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Vol. 2014. Núm. 58.
Páginas 33-58 (enero 2014)
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Vol. 2014. Núm. 58.
Páginas 33-58 (enero 2014)
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Desplazamientos discursivos de la representación campesina en la Nicaragua pre y post-sandinista
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Leonel Delgado Aburto
* Universidad de Chile
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En este artículo analizaremos cómo en textos representativos de los conflictos por la hegemonía, previos y posteriores a la revolución sandinista, se percibe una constitución del campesino subalterno como sujeto nacional, lo que motivó textos literarios, recuentos de la guerra “contra” y fue un fundamento básico de la reforma agraria sandinista. Luego del desplazamiento del gobierno revolucionario, una reescritura de estas ideas se vuelve visible en textos autobiográficos y memorias políticas, enmarcados por un nacionalismo tradicional y por los pactos de transición de la élite. De esa manera el subalterno pareció alcanzar sólo una representación política precaria.

Palabras clave:
Subalterno
Revolución sandinista
Guerra contra
Campesinos
intelectuales
Abstract

This article argues that in representative texts of the conflict for hegemony from pre and post-Sandinista revolution a constitution of the subaltern peasant as “national” subject can be read. This constitution motivates literary texts, recounts of the “contra” war and is a basic fundament of the Sandinistas land reform. After the displacement of the revolutionary government, a rewriting of these ideas comes to be visible in texts like autobiographies and political memories framed by traditional nationalism and the transition pact of the elite. This way the subaltern seems to reach just a precarious political representation.

Key words:
Subaltern
Sandinista revolution
Contra war
Peasant
intellectuals
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En el presente texto queremos mostrar cómo la literatura nacional nicaragüense y la izquierda política, específicamente el sandinismo, convergieron durante gran parte del siglo xx en el diseño de discursos políticos e ideológicos sobre las clases campesinas subalternas.Estos relatos hegemónicos que estuvieron relacionados con el proyecto nacional-estatal moderno mostraron renovados despliegues, y entraron en nuevos conflictos a partir de la revolución triunfante de 1979. De hecho, un argumento guía de este ensayo es que esta serie de ideas, conceptos y representaciones tuvo predominio durante la segunda mitad del siglo xx, y siguió siendo usada hasta la crisis armada entre los campesinos de la “contra” y el Estado revolucionario durante los años ochenta. Con relación a la guerra contrarrevolucionaria, que se agudizó entre 1982 y 1989, existe cierto consenso académico de que se trató de una guerra campesina. Si bien fue una guerra financiada por Estados Unidos y tuvo por líderes políticos a opositores “civiles” de la élite política nicaragüense, articuló también el descontento campesino y étnico frente a las políticas agrarias del sandinismo.1 Martí Puig explica que:

[…] la base social de la “contra” no se diferenciaba mucho de aquellos ejércitos campesinos que protagonizaron rebeliones contra las pretensiones modernizadoras y centralistas, emprendidas por los gobiernos modernizantes de finales del siglo xix e inicios del xx en Europa meridional y América del Sur.2

En este ensayo nos interesa mostrar ciertas continuidades entre representaciones literarias nacionalistas, estudios sociológicos, memorias políticas, y otros relatos que toman al campesinado nicaragüense como tema. Planteamos que este tipo de textos idealizan a un campesino homogéneo y a la medida del deseo moderno de integración nacional. Esta idealización, que es también ideologización, alcanzó su auge en la coyuntura que va de la detonación de la vanguardia literaria en los años veinte y treinta al apogeo del sandinismo en los años setenta y ochenta, que fue el periodo histórico también de la dictadura de los Somoza (1937-1979). Según un argumento que desarrollamos en la última parte de este ensayo, la finalización del proceso revolucionario sandinista en los años noventa representó una coyuntura de cambio y rearticulación para las concepciones literarias e ideológicas sobre los campesinos.

Expondremos en un primer apartado lo que consideramos básico para la articulación teórica de este ensayo: cómo los estudios Subalternos pueden contribuir a la interpretación de una coyuntura centroamericana, en que los discursos que tratan de lo nacional interpelan a las culturas campesinas. En un segundo acápite expondremos cómo el campesino subalterno nicaragüense es reconocido con sensibilidad discursiva enunciada en el momento de la posguerra (las dos décadas posteriores a la derrota del sandinismo en las urnas, en 1990), la que puede remontarse a su inscripción en la literatura vanguardista. En tercer lugar, para historizar esa inscripción, veremos algunos cambios decisivos que se dieron en los años sesenta y setenta, cuando se concibió al campesino subalterno como migrante en la ciudad, se impuso el catolicismo posconciliar en la concepción sobre los pobres, y, paralelamente, el sandinismo contemporáneo ingresó con autoridad discursiva y de clase a la vida política nacional. Por último, volveremos al periodo llamado de transición democrática (a partir de 1990) en el que hubo un proceso que terminó con la idealización del campesinado, la cual había dominado hasta entonces.

Subalternidad y “contras”

Nuestra lectura está enmarcada por principios teóricos retomados de los Estudios Subalternos. Identificamos a los campesinos, especialmente a los participantes en las guerras civiles, como subalternos. Interpretamos que las formas en que se representa e interpela al campesinado desde el texto literario o científico, indica las formas en que, desde los campos de poder, se busca una representación, aunque no necesariamente sea una representación política para sí de esas clases subalternas. Desde ese punto de vista perseguimos, obviamente, una lectura política de los textos y no una exclusivamente literaria o formal. En este sentido, entenderemos que toda escritura, literaria, memorística o académica es un espacio de poder, en este caso referida a la cuestión del dominio estatalnacional. Esta consideración metodológica permitirá juntar discursos diversos en un mismo campo interpretativo. En segundo lugar, estimamos decisiva la idea de que en América Latina la subalternidad estuvo vinculada históricamente a una localización marginal situada fuera de la urbe o fronteriza, respecto al significado hegemónico y moderno de la ciudad. Estas dos ideas (texto como campo de poder y subalternidad como espacio fuera de la ciudad) apuntan a un inevitable funcionamiento político de la escritura en América Latina. Como se sabe, Ángel Rama en Transculturación narrativa en América Latina señaló una posibilidad sincrética, es decir, que la literatura pudiera trasladar a la modernidad formas culturales tradicionales, rurales o indígenas. Pero en Rama, la literatura vanguardista se autonomizaba como discurso separado de la ideología por una tecnificación literaria radical.3 Los textos literarios que leeremos en este ensayo, al contrario, aparecen próximos a los trabajos de la ideología estatal y nacional, no obstante que algunos, como los del poeta Pablo Antonio Cuadra aparezcan colocados también en un marco vanguardista.4 No decimos que toda la literatura nacional esté imbuida de esta ideología identificadora del campesino, señalamos, más bien, una tendencia notable y significativa.

