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Vol. 2013. Núm. 56.
Páginas 81-104 (enero 2013)
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Páginas 81-104 (enero 2013)
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Aspectos de la red clientelar en América Latina
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Marcos Cueva Perus
* Instituto de Investigaciones Sociales, unam
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Resumen

Este texto describe dos aspectos importantes de la mentalidad latinoamericana predominante surgida de la Colonia: la maniobra y la petición de fe. La primera tiene por fin posesionarse de un lugar y la segunda no está exenta de rasgos militares. Esas características, que explican cómo funciona una clientela, son de origen estamental, pero con frecuencia se encuentran hasta hoy en América Latina. Constituyen el núcleo del “arte de crear poder” que a veces se hace pasar por cultura, pese a que pertenece más a los usos y costumbres.

Palabras Clave:
Religión
Guerra
Maniobra
Fe
Clientela
Abstract

This text describes two important aspects of the Latin American predominant mentality arisen from the Colony: the maneuver and the request of faith. The first one tries to take possession of a place and the second one is not exempt from military features. These features, which explain how a clientele works, are of estamental origin, but often they are up to today in Latin America. They constitute the nucleus of the “art of creating power” that sometimes makes to happen for a culture, although it belongs more to the uses and customs.

Keywords:
Religion
War
Maneuver
Faith
Clientele
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América Latina tenía a principios del siglo xxi una situación un tanto extraña. Terminó la época de las dictaduras y se generalizó la llamada “transición a la democracia”. Para quienes quieran caracterizar al régimen cubano como no democrático, lo cierto es que Fidel Castro pasó a retiro luego de caer enfermo. Sin embargo, América Latina ha seguido teniendo presidentes de origen militar, y no nada más por Raúl Castro, hombre clave para la consolidación del ejército cubano. De origen militar era Hugo Chávez, lo que se le reprochó con frecuencia, pero también lo es un presidente considerado como moderado, el peruano Ollanta Humala. También le fue censurado el origen, más aún por las sublevaciones de los Humala —el mismo Ollanta y su hermano Antauro— contra el régimen de Fujimori. Un presidente ubicado a la derecha, Otto Pérez Molina en Guatemala, es igualmente un militar.

No es todo. Por el camino de las armas pasaron en su momento tres presidentes ex guerrilleros: Daniel Ortega en Nicaragua, Dilma Rousseff en Brasil y José Mújica en Uruguay. En suma, América Latina comenzó el siglo xxi con democracia formal, sí, pero también con siete presidentes de origen militar, y además con dos golpes de Estado en los cuales las armas desempeñaron un papel nada desdeñable, pese a que se guardaran —apenas— las apariencias legales: Honduras primero y Paraguay después.

Aunque la Iglesia no tiene el papel de antaño, también había a principios del siglo XXI en América Latina, de apariencia muy novedosa, un presidente-sacerdote, Fernando Lugo, quien fuera “pacíficamente” derrocado. Antes, en la transición hatiana, ocupó la presidencia el sacerdote Jean Bertrand Aristide. Por su parte, los presidentes empresarios no eran tantos, pese a la primacía de los temas económicos en la “agenda” desde los ajustes estructurales en los años ochenta. Después de Vicente Fox (ex gerente de Coca-Cola) en México, llegó el turno de Ricardo Martinelli (dueño de supermercados) en Panamá y de Sebastián Piñera en Chile. Fox y Martinelli se explican por un fuerte proceso de desnacionalización, en dos países muy cercanos a Estados Unidos. Piñera estudió en el mismo Estados Unidos y acabó gobernando un país que en los años setenta fue el primero en experimentar la política de los llamados “Chicago Boys” y Milton Friedman, un economista estadounidense. Así, por contraste con estos mandatarios-empresarios, lo nacional pareciera haber seguido ligado con frecuencia a la fuerza de las armas (cabe recordar que Hugo Chávez comenzó con una intentona golpista) y en cierta medida también a la religión, dos herencias estamentales. Aunque el papel de los estamentos en la Historia de América Latina ha sido muy estudiado, es menos lo trabajado sobre el significado de lo anterior para las mentalidades y la forma de vivir el poder: nuestra tesis es que en América Latina “tener poder” es, entre otras cosas, considerar con frecuencia como algo de lo más natural maniobrar en las relaciones personales y en las políticas, Maniobrar, desde luego, no es servir: no es una vocación pública.

Es posible observar que no abundaban los presidentes cuya trayectoria estuviera ligada a la función pública —la vocación de servicio—y/o que fueran políticos de formación, aunque hubiera más “política” en México y en Argentina, Dos casos aparte han sido el de Rafael Correa en Ecuador (un académico y posteriormente funcionario público) y el del líder sindical boliviano Evo Morales, Cabe mencionar que en Bolivia el vicepresidente Alvaro García Linera tiene una importante formación académica, aunque después de una corta experiencia con la guerrilla Tupac Katari a principios de los años noventa.

Señalar todo lo anterior tiene un sentido. Hasta bien entrado el siglo xx, las armas eran en toda América Latina —con excepción de México— un medio frecuente para dirimir disputas políticas, y a los hombres de armas se les solía tener fe o miedo: ocurrió incluso con Fidel Castro o más aún con el Che Guevara, pero de alguna manera —y sin establecer paralelismos donde no los hay— también con Hugo Bánzer en Bolivia (terminó siendo presidente por la vía constitucional, de las urnas) o con Gustavo Rojas Pinilla —considerado como alguien con potencial antioligárquico— en Colombia. El quehacer político no ha perdido del todo su origen estamental, pese a la democratización formal generalizada.

En este trabajo hemos partido de dos clásicos del pensamiento europeo, Kant y Freud, para explicar un aspecto poco tratado de la “forma de ser” latinoamericana, que no es una sola, y que no está exenta de estereotipos. Esta “forma de ser” llega a jactarse de ingeniosa, y tal vez por lo mismo sea admirado el Quijote, el “ingenioso hidalgo”. En la caricatura que se hizo del mexicano en Estados Unidos, hubo un momento en que fue retratado como Speedy González, con una habilidad singular para salir de aprietos o sacar a alguien de ellos, En Cantinflas, el ingenio se desliza más claramente hacia cierta picaresca. El venezolano tiene a su vez a su “Tío Conejo”, otro personaje ingenioso.1 La pregunta es: ¿en qué consiste este ingenio, cuando lo hay, y en el supuesto de que no es una esencia que deba atribuirse a la “sangre”? De acuerdo con los pensadores ya referidos, este texto muestra que, más que ingenio (salvo en la picaresca y en algunos sectores populares), hay en realidad una habilidad guerrera, la de la maniobra, que por cierto nunca aparece en forma pura, ya que se entremezcla con la religión. aquí consideramos que es un rasgo dominante, frecuente en los usos (y en los abusos) del poder. no constituye ni una herencia indígena ni tampoco un atributo de origen popular —insistamos en que no es la picaresca. Religión y fe (¡además de “religión y fueros”!) son características muy distintivas del imperio español que conquistó y luego colonizó américa. Es posible contrastar estos rasgos con otros, el cálculo y la razón (con minúscula), más propios de otras culturas y otros periodos históricos, aunque el cálculo seguramente esté ganando terreno ahora, entre otras cosas por la influencia estadounidense en América Latina. El “guerrear” acostumbra a maniobrar, el fuero —recibido o que hoy más de uno se otorga por cuenta propia— cree que la libertad es la de maniobrar, y una maniobra que cuenta con la fe se presta a constituirse en un engaño.

