Historia Económica - Economic History Research
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Vol. 14. Núm. 2.
Páginas 128 (junio 2018)
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Vol. 14. Núm. 2.
Páginas 128 (junio 2018)
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Rafael Torres Sánchez. El precio de la guerra. El Estado fiscal-militar de Carlos III (1779-1783). Madrid, Marcial Pons, 2013, 459 págs. ISBN-10: 8492820926; ISBN-13: 978-8492820924
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Ramón Lanza García
Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, España
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La formación del estado nacional moderno y los cambios financieros e institucionales tan decisivos que trajo consigo no pueden ser entendidos al margen de la lucha por la hegemonía europea. En el siglo xviii, las prioridades dinásticas y religiosas de antaño fueron desplazadas por las económicas, las cuales en España se concretaron en un conjunto de reformas que pretendieron poner los dominios americanos al servicio del fortalecimiento político y militar del estado. Una política mercantilista sin duda tardía, en comparación con otros países, que requería la intervención militar con el fin de asegurar rutas y mercados y que exigía necesariamente la movilización de recursos fiscales, financieros, administrativos y empresariales para la guerra, de ahí el concepto acuñado por los historiadores de «estado fiscal-militar».

El libro que reseñamos estudia con vivos detalles y fino análisis las características del llamado estado fiscal-militar de Carlos III en una coyuntura crítica como fue la intervención de España en la guerra de independencia de las colonias británicas de Norteamérica. Esta ocasión ofrece un banco de pruebas donde valorar el alcance y la eficacia no ya solo de las finanzas públicas, sino también el carácter del estado borbónico y, en cierto modo, el éxito de las reformas emprendidas a raíz de la dolorosa derrota de la Guerra de los Siete Años. La imagen que se revela es la de una hacienda en exceso prudente y apenas endeudada, poco gravosa, en frágil equilibrio y propensa a intervenir de un modo que entorpeció el desarrollo de los mercados financieros.

La guerra exigió incrementar los ingresos ordinarios, lo cual era harto difícil por causa de la débil capacidad contributiva de la población y de la renuncia de la Corona a introducir nuevos impuestos por la vía de servicios, lo que por razones constitucionales requería alguna forma de consentimiento y prueba de ello es que el principal proyecto de reforma fiscal, el Catastro de Ensenada, más allá de las dificultades técnicas de su implantación, se había estrellado poco antes en los tribunales. Al igual que antes los Habsburgo y en ese momento otros estados, como el británico, los Borbones recurrieron a donativos para allegar recursos y promover el espíritu patriótico, desde donativos voluntarios de personas y corporaciones privadas, si bien eludiendo la concesión de mercedes compensatorias, a donativos forzosos de las provincias «exentas», a la manera de una contribución que de otro modo no habría pagado, y donativos eclesiásticos, que en realidad fueron adelantos del subsidio.

Por supuesto, las fuentes de financiación más seguras debían ser los tributos y la deuda pública. Los primeros debían consistir en la explotación de las regalías de la Corona, como los estancos de la sal y el tabaco, los encabezamientos de las rentas provinciales y las rentas generales o de aduanas. Los resultados fueron un tanto limitados porque los derechos de aduanas aumentaron, pero después de aprobado el arancel de 1782, el incremento de las rentas provinciales en realidad procedía de la transferencia de los excedentes de propios y arbitrios o de los capitales de los pósitos, que dejaron sin medios a las haciendas locales, y los recargos en la sal y el tabaco rindieron mucho menos de lo esperado porque deprimieron el consumo, propiciaron el contrabando y aumentaron los costes de administración. En la práctica, el sistema fiscal heredado por los Borbones apenas fue modificado y si mostró alguna mejora en la eficacia, medida atinadamente en términos del tiempo transcurrido desde la aprobación de un tributo hasta el ingreso en caja, fue más bien poca.

El endeudamiento público producía auténtica aversión al gobierno y, de hecho, al finalizar la guerra era menor y menos costoso que el de otros países beligerantes. Es cierto que la gestión de la deuda antigua, los juros, y la dinástica, así como la disposición de los depósitos de particulares, una especie de empréstito forzoso, mermaron la reputación crediticia de la Corona, pero, aun así, lo más sorprendente es comprobar la existencia de una fuerte demanda de títulos del estado, como se vio con motivo de la exitosa emisión de fondos vitalicios. Sin embargo, el gobierno cortó las emisiones dificultando el desarrollo de un mercado de deuda pública. En su lugar, recurrió a empréstitos extranjeros y a la emisión de papel moneda. El proyecto no nato de Floridablanca para financiar el comercio indiano mediante la emisión de papel moneda con respaldo de los ingresos públicos difícilmente podía prosperar dada la crónica insuficiencia fiscal. La emisión de vales reales propuesta por Cabarrús despertó considerables y fundadas críticas, no siendo la única el hecho evidente de que era fruto de una negociación al margen del mercado y que implicaba la concesión de privilegios particulares. En esto Carlos III tampoco se apartó sustancialmente de sus antepasados, pero al igual que ellos debía atender el servicio de la deuda para mantener el crédito real.

El libro concluye mostrando el ciclo característico de la hacienda real, que consistía en un déficit crónico compensado periódicamente con las remesas americanas. Estas eran asimismo esenciales en la balanza exterior de la economía española. En condiciones normales, la hacienda y la economía podían mantenerse en equilibrio, aunque frágil, y asegurar la continuidad del sistema político. Sin embargo, un conflicto bélico podía convertirse en un desafío insuperable.

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