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Vol. 64.
Páginas 39-69 (enero 2016)
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El Género testimonio en Latinoamérica: aproximaciones críticas en busca de su definición, genealogía y taxonomía
The “Testimonio” genre in Latin America: critical approaches in search of its definition, genealogy and taxonomy
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Noemí Acedo Alonso
* Universitat Autònoma de Barcelona
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Resumen

El presente artículo tiene como objetivo principal revisar aquellas aproximaciones críticas que desde los ochenta se han realizado en torno al testimonio. La crítica literaria latinoamericana y latinoamericanista la consideró un nuevo género literario. Se analiza el modo en que se busca, a veces infructuosamente, una definición para la modalidad testimonial, una genealogía que lo inscriba en la tradición cultural del continente y una taxonomía que pueda clasificar la gran variedad que presenta este tipo de discurso. Las propuestas son tan dispares como los tipos de producción testimonial.

Palabras clave:
Testimonio
Género
Crítica
Definición
Genealogía
Taxonomía
Abstract

This article reviews the critical approaches that from the eighties have been carried out around “testimonio” Latin American and Latin American literary criticism considered it a new literary genre. This article focuses on definitions literary criticism has proposed for it, the genealogy that inscribes it in the cultural tradition of the continent and a taxonomy that can classify the great variety of this type of discourse. The critical approaches are so different as the types of testimonial writing.

Key words:
“Testimonio”
Genre
Critique
Genealogy
Taxonomy
Texto completo
La conceptualización de un nuevo género

La labor crítica que se desarrolla en los diversos países del continente americano, desde finales de los años sesenta hasta finales de los años ochenta, está centrada principalmente en dos cuestiones. La primera, la conceptualización genérica del testimonio que lo considera ubicado en un espacio interdisciplinar, donde se hallan ámbitos tan dispares como la literatura, la historia, la antropología, las ciencias sociales y el periodismo. La segunda, la búsqueda de una definición lo suficientemente amplia como para cobijar las distintas modalidades de escritura del testimonio. Este esfuerzo crítico, en algunas ocasiones, como es el caso, por ejemplo, de Elzbieta Sklodovska,1 se acompaña de un cuestionamiento sobre los conceptos que emplea la crítica para comprender la emergencia de esta forma de escritura —siguiendo la propuesta arqueológica de Michel Foucault—.2 Dicho en otras palabras, algunos estudios incluyen una suerte de metacrítica que avanza en lo que será la tendencia crítica del testimonio en los años noventa, sobre todo, la que se ejerce en universidades de Estados Unidos por intelectuales vinculados al análisis de la política latinoamericana como John Beverley.3 Cabe decir que las aproximaciones críticas al género —o modalidad discursiva, como considera parte de la crítica— del testimonio abordan, a medida que crece el interés por este fenómeno, muchos otros aspectos de los que aquí no se da cuenta: el ensayo de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado: cultura de la memoria y giro subjetivo, analiza la paradoja que se crea entre los años ochenta y principios del siglo xx, ya que el testimonio parece dotarse de una autoridad que le había sido sustraída a la historiografía, esto es, los relatos de la memoria acaban fagocitando al análisis histórico, según la teórica argentina, escritos con una exhaustividad y un rigor que no pueden encontrarse en los discursos forjados desde la memoria personal —que es también parte de la colectiva— como se encuentra en el testimonio. Asimismo, Jaume Peris, quien centra sus primeros libros en el testimonio de la dictadura militar chilena, destaca las aporías que se generan desde la narración misma, hecha desde un cuerpo que asegura haberse vaciado de subjetividad a causa de la tortura y el dolor infligido durante el terrorismo de Estado. Estos estudios abren nuevas líneas en las que, insisto, aquí no se profundiza, por limitarme solamente al trabajo de aquella parte de la crítica que centró su empeño en encontrar una definición para el nuevo género —o no tan nuevo— que parecía despertar el interés de los lectores por las vivencias que había procurado el contexto histórico convulso de los años sesenta a los ochenta en Latinoamérica.

Esta parte de la crítica a la que aludo, en aquel entonces, se orienta hacia el replanteamiento de la función social de la literatura y el cuestionamiento epistemológico de la práctica crítica misma. Incidiendo en este aspecto, George Gugelberger llega a afirmar lo siguiente: “Thus, the testimonio becomes interesting not so much for what it says and how it says it (as literature per se), but rather for how it entered critical discourse and the institutional centers of higher learning, thereby dismantling our treasured notions of literature”.4 De este modo, podría decirse que el testimonio en los años noventa llega a un agotamiento creativo, que acaba degenerando en un replanteamiento de la labor crítico literaria.5 Este replanteamiento, no obstante, ya se había producido, en cierto modo, a raíz de la teoría del género que ponía de manifiesto el interés cultural y el gesto crítico que fundamenta el movimiento de conceptualizar unos textos como pertenecientes a un género determinado.