Maniobra y fe: los estamentos

Kant es un clásico muy poco conocido en América Latina. Sin embargo, el texto corto “¿Qué es la ilustración?” resulta de utilidad para adentrarse en la mentalidad latinoamericana más frecuente, aunque no sea la única. El pensador de Königsberg distingue tres tipos de mentalidades (que, dicho sea de paso, dan lugar a tres tipos de comportamientos): la mercantil, que no pide pensar, sino pagar; la religiosa, que tampoco pide pensar, sino creer (tener fe), y la militar, que pide “destreza”, junto con obediencia. Escribe Kant: “nada de razones. El oficial dice: no razones, y haz la instrucción. El funcionario de Hacienda: nada de razonamientos, a pagar. El reverendo: no razones y cree”.2 En el primer punto, las distintas traducciones del pequeño texto de Kant difieren. unas hablan de “hacer la instrucción” y otras de “maniobrar” o lo que puede entenderse como “maniobrar con destreza”.3 ¿Qué cualidad debe tener el militar, además de la obediencia? Seguir la instrucción con “destreza” (lo que coloquialmente puede entenderse como “ser ducho en…”), es decir, ser “diestro” en el maniobrar.

Kant sostiene que cualquiera de las tres formas anteriores mantiene al ser humano en la minoría de edad, en la tutela de otros (el funcionario de Hacienda, el sacerdote, el jefe militar), lo que se hace por comodidad, por pereza o incluso por cobardía. Quienes tutelan mantienen este estado de cosas: “los tutores, según Kant, que tan abundantemente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien de que la mayoría de los hombres […] considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso”.4 Con todo, para el pensador de la ciudad prusiana, la facultad de pensar está en la naturaleza humana e implica emanciparse de las tutelas, aunque, agreguemos, es también un precio por pagar. Tal y como se entiende aquí, la Ilustración no es la ciencia exacta, por buena y útil que sea, ni es el humanismo religioso. Consiste en otra cosa: insistamos, pensar, atreverse a saber, y de modo tal que haya distancia frente a lo que piden quienes tutelan a otros. Pensar no es pagar, no es creer y no es ser diestro en maniobras.

Durante la Colonia no se impuso en América Latina una mentalidad ligada a la economía moderna, pese a que hubo cierto mercantilismo (incluso en la metrópoli), limitado. más allá de la burocracia colonial, predominó la religión que pidió creer y un estado belicoso que exigió ser hábil en una Conquista permanente, que en más de un aspecto se prolonga hasta el siglo xix, sino es que hasta la actualidad. no es ningún secreto: la Conquista procedió mediante “la espada y la cruz”, muchas veces juntas, por más que algunos religiosos hayan criticado el proceder de conquistadores y encomenderos. El criollismo tampoco está ligado al predominio de la actividad económica sobre la religiosa y la guerrera. Podría decirse que el mercader aparece más tarde, con una transición al capitalismo a finales del siglo xix que sí exige, también, “pagar”. así, en las mentalidades latinoamericanas se privilegia desde la Conquista el “creer” o el “hacer creer” y también el ser “diestro” o hábil en la maniobra. El “hacer creer” se presta desde ya al engaño del que fueron víctimas en conocidos episodios Atahualpa y Moctezuma. Sucede que el engaño tiene lugar si hay maniobra al mismo tiempo que se hace creer.

El interés de recoger aquí a Freud está en lo siguiente. Este autor, cuyas cualidades científicas pueden estar sujetas a discusión, sostiene en “Psicología de masas y análisis del yo” que la actividad religiosa y militar llega a permitir la manipulación de masas, así se trate de “masas artificiales”. muy en particular en el caso de la Iglesia, Freud sostiene que la distancia —que implica no comulgar, por así decirlo— es duramente castigada. Es posible decir algo similar sobre un ejército donde la lealtad se confunde con obediencia e incondicionalidad. Tanto en la Iglesia como en el ejército, hay jerarquías y no igualdad, menos aún entre individuos que estén dotados cada uno de la voluntad de saber a la que se refiere Kant. Si este clásico pone el énfasis en el precio a pagar por no ejercer la facultad de pensar (precio que está en ser menor de edad), Freud destaca otra dimensión: la sanción desde el colectivo. “Por eso […], afirma Freud, la religión del amor no puede dejar de ser dura y sin amor hacia quienes no pertenecen a ella. En el fondo, cada religión es amor por todos aquellos a quienes abraza, y está pronta a la crueldad y la intolerancia hacia quienes no son sus miembros”.5 Parte de este fenómeno se explica por el temor de la masa a la disgregación y, al mismo tiempo, por el hecho de que la masa pone su energía en el amor (supuesto) al jefe, sea en la religión, sea de manera más coercitiva en la actividad militar. El riesgo de lo anterior, no está de más decirlo, es la sacralización del poder y de la fuerza, la cual interviene puntualmente donde el poder no lo consigue por la adhesión mediante la fe o la obediencia.

Como hasta muy tarde en el transcurso de la Historia los estamentos copan la vida social y la del Estado, cuando llega a ser mínimamente tal, no hay espacio público autónomo en el cual se fomente el “uso de razón” que según Kant conduce a la mayoría de edad: “para esta ilustración, argumenta Kant, no se requiere más que una cosa, libertad, y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente”.6El problema en este supuesto espacio aparece cuando quien pretende hacer “uso de razón” y “saber” (“atreverse a saber”, parafraseando al sapere aude de Kant) se topa con quien le pide tener fe (al dogma de autoridad) u obedecer (a la orden insinuada en la jerarquía), sin la obligación de tener aunque sea lo que Kant considera como “ejercicio en privado” de la razón.

A primera vista, pareciera posible pensar que la entrada en la modernidad, desde finales del siglo xix o ya en el siglo xx, supone en América Latina dejar atrás la injerencia sistemática de los estamentos en la vida pública. Sin embargo, no es así, salvo en México, muy en particular desde la guerra cristera y la profesionalización del ejército con Joaquín Amaro, en la presidencia de Plutarco Elias Calles.7 Al mismo tiempo, el corporativismo —que se refuerza con Cárdenas entre obreros y campesinos— recrea la maniobra con masas a las que se pide que “tengan fe” (Cárdenas adopta la investidura religiosa del “Tata”). Han desaparecido los estamentos, pero la entrada en la sociedad de masas (o “era de masas”) requiere recrear, en parte al menos, una adhesión basada en la fe y hecha con la maniobra que puede ser también el “gran mitin”, mezcla de ritual y de movimiento de batallones.

