En este artículo se propone una revisión del nuevo orden letrado latinoamericano dentro del contexto del nuevo orden neoliberal y la ya perenne “crisis de las humanidades.” Se da cuenta de los resultados inesperados producidos por esta coyuntura: circuitos independientes de edición, nueva gestión editorial transatlántica, el creciente entorno de estudios culturales. Se revisan los paradigmas de gran influencia y ambición que dialogan con épocas previas y legados teóricos en busca de nuevos horizontes, particularmente la colonialidad del poder y la deconstrucción. Al retomar el panorama del nuevo orden de “lo latinoamericano” se observa la relación entre el mercado y las nuevas apuestas de la intelectualidad latinoamericana, trazándose así la expansión de discursos paralelos en el campo latinoamericanista.
The following essay takes a close look at the new Latin American literary order within the context of neoliberalism and the now permanent “humanities crisis”. It engages some its outcomes: independent publishing networks, transatlantic editorial frameworks, and the broadening scope of cultural studies. More specifically, it analyses two influential and ambitious paradigms in dialogue in search for new horizons: the coloniality of power and deconstruction. Lastly it attempts to show how this new turn within “Latin Americanism” responds to the growing relationship between markets and the production of critical discourses in the Latin American field.
Darle nombre a una época ayuda a pensarla pero también encarna riesgos, más aún si se trata de un periodo cercano. Las propuestas triunfales de la posmodernidad se han agotado, el ímpetu poscolonial pasa gradualmente a la imprecisión y no está muy claro qué viene después, más allá de ese embudo llamado globalización y los diversos acomodos que suscita, tanto en América Latina como en otras latitudes. Casi un cuarto de siglo después de la caída del Muro de Berlín y la disolución del socialismo oficial, todo ello seguido por una crisis descomunal del capitalismo financiero aparentemente análoga al “Crack” del ’29 —en sí acompañada por una expansión inédita de capital en Brasil, China y la India, al igual que una contracción demoledora en Europa y otras partes del mundo— escasean rumbos esclarecedores para periodizar el presente, no sólo en el terreno de la cultura, donde siempre ha abundado la duda productiva, sino en el propio entorno de la economía y la política. Sopesar entonces que la soberanía estatal está en jaque y que la ética social opera en un vacío quizá permita catar nuevos senderos filosóficos ante el momento actual —la biopolítica de Foucault, la multitud de Negri o el Estado de excepción de Agamben, por ejemplo —aunque todo ello posiblemente confirme, de otro modo, el talle de un horizonte autotélico sin claras alternativas de exterioridad y resistencia.1
Importa notar, al mismo tiempo, cierta impaciencia con la indeterminación del saber celebrada hasta no hace mucho. En la ruta hacia el neoliberalismo, ese tránsito del Estado al mercado —como suele llamársele en América Latina—, la duda epistémica, el pensamiento débil, los juegos de lenguaje y la resistencia a partir del arte y la estética han ido perdiendo terreno.2 La producción actual del saber precisa acercamientos más axiomáticos en torno al capital simbólico, apuestas capaces de aplazar o negar la perplejidad, reorganizando comunidades de intereses más definibles. Este giro, esta forma de reorganizar la duda conceptual, coincide en gran medida con la tan citada “crisis de las humanidades” que acompaña a la universidad neoliberal, en particular la norteamericana, desde hace varias décadas; un cuestionamiento, a ratos un debate, sobre el valor de sus teorías, métodos y objeto de estudio, en sí agudizado por la pérdida de un 25% del mercado de trabajo académico después de la depresión de 2008, sobre todo en materias definidas por las letras. Pero esa “crisis” también ha arrojado nuevos saldos inesperados, no sólo señales de vida sino todo un despliegue de propuestas, líneas de fuga y, en algunos casos, paradigmas que parten del viejo anclaje disciplinario conocido como literatura y cultura latinoamericana. Los ejemplos más importantes confirman el campo de estudios conocido como “latinoamericanismo”, que también se suele definir como una crisis interna a su propia composición.