Los Estudios Subalternos elaboraron una crítica radical de la nación que emergió al final del colonialismo, y se ubicaron, por tanto, junto a los Estudios Poscoloniales, en un terreno crítico de lo nacional o posnacional. Se cuestionó desde ahí la escritura de la historia en su continuidad colonial, teniendo en cuenta “el fracaso histórico de la nación de constituirse como tal”, por citar uno de sus principios fundadores expuesto por Ranajit Guha, quien siguió y radicalizó las ideas de Gramsci.5 Aunque el modelo de nación con que se pensaron los Estudios Subalternos inicialmente fue la India, y, por tanto, la cronología y contexto en relación con América Latina pareciera dispar, éstos se pueden invocar, para su trasiego teórico, por la larga duración poscolonial que modela la modernidad latinoamericana. En ésta operan formas de producción de espacios de subalternidad atadas a la forma de dominación estatal, en la que se destaca la contradicción entre campo y ciudad. Consideramos que esta tensión fue crítica en el fracaso del proyecto sandinista, o como lo afirma Saldaña Portillo, que “el destino de la revolución fue decidido por el campesinado”.6

La teorización de la subalternidad, como lugar de negatividad y de exclusión que los procesos de la posmodernidad producen, generalmente se piensa en relación con la dominación y la hegemonía, el Estado y la política, y el mercado globalizado.7 En cierto sentido, los Estudios Subalternos expresan la melancolía, en el sentido freudiano de obstáculo para manifestar el duelo, por sujetos históricos específicos que son desalojados de la representación. De manera que la preponderante politicidad de los Estudios Subalternos se encuentra, frecuentemente, con que el sujeto de la representación ha sido desplazado, incluso de las formas políticas revolucionarias.8 En el caso específico de Nicaragua, el ejército campesino de la “contra” representaría una de las contradicciones más evidentes entre la razón estatal revolucionaria y la representación (o ausencia de representación) subalterna. Interesa plantear que esa contradicción estuvo asentada, parcialmente, en todo un cambio cultural del que los discursos literarios y memorísticos forman parte. La estrategia principal de este ensayo será, por eso, conectar la conciencia escritural de la élite con la idealización del campesino. Intentaremos lo que en los Estudios Subalternos se ha llamado “lectura en reversa”. Esta “hace posible el cambio de sentido de los patrones canonizados por la cultura ilustrada o por la historia estatal, y pone al descubierto una nueva sensibilidad”.9

La fundación de una literatura nacional nicaragüense, que ocurre durante la primera mitad del siglo xx y está a cargo del principal grupo de vanguardia, encabezado por escritores como José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra, presenta una aspiración popular o populista.10 Esta consiste en el plan decidido de encontrar fuentes populares para la poesía y la historia de lo nacional (por lo que se incluye al campesinado).11 En este ensayo estimamos importante intentar acercarnos a la aspiración popular o populista de la literatura nacional en los términos de la dominación cultural y estatal, lo que nos llevaría a mostrar cómo lo subalterno podría interrumpir tal narrativa hegemónica. En este mismo sentido, consideramos que la contradicción campo-ciudad, tal como se expresa en la coyuntura sandinista, está relacionada con el signo urbanístico y centralizador (una centralidad motivada por la colonialidad) de la modernidad centroamericana. Desde esa centralidad urbana y letrada, estatal y nacional, los campesinos son concebidos como una sensibilidad de la razón dominante y, motivo discursivo fundamental para la modernización institucional. Pero esta operación significa, a la vez, el desplazamiento de los campesinos como sujetos políticos.

El campesino subalterno

Luego de la producción literaria sobre el nacionalismo que llevó a cabo la vanguardia, y ya consolidada la larga dictadura somocista,12 sobrevino una elaboración revolucionaria del nacionalismo que encontrará cauce en el sandinismo. Este proceso se articuló entre los años cincuenta y setenta fundamentalmente en sectores intelectuales y en las clases medias universitarias, que van avanzando en un entendimiento radical de la realidad nacional. Al surgimiento de grupos de jóvenes de la oligarquía, que buscaban nuevas articulaciones políticas,13 se unió el proceso de autonomía universitaria y el ingreso de jóvenes de la clase media a la Universidad Nacional (la unan de León), los que progresivamente realizaron una versión cada vez más radical del sandinismo,14 o intentaron un rompimiento con el ámbito de la literatura.15 Estos cambios implicaron una polémica y posterior alianza con los intelectuales vanguardistas, que habían sentado las bases culturales del nacionalismo tradicional (a partir de los años treinta).16

En ambos casos (sandinismo y vanguardismo) operó una ideología sobre el campesino, la región o el hinterland, espacio bien sea de un idealizado sujeto colonial, dócil y feliz (aunque, a veces, víctima de la guerra civil), o de uno “atrasado” que deberá se modernizado por la estrategia revolucionaria.17 Abordaremos en este apartado la primera figura, mostrando su presencia transversal a través de una larga coyuntura pre y posrevolucionaria.

En efecto, finalizada la revolución sandinista (1979-1990) e iniciado un proceso de transición y pacificación, el lugar de las clases subalternas fue recodificado dentro de una tradición más prolongada. La guerra contrarrevolucionaria devendría en una dolorosa guerra civil, en la que participarían el ejército campesino “contra” y jóvenes de sectores urbanos reclutados por el ejército sandinista. En las memorias políticas de Sergio Ramírez, vicepresidente del gobierno sandinista y uno de los intelectuales surgidos en los años sesenta, Adiós muchachos (1999), los pobres fueron vistos como una “sensibilidad” que sería la motivación principal de la revolución y de las clases altas y medias involucradas en ella, y daría sentido al sandinismo dentro de un orden plural de la historia nacional.18 Ramírez tomó la opinión de un político conservador de que el sandinismo trajo “por primera vez a la cultura política nicaragüense la sensibilidad por los pobres”, para afirmar:

Esta es, en verdad, una de las herencias indelebles de la revolución […]. Los pobres siguen siendo la huella humanista del proyecto que se fue despedazando en el camino, en su viaje desde las catacumbas hasta la pérdida del poder y la catástrofe ética; un sentimiento soterrado o postergado, pero de alguna manera vivo.19

La “sensibilidad por los pobres” es de hecho privatizada dentro del texto de la memoria personal y política. Además, al proponerla como índice subjetivo y privado, se pospone alegóricamente el proceso de integración nacional de los subalternos (“sentimiento soterrado”) y se exalta lo nacional establecido (“la cultura política nicaragüense”), respondiendo así a la lógica de la transición del sandinismo al gobierno conservador de Violeta Chamorro, durante los años noventa. Lo que en el texto de Ramírez aparece “soterrado” es en realidad todo un proceso de constitución del Otro campesino, como deseo (en este caso frustrado) de las élites intelectuales, así como de los sectores radicalizados de la clase alta y media. Este proceso constitutivo se advierte sincrónicamente en textos sobre la guerra “contra” (como veremos en un texto de Jaime Morales Carazo) y diacrónicamente en textos establecidos dentro del canon de la literatura nacional (para lo cual tomaremos textos de Pablo Antonio Cuadra).

Durante el proceso de instalación de la dictadura de Anastasio Somoza,20 resultaba característico que el poeta vanguardista Pablo Antonio Cuadra planteara la problemática de la cultura campesina frente al bipartidismo y la guerra civil. En su obra de teatro Por los caminos van los campesinos, de los años treinta, son los campesinos que, trasladados a la literatura, iban a la guerra civil “de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil”.21 La evidencia de un orden numérico al interpretar a los campesinos era sintomática de la prédica de una disciplina alternativa ante una temporalidad de permanente posguerra civil, síndrome trágico que los vanguardistas advirtieron en los procesos de modernización. Cuadra opera a través de un sentimentalismo cristiano, desde el cual el campesino de la región del Pacífico resultaba ordenado y dócil hasta para marchar a la guerra civil (de forma simétrica y pasiva), sin posibilidades para la agencia política (por ejemplo, rebeliones campesinas autónomas). Su política aparece controlada por los relatos del Estado y la legalidad, o, mejor, la deriva corrupta de los partidos conservador y liberal. En su obra, Cuadra propone cambiar el método político de integración estatal-nacional, aunque no necesariamente la simetría y orden de tal integración. Como se verá, su postura era parecida a la de la ideología de la dictadura al proponerse superar una historia bipartidista que engendró guerras civiles.