Comulgar y obedecer: el ropaje cultural

De acuerdo con Antonio Gramsci, ahí donde es impuesta la cultura—más, agreguemos, como algo incuestionable, natural, una esencia humana, lo que “todos hacen”— no hay discusión política posible, y agreguemos que ni siquiera la hay sobre los problemas de una sociedad.8 La sociedad “es” de tal o cual manera “por cultura” y una esencia no está sujeta a debate. También podría decirse que no hay discusión posible, así, a secas, ya que la cultura pasa, insistamos, por una naturaleza humana, más o menos “segunda”, o por algo que se expresa abiertamente en usos y costumbres generalizados y compartidos, por más que no se trate sino de lugares comunes. La cultura se presenta como evidencia, respaldada además en “la mayoría” o el “todos”, un interés general (que puede ser el de la comunión).

Incluso sucede que, desde la religión católica, en América Latina llega a postularse como parte de la identidad y del ethos locales la primacía del corazón (el sentimiento) y de la intuición, que supuestamente llevan a un conocimiento “sapiencial” distinto del científico, para seguir a Pedro Morandé y a Juan Carlos Scannone, quienes no ocultan el origen de ese “conocimiento” en las enseñanzas evangélicas.9 Estos rasgos se toman por cultura (incluso con el argumento de que tal o cual esencia “se lleva en la sangre”), aunque no forzosamente lo sean: ¿pero quién discutiría lo que se presenta como espontaneidad y por ende como algo de lo más natural, nacido del corazón? Si aparece como adoptado por la mayoría y como condición de sobrevivencia (para obtener algo en la sociedad), la “esencia” es la adaptación a “lo que la gente hace”: queda garantizado no tomar distancia individual ni asumir las consecuencias —pagar— por ello. Eso que “la gente hace” y que es “lo nuestro” termina en más de una ocasión en ejercicio de poder que no admite la menor distancia: ¿qué podría discutirse cuando “las cosas son así” y vienen además “del alma” común o del dogma de autoridad que es su “voz autorizada”? El problema está en saber si este modo de ser es válido cuando se aspira a construir una ciencia social. Si se trata de hacer ciencia, aun con las limitaciones de una hechura humana, no es posible repetir “lo que la gente dice” o ampararse en un prejuicio del poder de la “mayoría”. Del mismo modo en que el latinoamericano no es un “salvaje” (bueno o malo, pero exótico), el “ilustrado” no es alguien “sin corazón”. En esta oposición no se ha salido del estereotipo que hace de la modernidad ilustrada algo meramente técnico, el predominio absoluto de la razón instrumental, para retomar los términos de la crítica de Jorge Larraín a la visión barroca, de bastante peso en América Latina.10

Según Gramsci, “lo nuestro” incuestionable es un “sentido común” que parece de lo más natural, aunque no implica un “buen juicio”. Más gente lo adopta, y más parece un supuesto poder al que no es posible desobedecer sin pagar por ello. Para el pensador italiano, ese sentido común —que, agreguemos, es también lugar común— tiene un origen religioso: “la filosofía —escribe Gramsci— es un orden intelectual, cosa que no pueden ser ni la religión ni el sentido común […]. La filosofía es la crítica y la superación de la religión y del sentido común y de este modo coincide con el ‘buen sentido’, que se contrapone al sentido común”.11 Si el sentido común —que David Harvey llama “sentido poseído en común”—12 no es ajeno a la forma religiosa, entonces exige comunión (lo que permite la excomunión, hasta la más sutil) y no argumento ni duda, con el agravante de que la religión tiene jerarquías muy marcadas, en las cuales se encuentran los poseedores de tal o cual supuesta verdad revelada por un Dios que puede ser lo “poseído en común”, o lo “conforme al carácter de las multitudes”, al mismo tiempo materialista y supersticioso.13 El antiintelectualismo no facilita las cosas, puesto que legitima lo que el pensador italiano llama una “filosofía de los no filósofos”, que aparece como evidencia, aunque es “[…] la concepción del mundo absorbida acríticamente por los diversos ambientes sociales en los que se desarrolla la individualidad moral del hombre medio”.14

En la formación del criollismo latinoamericano hay un ingrediente de rechazo al “buen juicio” e incomodidad ante el pensar, visto erróneamente —en una “proyección”— como “astucia de la razón”, y por ende, al invertirse las cosas, como lugar común. La metrópoli conquistadora del siglo xvi es la de la Contrarreforma, que no favorece el libre examen, y es más tarde la de la resistencia a “los franceses”, aunque sea con tal de reclamar “religión y fueros”; he aquí una manera de pedir fe y de reservarse para sí la impunidad. Claudio Véliz —quien ha estudiado el problema del conformismo en América Latina— resume así lo que pide la “modernidad barroca” (distinta de la modernidad ilustrada): “el barroco —declara— es una afirmación de estabilidad, un rechazo a dejar pasar, una glorificación del obstinamiento, una afirmación de fe en las cosas como son, un rechazo al atractivo de las cosas como podrían ser”.15

Así, no es simple cuestión de injerencia de los estamentos en la vida pública (que por lo mismo no alcanza a ser tal). Es también cuestión de una mentalidad que se reserva el uso impune de la fuerza al mismo tiempo que pide fieles y crédulos. Es en parte por este camino que se ha ido creando el “sentido poseído en común” con el ropaje de “lo nuestro” y sus analogías (lo de ellos es frío y “con la cabeza”, “lo nuestro” es sensible y “con el corazón”). Para entender este sentido común, hemos considerado importante rastrear el origen del criollismo, que para algunos autores se remonta a la Conquista y a sus secuelas más inmediatas. Ciertamente es el origen del “acatar sin cumplir”, que remite a un “modo de ser” del conquistador de América, a quien la Corona no consigue dominar, La Corona no lo logra al principio, pero tampoco somete al criollo con las Reformas Borbónicas durante el siglo xviii. Lo interesante de ubicar los orígenes en la Conquista —antes, por ende, del criollismo más definido del siglo xvii— está en el “espíritu del colono”, que dicta prácticas específicas y su legitimación.

Lo que sostenemos aquí es que este “sentido común” en América Latina es en gran parte del criollismo que forjó las representaciones del Estado nacional independiente, aunque fue perfilándose desde antes de que existiera éste, y durante el siglo xvii en particular. Cuando se refiere a la cultura, este criollismo habla de “lo nuestro” y crea el temor a la individualidad, generándose así una supuesta evidencia, la de lo que “todos hacemos” (“nosotros”): la menor distancia lleva a “estar fuera” y a parecer, en el mejor de los casos, excéntrico ante una norma nunca escrita, pero siempre insinuada en usos y costumbres bastante admitidos. Seguramente este “sentido común” tiene mayor fuerza en las representaciones ahí donde la Colonia fue más fuerte. Consideramos que este mismo “sentido común” ha logrado perdurar y adaptarse a circunstancias nuevas, sobre todo en la medida en que no ha sido vencido el subdesarrollo, no nada más desde el punto de vista económico, sino también desde un punto de vista social que involucra a las representaciones del mundo latinoamericano, las cuales se presentan como “manera de ser”. Como sea, el trabajo de la ciencia social no está en las “evidencias” (hechas pasar por dogma de autoridad, cuando la “voz” es la de la Iglesia), así se presenten como “lo nuestro”: en este caso no se trata de categorías, ni de una apertura que, consideramos, es condición del diálogo, si se aspira a él.