Una manifestación novedosa serían los nuevos circuitos independientes o alternativos de edición —piénsese en el conocido fenómeno Eloísa Cartonera u otros esfuerzos análogos, como el de ediciones Torre de Letras (La Habana)— al igual que el creciente entorno de los blogs, por donde circulan y se codifican textos casi independientemente del mundo académico.3 Ambos vienen transformando la noción de público, dando voz a una constelación de sujetos ciudadanos, migrantes y virtuales hasta hace poco impensable. Una segunda instancia, sin duda en contraste con la primera, corresponde a la expansión editorial afianzada por el euro y el alcance global del español, es decir, el enfoque transatlántico. Esto explica en buena medida los impulsos que han revitalizado el empalme entre el hispanismo y las letras latinoamericanas en las últimas dos décadas, tanto en la creación como en la crítica.4 Un tercer índice atañe a la rearticulación de los valores nacionales, en artes, letras y cultura en general, un anclaje sin duda profundo, si no inagotable, que ahora tiende a pluralizarse, retornar a la historicidad y pensarse menos hegemónicamente, ya sea desde la sociología de Bourdieu o la estética de Rancière.5 Y un quinto enlace, si acaso mayor por su capacidad de convocatoria sería el plano de los estudios culturales, ese entorno ilimitado de discursos sobre género, performance e imágenes que entrecruza formas artísticas e identidades en tránsito hoy cifradas por la fecundidad tecno-me-diática.6
Acechos de Marx7Cada uno de estos encauces merece mayor abordaje y será motivo de ello más adelante. Hay, sin embargo, dos proyectos que exigen atención especial por la ambición de su apuesta, por el peso de su influencia sobre los encauces ya listados y por la relación que sostienen con épocas previas y legados teóricos en pos de nuevos horizontes, entre ellos el marxismo. El más reciente sería la colonialidad del poder, una suerte de poscolonialidad latinoamericana, al menos al comienzo, que viene estableciendo su perfil desde mediados de los noventa y enfatizando el pensamiento autóctono de América Latina. Podría decirse que el proyecto funde vertientes conocidas desde los sesenta o antes —teoría de la dependencia, teología de la liberación y cierta diacronía lingüística—, reorientadas ahora dinámicamente por las coordenadas de la globalización. Más específicamente, se trata de una apuesta que congrega la sociología de Aníbal Quijano, la diacronía antropológica de Walter Mignolo y la reflexión teológica de Enrique Dussel, todo ello en gran medida cartografiado por los sistemas mundiales que informan el pensamiento marxista de Immanuel Wallerstein y el nuevo espíritu de cambio político en el área andina.
Importa acentuar que la colonialidad no descansa sobre la economía como tal, y menos sobre la literatura, sino sobre el devenir de la episteme racial gestada durante el legado colonial latinoamericano.8 Con ello busca no sólo, o no tanto, una relectura de la historia latinoamericana sino más bien una línea de investigación inapelable para cuestionar la modernidad europea, un recuerdo lejano de impulsos antiimperialistas actualizados ahora como proyecto de ambición y utilidad global, que a su vez permite acercarse puntualmente a conflictos étnicos, choques civilizatorios y desgastes de soberanías nacionales en diversas partes del mundo actual.9 La colonialidad, así entendida, descansa todavía sobre una frontera de “última instancia”, un indicio de la metodología que hereda, pero ya no la comprueba sobre la base económica como tal, sino en el modo en que la racialización surge en la modernidad temprana como parte integral de la economía, y luego como piedra de sostén filosófico para toda la modernidad posterior.10
Vale preguntarse cuál sería el alcance de este paradigma —“opción desco-lonial” es otro de sus nombres— sobre la esfera de estudios literarios y culturales usualmente centrados en épocas contemporáneas y sincronías textuales. Una respuesta posible sería que al repensar la Colonia se rescata un residuo de contenidos políticos que se había perdido o diluido con las teorías de la posmodernidad y los golpes políticos sufridos por la izquierda, primero dictaduras y luego globalización. Junto a ello va también un sentido de duda ante la teoría y un nuevo interés en la historicidad. Pero su influencia cobra mayor relieve si se toma en cuenta que la episteme de la raza, atenazada por siglos, se exterioriza hoy, de pronto, en gran medida debido a la radicalidad del telos globalizante. El orden neoliberal urge aperturas hacia grupos raciales excluidos porque logra entrever nuevos mercados que fusionan, cada vez más, la política y el consumo. Por otra parte, la tercerización del mercado de trabajo y las crecientes migraciones, legales e ilegales, desorientan y desbordan la ecuación nacional abriendo políticas que permiten reafirmar comunidades históricamente reprimidas.
El discurso de la colonialidad, se puede observar, entronca de un modo muy particular con la estructura del capitalismo global, puesto que la universalidad del sujeto ya no pasa exclusivamente por el discurso de la nación, o por una definición singular de la misma, y la racialización, parte integral del Estado nacional moderno, de pronto llega a presentar un obstáculo para el despliegue continuo de mercados.11 Ante esta coyuntura el academicismo liberal tantea un acomodo inquieto, un “no negar pero tampoco esencializar” el tema racial, lo cual implica, en su definición latinoamericanista, repasar o reconsiderar las síntesis nacionales modernas de la primera mitad del siglo xx. No es obvio, sin embargo, que esta salida responda consecuentemente a los retos actuales entre estados y culturas nacionales. Obviamente, el racismo como tal persiste, y a veces se agudiza ante la histeria que provoca la incertidumbre, pero su engranaje ideológico se ha vuelto más contradictorio, abriéndose a discursos como la colonialidad, una indagación que parte de la historia de América Latina, con énfasis en ciertas regiones de mayor población indígena, pero que al mismo tiempo se proyecta sobre todo el continente y de hecho el mundo, dada la importancia de la episteme racial.