El artículo “La ley del género” de Jacques Derrida6 es sumamente revelador en este punto, puesto que evidencia que en el concepto de género, que etimológicamente [genus] remite a la proliferación, la generación, la creación, la hibridez y la mezcla, se halla implícita una orden o un valor que consigna la ley de su pureza. De esta forma, concebir la escritura testimonial como un género literario tiene implicaciones importantes en su recepción y en la distribución de los textos considerados testimoniales, en su inclusión (o exclusión) en el canon y en el atenuamiento del propósito que aparentemente los anima: ser una “literatura de resistencia”.7 Derrida toma como punto de partida de su reflexión la doble proposición “No mezclar los géneros. No mezclaré los géneros”. Según el tipo de escucha que se haga, puede interpretarse como: (a) una constatación, un acto de habla, que estaría referido a lo que no se hará en un futuro: mezclar los géneros; o (b) la advertencia sutil que puede haber bajo la formulación implícita de lo que podría ser una ley sobre lo que “hay que” o “no hay que”, es decir, sobre lo que se debe hacer —en la lectura-reescritura (de acuerdo al postestructuralismo, quien lee reescribe, en cierto modo, el texto, y para ello, se sirve de la inscripción genérica como primera dotación de sentido) del texto generizado— o lo que bajo ninguna circunstancia debe hacerse. Derrida asegura que el propio concepto de género está habitado o sustentado en esta norma, que asegura la pureza del género y que revela tramposamente la existencia de una contra-ley: que los géneros tienden a la hibridación.

Así, la noción de género implica desde el comienzo la presencia de un límite, de una norma —y de una prohibición—, hecho donde vuelve a ponerse en evidencia la “ley de la ley del género”: su tendencia a la contaminación. La crítica literaria refuerza, no obstante, la idea del género puro a través de toda una serie de actos, como es la inscripción del nuevo género en una tradición ya consolidada, la búsqueda de una definición que limita los textos testimoniales de aquellos que (se considera que) no lo son, la creación de complejas taxonomías que probarían el sistema de producción del género, etc. Si los géneros tienden a hibridarse, esto se interpreta como un acto de transgresión, un accidente, un error o una falta, señala Derrida.8 Tomando en consideración esta perspectiva, el empeño de la crítica literaria latinoamericana puede verse desde otra óptica, que no sólo realiza la labor de recoger la mayor cantidad posible de textos y justificar por qué puede incluírselos bajo la etiqueta de testimonio, a pesar de la gran variabilidad que presentan, sino también descubre el interés institucional en controlar las lecturas que se derivarían a partir de ellos, además de cerrar el círculo que iba a dejar fuera ciertos testimonios que, por una serie de motivos, no era conveniente distribuir o dar a conocer. En todo caso, lo interesante aquí es la conclusión a la que llega Derrida de que todo texto precisa de un género para poder ser leído (reescrito), si bien puede participar de ese género o de varios sin pertenecer con exclusividad a ninguno de ellos. Las taxonomías y las clasificaciones entre géneros y subgéneros y entre modos y géneros, en las que también repara Derrida siguiendo a Genette, imponen un orden a la creación textual que, aunque contribuye a dibujar un panorama donde la aparición de nuevas modalidades se encuentra inscrita en una línea genealógica que le da su valor y su lugar, también es cierto que se pierden otros dibujos del panorama, tal vez más comprensivos con ciertos textos que quedan al margen del mapa crítico o que, simplemente, no encuentran su lugar. Así sucede con los testimonios escritos en Sudamérica, alejados de la idea más canónica del testimonio latinoamericano, vinculado a la subalternidad y la mediación, como se da en Centroamérica, o a la revolución, como sucede sobre todo en países como Cuba, Nicaragua o el Salvador.