En la obra de Cuadra, una familia campesina confronta trágicamente la guerra civil entre conservadores y liberales. Víctimas pasivas de las élites y no actores políticos, estos campesinos ven cómo los principios familiares tradicionales y del minifundio son desarticulados por la guerra y el abuso de la ley, personificada en un abogado, miembro del partido liberal, símbolo de la legalidad “moderna” que intenta una especie de secularización corrupta. El gobierno conservadortrae la ilusión de protección estatal, o de reconocimiento mutuo entre Estado y campesino. Margarito, joven campesino, hijo de Sebastiano, llega a ser teniente del ejército, como alusión e ilusión de legalidad oligárquica paternalista. Ante la imposibilidad de participar del bienestar esperado, el otro hijo de Sebastiano, Pancho, se alza a favor del partido liberal y en contra del gobierno. Cuando interviene Estados Unidos, surge en Sebastiano y Juana, su mujer, la ilusión de que éstos impondrán el orden. Sin embargo, un soldado norteamericano viola a Soledad, la hija. La tragedia se agudiza cuando Sebastiano mata al abogado, que con astucias quería robarles su tierra. De esa manera, Sebastiano queda fuera de la ley, y recibe el rechazo social, en una probable codificación peyorativa de una rebelión autónoma.

Sin embargo, el elemento ideológico fundamental de la obra es enunciado por el inicial rechazo que hace Sebastiano del hijo que va a tener Soledad, fruto de la violación del norteamericano, que luego lo lleva a una epifanía esencial. Sebastiano reconoce en el niño que va a nacer una representación del hombre nuevo, quien debe ser separado de la historia de violencia. La representación del sujeto subalterno acata así el deseo intelectual vanguardista de superar la historia: “Que no conozca su historia, que no sepa nada[…]”.22 Este rechazo y olvido de la historia posibilitará el nacimiento de una nueva política. El contexto cercano de “pacificación”, impuesto por la dictadura de Somoza luego de la destrucción de la lucha sandinista (1926-1934), lleva a pensar en la relación entre dictadura, dictador, hombre nuevo y nueva historia como indicativa de la concepción de la historia que tenían los vanguardistas. Esta fue desplegada, fundamentalmente, por José Coronel Urtecho,23 quien propuso entender la historia nacional como una conversación entre las élites liberales y conservadoras, aunque originalmente la fractura política bipartidista llevó a los vanguardistas a proclamar la necesidad de un dictador, el cual encarnó en Somoza.24

Tanto la dictadura, que los vanguardistas apoyaron, como el nacimiento del hijo de Soledad en la obra de Cuadra, son productos sociales “nuevos” que pondrán el relato de la historia nacional más allá de la guerra civil, es decir, del conflicto permanente entre liberales y conservadores. Este tránsito implicaba desplazar cualquier autonomía política de los campesinos, los cuales, además, eran definidos en la obra de teatro como sensibilidad (no sujetos) de una nueva política.

La obra de Cuadra supera, por supuesto, un repertorio meramente literario para articular una postura intelectual en que se conceptúa la historia (nacional) de forma ideológica, estableciendo una intervención que crea otros discursos y textos. A partir de posturas como las de Cuadra, y el uso de conceptos como el de “campesino” y “guerra civil”, se puede acomodar toda una serie de sucesos históricos bajo una misma perspectiva centralizadora, incluyendo el levantamiento campesino de la “contra” en los años ochenta. Por ejemplo, esta perspectiva parece haber modelado la visión que tuvieron ciertos líderes opositores al sandinismo y devenidos en líderes del campesino alzado en la contrarrevolución. En su descripción de la lucha de los “contras”, Jaime Morales Carazo advierte varios enigmas que ilustran la tensión con la representatividad nacional, refiriéndose a “la inquietante ausencia de una ideología” que convocó a los campesinos contrarrevolucionarios,25 la fragmentación y la distancia entre combatientes y dirigentes. El autor cree, sin embargo, en una especie de nacionalismo natural en los campesinos “contras”, que por razones de interés político extranjero no fue debidamente expresado.26

En el libro de Morales Carazo este transparente desciframiento del nacionalismo oculto de los “contras”, se produce con base en un acto de enmascaramiento literario, que refiere a Pablo Antonio Cuadra. El autor hace una lectura del sujeto campesino y sus valores a partir de su convivencia con los combatientes, en la que él escoge el seudónimo simbólico de Tolentino Cifar. Con este seudónimo Morales Carazo usa dos personajes literarios. Uno —Tolentino— proviene de un cuento de Pedro Joaquín Chamorro, en el que un maestro de escuela decide hacer una precaria campaña presidencial contra un dictador (por antonomasia, Somoza).27 Cifar, por su parte, sale de la poesía de Pablo Antonio Cuadra, y constituye una idealización semi-épica de un pescador-campesino del Lago de Nicaragua.28 La escritura de Morales Carazo está dominada, pues, por el deseo de inscribir al combatiente de la “contra” dentro de cierta tradición nacionalista letrada, en la que confluyen la civilidad patética del dirigente de la “contra"(pues el Tolentino Camacho del cuento no podrá obtener la presidencia bajo el sistema dictatorial), con la idealización literaria cristiana elaborada en torno al campesino. Desde la ideología de Morales Carazo, Tolentino Cifar representaría la alianza enigmática entre los sectores de la derecha oligárquica y los campesinos de la “contra”. Al igual que en la obra de teatro de Cuadra, hay una atribución ideológica evidente que intenta cerrar la brecha entre dirigente y campesino. Es como si la alegada convivencia de Morales Carazo con los campesinos encontrara un cauce identificatorio, por medio de los personajes literarios invocados, que son los modelos de subjetividad nacional a los que los “contras” podrían aspirar. Se activa de esa manera una operación populista en que los signos ideológico-literarios (el campesino en su pureza cristiana) se avivan dentro de la lucha por la hegemonía en el contexto de la revolución sandinista. Para resumir esta parte: en el momento de la transición política desde la revolución popular de 1979 al predominio neoliberal de las recientes décadas, se reactiva la nula representabilidad de los pobres como una idealización de las élites. Esta es una operación ideológica cuya genealogía se puede rastrear en los impulsos populistas de la literatura nacional vanguardista, y en la forma de representar a los “contras” como sujetos de una supuesta pureza no ideológica.

Campesinos y sandinistas dentro de la ley

Durante las dos décadas anteriores a la revolución, este proceso de idealización y control tuvo como uno de sus temas fundamentales la migración del campo a la ciudad, lo que hace pensar en la localización social y la labor productiva del sujeto campesino. Este tema fue frecuente en los debates de la época, y de influencia notable en la concepción de reforma agraria del gobierno sandinista con su correlato de constitución de un nuevo sujeto campesino.29 En la genealogía de tal debate resultaron importantes textos como la novela ¡Vuelva, Güegüence! (1970) de Pablo Antonio Cuadra, o el estudio sociológico de Reynaldo Antonio Téfel, El infierno de los pobres (1970).