La maniobra: tomar posesión

El imperio español que descubrió América salía de varios siglos de guerra contra el Islam, a veces abierta, otras veces intermitente. Tal vez la fuerza guerrera —entendida como empeño, es decir, como temple de la voluntad— haya contribuido a la victoria en la Conquista del Nuevo Mundo. Sin embargo, esta Conquista casi no tiene grandes batallas, y la caída de Tenochtitlan en el imperio azteca es más bien una excepción. A la distancia, pareciera sobre todo que un Cortés o un Pizarra supieron valerse de lo que llamaremos “otras armas”, de algo que aparece como astucia y que no está lejos del engaño: es la astucia de Cortés —a veces retratado incluso como un “diplomático”— que hace caer a Moctezuma y desconcierta a los aztecas. La astucia de Pizarra lleva a su vez a que Atahualpa caiga en la trampa. No están ausentes las alianzas con enemigos de los aztecas o de los incas. Así, a falta de grandes batallas, las civilizaciones prehispánicas, aunque acostumbradas a guerrear, no cayeron siempre en el campo de batalla, ni nada más en la encrucijada de creencias erróneas, al equivocarse de dioses, tomando por tales a los españoles. El conquistador venció también en diálogos que no lo fueron, en la palabra, que conllevaba promesas que luego se trácionaron, o que sabía manejar el compás de espera: la astucia (es incluso malicia) está entonces en un peculiar “arte de la guerra”, en el cual el fuego no es lo sustancial —tampoco lo es el caballo. La llamada “tecnología” no lo es todo, Algo se juega en las alianzas y en las palabras, y ese algo es lo que veremos con el nombre de “maniobra”.

No es simple fraseología hablar de un triunfo por “la espada y la cruz”: al que terminará vencido se le pide tener fe, pero mientras la tiene, se le maniobra, y es en buena medida aquí donde reside el engaño. Después de todo, los conquistadores no suelen presentarse con la fuerza por delante, y no son muchos los que, como por ejemplo Pedro de Alvarado en Tenochtitlan, pierden los estribos, así sea por miedo, ni demasiados los que tienen la crueldad de un Pedradas Dávila o de un Lope de Aguirre. Los dos aspectos de la impronta guerrera suelen ser la maniobra y la voluntad, que no se excluyen. La maniobra llega a convertirse en un fin: tener personalidad es entendido como tener fuerza para maniobrar, tener malicia (el más moderno saber “fintear”), digamos que no la misma que la del ingenio en la picaresca. En la maniobra no hay juego: es una habilidad solemne que no es exactamente la picaresca. Si acaso hay algo de juego en esa maniobra que hace hablar al otro para “sacarle la sopa”, pero sin “soltarle prenda”, dicho sea coloquialmente: la ventaja aquí está en obtener información omitiendo darla. Todo lo anterior remite al tipo de habilidad que en la obra de Maurice Joly es atribuida con exasperación por Montesquieu a Maquiavelo: fuerza y astucia16 como recursos principales y casi únicos, al grado que ambas se convierten en un precepto de gobierno que a juicio del autor francés conlleva una buena dosis de violencia, aunque no sea armada. Siempre en el texto de Joly, aquéllas respaldan la defensa de “los intereses”. Tener “intereses” —con fuerza y astucia— se convierte en equivalente de poder. La sociedad es hobbesiana, ya que la fuerza o la debilidad están en el tener o no poder y en distinguir entonces con este rasero el lugar social de cada quien. Siempre existe el riesgo —de eso se discute cada vez que se trata de Maquiavelo, aunque sea mal leído-de que la táctica se vuelva estrategia, de que el medio se convierta en fin.

No se trata nada más de la fuerza bruta. El criollo en germen que describe por ejemplo André Saint-Lu para Guatemala es más complicado de lo que parece, ya sea conquistador o encomendero en el origen. Está naturalizado el empleo de la fuerza contra el más débil, el vencido: cuando Las Casas denuncia ese uso (y abuso), los encomenderos se confabulan para conservar el derecho a explotar a los “naturales”,17 al grado de llegar ala esclavitud, por más que con esto se desobedezca a la Corona. Parte de los derechos que reivindican los conquistadores y sus descendientes está en esta explotación. Al mismo tiempo, frente a una Corona que tiene prácticas arbitrarias, como el favoritismo en el otorgamiento de los cargos (incluso para ventaja de quienes son “recién llegados” en el Nuevo Mundo), los colonos descendientes de conquistadores buscan legitimar la encomienda, recurriendo, si es necesario, a la queja —o peor, a la maniobra— ante la metrópoli: por ejemplo, en la lucha por puestos públicos, la intriga —¿con lo que tiene de treta?— es considerada válida. Brutal con el de abajo, la maniobra con el de arriba para sacarle algo también vale, si se trata de conservar un privilegio o de conseguirlo. Éste suele ser visto como algo logrado con el riesgo y el esfuerzo, un “mérito”, aunque sea la fuerza y la astucia que se utilizó para despojar —desposeer— al “natural”. Conforme a André Saint-Lu, todo está en asegurarse siempre la ventaja: “para los conquistadores convertidos en colonos, dice, la preocupación más inmediata es la de un asentamiento y de una explotación que debe concretarse en las condiciones más seguras y más ventajosas: el espíritu colonial es, en primer lugar, un espíritu de posesión”.18“Madrugar” —según la expresión mexicana— es adelantarse a tomar el lugar, por más que sea de otro.

Hay que “tomar posesión”: de un “su lugar”, del territorio, así sea despojando o ignorando los derechos de otro que si está abajo no pasa de ser un “natural”, aunque a veces es también al poder arbitrario al que llegado el caso se maniobra —para no decir que se extorsiona. En fin: es “tomar posesión”, sin importar que sea usurpar. Tan es así que, siempre según Sant-Lu, quien recrea las disputas entre españoles en Guatemala desde la Conquista, la preocupación central de los inmigrantes es “[…] la búsqueda de ventajas compatibles con un mínimo de legalidad”.19 El espíritu criollo naciente es entre defensivo y reivindicativo, con tal de lograr “preeminencias, prerrogativas e inmunidades”.20 Se trata de arrancarle la máxima ventaja al vencido, pero también de extraerle el máximo de concesiones a la Corona en el reparto. Abundan, luego de algunos desórdenes (en el Perú el problema del reparto entre españoles pronto termina mal), peticiones y recursos de toda índole,21 muchas veces sin que esté justificado. Lejos de querer liquidar la encomienda o de defender al “natural”, pese al arrágo en la nueva tierra el criollo busca perpetuar la herencia encomendera:22se trata, para los primeros en llegar y en “hacer asiento”, como se dice en la Guatemala de entonces, de asegurar el futuro y el de la familia.23 Hay en esto una suerte de exclusivismo. A partir de la Colonia, terminado el periodo de una fuerza que parece heroica, se pasa a la maniobra con el de abajo y con el de arriba. Desde una forma distinta, el “guerrear” se perpetúa.