Cuando se hable del testimonio como género literario, así como de la miríada de genealogías que lo describen como la última expresión de un movimiento que ya había caracterizado a la historia literaria de Latinoamérica, donde el cruce entre la política y la estética es una constante desde las Crónicas de Indias de los siglos xvi y xvii, habrá que tener en cuenta el modo en que se (de)construye el propio concepto de género. Alastair Fowler señala que “[d]e los muchos factores que determinan [el] canon literario, el género se encuentra sin duda entre los más decisivos”.9 Por esa razón, tendrá que tomarse en consideración el interés de la crítica literaria al interpretar el testimonio como perteneciente a la literatura, así como la reticencia de algunos que lo ven más cercano a la historia política.

Desde la óptica arqueológica que se ha señalado, siguiendo a Sklodovska, me gustaría considerar aquí las distintas definiciones que se han dado del testimonio, una vez se da por sentado que se trata de un género... algo conflictivo. Porque, en función del área geográfica a la que nos refiramos y de la especialidad del crítico, el testimonio aparecerá vinculado al periodismo,10 a la etnografía,11 a la historia,12 a la política13 o a la literatura; o bien se considerará un espacio híbrido.14 Así, las definiciones, a pesar de que a veces se reconozca la imposibilidad de trazar límites al género, se dan subrayando, según el crítico, el aspecto que se considera distintivo del testimonio. Elzbieta Sklodovska llega a la siguiente conclusión:

Lo que se desprende de nuestro recorrido por la crítica enfocada en los estudios genealógicos del testimonio no es sumamente productivo. En realidad, entramos en una suerte de círculo vicioso: la delimitación del género resulta imposible, porque no sabemos cuáles son las reglas genéricas, o sea los mecanismos formales comunes a los textos considerados como testimoniales” (pp. 74 y 75).

A pesar de ello, el objetivo de su estudio es hallar una definición del género.

En el volumen Testimonio y literatura, editado por René Jara y Hernán Vidal en 1986, dos años después de celebrar un Symposium sobre literatura y testimonio en la Universidad de Minnesota, la nota predominante de los colaboradores del libro, es dar una definición del género vinculando el testimonio con las condiciones históricas que habían propiciado su aparición. Así, René Jara cree que:

Una definición del testimonio debería tal vez apuntar —además de los datos ya mencionados [el testimonio es una forma de resistencia y un proyecto de futuro]— hacia la peculiaridad de su origen. Es, casi siempre, una imagen narrativizada que surge, ora de una atmósfera de represión, ansiedad y angustia, ora en momentos de exaltación heroica, en los avatares de la organización guerrillera, en el peligro de la lucha armada. Más que una interpretación de la realidad esta imagen es, ella misma, una huella de lo real, de esa historia que, en cuanto tal, es inexpresable. La imagen inscrita en el testimonio es un vestigio material del sujeto.15

Esta definición contiene buena parte de los aspectos más polémicos y más debatidos en torno al género que serán abordados, como se ha dicho más arriba, por teóricos como Beatriz Sarlo, Jaume Peris o Prada Oropeza: la relación entre la escritura y la referencia histórica, la compleja relación entre el sujeto de análisis y la autoría del escrito, la dialéctica entre la historia y la imagen literaria; y que da lugar a una serie de aporías que también serán recogidas y debatidas desde el ámbito de los estudios de la memoria, especialmente por Elizabeth Jelin en Los trabajos de la memoria.

Desde esta misma línea, Jorge Narváez, otro de los autores que participa en el volumen de Jara y Vidal, considera que el testimonio es el género a partir del cual puede escribirse la historia verdadera de los grupos sin voz histórica oficial. Dejando a un lado el valor estético del testimonio, Narváez destaca la contribución que hace este género a la disciplina histórica, pero lo hace sin problematizar por qué se considera, entonces, como un género literario. Teniendo en cuenta este último rasgo, Víctor Casaus, que analiza el testimonio de Pablo de la Torriente Brau, en Cuba, sí que atiende a “la satisfacción estética [que ofrece la] lectura [de testimonios]. [A] través de sus diversas líneas creativas, [el género] realiza la importante función de rescatar la memoria colectiva de nuestros pueblos”.16 Una de las funciones más destacadas hasta el momento es, por tanto, la de servir a la reconstrucción de las distintas versiones que existen sobre el devenir histórico de un país. Miguel Barnet sería uno de los primeros teóricos del género que repararía en la importancia de concebirlo como parte de lo literario.