Se podría postular también, por otra parte, que la inspiración histórica, antropológica y sociológica que impulsa la colonialidad en gran medida desplaza el análisis detenido de la hechura verbal que caracteriza el estudio de la modernidad literaria.12 Obviamente éste es un paso difícil y debatible que refleja la ambición de establecer un modelo alternativo para las humanidades, una matriz más organizada por la modernidad temprana. Su punto de partida sería la racialización fraguada en los siglos xv, xvi y xvii por el protagonismo hispánico y el mundo precolombino, una gestación dirigida a cuestionar el eje humanístico de la modernidad industrial posibilitada por las tradiciones alemanas, francesas e inglesas.13 En cuanto a las culturas, literaturas y políticas latinoamericanas, en gran medida fundamentadas por esa segunda modernidad europea, la colonialidad convoca entonces una relectura de la modernidad latinoamericana que permita traslucir la falsedad criolla que los discursos de la transculturación, entre otros, aplazaban, disimulaban o creían superar en nombre de la nación. El mundo indígena y su huella hispánica —lenguas, culturas, pensamiento y gno-seología— cobra entonces un relieve renovador en dos dimensiones temporales, una centralidad que por un lado cuestiona y relee el metarrelato moderno latinoamericano —fallido para muchos— y por el otro entiende la etnicidad como nuevo entorno de la universalidad, una reconfiguración de imaginarios que se abre desde el nuevo telos globalizante menos comprometido con el anclaje nacional hegemónico.14
El otro paradigma cuyo alcance y magnitud exige atención particular es la deconstrucción y todo el giro lingüístico que la precede, un enfoque en muchos sentidos inverso a la colonialidad, aunque no en todos. Sus cauces precursores en América Latina podrían partir de figuras como Irlemar Chiampi, Josefina Ludmer, Silviano Santiago, Antonio Cornejo Polar y Ángel Rama, entre otros. De ahí surge una crítica literaria de vanguardia inmersa en la filosofía y el lenguaje de la alta modernidad, todo un acervo que eventualmente sedimenta el trabajo de la deconstrucción que comparte el orden letrado latinoamericano. Lo mismo podría decirse de la literatura en sí, con figuras como las de Borges, Paz, Lezama Lima, entre otras, un cúmulo de gran innovación que en gran medida condiciona el surgimiento de este paradigma, a veces como celebración, a veces como desaprobación, puesto que la relación entre literatura y deconstrucción se vuelve mucho más inquieta después de los ochenta. Obviamente, su eje filosófico más profundo remite a la obra de Jacques Derrida, pero en su fase inicial latinoamericana se destaca también la presencia de Paul de Man y Michel Foucault, como bien se observa en textos fundacionales del campo, entre ellos Mito y Archivo de Roberto González Echevarría y Desencuentros de la Modernidad en América Latina, de Julio Ramos.
Hay otros momentos y variantes importantes, entre ellos la obra de Nelly Richard, articulada desde las metrópolis latinoamericanas, un abordaje de las artes y el feminismo en modos altamente originales.15 Visto en conjunto, se trata de un paradigma que se propuso inicialmente renovar el objeto de estudio de la literatura, dejando atrás la plenitud o presencia del sujeto trascendental en pos de una operación que instaura el exceso y “la aporía” como eje del saber, placer y hasta el deber, toda una ética que preservaba, y a veces exigía, lecturas muy atentas a los matices más creativos de la hechura verbal. Su impacto sobre el campo de estudios literario y cultural no se puede subestimar, sobre todo en la época del énfasis textual, digamos de los sesenta a finales de los ochenta. En ese sentido, sus métodos y presupuestos permiten un contraste esclarecedor con la disposición más inclinada a contenidos históricos de la colonialidad, aunque también comparten paralelos. Actualmente ensayada por investigadores como Alberto Moreiras, Brett Levinson e Idelber Avelar, entre otros, la deconstrucción se desplaza del anclaje literario hacia la teoría política en pos de un análisis más centrado en el Estado latinoamericano y los discursos nacionales que lo sostienen. Con la salvedad de algunos autores, Borges en particular, entiende la tradición literaria —creación y crítica— como una estética compensatoria de identidades criollas que los grandes textos del boom monumentalizaron. Aquí, podría decirse, surge un marco de afinidad con la colonialidad, en dos aspectos que vinculan pero exigen aclaración entre los dos paradigmas: la noción del criollismo, la cual contiene una huella racial inevitable, y la idea de literatura moderna como ideología o conciencia falsa atesorada por esa clase social latinoamericana, cuyo propio anclaje racial nunca queda completamente claro.
Resulta aleccionador, en ese sentido, seguirle la pista a la temática racial que contiene la subalternidad latinoamericana durante las últimas dos décadas, término que parte de un cuestionamiento de las políticas del criollismo letrado desde el siglo xix pero que, finalmente, busca un cuestionamiento más profundo de la modernidad y su anclaje nacional en la era neoliberal.16 Como vimos anteriormente, la colonialidad reclama este momento para organizar un examen de los vínculos entre la colonia latinoamericana y la modernidad europea partiendo de la historia racial latinoamericana, sobre todo en los países de mayor concentración amerindia. Ése sería el referente preciso de esa subalternidad, una mirada que promete no sólo desmontar discursos de la transculturación en torno a la hibridez y el mestizaje, sino desentrañar de una vez por todas el eje racial que sostiene la modernidad europea desde su inicio. La deconstrucción, por su parte, comparte la sospecha profunda hacia el gesto transculturador que organiza el Estado liberal latinoamericano pero se resiste a concebir la subalternidad, al igual que el análisis más profundo de la modernidad europea, desde referentes históricos definibles como identidades raciales, nacionales o regionales. Su mirada, una vigilancia minuciosa también, responde más al exceso o residuo que toda subjetividad esconde al pretender centralizarse como eje singular de la historia.