Cuadra dio continuidad a la problemática de Por los caminos van los campesinos, al intentar una reconceptualización del sujeto nacional. Perdida su gloria colonial, provinciana y campesina ante el avance de la modernidad burocrática, el Güegüence30 llega a la ciudad y deviene en marginal. En la narración de Cuadra, la diferencia entre el campo y la ciudad, entre “fuerano” o “poblano” y habitante de la urbe, se conceptualiza como el choque entre el sujeto culturalmente puro con la ciudad. El relato refleja las preocupaciones de Cuadra por los campesinos marginales en la ciudad, en tanto nuevos sujetos de la cultura nacional. El Güegüence y su familia, como representantes paradigmáticos de la nacionalidad, guardan de forma arcaica, carente y misteriosa, las marcas de una cultura nacional en peligro de desaparecer, por las mutaciones que conlleva la modernidad y la burocracia. Es evidente que Cuadra, en el contexto de finales de los años sesenta, integra en su obra los discursos desarrollistas, la ascendente teología católica posconciliar, y su antigua tendencia a idealizar el estatuto colonial de los campesinos y de las provincias.

Como se puede advertir en la narración de Cuadra o, más claramente, en la encuesta que elaboró Téfel, hay toda una toma de conciencia en los sectores medios e intelectuales respecto a los pobres. Esta nueva conciencia proyectó también la necesidad de integrar la racionalidad nacional a los, así llamados, marginales. Proclamar la integración de éstos implicaba reclamar a la vez mutaciones importantes en las funciones y estructura del Estado, al extremo de “humanizarlo” y lograr que el gobierno aceptara cubrir los derechos de los excluidos, garantizándoles accesos modernos negados hasta ese momento, lo cual, en las condiciones de una dictadura neocolonial, era sinónimo de proclamar la revolución social. Al mismo tiempo, había que conceptualizar al marginal mismo, en tanto sujeto social e ideal movilizador de la ética personal y comunal de los intelectuales, las clases medias y altas. En realidad en esta emergencia de la gubernamentalidad y la biopolítica, para usar los conocidos conceptos de Foucault,31 la confusión entre sujeto e ideal, entre marginal y ente místico-cultural fue evidente. La redefinición del marginal implicó también la imposición de una disciplina, en la que éste se integrara a un relato gubernamental asistencial de contenidos cristianos.

Fue significativo, por ejemplo, que las “Hipótesis, Variables e Indicadores” de la encuesta hecha por Téfel32 se orientaran por la necesidad de saber quién era el marginal y hasta qué punto estaba integrado a las organizaciones y modelos de la modernidad: educación, urbanismo, participación política, nivel de vida en general. Mejor dicho, la pertenencia civil del marginal al cuerpo/nación no estaba en entredicho; la marginalidad “(es) la corona de espinas de un país crucificado, descoyuntado, explotado y torturado[…]”.33 La identificación del país y el cuerpo de Cristo fue una metáfora típica del relato nacionalista unificador: el país marginal localizado en la estructura global se lee éticamente a sí mismo en el sujeto marginado. Al mismo tiempo, el estatus del marginal se volvió más teológico que sociológico u antropológico. O en otras palabras, operó un prejuicio sobre la representación política de los llamados marginales.

Otro aspecto característico de la visión asistencial, nacionalista y cristiana sobre los marginales urbanos y campesinos, tal como se conformó en las décadas anteriores a la revolución, es que fue uno de los puntos de ingreso del sandinismo a lo que podría llamarse una racionalidad política autorizada. En efecto, la articulación teológica/nacionalista en torno a un romanticismo del marginado, conectó al sandinismo con las familias hegemónicas y con una intelectualización en torno a quién es el pobre, ya elaborada anteriormente por los movimientos intelectuales nacionalistas. La integración de jóvenes de las clases altas al sandinismo tuvo como uno de sus elementos básicos la prédica de la teología de la liberación y la constitución del pobre como eje contrahegemónico.34 Durante el conocido secuestro de figuras del gobierno somocista, por parte del Frente Sandinista, en la casa de José María Castillo, en 1974, la alianza entre combatientes universitarios clase media con jóvenes hijos de la oligarquía fue evidente. En las memorias políticas de Arturo Cruz, también dirigente de la “contra”, esta alianza fue presentada de la siguiente manera:

I had just returned from school to Nicaragua in time to witness the event and the following reprisals. What surprised me most were the names of the young Sandinistas which surfaced in connection with the attack on the house: Cuadra, Carrion, Lacayo, Lang. These were the children of the better families in Nicaragua, the kids with whom I had grown up. The fsln could no longer be viewed as a band of outcasts or outsiders. Rather they were the children of the country' s bourgeoisie.35

Hubo pues dos transiciones que se complementaron y fueron simultáneas. Por un lado, los marginales, campesinos ingresados a la modernidad vía la migración a la ciudad, encarnaron en un sujeto teológico que orientaba la redefinición de las funciones del Estado, y el compromiso nacional de sectores de las clases dominantes, las clases medias y los intelectuales. Por otro lado, los combatientes del fsln se desprendieron del estigma de forajidos y descastados, y aparecieron como “hijos de la burguesía”.36 Tanto los marginales como el fsln ingresaron a una racionalidad inesperada, donde la redefinición de los sujetos terminó operando a favor de una nueva disciplina estatal nacional en formación. En ambos casos, los sujetos fueron colocados más allá de la criminalidad para potenciar la racionalidad moderna. En un caso, importaba saber hasta qué punto estaban integrados los marginales al discurso desarrollista de la modernidad, y hasta qué punto había que integrarlos. En el otro caso, efectuar una especie de laboratorio edípico en el que el fsln guiaría la nueva racionalidad, reparando los entuertos de la tradición burguesa nacional, llevando a cabo la integración de los marginales a la ciudadanía, y resguardando el carácter transicional de las familias de abolengo.37 estas familias serían garantes de la transición de doble manera. Por un lado, protegían la gradualidad de los cambios y garantizaban la preeminencia del pacto social; por otro, se integraban a la categoría de “hombres en transición” por su procedencia social y por su compromiso con la ética de los marginados.

Vistos, por lo tanto, desde la ideología revolucionaria ascendente, los marginales/campesinos conformaron, más que una presencia ciudadana, en sentido moderno, una especie de sensibilidad motivadora en la que se autorrecreaba una ontología de lo nacional. Esta fuerza fue muy importante en la articulación de las alianzas políticas victoriosas en la revolución de 1979, y como pudo hacerse evidente después, juntó a los sandinistas con sectores conservadores en torno a los planes de desarrollo agrícola. Carlos Vilas, en un artículo sobre la presencia de las familias de abolengo en la historia de Nicaragua, y particularmente durante la revolución sandinista, muestra la importancia que tuvieron los técnicos y profesionales de origen conservador en los diseños de las políticas de reforma agraria.38 Al respecto, Josefina Saldaña comprueba, asimismo, que:

La política agrícola sandinista tenía la intención de producir un modelo de ciudadanía-sujeto revolucionaria en agricultura, un modelo de subjetividad que beneficiaría a los ciudadanos y a la nación. Pero este modelo de ciudadanía revolucionaria no surgió de la realidad material en que vivían los campesinos39

El eje industrialista de la reforma agraria sandinista buscaba “completar” la proletarización del campesinado, por medio de la creación de empleos en las granjas estatales.40 Estas medidas incrementaron la precariedad de la economía de los minifundistas y de los proletarios itinerantes. Así, se dio una colisión política y cultural fundamental entre visiones nacionalistas divergentes en torno a la idea del desarrollo: por un lado, el fsln favoreciendo el desarrollo centralizado, y por otro, la burguesía insistiendo en los valores liberales del mercado.41 Un efecto directo de esta colisión de ideas nacionalistas fue la atracción que las ideas de autonomía campesina, enarbolada por los grupos económicos dominantes, ejercieron sobre los minifundistas y campesinos pobres motivándolos a su integración en el ejército campesino de la “contra”.