La expresión que el etnógrafo acuñó, “novela-testimonio”, hizo fortuna y, podría decirse, que contribuyó de forma poderosa al debate sobre la literariedad del género. Aun así, Barnet señala cuál es “la primera característica que debe poseer toda la novela-testimonio: proponerse un desentrañamiento de la realidad, tomando los hechos principales, los que más han afectado la sensibilidad de un pueblo y describiéndolos por boca de uno de sus protagonistas más idóneos”,17 como, de hecho, hizo él mismo en Biografía de un cimarrón tomando por informante a Esteban Montejo. Paradójicamente, el artículo de Barnet, “La novela-testimonio: socio-literatura”, donde se encuentra la siguiente conminación a acabar con las fronteras genéricas, “[e]l testimonio adelanta, en su orgánica capacidad para desconocer creadoramente las fronteras ficticias entre los medios de expresión, ese momento en que podamos decir. ¡Los géneros han muerto! ¡Viva la literatura y viva la vida”,18 iba a convertirse en una guía para los cultivadores del testimonio y en un apoyo para aquel sector de la crítica que proponía vincular el testimonio al ámbito literario, a pesar de que Barnet elabore su obra como etnólogo y siguiendo de cerca a Oscar Lewis.

Christina Dupláa también procura en su estudio dar una definición del testimonio, aunque, como sucede con los críticos mencionados hasta el momento, sólo considera el testimonio mediato, dejando a un lado otras producciones: “El testimonio o discurso-testimonio es un mensaje, la mayoría de las veces verbal, que pretende verificar unos hechos ocurridos y vividos por un actor o actora-testigo que, por razones ideológicas, no han quedado recogidos en la historia colectiva de la humanidad.”19 Los responsables de esta tarea son los intelectuales que se encargan de transcribir el testimonio ofrecido por el o la informante, habitualmente, bajo la forma de la entrevista. Así, estos intelectuales “parten de un compromiso con ese dar voz a los sin voz, que los y las sitúa en los márgenes impuestos por la propia hegemonía”.20 Este aspecto derivará con el tiempo en las luchas porque se reconozca la voz y la autoría —lo que se está disputando es la autoridad que se otorga al sujeto subalterno— de personalidades como Rigoberta Menchú (contra Elizabeth Burgos-Debray, transcriptora y editora de su célebre testimonio).

La idea del testimonio que aquí se baraja queda reducida a una parte de la producción testimonial, en la que, debe subrayarse, la crítica ha reparado con diferencia respecto de aquellos otros testimonios escritos por supervivientes del terrorismo de Estado que se extendió en países como Brasil, Paraguay, Argentina, Chile, Uruguay durante los años setenta y ochenta.

Como puede ir observándose, toda definición es imprecisa, justamente, porque cumple bien su función de establecer un límite que permite catalogar algunos textos como testimonios validados, dejando a otros fuera. No obstante, la reflexión que proporciona la crítica literaria es crucial para darle un espacio a una serie de textos que, antes del orden trazado por la institución, circulaban sin filiación alguna. Si bien es cierto que la celebración de simposios y encuentros entre críticos, interesados en el testimonio, así como la propuesta de Casa de las Américas de conceder un premio distintivo para el género en 1970,21 forjan un canon y unas reglas de escritura que delimitan la invención y la experimentación que podría haberse dado en esta nueva forma expresiva.

Uno de los críticos más reticentes a considerar el testimonio como un género literario, John Beverley, ofrece ya en 1989, en el artículo “El margen al centro: sobre el testimonio”, una de las definiciones más citadas por la crítica literaria; es aquella que considera al testimonio como “una narración con la extensión de una novela o una novela corta, en forma de libro o panfleto (esto es, impresa y no acústica), contada en primera persona por un narrador que es también el verdadero protagonista o testigo de los sucesos relatados, y cuya unidad narrativa es por lo general una ‘vida’ o una experiencia significativa de vida”.22 Cabe decir que, a lo largo de los más de 30 años que dedica a la reflexión del género —pese a que el testimonio sobre el que pivota toda su reflexión es el de Rigoberta Menchú, por tanto, un testimonio mediato—, su concepción del género varía, al punto que en el artículo “Testimonio e imperio”, de 2004, el género se define como “un arte de la memoria... no sólo [dirigido] a la memorialización del pasado, sino también a la constitución de estados-nación más heterogéneos, diversos, igualitarios y democráticos, así como de formas de comunidad, solidaridad y afinidad que rebasen las fronteras de los estados-nación”.23 Es importante notar aquí que, a pesar del cambio entre las dos definiciones, el testimonio aparece en la reflexión de John Beverley vinculado a la política y a la subalternidad. Esto se debe a que su análisis se enfoca en la producción testimonial de Centroamérica, surgida en las comunidades indígenas y a raíz de los tiempos de revolución y de guerrilla, así como de la represión atroz que padecieron los pueblos centroamericanos por parte de la milicia gubernamental.