Esta subalternidad, por ende, no tiene referente estable pero tampoco es una abstracción relativa, de manera que los grupos reprimidos históricamente, entre ellos ciertas razas, proveen ejemplos ineludibles pero no exentos de su propio exceso. De manera que todo planteamiento anclado en la identidad exige cuestionamiento, cuando no rechazo.17 Sin embargo, al acercarse a la formación del Estado a través de su literatura y otros textos fundacionales, la deconstrucción entrevé que el criollo latinoamericano compone un legado cultural más determinante que ningún otro, y por ello alude directamente al entorno étni -co-racial inherente a esa identidad. Es sin embargo un paso provisional que eventualmente debe desfasar, a veces sin haber aclarado su entrada inicial al mismo.18 En otras palabras, la deconstrucción no se afinca, como la colonialidad, en locus de enunciación originario que encauza la episteme de la racialización capitalista a partir del siglo xv, pero intuye o sospecha el valor de esa indagación como instancia que problematiza la gestión criollizante posterior que organiza la historia de los estados latinoamericanos. Esa formación —América Latina y sus estados nacionales— es a fin de cuentas la preocupación actual de la deconstrucción, ya sean sus instancias liberales, dictatoriales o revolucionarias. Las tres confirman un conjunto, a veces una totalidad, sedimentada sobre todo en la textualidad literaria y su estudio, es decir, el latinoamericanismo que en gran medida consagra la nación desde la estética.
Debe notarse, por ende, que más que una periodización esta lectura del Estado latinoamericano conlleva una teleología del fracaso: los proyectos de modernización liberales o revolucionarios de los siglos xix y xx desembocan en las dictaduras, transiciones y periodos especiales subsiguientes, todo ello visto desde un trasfondo estético monumentalizado por el modernismo, la novela de la tierra, la ensayística de identidad nacional, el boom, el testimonio y otros discursos de compensación estética. El arribo del mercado neoliberal y su nueva lógica en vísperas del siglo xxi corresponde, entonces, al momento en que se cierra el ciclo del error para entrar en una temporalidad menos definible, sin duda preocupante, pero en todo caso abierta a otras posibilidades. Lo que quede del objeto de estudio que emerja entonces, no será un despliegue de nuevos proyectos nacionales en la era neoliberal, o nuevas formas de cultura que devengan los mismos, sino el trauma, el recuerdo inconsolable del legado de experiencias fracasadas que de algún modo se siguen manifestando como residuo de la teleología del fracaso, o fronteras posnacionales que dejen de una vez el vínculo entre literatura y teoría para acercarse más de lleno a la relación entre filosofía y teoría política, un paso necesario para atender nociones como el Estado de excepción o la ingobernabilidad que se abren desde el orden global.19
Trauma o vértigoSe sabe que la tensión entre teoría, cultura y política incumbe a todos los acercamientos y paradigmas aquí tratados. Quizá sea más preciso decir que los acecha, puesto que la promesa del presente neoliberal viene simultáneamente velada por un futuro incierto y un pasado desconfiable. Uno de sus aspectos principales ha sido el acoplamiento del entorno tecno-mediático al saber humanístico, el reto de una cultura cuya fugacidad trastorna radicalmente el sentido del tiempo y el espacio. Esa apuesta, inicialmente teorizada por pensadores marxistas como Fredric Jameson y David Harvey, entre otros, intentaba cartografiar las repercusiones de la inmanencia llamada “lógica cultural del capitalismo tardío” aproximando así dos gestiones aparentemente disímiles: el interés de la poética marxista por el horizonte histórico de estructuras determinantes —que el nuevo imperio capital de pronto provee— y la posibilidad de diagnosticarla a partir de un rastreo más atento a la cultura y a las hechuras verbales, lo cual remitía a los estudios literarios y a la epistemología continental, una relación que ahora sólo persiste desde líneas de fuga. No obstante, este roce fundamental abrió múltiples entradas a los anclajes verbales, sexuales y raciales de esa nueva “lógica cultural” que los estudios de este tema han atendido con gran énfasis en las imágenes visuales. También condujo a un examen más detenido del Estado latinoamericano que aborda el estudio de la cultura y la política, a veces inspirado por el episteme étnico-racial de la colonialidad, a veces por la de cons -trucción de las identidades que lo sostienen, a veces por derivaciones sui géneris que ambos proyectos inspiran.20
Se intuía desde el ’89, sino antes, que el fin de la Guerra Fría y sus modos de pensar el mundo presentaban desafíos inéditos. Hoy se indaga si el sentido de luto en torno al Estado liberal latinoamericano se debe al deseo de algo que vemos fallido a posteriori o a la inquietud tácita que nos provocan las acomodaciones que acuartelan la univocidad del orden neoliberal. ¿O serán dos caras de la misma moneda? Más que una crisis, o duelo, términos que no siempre aducen si se trata de un lamento o celebración, o ambos a la vez, la producción actual de saberes letrados en torno a América Latina quizá corresponda a una sensación de vértigo ante un mercado de apuestas inconexas. Si bien concebir la otredad todavía exige examinar una polisemia de economías, géneros, multitudes, migraciones y diásporas generalizadas, hoy se aborda esa gama de temas desafiantes desde códigos más confiados en sí mismos que hace una década.