El “arte de crear poder”

A decir de un estudioso como Jorge Ariel Vigo, la táctica es “[…] la obtención de ventajas para explotar las vulnerabilidades del enemigo dentro del campo de batalla”.24 Una cultura debe tener una fuerte impronta “guerrera” para que “no rajarse” —según la expresión mexicana— consista en no mostrar nunca una vulnerabilidad, menos cuando se sospecha que a otro le podría reportar alguna ventaja. En otros términos, y para matizar lo escrito hace ya tiempo por Octavio Paz, “no rajarse” no es nada más “no abrirse” para no mostrar algún lado femenino: es lo que también se conoce como no exponer el “flanco débil” en una cultura “guerrera”, en la cual es vista como natural la obtención de ventajas a expensas de otro, lo que constituye el objetivo de la maniobra. ¿Quién presta el flanco débil o se arriesga a exponerse donde es frecuente la maniobra? ¿Es asunto masculino/femenino, como lo ha sugerido el autor de El laberinto de la soledad, o asunto de un espacio social donde fácilmente prima el “todos contra todos”, o por lo menos la desconfianza más o menos generalizada? No está de más citar a Vigo en su definición muy clara de la maniobra: es la “ejecución de un conjunto de actividades mediante las cuales se buscará colocar en situación ventajosa a las propias tropas frente al enemigo”.25 Junto con el fuego, la maniobra es en el combate la mejor manera de buscar neutralizar al enemigo. Dos elementos son clave para lograr ventaja: la sorpresa, en el “[…] actuar contra el enemigo en el momento, lugar, forma y (con) medios inesperados”, y la seguridad, para “[…] prevenir la sorpresa, preservar la libertad de acción y negar al enemigo información”.26 Como sea, la ventaja táctica suele estar en lograr la “concentración de la fortaleza contra la debilidad”.27

Si hay estrategia, la maniobra incluye la demostración de fuerza (incluida esa sorpresa que en México es el “madruguete”, la sorpresa reservándose libertad de acción). Con frecuencia, antes que la aplicación de la fuerza está la amenaza de usarla, siempre velada y latente, y que en algunos casos (como en el habla andina) se sirve del silencio, mientras en México “marea el punto” —también con malicia y la palabra “adecuada al caso”. Al mismo tiempo, quien “conduce” o “manda”, en vez de presentar un flanco débil, debe saber reservarse el “aplicar el poder de combate disponible según la propia intención, sin que el enemigo pueda impedir que así suceda”.28 “Intención” es una palabra clave: en efecto, la maniobra, con la intención que conlleva, está tan naturalizada que muchas veces no se ve como “mala” (mala intención), sino como legítima en el “sentido común” (si es ejercicio de poder), aunque lleve a un tipo particular de malicia.

Si parece que el maquiavelismo se presta a maniobras ocultas, tal y como Joly se lo hace decir a Montesquieu, ocultar—aunque sea “omitiendo”— no es más que parte natural de la táctica. No se trata de ocultar por ocultar, se trata de no exponerse donde la desconfianza indica que el espacio social está hecho de enemigos reales o potenciales, listos para sacar ventaja. Ocultarse es sacar ventaja de antemano, ya que la detectabilidad influye en el combate y es parte de la táctica: “[…] el no ser detectado, escribe Jorge Ariel Vigo, permitirá el empleo de procedimientos tácticos desde una situación más ventajosa”.29 Así, “la habilidad para detectar al oponente u ocultarse son esenciales para […] la potencia de combate”.30

Si se toman en cuenta las definiciones de la estrategia, el mimetismo que se le ha atribuido al latinoamericano (como ocurre por ejemplo en el axolotl de Roger Bartra en La jaula de la melancolía) no es más que algo propio de lo fenoménico. En realidad, podría tratarse de una adaptación que está al mismo tiempo atenta a todos los movimientos del enemigo real o potencial, así sea por cuestión de desconfianza innata. Williamson Murray y Mark Grimsley han escrito que la estrategia requiere de una “constante adaptación a circunstancias movedizas en un mundo donde predominan la suerte, la incertidumbre y la ambigüedad”,31 algo no tan extraño en un mundo entre rígido y socialmente movedizo como el latinoamericano, muchas veces caracterizado por una aparente improvisación. ¿Es el comportamiento de ajolote mimetismo, es camaleonismo o es más bien “estrategia” casi innata?

En todo esto, el poder está en buena medida separado de la educación y de la razón que se logra con argumentos y en el diálogo. El poder latinoamericano suele basarse más en sus orígenes a la vez militares y religiosos: pide que se le tenga fe (“México, creo en ti”). Incluso llama al buen sentimiento familiar para que esa fe se reproduzca; reitera en la voluntad (en el “echarle ganas”), pero al mismo tiempo se reserva el derecho de maniobra, que ocupa el espacio que de otro modo tendría la educación. El fuero da libertad de maniobra y muestra cómo jugar con los tiempos. Que el “arte” militar tenga preponderancia se convierte en la creencia arraigada que describe otro estudioso de la guerra, Lawrence Freedman: la estrategia termina en el “arte de crear poder”32 y deslumhra, aunque los resultados de las maniobras de unos y otros no sean siempre predecibles y en cambio sea habitual que el beneficio se lo lleve quien sabe calcular —con frecuencia el interés extranjero que aprovecha las divisiones y hace su propio juego, sin excluir la trampa.

La mística: la guerra y la religión

Cuando se juntan guerra y fe, se llega a esa forma que entre los jesuítas es la “fe guerrera”, con la voluntad tensada al máximo. Se convierte en mística, la del “soldado de Dios” que reivindica Ignacio de Loyola. Los jesuítas, no está de más recordarlo, llegan al perinde ac cadáver, al reclamo de ser “obediente como un cadáver” y al “matar o ser muerto”. Como lo muestra en sus Ejercicios Espirituales, Loyola es muy claro sobre el modo en que el enemigo maniobra, sacando provecho de la debilidad del otro: “así como un capitán y caudillo del campo —escribe—, asentando su real y mirando las fuerzas o disposición de un castillo, le combate por la parte más flaca, de la misma manera el enemigo de natura humana, rodeando mira en torno a nuestras virtudes teologales, cardinales y morales, y por donde nos halla más flacos y más necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura tomarnos”.33