De manera que la conceptualización campesinos se volvió una fuerza recreadora de cierto nacionalismo tradicional, lo que Pablo Antonio Cuadra llamaría posteriormente “la lucha dramática de una ideología contra una cultura”,42 contrastando así la ideología modernizadora del sandinismo con los valores culturales establecidos de la sociedad patriarcal. Por supuesto, en esta interpretación la “cultura” alude a una estrategia de dominación, en la que el sentimentalismo de las oligarquías integra a los campesinos en una cosmovisión nacionalista cristiana. La transversalidad de esta “cultura” fue siempre precaria, pues la integración de los campesinos a este modelo no fue un proceso unidireccional. Sin embargo, su misma enunciación evidencia la posibilidad de una cultura patriarcal en la que se enmascara la dominación sobre lo rural, y se funden las clases oligárquicas con estratos campesinos y urbanos heterogéneos. En ¡Vuelva Güegüence!, la ciudad moderna y la burocracia hacían evidente el “pasado” de la cultura campesina. Por otro lado, los planes desarrollistas del sandinismo, aunque funcionaron con la intención de completar la proletarización, se elaboraron mediante una alianza con sectores de abolengo nacional, ideologizados por el desarrollismo y el marxismo. Esta alianza resguardaba la posibilidad de una cultura armónica entre industria agrícola y nueva ciudadanía, la que integraría al sujeto campesino. En esta contraposición subyace la idea de una clase política iluminada por la modernidad, que lucha de manera trágica en contra del atraso, incluida la cultura campesina. En todo caso, conservadores y revolucionarios parecieron coincidir en que la temporalidad en que estaban situados los marginales/campesinos era el pasado. Cuadra lo resumió muy bien cuando al presentar su narración ¡Vuelva Güegüence! dice: “Venir de un pueblo del interior a la capital, resulta[…] venir del tiempo pasado”.43 El itinerario geográfico (del campo a la ciudad) se transformó en un viaje temporal (de la tradición a la modernidad), ambos organizados desde la centralidad epistémica y política. Pero si bien a Cuadra le bastaba con esa nostalgia colonial para decir quién era el campesino, los sandinistas confiaban que la modernización produciría al nuevo sujeto nacional.

Transición y representación

¿Qué pasó con esa idea del campesino nacional, anacrónico y en conflicto con la modernidad en el momento posrevolucionario? Su reinscripción como una idealización coincide con los pactos de transición de régimen. A la vez, la participación militar de los campesinos combatientes de la “contra” y del ejército sandinista se fue diluyendo en una violencia que perdió, sobre todo desde el punto de vista del discurso dominante, cualquier significado político. A este descrédito contribuyó la desaparición de los procesos de idealización del subalterno, que se rompieron al finalizar la revolución, lo que motivó en cierto sentido el mea culpa o la autocrítica de las élites políticas e intelectuales frente a la guerra civil de los años ochenta. En este sentido, se destacó el uso de la narración personal como rasgo de autoeducación de los grupos dominantes dentro de una idea general de ciudadanía. Como propone Soto Joya:

A pesar de esas iniciativas [memorísticas], considero que no se ha discutido pública y suficientemente cómo recuerdan los años revolucionarios los sandinistas “de base”, quienes combatieron en la guerra, quienes vivieron esa experiencia en el campo, quienes después de la derrota electoral tuvieron menos recursos a la hora de “competir”.44

En contraste con esas probables memorias “desde abajo”, resulta importante pensar asimismo en cómo se disciplinaron las subjetividades de las clases medias y altas en la transición democrática. Sofía Montenegro hace ver la importancia que tuvo en ese contexto la narración de la vida para la expresión del duelo, enunciado como “derecho a la propia vida en primera persona”.45 Sin embargo, esta reconstitución estuvo bastante acotada por las posibilidades propias de redisciplinamiento psicosocial de las élites y de las clases medias, en las que faltaron las voces de las clases campesinas y subalternas en general.46 Entre otros puntos, que no aparecen dentro de la operación memorística “desde arriba”, se encuentran elementos claves de la reproducción social y la dominación, por ejemplo la segregación por razones étnicas y raciales, la imbatible solidaridad de las familias de abolengo, por sobre sus diferencias ideológicas, dos elementos que mezclados produjeron lo que se llamó “pigmentocracia"; la irrealidad de la ciudadanía moderna en un medio dominado por la diferencia de clase, el analfabetismo y la preponderancia de la ciudad sobre el campo; el centralismo cultural y la diseminación oficial de la ideología cultural tradicional. Así, la restitución de una memoria autobiográfica personal suele evitar en su narrativa cualquier conflictividad política profunda.47 Además, todo este proceso estuvo mediado por la disciplina global, que distorsionaba aún más la armonía entre el concepto de ciudadanía y su hipotética y deseada realización práctica.

Concretamente, la integración o inserción social de los excombatientes de la “contra” y del ejército sandinista ha sido uno de los tantos puntos débiles, contradictorios o aporéticos de la nueva institucionalidad, nacida del ocaso de la revolución sandinista y el auge conservador bajo las administraciones de Chamorro (1990-1997), Alemán (1997-2002) y Bolaños (2002-2006). Muy temprano, luego de las elecciones de 1990, comenzaron los alzamientos de “recontras” (excombatientes de la “contra”), y luego de “recompas” (excombatientes del ejército sandinista), los que, posteriormente, cuando coincidían los alzados provenientes de los dos grupos, fueron llamados los “revueltos”.

Como señala Martí-Puig, el levantamiento de rearmados de la contrarrevolución a partir de 1991 se da como consecuencia del incumplimiento de las promesas del gobierno de Chamorro (1990-1997) de crear polos de desarrollo, con tierra y servicios básicos para los desmovilizados de la “contra”.48 Como reacción a este proceso de violencia, se rearmaron también exmiembros del ejército sandinista y de cooperativas sandinistas. La lucha fue derivando en el bandolerismo y la pérdida de objetivos políticos e ideológicos claros, “un conflicto bastardo, sin laureles, anómico y confuso”.49 Martí postula la idea de que en la alianza de “recontras” y “recompas”, se prefigura “una conciencia común de compartir los mismos intereses y agravios”.50 Con respecto a las dirigencias políticas, dice Martí, “las élites que movilizaron a las masas durante los años ochenta —antes radicadas entre Managua y Miami—, ahora claman por la implantación de un clima de orden y estabilidad”.51 Verónica Rueda hace ver, por su parte, que el bandolerismo de los alzados en armas en las décadas posteriores a la revolución está relacionado “con los intentos de adaptación de las agitaciones campesinas a la economía neoliberal, sin antes haber logrado su inserción plena a la economía capitalista”.52 Al retomar la designación de Hobsbawn (“bandolerismo social”) se refiere, además, al final “de un ciclo largo en la historia de Nicaragua: el relativo a la guerra como forma de vida[…]. Después de 1990, ese largo ciclo bélico daba paso a un nuevo periodo, el intento de establecer una sociedad pacificada”.53

Evidentemente, la institucionalidad, junto a la paralela retórica de reconciliación, no fue nunca suficiente para hacer de la reinserción del combatiente campesino un proceso fluido en esa sociedad pacificada. Fue, al contrario, un proceso dispar y enredado, lleno de ausencias y silencios. Dentro de la retórica dominante de la democracia y la reconciliación, los alzados aparecieron de manera distorsionada y delincuencial. Esto se podría ejemplificar con el que fue probablemente el caso más dramático del movimiento de rearmados: el Frente Unido Andrés Castro.