Este nuevo orden de “lo latinoamericano” ha afectado también en el estatuto de otras disciplinas, entre ellas literatura comparada, estudios étnicos, latinidad norteamericana, Caribe, sociología, pensamiento teológico y hasta en una nueva dimensión hemisférica de los American Studies.21 Son muchas las antologías de ensayos que permiten documentarlo. Sirva de ejemplo el Diccionario de Estudios Latinoamericanos editado por Robert McKee Irwin y Mónica Szur-muk, primero en español en 2009, y luego en inglés en 2012. Se trata de una colección de 50 ensayos, muchos de ellos extraordinarios, cuyo abanico de temas incluye políticas culturales, arte, literatura, género, raza y otras categorías, cada uno articulado como una entidad propia, pero al mismo tiempo representativo del firmamento de posibilidades que hoy convoca el campo de estudio. ¿Cómo explicar esta proliferación? ¿Qué nombre darle, si hay uno? Estudios culturales quizá sea el envase más propicio, aunque este acercamiento, de gran legado histórico —piénsese en las escuelas de Birmingham o Frankfurt— pierde su especificidad ante un acopio tan inconexo de aportes, a no ser que ésa sea la nueva definición, a saber, la capacidad de convocar apuestas que no se reconocen entre sí, un rol fundamentalmente valioso, político en cierto sentido, para una producción académica cada vez más expansiva.
Otro síntoma, más cercano a la literatura propia, se observa en las posibilidades de un español globalizante que se ve en el nuevo auge de los estudios transatlánticos. El idioma hispánico, según esta mirada, encuentra una inesperada reaparición en las últimas décadas que no remite necesariamente al poder cimentado por la filología castellana, ni tampoco por las letras latinoamericanas, sino más bien por las oportunidades de difusión cultural y lingüística, una especie de marketing del español transnacional, cuyo teatro principal de consumo ahora incluye todo el continente americano, el cual aborda también a Estados Unidos. La nación que solía gobernar la literatura, en su etapa moderna, pasa de tal modo a los reclamos, inciertos pero inevitables, de una cultura mundial de lectores posibles, revelando un interesante pero contradictorio mercado de lo hispánico. El nuevo hispanismo transatlántico descubre así un nuevo valor en el idioma, una suerte de subsuelo que permite retornar al mundo literario, actual y de antaño, con una mirada desprendida de los contornos nacionales y sus marcos teóricos establecidos, un nuevo nacer para las letras en español, si bien España, o Iberia, posicionada en el auge del euro hasta hace poco, implica un nuevo eje de edición y publicación altamente influyentes.22
Colonialidad del poder, estudios transatlánticos, cauces de la deconstrucción, estudios de género, afecto y cultura, entre otras propuestas, suplen canales inagotables de producción y circulación. Tal podría ser la característica escencial del devenir latinoamericanista más reciente: acercarse a la profunda y fascinante indeterminación del momento actual desde verdades afianzadas por grandes temas —razas, estados, lenguaje, sexualidades, comunidades virtuales— una expansión de discursos paralelos en el campo latinoamericanista cuyos puntos de encuentro y desencuentro suelen pasar desatendidos. Sin embargo, o quizá por ello, importa indagar sobre los ejes principales o subyacentes que informa tal expansión, sus puntos de encuentro más profundos, sus lógicas de producción académica, no obstante las diferencias que aparecen en la superficie. En las páginas que siguen me propongo considerar, en forma de esbozo experimental y como cierre a estos apuntes, un horizonte alternativo a las problemáticas aquí tratadas.