Quien obedece prácticamente no tiene existencia propia, ya que debe ser completamente maleable, “como una vara que obedece cada impulso, como una bola de cera que puede ser modelada y estirada en cualquier dirección como un pequeño crucifijo que uno levanta y mueve como desea”.34 El superior no es falible, es Cristo mismo, y lo más llamativo es que obedecer supone expresamente que se deje de lado el criterio propio: toda duda o escrúpulo resultan ser un pecado.35 Cuando se obedece, el juicio no se ejerce: “la obediencia ciega —escribe sobre el tema Antonio Rubial—implica […] no cuestionar ni criticar las órdenes del superior, no tratar de sujetar su voluntad a la nuestra, no chistar ni siquiera en el interior de (la) conciencia, pues Dios habla por la boca del superior”.36 Obedecer es imitar a Cristo, “quien murió en la cruz cumpliendo el mandato de su padre”.37 La obediencia es una obediencia ciega a un “misterio” que pretende ser de origen divino. ‘Antes que virtud que hay que practicar—escribe sobre Loyola un autor como Maurice Giuliani—, la obediencia es un misterio que hay que vivir. Por ella se entra progresivamente en un orden en el que la jerarquía de los valores no está establecida según las evidencias humanas, sino según una disposición divina de la cual nuestra razón no sabría tener la iniciativa ni marcar la regla”.38 No cabe discutir lo que “es”, y tal pareciera que para hacerse obedecer basta con mostrar que se “es”, o “quién se es”, con una investidura o jerarquía sagrada. Si este “quién” tiene una investidura que “es” (un poder, una jerarquía que se sirve de éste), no hay más que adherirse. Ignacio de Loyola reclama algo que por cierto encuentra un equivalente en la burla mexicana.39 Es “[…] obediencia de ‘juicio’ por la cual, para Giuliani, el verdadero obediente se esfuerza en adherirse a la orden recibida conformando tan bien su ‘sentimiento’ al sentimiento del superior que lo aprueba y lo hace suyo. […] “40aunque sea simulando si hay ingenio o picaresca, agreguemos. ¿Qué pide esta obediencia? Ser “instrumento de Dios” (¿quién lo cuestionaría?) y “siervo dócil y siempre disponible”,41 según la forma en que Giuliani interpreta a San Ignacio de Loyola. Manuel María Espinosa Polit lo dice a su modo: “todo lo que se hace por obediencia a Dios es más grato a Dios que lo que se hace por propia voluntad”.42

A juicio de quienes critican a la Compañía de Jesús, cuyo nacimiento, no está de más recordarlo, puede fecharse no muy lejos del descubrimiento de América, les parece que la Inquisición dirigida a atormentar al cuerpo ha sido reemplazada por una destinada a quebrar el pensamiento mediante un fuego verbal que ante todo “impacta la mente”, y recurre para ello a lo distorsionado, lo brillante, lo afectado y lo teatral, según Edmond Paris.43 No pasaría de ser un asunto del pasado si las prácticas de tortura en las dictaduras latinoamericanas no hubieran buscado precisamente este tipo de subordinación, la del “alma”, quebrándola. Dicho sea de paso, el “objeto exterior” (o una persona) existe en la medida en que sirve al fin buscado, pero de otro modo no existe, menos si es un impedimento.

El equívoco más frecuente es el que aparece donde se pide “tener fe”, pero se la tiene en quien se reserva el derecho a maniobrar y de hecho aprovecha la fe justamente para este tipo particular de forcejeo. ¿Hay un punto de encuentro entre la obediencia a la fe y la que se le tiene a las armas? Aunque polemizando (en la medida en que para Ignacio de Loyola las armas no son lo más importante), Dominique Bertrand sugiere que hay encuentro, y así lo resume Pierre Chaunu: “como la obediencia militar —escribe— la obediencia ignaciana no suprime la iniciativa, implica un riguroso respeto de la jerarquía”.44

La maniobra que se aprovecha de la fe es la que fabrica culpables y liquida de antemano la presunción de inocencia. Al mismo tiempo que no hay cabida para esta presunción, acostumbra exigirse que se crea por principio; más que inocencia, se pide credulidad, so pena de excomunión, pero no es raro que el crédulo se descubra maniobrado. A falta de educación, la credulidad se acompaña de ignorancia, que es vista como la “ocasión” ideal para quien quiere maniobrar Lo clásico es el ignorante que, siendo también crédulo, se ve maniobrado; lo contrario es la viveza, que es llamada “viveza criolla” y ha dado lugar a acres descripciones, por ejemplo en Borges: “el argentino —alega—suele carecer de conciencia moral, pero no intelectual; pasar por un inmoral le importa menos que pasar por un zonzo”.45 Así, cualquier cosa —por inmoral que sea— es preferible a ser víctima de algún “truco”, de tal modo que “chingar” y “ser chingado” no pareciera asunto exclusivo de México.

Conclusión

Las situaciones en América Latina no son todas idénticas, pese a la existencia de denominadores comunes. El empleo de la fuerza está muy marcado por ejemplo en un país como Chile, que llega a poner su identidad en la fuerza militar y en la hacienda (sobre todo por el simbolismo religioso de ésta),46 según lo recoge un estudio de Jorge Larraín, Identidad chilena. El chileno es, además, un ejército victorioso en las guerras contra Perú y Bolivia, y el país ostenta asimismo la habilidad militar del “roto”, un personaje popular, pero no exactamente de picaresca. En un caso como el de México, en cambio, la identidad militar se opaca con la Independencia y con la comprobación de una grandeza bélica imposible (pese al himno nacional, tal vez, o pese al aspaviento monárquico de un Iturbide), dada la vecindad con Estados Unidos. Hay en la historia latinoamericana países que van desde el Ecuador de un García Moreno, que impone la religión católica (con fuerte influencia jesuíta) al grado de acallarlo todo, hasta países que, como Paraguay (a raíz de la guerra de la Triple Alianza en el siglo xix) o Chile —ya mencionado—fincan con frecuencia su identidad en el elemento militar. Dicho sea de paso, en Chile la campaña contra los mapuches hasta hoy da visos de no estar terminada: en la Araucanía, cualquier defensa del interés indígena y comunero es inmediatamente reprimida47 y la ley pinochetista permite tratar al mapuche como enemigo interno y “terrorista”. También hay periodos y países donde fuerza y astucia se conjugan para gobernar: en el Perú de Fujimori predominaron —según Carlos Iván Degregori— “la personalización del poder, la maniobra y el engaño” como prácticas cotidianas.48

No es de descartar que la influencia militar haya sido más fuerte de lo que acostumbra creerse en dos procesos revolucionarios exitosos —cada uno a su manera—en América Latina, el cubano y luego el nicaragüense, aunque el lugar de la guerrilla no haya sido exactamente el mismo. Hasta cierto punto, en El socialismo y el hombre nuevo de Ernesto Che Guevara se trata de voluntad. La guerrilla llega a pretender ser una maniobra exitosa. Tanto en Cuba como en Nicaragua, desde un principio se dio un lugar importante a la alfabetización, pero ello no quiere decir que la educación —con lo que implica de “edad de razón”— se haya impuesto a la maniobra de origen militar. Lo que desde el exterior se ve como intolerancia es exactamente eso: se trata más bien de la no incorporación del debate de ideas, del argumento y del razonamiento al espacio público, donde siguen predominando la “táctica y estrategia”. Cuando Cuba promueve la guerrilla en algunos países de América Latina en los años sesenta, no hay mayores consideraciones sobre la viabilidad o no de esta práctica, y suele rechazarse el análisis como si fuera un ejercicio intelectual estéril o “idealista”, que no “mueve” y no “hace”, ni garantiza poder. Por su parte, Daniel Ortega en Nicaragua hace “movimientos” que desde el punto de vista de las ideas pueden parecer extraños, habida cuenta de que caben alianzas con antiguos enemigos y son relegados antiguos amigos. Lo que cuenta es la capacidad de maniobra para conservar o para retomar el poder. Aun en tiempos de paz, la maniobra de origen militar es más importante que otro tipo de disciplina —máxime cuando la actividad intelectual no es vista como disciplina.

