El Informe Belmont de 1979 es el referente bioético sobre los límites éticos de la investigación biomédica en seres humanos hasta la actualidad. Constituyó la respuesta del congreso norteamericano a la alarma social suscitada tras el descubrimiento y posterior difusión en los medios de comunicación del estudio y tratamiento realizado sobre la sífilis en cierto sector de la población afroamericana en Alabama, conocido como «experimento Tuskegee» (1932-1972) o «Estudio de Tuskegee sobre la sífilis no tratada en el macho negro»1. Con dicha finalidad, en 1974 se constituyó The National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research (Comisión Nacional para la Protección de Personal Objeto de la Experimentación Biomédica y de la Conducta), presidida por el Dr. Ryan, director médico del Boston Hospital for Women y constituida por un equipo interdisciplinar de 10 miembros pertenecientes a distintas disciplinas, desde personal sanitario a filósofos, juristas, psicólogos y líderes de los derechos civiles. El resultado fue el citado Informe Belmont, breve texto constituido por una docena de páginas que podría desglosarse en 3partes:
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Primera parte. Un texto introductorio, en el que se pretendían identificar unos principios éticos generales que actuasen como marco ético referencial para su aplicación concreta en situaciones específicas de especial relevancia bioética.
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Segunda parte. Constituye el elemento central del texto, en el que se formulan los 3principios que han de garantizar toda investigación biomédica: el respeto a las personas (manifestado en el principio de «autonomía», cuya expresión legal es el consentimiento informado), la «beneficencia» o máxima bioética por la que se garantiza el no causar daño al participante de la investigación por medio de la maximización de los beneficios obtenidos y la disminución de los riesgos requeridos para tal fin, y la «justicia», concepto equiparable al de la «equidad», por el que se establecen los principios de la distribución «de beneficios y cargas» aplicado a los sujetos participantes.
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Tercera parte. En ella se establecen los procedimientos que garantizan en la práctica el respeto a los principios expuestos. Podría afirmarse que representa el mecanismo de aplicabilidad de dichos conceptos teóricos (principios bioéticos) en determinados supuestos prácticos y, por tanto, susceptibles de crítica y mejora.
En la actualidad, y pese al tiempo transcurrido, el mencionado informe sigue constituyendo un documento de referencia respecto a los aspectos éticos de la investigación biosanitaria. Distintos factores contribuyeron a su vigencia. Desde su carácter interdisciplinar, que integró distintos puntos de vista de la sociedad (al eliminar posibles «sesgos profesionales») hasta el empleo de una metodología basada en un extenso trabajo de campo, a través de la revisión de casos, que permitió el conocimiento de problemas específicos como base para establecer de forma sólida sus 3principios bióeticos teóricos fundacionales y la diferenciación de sus posteriores mecanismos de aplicación en la resolución de conflictos particulares.
Pese a la incuestionable importancia del mencionado documento, el objetivo del presente estudio pretende establecer una reflexión crítica razonada acerca de ciertos aspectos, que podríamos simplificar en 2apartados: su concepción teórica y su impacto práctico2.
Desde el punto de vista teórico, dicho texto presenta 2conceptos a nuestro juicio discutibles, como son el del «respeto a las personas» y el de «beneficencia». Si bien es cierto que una premisa fundamental en investigación biomédica es la de preservar la dignidad del ser humano, el Informe Belmont podría calificarse como excesivamente reduccionista, al identificar dicha premisa con el concepto de «autonomía», cuando en realidad «autonomía», equivalente a libertad en la toma de decisiones, no representa más que una expresión de la propia dignidad, la cual prevalece en ciertas ocasiones (investigación en niños, sujetos con incapacidad, urgencias epidemiológicas…) en las cuales su expresión en forma de consentimiento informado no es posible. Por otra parte (aspecto especialmente criticado por distintos autores), se concibe la «beneficencia» como elemento clave en la investigación, entendida no como «caridad» sino como la obligación del investigador de procurar un beneficio con su actuación, en un intento de maximizar los beneficios minimizando los riesgos. En este sentido, identifica «beneficencia» con el viejo principio hipocrático de primun no nocere (no hacer el mal), esto es la «no maleficencia», cuando ambos son conceptos diferentes. La «no maleficencia» que, junto con el «principio de justicia», constituye el fundamento de la «ética de mínimos» (de obligado cumplimiento) implica la exigencia impuesta al investigador de no hacer el mal, pero no necesariamente la obligación de obtener el bien, por cuanto los resultados en investigación son hipotéticos y no de obligado cumplimiento, aunque exista la mejor predisposición para conseguirlos3.
En un plano estrictamente práctico, la experiencia ha mostrado 2limitaciones relevantes: su carácter proteccionista en exceso y la difusa delimitación entre investigación y práctica asistencial. Aun contextualizando dicho informe en una situación de conflicto bioético escandaloso (el citado «experimento de Tukesgee»), la aplicación estricta del «principio de justicia», en la que se establecen los procedimientos en la selección de los participantes en la investigación, determinó el efecto paradójico de que en un intento de proteger a sujetos especialmente vulnerables (niños, mujeres, grupos sociales marginales, embriones…), estos quedaran excluidos de los potenciales beneficios resultantes de la investigación. Esto ha inducido a la incorporación progresiva y la participación activa de miembros de la ciudadanía ajenos a la profesión sanitaria en los distintos comités de ética para la toma de decisiones respecto al diseño y selección de participantes en distintos proyectos de investigación4. Por otra parte, distintos autores enfatizan la necesidad de distinguir entre investigación biomédica e innovación en la práctica médica habitual. Investigación e innovación no han de ser considerados como conceptos equivalentes, ya que mientras que la investigación se concibe a través de la ejecución de un protocolo formalizado para probar una hipótesis y obtener conclusiones, la práctica clínica innovadora se aplica a todas aquellas acciones tanto diagnósticas como terapéuticas enfocadas al beneficio del paciente, siempre que contemplen unos criterios razonables para su consecución. Se impone, por tanto, la necesidad de ampliar la protección de los pacientes en ambos campos, aplicando las premisas bioéticas concebidas en exclusiva en el ámbito de la investigación.
En conclusión, pese al innegable valor bioético del Informe Belmont, los nuevos desafíos tecnológicos (inteligencia artificial, big data, genómica…)5 imponen una revisión constante de los paradigmas éticos en investigación biomédica enfocados a obtener la máxima calidad en la asistencia sanitaria.