Becas, Visas, VidasLa emigración de intelectuales latinoamericanos quizá sea uno de los capítulos más desatendidos de la Guerra Fría.23 América Latina, en tanto campo de estudio, cobra entonces un matiz hemisférico nunca antes visto, que a su vez transformó las disciplinas que lo gobiernan. Surge también, con el crecimiento del espacio institucional, un nuevo mercado de trabajo y una especie de “intelectual académico”, una subjetividad que precisa no solamente afilar métodos de análisis sino también cultivar una constelación de intereses que se pluraliza radicalmente. El entorno de las letras y la cultura, por ejemplo, despliega a partir de este momento un cruce inédito de lenguajes, culturas y naciones que remite a puntos indefinibles de articulación, digamos cálculos algebraicos entre patrias, exilios, estadías intermitentes, diásporas, relaciones binacionales y bilingüismos en diversos estadios de alcance o felicidad. ¿Cómo acoplar estos matices a la historia de paradigmas latinoamericanistas aquí trazada? Es muy probable que se trate de una indagación que permanece sumergida. Piénsese, por ejemplo, en la pluralidad de una figura tan conocida en la esfera intelectual latinoamericana como Sylvia Molloy, los puentes inexplorados que yacen entre el provenir nacional de su obra crítica y la otredad transnacional de su ficción. Ella misma parece intuir la intensidad de esta interrogante y luego trasladarla a toda escritura, al declarar “¿Qué significa escribir en (desde) otro lugar? ¿Cómo se tejen las sutiles relaciones entre autor, lengua, escritura y nación? ¿Cuándo empieza la extranjería de un texto? ¿En el desplazamiento geográfico, en el uso de otra lengua, en la extrañeza de la anécdota, en el efecto de la traducción?”24
Importa recordar que el intelectual académico siempre se ha sentido incómodo en su propia piel. Leer y escribir rigurosamente pueden ser actos radicales en sí, pero la relación del intelectual y la academia suele exigir sospecha, mucho más que la del artista y el mercado, o la del político y el partido. Por otra parte, es muy posible que la idea del compromiso con una causa trascendental ya no defina una vida radicalizada pero el temor de perder inmediatez con lo político nunca está lejos, sobre todo para la juventud que contempla una vida intelectual. ¿Cómo nutrir o articular ese sentimiento para un latinoamericanismo de sujetos y proyectos en flujo constante que ahora es piloteado por el propio mercado? El vacío, si de eso se trata, nunca se llena del todo, pero se enfunda en el terreno de apuestas que oscilan entre lo teórico y lo ideológico, a menudo articuladas desde binarismos orientados por la autoctonía, la autonomía, o el rechazo tajante de las mismas, usualmente en nombre de una comunidad por venir. Obviamente, se trata de un tema complejo que, sin embargo, tiende a rondar todavía entre valor de uso y valor de cambio, a pesar de que la nitidez implícita al “locus de enunciación” ahora tropieza con el álgebra del sujeto migrante.
Si se piensa desde binarismos ideológicos, esa trampa conceptual que se repudia y cultiva al mismo tiempo, el latinoamericanismo gira en torno a dos bandos principales: los que se desviven por la idea de América Latina y el placer de ver sus naciones o regiones representadas en el mundo del conocimiento por un lado, y los que la ven como una fachada sostenida por una estrecha envoltura de identidades, tradiciones y estados anacrónicos por el otro. Obviamente, hay posiciones intermedias, resistentes o tangenciales, pero esta división alienta múltiples polos de atracción y definición, una fuerza tan primaria que se desborda sobre otros ejes conceptuales, aunque a veces éstos se asemejan sin saberlo. Me interesa por ello considerar los entramados de su interioridad, un aspecto que quizá complique sus bases implícitas. Uno de ellos podría situarse en el ámbito de becas que sujetan el campo de estudio, tanto en el plano nacional como internacional, un paso que siempre conlleva una iniciación de carácter ontológico. La beca implica una visa no sólo en el sentido primario de pasar aduana entre países, sino en cuanto permiso de entrada a los paradigmas universitarios, y aún más, a sus modos de pensar la subjetividad —nación, género y raza en particular— todo ello enmarcando eventualmente una vida inscrita en el quehacer de libros, revistas, congresos y blogs.
Visto en estos términos, el orden letrado conforma una suerte de consulado que acuña el ingreso de migrantes académicos a un mundo de anhelos, suspiros e identidades encontradas, un cruce de fronteras afectivas e intelectuales difícil de articular. Una posible elaboración quizá se encuentre en el libro The Art of Transition: Latin American Culture and Neoliberal Crisis, de Fran-cine Masiello, el cual nos insta a cotejar una raigambre desafiante de géneros, lenguajes y disciplinas desde diversas latitudes, un texto comprometido con la incomodidad conceptual del sujeto pensante que se encuentra dentro y fuera de la nación, la cultura y la política, consciente de que sin este rejuego creativo de sensibilidades contradictorias, el abordaje de América Latina se vuelve mucho más parcial o dogmático. La teoría literaria no se agota en este texto, ni se traslada a los nuevos contenidos de la historia, ni se anula ante la indagación de la teoría política. Acepta el desafío de una nueva poética, inestable pero ineludible desde el binomio género-nación.25