No hemos descrito rasgos que sean exclusivos de procesos revolucionarios como el cubano y el nicaragüense, puesto que en México, en un proceso que acostumbra olvidarse, fue difícil pasar de la pura y simple maniobra militar para dirimir las disputas políticas (suponiendo que lo fueran y no se tratara ante todo de diferencias personales), a la institución no estamental, que por lo demás no se afianza mediante la educación, ni con Vasconcelos, ni más tarde con Lombardo Toledano. El lenguaje coloquial mexicano tiene expresiones muy significativas que muestran la persistencia de una representación del poder como maniobra, aunque el ejército se ausente de la política. Maniobrar es utilizar “la cargada”, es saber estar en “la jugada” o saber “moverse” e incluso “no moverse” (para “salir en la foto”): las influencias —hay que saber “mover influencias” — y las clientelas son masas de maniobra y el corporativismo se presta a estas prácticas. No es algo ajeno a la movilización de masas a la que apuesta el cardenismo. Los presidentes de origen militar duran hasta los años cuarenta y persisten hasta entonces los levantamientos ocasionales. El corporativismo —que no es nuestro objeto de estudio, como no lo es el populismo, aunque es imposible no considerado como algo representativo— está hecho para disponer de “masa de maniobra”, y en cada sucesión presidencial hay más de una “movida” en la que cada aspirante utiliza sus “huestes”.

El corporativismo pide obediencia y fe —en nombre de una supuesta autoridad que es ante todo jerarquía— entre los maniobrados. La clientela —el grupo de “fieles maniobrados”, por llamarlos de algún modo— es así el resultado del juego simultáneo de la fe y la maniobra, algo complejo en lo cual bien puede entremezclarse el sentimentalismo (no sin retórica) y el recurso a la fuerza (“plata para los amigos, plomo para los enemigos”). No hay que razonar y es otra cosa la que se pide: “tener fe” y “echarle muchas ganas”. Si la clientela es endeble, es porque en más de una ocasión se descubre que el crédulo ha servido, más incluso que de “hueste”, de carne de cañón. En esta forma de poder se excluyen el cálculo (visto como cosa de mercaderes, por ende “baja”), por lo menos hasta hace poco, y la razón, que se elude y que con frecuencia incomoda, ya que puede poner en tela de juicio un ropaje cultural que aspira a tener una singularidad donde no caben seres humanos iguales por alguna condición universal —las jerarquías son “naturales” y “hablan primero”. Al mismo tiempo se es parte de “lo nuestro”, que es una dependencia (con los lugares asignados sin cuestionamiento posible), antes que individuo y a la vez ser humano.

Para retomar a Kant, hay en muchos regímenes latinoamericanos del siglo xx, desde las formas más corporativizadas como la mexicana y la argentina hasta otras modalidades como el “getulismo” brasileño, el velasquismo y el bucara-mismo ecuatorianos, la Colombia de Rojas Pinilla, el emenerrismo boliviano o hasta cierto punto el torrijismo panameño, una función tutelar que supone la minoría de edad de los tutelados y, en rigor, la no existencia de capacidades civiles plenas. En este sentido, no hay un espacio público de debate al modo en que lo pedía Kant. No lo hay porque entre quien tutela y el menor de edad no se discute mayor cosa: quien tutela maniobra para tener masas a su servicio y la masa en el mejor de los casos maniobra para arrancar concesiones —lo que puede ser el papel de un sindicato, uno “charro” por ejemplo. Hasta cierto punto, los regímenes populistas recurren más al miedo (a la figura tutelar muchas veces de origen militar, sea Cárdenas, Perón o Vargas), y las revoluciones cubana y nicaragüense, que no son populistas, lo hacen más con la voluntad y sobre todo la fe, una especie de comunión. A lo que no se apela es al entendimiento que reivindicara Kant. Aun con toda su crudeza, estos regímenes llegan a propiciar lo que Kant ve como cobardía (resultado del miedo) o incluso renuncia a pensar, que termina eventualmente por ser pereza. Aunque haya campañas educativas importantes, más que el entendimiento está fomentada la fe en el régimen, sin mayor posibilidad de examen crítico individual.

A la tutela se le ha llamado “paternalismo”, aunque en el caso argentino de Evita Perón —que renueva la fe— pueda hablarse de “maternalismo”, dicho sea con cierta ironía. Ocurre que a la exigencia de obediencia, propia de una formación militar, y a la fe de origen religioso, se suma una visión del país como familia, o de familias numerosas que curiosamente maniobran sin mayor consideración al apoderarse del espacio público —donde nunca hay iguales. La familia no deja de ser el lugar de cierto sentimentalismo, si se piensa en “Evita”. pero es un sentimiento marcado por la religión. Siempre en el corporativismo. en lugar de entendimiento hay obediencia a cambio de prebendas, y la forma más caricaturesca reside en el “acarreado” del mitin priísta mexicano —“acarrear” es un modo de maniobrar—. El régimen a su vez hace pasar por favor o concesión a cualquier derecho que se le reconozca —así sea mínimamente— al tutelado. Ningún consentimiento es pleno, auténtico, ni está bien pensado: la obediencia siempre tiene algo de sumisión-resistencia frente a lo temido (el recurso de la fuerza no desaparece), y desde arriba se concede a regañadientes, a condición de que el menor de edad —para seguir con Kant— se porte bien. En estas condiciones hay renuncia al uso del entendimiento ciudadano —entre iguales, formalmente al menos— como base del gobierno, y también renuncia a educar este mismo entendimiento. A lo sumo, se agrega de un tiempo a esta parte el cálculo. El resultado a la larga está en regímenes que pretenden modernizarse sin considerar el lugar de la educación, ni siquiera cívica. Si la fuerza y la astucia —volviendo a Joly— se imponen, no es posible la igualdad, ya que al príncipe le está permitido lo que a la muchedumbre —o al crédulo— no. Montesquieu hace notar que estos dos ingredientes de lo que hemos llamado aquí “maniobra” son terriblemente corruptores.49

La clientela se menciona hoy poco, aunque en la práctica sigue existiendo, en pequeño o en grande. A veces, en las ciencias sociales se prefiere hablar de “patrimonialismo”, para retomar a un Max Weber convertido —en algunos aspectos apresuradamente— en un clásico. Como sea, lo que cuenta es el modo en que aparece la práctica de origen estamental y vela la pertenencia a tal o cual clase social y el lugar en el espacio público. La clientela pide fieles y al mismo tiempo los utiliza para maniobrar, de acuerdo con intereses que no forzosamente son los de los maniobrados: los dos orígenes estamentales —el guerrero y el religioso— actúan juntos. Se trata de prácticas desde arriba que, de no ser contrarrestadas por la educación y una cultura universal —entre iguales y no con las jerarquías por delante— pueden enturbiar las democratizaciones planteadas desde hace unas pocas décadas.