A pesar de las diferencias que pueden encontrarse entre las definiciones que dan los críticos, una de las constantes, aparte del empeño en el hallazgo de una definición, es la relación que establecen entre el testimonio y la realidad histórica del país. Ésta puede extenderse también a aquellos testimonios escritos en el sur, al punto que Nora Strejilevich, quien teorizará sobre el género en El arte de no olvidar (2006) y escribirá el de su propia experiencia como exdetenida y exdesaparecida en Una sola muerte numerosa (1996), considera que el testimonio es “una novela cultural de rescate de la contra-historia”.24 La estrecha ligazón que mantiene esta escritura con el acontecer político social (histórico) de los países en que se escribe es muy polémica porque obliga a repensar la dialéctica mantenida entre la historia y la literatura, la política y la estética en el contexto latinoamericano. Asimismo, la cuestión de la referencialidad y el peso que adquiere en la escritura será uno de los puntos más debatidos entre la crítica de los años noventa, que ya se había hecho eco de la teoría de la deconstrucción, y encontraba, en cierto modo, una dificultad de carácter ético aplicarla a la creación textual de Latinoamérica. Doris Sommer, en “Not Just a Personal Story” (1988), sentencia lo siguiente:

Dada la urgencia del llamamiento a la acción, poner en duda la referencialidad de los testimonios sería un lujo irresponsable. Si la narradora fue repetidamente violada por la Guardia Nacional de Somoza (Amada Piñeda entrevistada por Randall), si siguió las agónicas etapas de tortura de su madre por los soldados guatemaltecos (Rigoberta) o si, mientras la torturaban en una prisión boliviana, su niño fue, literalmente, sacado a patadas de sus entrañas, es posible que le parezca extraño nuestro razonamiento académico con que nos proponemos establecer hasta qué punto su realidad es diferida o artificial.25

Mabel Moraña es una de las teóricas que mejor ha sabido recoger, desde mi punto de vista, los aspectos distintivos del género. Tan sólo señala tres características, pero son tan generales que comprenden tanto a los testimonios mediatos cuanto a los testimonios denuncia y los que tienen una mayor elaboración literaria. La primera de las características es que todo testimonio está escrito o es producido a partir de la información que da un o una testigo que, o bien experimentó lo que se cuenta, o bien, es conocedor o conocedora de lo que se narra, a modo de observador u observadora. “Sobre esta nota se apoya la credibilidad (y no sólo la verosimilitud) del testimonio, y su valor como elemento de denuncia”.26 Aunque, debe tenerse en cuenta que aquellos testimonios que se escriben a raíz de la vivencia del campo de concentración, se dan no sólo para denunciar lo sucedido y acusar a los responsables de los actos atroces perpetrados, sino por “... la necesidad de testimoniar para sobrevivir, dar testimonio [en este caso] es una forma de confrontar el horror otorgándole sentido no al pasado sino al presente”, es decir, tienen un interés más allá del vínculo con la historia social del país.27

El segundo rasgo es “la voluntad documentalista”. En este caso, se refiere exclusivamente a los testimonios mediatos, que conllevan “un verdadero trabajo de campo, que hace que el texto final pueda ser visto como producto de una labor interdisciplinaria (en que se entrecruzan, por ejemplo, antropología, historia, literatura, ciencias políticas)”.28 Cabría apuntar aquí que algunos testimonios, como el de Nora Strejilevich, ya citado, o el de Rodolfo Walsh, Operación masacre (1957), a pesar de no poder ser considerados testimonios mediatos, porque la autora y el autor no sólo hacen las veces de editores, también pueden incluir un trabajo de campo, que conlleva realizar entrevistas a testigos de los acontecimientos narrados, aunque esa no sea la única fuente con la que se produce la narración. Lo que diferencia el testimonio de Strejilevich y Walsh de los mediatos es la forma en que se presentan y se incorporan las voces y las declaraciones de los diferentes testigos en el texto final. Ambos autores las incorporan a su narración sin explicitar —salvo al final de la obra o en el prólogo, donde se explica el proceso de creación de la misma— a quién pertenece tal versión de lo vivido. Esta estrategia puede interpretarse, como se ha hecho con los testimonios mediatos, como una apropiación de la voz subalterna, o, siguiendo otra dirección, como un modo de señalar el alcance colectivo de lo sucedido, de manera que no importa quién habla ni quién escribe, sino la realidad plural que surge en la lectura de la narración testimonial.