Otra instancia sería el libro Aquí América Latina: una especulación, de Josefina Ludmer, un ensayo marcado por la contradicción productiva de un intelectual académico que aborda la condición migratoria como epistemología, en gran medida marcado por el retorno de la autora a su país natal después de varias décadas de oficio en la universidad norteamericana. No busca retornar a lo autóctono o lo autónomo y sus verdades, ni tampoco rechazarlo en nombre de una comunidad teórica por venir, sino una percepción de ambos terrenos de producción a partir de la nueva literatura latinoamericana, la más reciente, un corpus sin estatuto apenas leído por la crítica en general. Especula sobre una América Latina que no entraña el fin de la nación o del Estado en un sentido abstracto, como han augurado muchos, sino una irradiación distinta de la ecuación lengua-literatura-nación, un cruce tercerizado e ilegal de lenguajes, economías y subjetividades, el entorno discursivo del deseo migrante al alcance de lo que antes se llamaba literatura.26
Un tercer guión, si acaso el más inquietante de los tres, podría hallarse en la banda de cuatro críticos literarios consagrados a la obra de Archimboldi, el gran autor que Bolaño introduce en la novela 2666. La narración capta una muestra episódica del modo de inserción del intelectual académico al mundo de rigores, viajes, lecturas y marketing que siempre cuenta con las mismas citas y amistades, un coro de aparente seguridad donde el pensar nunca está lejos de fantasías sexuales frustradas y violencia, no sólo física sino sobre todo epistémica. O a partir de Amalfitano, protagonista de otro relato, un profesor de filosofía en el exilio que ha logrado convertir la locura intelectual en una estrategia de vida compuesta por todo un rigor de lecturas y experimentos artísticos organizados desde el exilio, que terminan entrañando resentimientos inscritos en las divisiones criollo-extranjero-indígena.27
El intelectual académico, o el de cualquier otra estirpe, encontrará la política, aun si no la busca. Está en la calle, en un sentido amplio, digamos mediático, un espacio que ya no se define como el intruso que invalida la línea divisoria entre las culturas alta y baja. Está en el propio oficio académico también, un quehacer que se ha vuelto irremediablemente más público y en última instancia más ansioso y artificioso, porque el imperio capital en sí lo exige, aun para resistirlo. Está en el rejuego dialéctico inesperado que lleva al mercado los productos comerciales dotados de arte y representación, sin la cual pierden cancha, al mismo tiempo que lleva el arte y la crítica a cultivar su posición en el mercado, a fin de sobrevivir o de nutrir apuestas. A este llamado responde el intelectual académico, una transmisión cada vez más directa entre el orden letrado y la producción de conocimientos. Sus paradigmas son parte integral de esta lógica. También lo son las vidas que suelen quedar traspuestas por la fuerza de sus verdades y los consulados a cargo de las visas de entrada.
Esta promesa dudosa e inestable nutre libros recientes como The Actuality of Communism (Verso, 2012) de Bruno Bosteels, el cual incluye un capítulo sobre la obra filosófica del intelectual boliviano Álvaro García Linera. Véase también el resumen de aportes sobre biopolítica, al igual que las grandes diferencias entre los más reconocidos, en Miguel Vatter, “Biopolitics: from Surplus Value to Surplus Life”, en Theory & Event, Baltimore, 2009, vol. 12.
La resistencia que el marco letrado permitía no deja de ser una memoria prevaleciente. Véase Graciela Montaldo, “El mundo de la cultura”, en Revista Hispánica Moderna, vol. 64, núm. 1, junio de 2011.
Hay una multiplicidad de trabajos anclados en la esperanza del fenómeno argentino Eloísa Cartonera. El proyecto editorial “Torre de Letras” dirigido por la escritora Reina María Rodríguez desde los noventa es mucho menos conocido.
La obra reciente de Julio Ortega, catedrático de la universidad de Brown, Rhode Island, se identifica exclusivamente desde el nuevo empalme transatlántico de literaturas hispánicas, definido como un encuentro de voces que desean encontrar un más allá o marcar un después del momento teórico de los ochenta y noventa.
Dos registros recientes y distintos de estas tendencias serían Ignacio Sánchez Prado y Jon Be-asley-Murray. El primero propone repensar el nacionalismo literario mexicano desde una historia política que resista la singularidad hegemónica del pri (Naciones Intelectuales, Indiana, Purdue University Press, 2009). El segundo invita a sopesar un futuro latinoamericano más allá de la nación desde la teoría política inspirada por movimientos antihegemónicos (Posthege-mony, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2010).
Se redobla en muchos sentidos. Uno de ellos sería que los estudios culturales permiten un espacio de mayor amplitud y tolerancia, como se puede observar en la multiplicidad de antologías recientes de estudios culturales latinoamericanos. Una de ellas es abordada más adelante en este ensayo. Otro aspecto importante se encuentra en una vertiente que trabaja la materialidad de las culturas, las cosas y los objetos que las componen, una lectura que permite ver la historia como museo. Véase, por ejemplo, el libro de Sylvia Spitta, Misplaced Objets, Austin, University of Texas Press, 2009, el cual muestra el mestizaje en todo el esplendor de su condición material, mayormente fotografía, dejando de lado los debates sobre el término, al igual que sobre la teoría de la transculturación.
Jacques Derrida, Espectros de Marx, Nueva York, Routledge, 1994, conocido libro abre la especulación sobre el futuro del marxismo y la deconstrucción ante los desafíos de la era neoliberal. Su impacto sigue nutriendo muchas ramas de la teoría contemporánea. La noción del “evento” en Badiou, el “dissensus” de Rancière, el “Estado de excepción” de Agamben y la “multitud” de Negri son todos fragmentos de este legado. Este ensayo, en parte, indaga cómo el pensamiento marxista, o residuos del mismo, acecha manifestaciones aparentemente opuestas como los dos paradigmas discutidos en esta sección del ensayo.