A diferencia del estereotipado Speedy González, “Tío Conejo” tiene un origen popular. Axel Capriles se ha ocupado de este personaje venezolano en La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo, Caracas, Taurus, 2008.

Emmanuel Kant, Filosofía de la Historia, México, fce, 2006, p. 28.

A veces se traduce “haz la instrucción” por “haced la maniobra” (en francés, llega a traducir por “manoeuvrez”, “maniobrad”).

Kant, op. cit., p. 26.

Sigmund Freud, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, vol. 18, p. 94.

Kant, op. cit, p. 28.

El proceso de institucionalización del ejército mexicano está ampliamente analizado en Martha Beatriz Loyo Camacho, Joaquín Amaro y el proceso de institucionalización del ejército mexicano, 1917-1931, México, fac/umam/inehrm/fapecyft, 2003

David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Madrid, Akal, 2005, p. 47. Con Gramsci, Harvey señala que “el sentido común puede engañar, ofuscar o encubrir profundamente problemas reales bajo prejuicios culturales”. Los valores culturales son movilizados para enmascarar otras realidades.

Juan Carlos Scannone, “Modernidad, posmodernidad y formas de racionalidad en América Latina”, en D. Michelini et al., Modernidad y posmodernidad en América Latina, Río Cuarto, Ediciones del ICAIA, 1991, pp. 27 y 28. Pedro Morandé expone su tesis en Cultura y modernización en América Latina, Madrid, Encuentro, 1987. Scannone, sacerdote jesuíta, considera también que en América Latina es frecuente la lógica de la “gratuidad”, lo que desmiente en buena medida la expresión mexicana “no dar paso sin huarache”, por despectiva que sea. Véase Juan Carlos Scannone y Gerardo Remolina [eds.], Filosofar en situación de indigencia, Madrid. Universidad Pontificia Comillas, 1999. Esta naturalización que no considera la maniobra está desmentida igualmente por la manera de algunos sectores populares mexicanos de referirse al crimen organizado: lo llaman “la maña”, lo que significa a la vez que existe y que no es nada compartido por todos.

Jorge Larraín, Identidad chilena, Santiago de Chile, lom, 2001, p. 204.

Antonio Gramsci, Antología, selec, trad. y notas de Manuel Sacristán, México, Siglo xxi, 2005, p. 366.

Harvey, op. cit., p. 47.

Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, México, Era, 1984, t. 3, p. 54.

Loc. cit.

Claudio Véliz, The New World of the Gothic Fox: Culture and Economy in English and Spanish America, Berkeley, University of California Press, 1994, p. 71.

No hay más que dos palabras en vuestra boca, fuerza y astucia” espeta Montesquieu a Maquiavelo en este diálogo creado por Joly. Maurice Joly Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, México, Colofón, 1989, p. 18.

André Saint-Lu, Condición colonial y conciencia criolla en Guatemala (1524-1821), Guatemala, Editorial Universitaria/Universidad de San Carlos de Guatemala, 1978, pp. 46-49.

Saint-Lu, op. cit, p. 32. El tema está retomado en los trabajos de Bernard Lavalle.

Ibid., p. 34.

Ibid., p. 36.

Ibid., p. 41.

Ibid., p. 51.

Ibid., pp. 51-57.

Jorge Ariel Vigo, Fuego y maniobra: breve historia del arte táctico, Buenos Aires, Folgore Ediciones, 2005, p. 13.

Ibid., p. 16.

Loc. cit.

Es la definición del historiador militar británico Liddell Hart que recoge Vigo, op. cit., p. 17.

Ibid., p. 16.

Ibid., pp. 19 y 20.

Ibid., p. 19.

Citados por Beatrice Heuser, The evolution of Strategy. Thinking war from Antiquity to the Present, Nueva York, Cambridge University Press, 2010, p. 17.

Citado en ibid., p. 27.

San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, Barcelona, Abraxas, 1999, p. 196.

Edmond Paris, La historia secreta de los jesuítas, California, Chick, 2006, p. 28.

Ibid., pp. 28 y29.

Antonio Rubial García, “La obediencia ciega. Hagiografía jesuítica femenina en la Nueva España del siglo xviii”, en Perla Chinchilla y Antonella Romano [coords.], Escrituras de la modernidad. Los jesuítas entre cultura retórica y cultura científica, México, Universidad Iberoamericana, 2008, p. 162.

Ibid., p. 163.

Maurice Giuliani S.J., Acoger el tiempo que viene. Estudios sobre San Ignacio de Loyola, Bilbao, Mensajero-Sal Terrae, 2006, p. 121.

En el chiste mexicano, el general pregunta: “¿qué horas son?”, y recibe por respuesta: “las que usted ordene, mi general”. Ahora bien, dice Ignacio de Loyola: “debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina”. Loyola, op. cít, p. 156.

Para una perspectiva profunda de lo que es la compasión recomiendo el libro de Martha Nuss-baum, Paisajes del pensamiento: la teoría de las emociones, Barcelona, Paidós, 2008.

Ibid., p. 124.

Manuel María Espinosa Polit, La obediencia perfecta, México, Jus, 1961.

Paris, op. cit., p. 33.

Pierre Chaunu, “Prefacio”, en Dominique Bertrand, La política de San Ignacio de Loyola. El análisis social, Bilbao, Mensajero-Sal Terrae, 2003, p. 16.

Esteban Peicovich, El palabrista. Borges visto y oído, Buenos Aires, Marea, 2006, p. 116.

Jorge Larraín, Identidad chilena, Santiago de Chile, Lom, 2001, p. 155.

“Chile —escribe Marcos Roitman— sufre el mal de las sociedades transplantadas, aquellas nacidas a partir de la conquista de los pueblos originarios. Nunca los conquistadores han reconocido la primigenia posesión de los territorios a los pueblos originarios. Por el contrario, los han despojado de cuanto tenían y emprendido una política de exterminio”. Marcos Roitman Rosenmann, “El racismo en América Latina y el pueblo mapuche en Chile”, en La Jornada. México, sábado 19 de enero, 2013, p. 15.

Carlos Iván Degregori, La década de la antipolítica: auge y caída de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2000, p. 34.

Joly, op. cit., p. 20. “Prohibís al individuo lo que permitís al monarca, dice Montesquieu. Censuráis o glorificáis las acciones según las realice el débil o el fuerte”. Ibid., p. 20.

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