Por último, el tercer rasgo constitutivo es la “relación ficción/realidad”, ineludible al referirse al “valor de verdad [que se otorga en el pacto de lectura al enunciado testimonial”.29 Me temo que este aspecto podría escindirse en dos polémicas creadas en torno al género: la ficcionalización de la memoria y la participación del testimonio en el ámbito de lo literario, y el valor histórico que lo convierte en un documento imprescindible para hacer justicia y completar la interpretación histórica que se hace de una época.

Pese a la necesidad de ir matizando los asertos señalados por Mabel Moraña, a mi parecer, logra recoger los rasgos distintivos de la modalidad discursiva testimonial en cualquiera de sus tipologías. Aun así, será necesario ahora analizar las distintas genealogías que se han propuesto para justificar el testimonio como un género inscrito en la evolución histórico literaria de Latinoamérica.

La búsqueda genealógica

Mempo Giardinelli bromea al respecto, y alude con sorna a aquellos que creen que el testimonio es un género nuevo nacido en tierras porteñas: “Miguel Bonasso, uno de sus cultores [del testimonio], asegura enfáticamente que el género es un producto originalmente argentino. Como Dios, el tango, el dulce de leche, el peronismo y las tortas fritas, sería otro símbolo del todavía no reconocido mundialmente talento nacional.30 Lo cierto es que las genealogías que pueden establecerse del género son múltiples, debido a la hibridez que mantiene con otras formas expresivas, o a la “manipulación”, como señala Sklodovska, a que el crítico someta tales filiaciones con el propósito de convertir al testimonio en un género innovador latinoamericano.31

Una de las teorías más destacadas sobre el género lo emparenta con el proyecto que llevaron a cabo autores alemanes como Bertold Brecht o Walter Benjamin, quienes:

[D]urante la década de los treinta, en los momentos previos al triunfo del nazismo y luego en el exilio, retoman las posiciones de la “nueva objetividad” y del grupo de escritores rusos... a mediados de los años veinte. El grupo [de escritores rusos], al que pertenecían Arvatov, Tretiakov y Maiakovskij, entre otros, había impugnado los principios de la novela realista “para la que carece de importancia la verdad y se preocupa de mantener la verosimilitud, reclamando una literatura de hechos” que dialogara con la realidad histórica del momento.32

Ana María Amar Sánchez, teórica que propone esta línea genealógica para explicar la creación testimonial del argentino Rodolfo Walsh, considera que el testimonio sigue los pasos de la literatura realista cultivada en Europa de los años treinta a los sesenta. Vinculada esta literatura al periodismo, las producciones resultantes tendrían elementos documentales, pero se alejarían del informe periodístico al trascender tales elementos, como sucede en la obra de Walsh, gracias a las técnicas literarias empleadas como el montaje y el collage; si se considera esta genealogía, la idea de que el testimonio es un género nuevo creado en Latinoamérica quedaría sin fundamento. Si bien es cierto que Walsh ha sido considerado como uno de los iniciadores de lo que se dio en llamar Nonfiction literature, que años más tarde cultivarían Truman Capote y Norman Mailer.

Otro sector de la crítica latinoamericana procura buscar los orígenes del género en la historia cultural de Latinoamérica, en una operación que, desde la teoría del género antes expuesta en sus líneas generales, y desde el método arqueológico, puede verse como prototípica para poder forjar un canon y validar un corpus. Así, aquellos críticos que definen el género vinculado al devenir histórico del país, consideran el testimonio como la última expresión de:

[L]a línea predominante de la tradición literaria hispanoamericana, [que es aquella que cumple] con una funcionalidad ética y política de la imaginación discursiva [cuyo] punto de partida [se encuentra] en los cronistas de Indias, se afianza en el romanticismo político de Sarmiento, Lastarria y Echeverría, se continúa en la escritura naturalista, florece polémicamente en el indigenismo y el neorrealismo de 1940 para culminar en la vertiente testimonial.33

De esta forma, la diversidad del testimonio cultivado en suelo latinoamericano quedaría descrita a partir de una evolución que no trasciende las fronteras del continente, como sí ocurre en las genealogías comentadas anteriormente. La conceptualización del testimonio como género literario posibilita que la crítica literaria aplique el aparato conceptual empleado en el ámbito de la historia de la literatura, lo que no es óbice para cuestionar términos como el de “desarrollo” y “evolución”, de los que Michel Foucault destaca que:

[...] permiten reagrupar una sucesión de acontecimientos dispersos, referirlos a un mismo y único principio organizador, someterlos al poder ejemplar de la vida (con sus juegos de adaptación, su capacidad de innovación, la correlación incesante de sus diferentes elementos), descubrir, en obra ya en cada comienzo, un principio de coherencia y el esbozo de una unidad futura.34

Es decir, se evidencia la construcción crítica que opera bajo la explicación evolucionista de los géneros, que es una de las posibles para aproximarse al testimonio, pero no la única.