En marzo de 2002, los diarios de Nicaragua informaron la desarticulación del fuac. Los remanentes de ese grupo de rearmados, conformado principalmente por excombatientes del Ejército Sandinista, desarrollaban sus labores delictivas en la zona llamada Triángulo Minero, por alusión a los tres principales pueblos mineros de la región, Siuna, Bonanza y Rosita. Durante los años noventa, y hasta el año 2002, los excombatientes del fuac fluctuaron entre la integración a medias, la inserción social por medio de cooperativas campesinas, y la práctica del terror en la región. Evidente fue, asimismo, la decisión de las autoridades de imponer el orden, invocando, sobre todo, las características delictivas de los remanentes del fuac, para lo cual no se escatimó un esfuerzo militar sostenido.54

Durante la entrega de cinco rearmados, “Olocica” uno de los rendidos explicó las razones por las que decapitó el cadáver de uno de los jefes del fuac, José Luis Marenco: “Cumplí su deseo. El había pedido que cuando muriera le cortáramos la cabeza para que no lo conocieran sus enemigos”.55 Así, dice otro de los combatientes, “[…] cargamos con los cadáveres y decidí cumplir la promesa. Lo decapité y sepulté su cabeza en otro lugar”.56 También el cadáver del que fue llamado por uno de los periodistas el “ideólogo del fuac, Noel Lagos Zúñiga (o “Amaruk Falcón”), fue decapitado “al no querer ser reconocido por sus adversarios”.57 Por supuesto, esta negativa al reconocimiento es paradójica, pues constituye una especie de reiteración del anonimato, una resistencia a la inscripción biográfica criminal. La imposibilidad personal está relacionada con la imposibilidad política y nacional, y esto en contraste con la manera universalista con la que se escriben las autobiografías revolucionarias de los notables, o se teoriza la narración de vida como profilaxis. La representación se cierra sobre la negatividad, estableciendo un contraste con el discurso de autoeducación por medio de la narración de vida que practican la élite política y las clases medias. Si bien es problemático identificar en este movimiento de alzados una representatividad campesina,58 sí se puede considerar sintomático de la falta de sintonía entre la reconstitución imaginaria de subjetividad y nacionalidad por medios textuales autobiográficos y memorísticos elaborados por las élites, y la fragmentación subalterna realmente existente.

Esta negatividad queda marcada en la memoria del intelectual de forma elíptica, al identificar al campesino con los estamentos tradicionales de la Iglesia católica que sobresalían en el proceso de transición. Al caracterizar en sus memorias a Miguel Obando, el exarzobispo de Managua, con quien el autor trabajó en la comisión de reconciliación instalada a partir de los Acuerdos de Esquipulas (1987), Sergio Ramírez dice: “Aprendí entonces a medir su carácter cauteloso, algo muy propio de la cultura campesina, siempre estricto en sus desconfianzas y atento a no dejarse utilizar”.59 El proverbial conservadurismo de Obando recibe aquí una codificación significativa, pues los campesinos que “no se dejaron utilizar” llevan a pensar en el ejército campesino contrarrevolucionario. De manera imprevista, Ramírez reconoce una representación política problemática. Obando aparece conectado de manera casi mítica (y elíptica) con los cautelosos y enigmáticos campesinos. Además, la visión de Ramírez indica una reafirmación del carácter “nacional” (y no simplemente regional) de las luchas campesinas, siendo el vínculo de lo nacional los elementos remanentes o permanentes de la cultura patriarcal (presencia de la Iglesia católica, “enigma” cultural enunciado por la literatura nacionalista).

Por supuesto, para que el reconocimiento de los campesinos se constituya como nacional es necesaria una relación de poder bastante poco estudiada, en la que sectores oligárquicos podrían representar a los campesinos. Esta articulación sería desestabilizada de vez en cuando, como por ejemplo cuando Sandino logró que su movimiento guerrillero tuviera resonancias subalternas y nacionales.60 Pero lo más frecuente es que esta representación profundamente patriarcal se base en la idea de un campesino no violento en sí mismo, sino paciente de la violencia. Es necesario traspasar el límite del forajido, criminal o bandolero, incluso el de indígena, para ingresar con buen pie al campo de las representaciones místico-políticas, religiosas y letradas en torno al campesino, una tradición que, como hemos visto, impregnó, al menos desde los años treinta del siglo xx, la ideología sobre el campesino.

Este tipo de transiciones del campesino hacia lo nacional, conducido por la ideología y las prácticas de las élites, que recolocaron la “idealización por los pobres”, resultó fundamental en el momento de finalización del conflicto armado y recomposición política de los años noventa y 2000. En el campo de los estudios históricos y culturales, tal actualización no debería ser separada de los avatares históricos constitutivos, ideológicos y éticos del subalterno, tal como las mismas élites lo han imaginado, es decir, en un persistente desplazamiento discursivo. Este análisis resulta, sin duda, decisivo para el replanteamiento de la historia de la revolución sandinista y, particularmente de la vida política de los grupos subalternos en esa coyuntura fundamental.

Conclusiones

La coyuntura de la guerra de la “contra” y la problemática de su representación política e histórica, refiere a la permanencia de la cuestión campesina en la estructura histórica y memorística nicaragüense, la que se inscribe comúnmente “desde arriba”, es decir, desde los presentimientos y deseos de las élites, de hecho a través de procesos de apropiación sentimental y política. En ese sentido la perspectiva de los Estudios Subalternos puede ayudar a ubicar funcionamientos y geografías específicos, activando motivos deconstructivos, agrupando instancias aparentemente disímiles y estableciendo continuidades regionales que se remontan a una larga duración colonial, tal es el caso de la tensión ciudad-campo.

Desde este punto de vista, la literatura nacionalista pierde su estatus de pureza y su atribución unilateral de emancipación. De hecho, vemos que en coyunturas políticas enrevesadas, la literatura funciona como un artefacto ideológico que se puede yuxtaponer con otros discursos en constelaciones de dominio y hegemonía. Así, en diversas coyunturas históricas (derrota de Sandino, dictadura de Somoza, Revolución sandinista, guerra de la “contra”, derrota del fsln) se articularon discursos literarios que batallaron, se opusieron y se combinaron a veces con discursos de las ciencias humanas, o con la discursividad propia del Estado o gubernamental.