Nótese por ejemplo la lectura que forja Walter Mignolo de algunas propuestas de Roberto Fernández Retamar. Una gira en torno a la noción de “occidentalismo”, que permite cartografiar la modernidad de otra forma, la otra tiene que ver con el personaje Calibán, que Fernández Retamar llama mestizo sólo como metáfora de un futuro proletario latinoamericano. Ambas son vistas como aportes originales pero superados. La colonialidad los rescata siempre y cuando se desfasa el énfasis sobre la clase social por una definición estrictamente étnico-racial de ambos términos. “Posoccidentalismo: el argumento desde América Latina”, en Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta [eds.], Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate), México, Miguel Ángel Porrúa, 1998.
El creciente énfasis sobre el alcance global de la colonialidad se atisba en el último título de Walter Mignolo, The Darker Side of Western Modernity: Global Futures, Decolonial Options (Latin America Otherwise), Durham, Duke University Press, 2011.
Uno de los planteamientos centrales de Aníbal Quijano, elaborado en múltiples ensayos, sería entender la raza como el eje económico olvidado por el economicismo marxista. Aníbal Quijano, “The Colonial Nature of Power and Latin America’s Cultural Experience”, en Sociology in Latin America, Caracas, R. Briceño/H. R. Sontag, 1998, pp. 27-38.
Ésta es la noción que trabaja Slavoj Žižek en su ensayo, “Multiculturalism, or the Cultural Logic of Multinational Capitalism”, en New Left Review, vol. I, núm. 225, septiembre-octubre, 1997.
Importa distinguir aquí el campo que estudia la literatura colonial, una instancia disciplinaria distinta que mantiene una relación consonante entre la historia colonial y la textualidad contemporánea. Una muestra sería la obra de Rolena Adorno, The Polemics of Possession in Spanish American Narrative, New Haven, Yale University Press, 2007.
Conviene detenerse ante la duda que ofrece Santiago Castro-Gómez, un practicante de la teoría de la colonialidad, al decir que “la tesis de que el racismo es un fenómeno que se origina en el siglo xvi con el surgimiento de la economía-mundo y que esa misma lógica se reproduce luego en todas las diferentes formas de racismo hasta el día de hoy, es el argumento típico de una teoría jerárquica del poder”. El autor concluye que pensar el sistema-mundo de tal modo implica dotarlo de “poderes mágicos, invistiéndolo de un carácter sagrado”. “Michel Foucault: colonialismo y geopolítica”, en Ileana Rodríguez y Josebe Martínez [eds.], Estudios transatlánticos poscoloniales. Narrativas comando/sistemas mundo: colonialidad/modernidad, Barcelona, Anthropos, 2010.
El predominio de este paradigma en otras disciplinas se puede observar muy particularmente en los estudios de la latinidad norteamericana. Véase José David Saldívar, Trans-Americanity, Durham, Duke University Press, 2012. También se mira en una nueva vertiente de estudios étnicos que aborda sociología, filosofía y teología al mismo tiempo. Véase Nelson Maldonado-To-rres, Against War: Views from the Underside of Modernity, Durham, Duke University Press, 2008.
Véase Nelly Richard, La insubordinación de los signos, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 1994.
El libro de Ileana Rodríguez, Liberalism at its Limits. Crime and Terror in the Latin American Cultural Text, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 2009, combina acercamientos de la subalternidad latinoamericana (eje histórico de la racialización y valoración de los textos culturales de Rigoberta Menchú con momentos cercanos a la deconstrucción del Estado actual latinoamericano (noción del Estado fallido o Estado criminal).
Importa señalar que la deconstrucción, sin duda, provee una crítica importante ante la identidad nacional o cultural pero también es capaz de verla solamente como una ideología inservible, lo cual deviene en cierto esquematismo de origen marxista. Hay excepciones, sin embargo, que permiten otra lectura de la identidad cultural que acopla la deconstrucción de otra forma. En ese renglón, sobresale el aporte de Stuart Hall. Véase “Cultural Identity and Diaspora”, en Patrick Williams and Laura Chrisman [eds.], Colonial Discourse and Post-colonial Theory: a Reader, Londres, Harvester Wheatsheaf, 1994.
Éste sería el paso entre la segunda y la tercera vertiente del latinoamericanismo que Alberto Moreiras traza en su libro Tercer espacio, Santiago de Chile, lom, 1999.
Véase Idelber Avelar, Alegorías de la derrota, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2000, el libro de Beasley Murray ya citado, o el texto de Gareth Williams, The Mexican Exception, Nueva York, Palgrave, 2011.
Un ejemplo notable sería la obra de John Beverley, en particular su acercamiento al testimonio latinoamericano, el cual se derivó primero de una lectura de instancias raciales desde la literatura, luego como discurso alternativo a la literatura y después, a veces, como una aversión ansiosa hacia todo el orden literario. Véase Against Literature, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1993.
Aquí se observa un punto de encuentro digno de estudio entre la búsqueda transatlántica y la colonialidad, no en cuanto al episteme racial, ni tampoco en el interés por la literatura actual, dos aspectos fundamentalmente distintos entre ellos, sino en la búsqueda de nuevos horizontes hispanistas.
El estímulo académico de las últimas décadas, ocasionado por la expansión del euro, presentaría otro capítulo de la emigración de intelectuales que ahora da paso a la dimensión transatlántica de los estudios literarios latinoamericanos.