Siguiendo el gesto crítico tradicional, Gustavo V. García rastrea los antecedentes de los testimonios contemporáneos, siguiendo la “hipótesis de que los orígenes formales e ideológicos de la literatura testimonial se encuentran, en términos relativos, en algunos escritos de los cronistas de Indias”.35 Asimismo, Juan A. Epple, Lucía Invernizzi Santa Cruz y Pamela María Smorkaloff, como señala el propio García, también consideran que los textos coloniales pueden considerarse precedentes de la producción testimonial latinoamericana. De este modo, se analiza el Diario de Cristóbal Colón, porque en él se encuentra ya “la creación de un nuevo sujeto en un texto mediato por varios niveles”,36 aspecto que se repite en los testimonios más recientes de Centroamérica. De La brevísima relación de la destrucción de las Indias, de fray Bartolomé de las Casas, se subraya “la representación [que hace] de los ‘sin voz”’,37 considerada como una fórmula a la que vuelven los testimonios actuales. La obra de Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, sentaría las bases del género en el sentido de que utiliza estrategias literarias para transmitir “lo verdadero”.38 Así, todos los aspectos que Mabel Moraña considera distintivos del testimonio contemporáneo pueden encontrarse prefigurados, según esta teoría historiográfica, en los textos de la época colonial. De aquí que la supuesta novedad del género quede puesta en entredicho una vez más. Parece ser que el valor que adquieren los testimonios actuales es mayor si se señalan como antecedentes obras ilustres, que han sido ya canonizadas y que pertenecen a la historia literaria y cultural del continente.

A pesar de que se encuentren elementos comunes entre el testimonio actual y el colonial, como queda bien fundamentado en el estudio de Gustavo V. García, Nora Strejilevich señala una importante diferencia que “radica en que las crónicas surgen a menudo para justificar la empresa de conquista, mientras que el testimonio narra la rebeldía o la derrota de la resistencia. Los testimonialistas de América Latina son los sin voz, en muchos casos sobrevivientes de terrorismos atravesados por vivencias traumáticas colectivas”.39

En otra órbita, George Yúdice establece una doble genealogía refiriéndose al testimonio que se realiza a partir de la información que proporciona un sujeto subalterno a un escritor o a un intelectual.

[P]or una parte, [se encuentra] el testimonio estatalmente institucionalizado para representar [como sucede en Cuba y Nicaragua], y por otra parte [existe] el testimonio que surge como acto comunitario de lucha por la sobrevivencia, especialmente en Centroamérica y otros lugares donde el modelo activista establecido por las comunidades eclesiales de base ha ejercido gran influencia.40

Yúdice se refiere aquí a la pedagogía de los oprimidos de Paulo Freire y a la Teología de la Liberación, corrientes que contribuyeron a un cambio de episteme entre las comunidades indígenas, entre las cuales se extiende un “modelo que no es exclusivamente epistemológico o ético sino ambos simultáneamente”.41 De ahí que este autor considere inapropiada la lectura que interpreta el testimonio como una representación, en el sentido de reflejo, de los grupos oprimidos, o como una subversión del discurso referencial: “Si los códigos literarios y crítico-literarios vigentes oscilan entre una estética representacional y una écriture autodeconstructiva, la concientización practicada” por las dos corrientes señaladas conminan a realizar una interpretación donde la ética y la estética son indisociables.42 Esto último podría aplicarse a toda la producción testimonial del continente, aunque la genealogía propuesta en este caso no sea válida para explicar la emergencia de los testimonios en el Cono Sur, más próximos, a mi modo de ver, a los testimonios europeos que se escriben a raíz del paso por los campos de concentración totalitarios. A este respecto, las referencias que utiliza Nora Strejilevich en su estudio El arte de no olvidar son bastante esclarecedoras. Aun así, no podría establecerse esta genealogía como la única para explicar la emergencia del género, ya que Strejilevich también recoge la modalidad del testimonio mediato, más extendida en Centroamérica.