Ese funcionamiento de la cultura, ayuda a percibir cómo la gubernamentalidad revolucionaria sandinista se vinculó con tradiciones de la cultura política nacional, y cómo el rompimiento radical que propuso operó también dentro de una pragmática de lo establecido. El nuevo poder constituyente se articuló, en parte, con lo que fue construido y presentido como significante a lo largo de la lucha por la hegemonía modernizadora. La identificación de los campesinos fue dada desde arriba a través de simbolizaciones letradas. Aquí cabe preguntar por la participación de los propios campesinos en estas simbolizaciones, asunto que no hemos explorado en este texto. Apuntaríamos la necesidad de observar y analizar los procesos de transculturación, y los procesos alternativos de memorización desde abajo que son todavía muy opacos. En este sentido, la escritura individual sanadora es una estrategia de compromiso de las clases altas y medias, visto que es impulsada, precisamente, por la maquinaria de la pragmática nacionalista. Por un lado, su política puede devenir privatizadora de una experiencia política amplia (incluyendo el consumo de la sensibilidad del Otro). Por otro lado, su marco puede no trascender la doxa sobre el subalterno elaborada durante el establecimiento de lo nacional.

Para la interrelación entre reforma agraria y levantamiento campesino de la “contra” véase María Josefina Saldaña-Portillo, The Revolutionary Imagination in the Americas and the Age of Development, Duke University Press, 2003, especialmente el cap. 4, “Irresistible Seduction: Rural Subjectivity under Sandinista Agricultural Policy”, pp. 109-147. Para testimonios de combatientes campesinos de la “contra” véase Alejandro Bendaña, Una tragedia campesina: testimonios de la resistencia, Managua, cei, 1991. Otra bibliografía pertinente, de entre un corpus más o menos amplio, incluye a Lynn Horton, Peasants in Arms: War and Peace in the Mountains of Nicaragua, 1979-1994, Ohio University-Center for International Studies, 1998.

Salvador Martí Puig, “Algunas reflexiones políticamente incorrectas sobre Nicaragua”, en Estrategias de poder en América Latina: VII Encuentro-Debate América Latina ayer y hoy, Pilar García Jordem et al., Barcelona, Universidad de Barcelona, 2000, p. 102.

Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina, México, Siglo xxi, p. 20.

Cuadra (1912-2001) fue uno de los intelectuales más importantes que produjo la vanguardia nicaragüense. Lo central de su obra es la atribución nacionalista de una subjetividad popular mestiza orientada por principios cristiano-católicos.

Ranajit Guha, “On Some Aspects of the Historiography of Colonial India”, en Ranajit Guha y Gayatri Spivak [eds.], Selected Subaltern Studies, Oxford, Oxford University Press, p. 43.

Saldaña-Portillo, op. cit., p. 112. La traducción es mía.

Véase Ileana Rodríguez, “Hegemonía y dominio: subalternidad, un significado flotante”, en Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta [eds.], Teorías sin disciplina: latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate, México, Miguel Ángel Porrúa, 1998. En www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/rodriguez.htm (fecha de consulta: 17 de noviembre, 2013); Gareth Williams, The Other Side of the Popular: Neoliberalism and Subalternity in Latin America, Durham, Duke University Press, 2002.

Véase Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos, “Manifiesto Inaugural”, en Luis G. de Mussy y Miguel Valderrama [eds.], Historiografía postmoderna, Santiago, ril, 2010, pp. 185-197; John Beverley, Subalternity and Representation: Arguments in Cultural Theory, Durham, Duke University Press, 1999.

Rodríguez, op. cit.

Para la historia del movimiento de vanguardia nicaragüense, véase Jorge Eduardo Arellano, Entre tradición y modernidad: el movimiento nicaragüense de vanguardia, San José, Libro Libre, 1992.

Respecto a este entrelazamiento de poesía e historia véase Leonel Delgado Aburto, “Textualidades de la nación en el proceso cultural vanguardista”, en Márgenes recorridos: apuntes sobre procesos culturales y literatura nicaragüense del siglo xx, Mangua, Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, 2002, pp. 3-23.

No hay que olvidar que el movimiento de vanguardia brindó su apoyo a Somoza García considerando la dictadura como modelo político que superaría las fracturas de lo nacional, así el nacionalismo vanguardista quedó afiliado a un modelo falangista y conservador. Para el giro político de la vanguardia véase Arellano, op. cit., pp. 145 y 146.

Ejemplarmente, Ernesto Cardenal, quien reinscribe a Sandino en la memoria literaria, véase Ernesto Cardenal, La revolución perdida, Managua, Anamá, 2004, especialmente el cap. 1, “La rebelión de abril”, pp. 7-26.

El paradigma aquí es Carlos Fonseca, fundador del fsln. Si bien Fonseca no proviene propiamente de la clase media, sino de un estrato más popular, lee apasionadamente a los escritores vanguardistas, véase Werner Mackenbach, “El problema de la nación en el pensamiento juvenil de Carlos Fonseca”, en Kinloch Frances [ed.], Nicaragua en busca de su identidad, Managua, Instituto de Historia de Nicaragua, 1995, pp. 431-456. Cfr. Matilde Zimmermann, Sandinista: Carlos Fonseca and the Nicaragua Revolution, Duke University Press, 2000.

El grupo Ventana, encabezado por Sergio Ramírez y Fernando Gordillo. Véase Leonel Delgado Aburto, “Apogeo y ocaso de los paradigmas intelectuales de los sesenta”, en Márgenes… pp. 25-40.

Para el aspecto polémico, véase Fernando Gordillo, Obra, Managua, Nueva Nicaragua, 1989; sobre el vínculo entre sandinismo y vanguardia véase Erick Blandón, Banoco descalzo: colonialidad, sexualidad, género y raza en la construcción de la hegemonía cultural en Nicaragua, Managua, uraccan, 2002, pp. 56-63. José Coronel Urtecho terminó siendo aliado de los sandinistas, en cambio Pablo Antonio Cuadra fue opositor al régimen sandinista. Para los procesos de tránsito del somocismo al sandinismo de Coronel véase Leonel Delgado Aburto, “La impureza de lo conversacional: vanguardia, autobiografía e historia en los tránsitos textuales de José Coronel Urtecho”, en Atenea, núm. 507, primer semestre, 2013, pp. 65-78.

Es en el desarrollo de los programas de reforma agraria del sandinismo en que se puede leer esta concepción del campesino como sujeto que debía ser modernizado. Véase Saldaña-Portillo, op. cit., p. 11. Ella relaciona la reforma agraria sandinista con un “régimen de subjetivación”, que debía modernizar al campesino dentro de una episteme desarrollista propiciada por la economía de agroexportación, a su vez dependiente del mercado internacional. La perspectiva del campesino como “obrero agrícola” es uno de los motivos fundamentales de Jaime Wheelock, futuro ministro de reforma agraria del sandinismo, véase Jaime Wheelock Román, Imperialismo y dictadura: crisis de una formación social, México, Siglo xxi, 1975.

El tema se reviste de sentido cristiano revolucionario en casos como el de las memorias de Fernando Cardenal, sacerdote jesuita (y hermano del poeta Ernesto Cardenal). Así, su juramento ante la comunidad de un barrio pobre de Medellín de “luchar por la liberación de los pobres de América Latina”, Fernando Cardenal, Sacerdote en la revolución, Managua, Anamá, t. 1, p. 26. En todo caso resulta obvia la conexión entre pobres y sensibilidad en el entramado de la historia política nacional.

Sergio Ramírez, Adiós, muchachos: una memoria de la revolución sandinista, México, Aguilar, 1999, p. 225.

Para el proceso de surgimiento de la dictadura véase el estudio de Knut Walter, The Regime of Anastasio Somoza 1936-1956, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1993.

Pablo Antonio Cuadra, “Por los caminos van los campesinos”, en Jorge Eduardo Arellano [ed.], Poesía selecta, Caracas, Ayacucho, 1991, pp. 16 y 17.

Pablo Antonio Cuadra, Teatro: por los caminos van los campesinos. Cuentos: ¡Vuelva Güegüence!, Agosto, San José, Libro Libre, 1986, p. 102.

José Coronel Urtecho, Reflexiones sobre la historia de Nicaragua: de la colonia a la independencia, 2a ed., Managua, Fundación Vida, 2001.

Arellano, op. cit.

Jaime Morales Carazo, La contra: anatomía de una múltiple traición, México, Planeta, 1989, p. 14. Este autor fue vicepresidente de Nicaragua (2007-2011), como parte de la alianza sandinista con antiguos opositores. Por supuesto, marcar la “ausencia de ideología” en los “contras” es en sí ideológico, y lo que hace Morales Carazo es otorgarles a éstos, sujetos “necesitados” de ideas, la ideología de Pablo Antonio Cuadra.

Ibid., p. 15.

Pedro Joaquín Chamorro, El enigma de las alemanas, Managua, El pez y la serpiente, 1977.

Pablo Antonio Cuadra, Cantos de Cifar y del Mar Dulce, San José, Libro Libre, 1985.

Saldaña-Portillo, op. cit., pp. 229-277. Para un recuento de las transformaciones en la tenencia de la tierra y los resultados de la reforma agraria véase Patrick Dumazert, “La propiedad agraria y la estabilidad”, en Envío, núm. 165, noviembre de 1995. En http://www.envio.org.ni/articulo/175 (fecha de consulta: 18 de noviembre, 2013).

El personaje de la obra colonial de teatro popular, El Güegüence, ha sido visto interesadamente como representante simbólico del nicaragüense, al respecto véase, Blandón, op. cit., pp. 119-156.

Michel Foucault, “Governamentality”, en James D. Faubion [ed.], Power: Essential Works of Foucault 1954-1984, Nueva York, The New Press, vol. 3, pp. 201-222.

Reynaldo Antonio Téfel, El infierno de los pobres: diagnóstico sociológico de los barrios marginales de Managua, Managua, Distribuidora Cultural, 1978, pp. 16-18.

Ibid., p. v.

Fundamental resulta en este sentido el testimonio autobiográfico de Fernando Cardenal, op. cit., en especial el capítulo viii de la primer tomo “Héroes del movimiento cristiano revolucionario”, pp. 126-197, que presenta testimonios sobre jóvenes cristianos caídos en la lucha revolucionaria. Por su parte, Ernesto Cardenal, op. cit., pp. 241-250, narra el caso épico del combatiente y dirigente Gabriel Cardenal, su sobrino, modelo característico del joven de clase alta que se integra a la lucha revolucionaria.

Arturo Cruz, Memoirs of a Counterrevolutionary, Nueva York, Doubleday, 1989, p. 61.

Quizá sea más apropiado decir que el fsln pasó a representar de manera mucho más evidente, a través de los “hijos de la burguesía”, una alianza de clases que fue clave para el triunfo revolucionario.

La alianza de clases triunfante en la revolución duró muy poco, y la división entre un proyecto de orientación socialista, del fsln, y un proyecto nacionalista liberal encabezado por la burguesía se hizo patente a partir de 1980. Véase Saldaña-Portillo, op. cit., pp. 119-121. Sin embargo, los cuadros políticos y militares relacionados con la oligarquía, y localizados en puestos clave del gobierno apoyaban durante la revolución el carácter nacional del proyecto revolucionario.

Carlos Vilas, “Asuntos de familia: clases, linaje y política en Nicaragua”, en Polémica, núm. 18, septiembre-diciembre de 1992, p. 21.

María Josefina Saldaña-Portillo, “La irresistible seducción del desarrollismo: subjetividad rural bajo la política agrícola sandinista”, en Ileana Rodríguez [ed.], Convergencia de tiempos: estudios subalternos/ contextos latinoamericanos, estado, cultura, subalternidad, Amsterdan, Rodopi, pp. 232 y 233.

Ibid., pp. 237 y 238.

Ibid., pp. 243-245.

Pablo Antonio Cuadra, “Situación de la cultura en Nicaragua”, en Vuelta, núm. 105, agosto de 1985, pp. 50-53.

Pablo Antonio Cuadra, Teatro: por los caminos van los campesinos…, p. 111.

Fernanda Soto Joya, Ventanas en la memoria: recuerdos de la revolución en la frontera agrícola, Managua, uca, 2011, p. 7.

Sofía Montenegro, “La democracia difícil”, en Rodríguez, op. cit., p. 287.

Aquí se pueden señalar varias tendencias. Una, ya mostrada en textos de Ernesto y Fernando Cardenal, que intenta la reescritura memorística del evento revolucionario, plural y épico, orientado por la ética de la teología de la liberación. Otra, que como en Montenegro, le basta con la reconstitución de la historia personal librándose de cualquier resonancia social o representativa, es decir, con un horizonte más propiamente liberal. Asimismo, otras búsquedas son, al menos en intención, las de revelar las voces ocultadas y subalternas de las coyunturas revolucionarias, caso de Soto Joya.

Ilustrativa resulta al respecto la autobiografía de Gioconda Belli, en la que el evento revolucionario es domesticado por la narrativa personal, véase Gioconda Belli, El país bajo mi piel, Madrid, Plaza & Janés, 2000.

Salvador Martí, “La violencia política en Nicaragua: élites, bases sandinistas y contras en los 90”, en Nueva sociedad, núm. 156, julio-agosto de 1998, pp. 32-43. En http://www.nuso.org/upload/articulos/2695_1.pdf, pp. 1-12 (fecha de consulta: 15 de noviembre, 2013).

Ibid., p. 7.

Ibid., p. 4.

Ibid., p. 8. Martí también nota versiones de alianza campesina (“contras” y sandinistas) que abren “la esperanza de recomponer el país campesino”, por medio de una “reconciliación desde abajo”, pp. 9 y 10 (énfasis en el original).

Verónica Rueda, “Los rearmados de Nicaragua: los últimos bandoleros sociales”, en Cinteotl, núm. 2, septiembre de 2007, pp. 1-34.

Ibid., p. 14.

Rueda identifica una traición del gobierno en la muerte de los líderes históricos del fuac. Rueda, op. cit., p. 18. Para un recuento del fuac véase José Luis Rocha, “Breve, necesaria y tormentosa historia del fuac”, en Envío, núm. 232, julio de 2001. En http://ww.enwo.oig.ni/articulo/1089 (fecha de consulta: 18 de noviembre, 2013).

Heberto Jarquín, “Se acabó el fuac”, en La Prensa, 8 de marzo de 2002. En archivo.laprensa. com.ni/ archivo/2002/marzo/08/sucesos.

Moisés Centeno, “Alzados deponen armas en Las Minas”, en El Nuevo Diario, 8 de marzo de 2002. En archivo.elnuevodiario.com.ni/2002/marzo/08-marzo-2002/nacional/nacional19.html.

Jarquín, op. cit.

Aun así, Rueda no vacila en identificar que las reivindicaciones de los rearmados incluían “las necesidades de la comunidad”. Rueda, op. cit., p. 20.

Ramírez, op. cit., p. 185.

Volker Wüderich, Sandino: una biografía política, Managua, Nueva Nicaragua, 1995.

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