Entre la crítica, pueden encontrarse otras propuestas que procuran dar explicación a los orígenes del género. Elzbieta Sklodovska hace una revisión exhaustiva de las teorías aparecidas hasta la publicación de su estudio, en 1992, entre las que destaca la de Anna Housková, que propone lo siguiente:

El género es constituido por un “ángulo de vista”, por un principio de aprehender y modelar la realidad en la obra. Un nuevo género nace precisamente por la necesidad de crear otro modelo de los destinos humanos. A nuestro parecer, el principio constitutivo del testimonio es expresar la problemática de la colectividad en el mundo moderno, en forma de la experiencia de los que “no tienen voz”. Se trata de darles la voz a quienes participan en la historia sin participar en su interpretación.43

Como puede observarse, el testimonio es considerado, en algunas ocasiones, como un género específicamente latinoamericano, otras se encuentra emparentado con la literatura documentalista europea, desarrollada de los años treinta a los sesenta. Del testimonio, conceptualizado como género literario, no se da una definición satisfactoria, aunque, gracias a este recorrido, se hallan ciertos rasgos caracterizadores. La práctica, sin embargo, pondrá de manifiesto que el género testimonial, como todos, tiende a la hibridación y a establecer diálogos fructíferos —promovidos en el proceso de lectura— con otras formas expresivas, como son la autobiografía, las memorias, la entrevista, el relato etnográfico, la novela, etc. Esto explica que las taxonomías propuestas para clasificar el género —que es el paso siguiente obligado en la crítica literaria— sean tan diversas como las genealogías. El consenso es imposible, si bien me parece interesante reparar en tales ordenaciones, porque ponen en evidencia, primero, la variabilidad del discurso testimonial, y segundo, los criterios que se utilizan en tales clasificaciones, que darán cuenta de los debates que engendrará el testimonio una década después.

La propuesta taxonómica

El criterio de clasificación más recurrente es el de la polaridad historia/ficción, es decir, se distinguen aquellos testimonios mediatos que se escriben a partir de la entrevista y el reportaje, fruto, por tanto, de una transcripción —que conlleva, igual que los testimonios que se colocan en el otro extremo, una intervención de los editores, aunque se pase por alto— de aquellos otros que presentan, aparentemente, una mayor elaboración literaria. Así, Víctor Casaus establece cuatro tipos de testimonios:

  • A)

    Una vertiente testimonial muy cercana al periodismo, realizada fundamentalmente a través de la crónica o el reportaje, estructurada casi siempre a través de capítulos independientes que muchas veces han tenido vida propia antes en la prensa.

  • B)

    Una línea en la que el testimonio se expresa directamente a través de los que tomaron parte de manera protagónica en los hechos narrados, convirtiéndose aquellos, así, en participantes y autores de los mismos.

  • C)

    Una forma de expresión testimonial que parte del relato etnográfico, grabado o en todo caso siempre recogido de manera directa de labios de un informante único que se convierte en personaje central del libro.

  • D)

    Una vertiente testimonial que aprovecha más abiertamente los recursos, medios y métodos de otros géneros y aún de otras formas artísticas.

Sin ánimo de menospreciar el esfuerzo crítico que conlleva la distinción de las diferentes modalidades del discurso testimonial, buena parte de los textos presentan resistencias a este tipo de clasificaciones en categorías cerradas. Se me ocurre mencionar aquí el testimonio de Aníbal Quijada, Cerco de púas, premiado por Casa de las Américas en 1977. En la primera parte el autor-testigo, encarcelado en la Isla Dawson, narra la cruda vivencia junto a sus compañeros, la incertidumbre sobre el destino que les espera. La elaboración literaria es mínima, más bien se diría que el artificio se encuentra en relatar ese horror en un grado cero de la escritura hasta llegar a la segunda parte, donde el autor-testigo añade una serie de relatos donde las mismas experiencias que se narran en la primera parte alcanzan un valor literario inigualable al ser cifradas bajo alegorías animales. El símbolo recurrente es un perro, y es a través de su desgraciada suerte, que logra un correlato objetivo sobre su propia experiencia que lo encumbra como un gran narrador. Este testimonio participaría, por tanto, de varias categorías sin pertenecer a ninguna de ellas por entero.

La categorización propuesta por Margaret Randall es mucho más simple, puesto que distingue tan sólo entre aquellos testimonios en sí de los testimonios para sí. Christina Dupláa analiza tal distinción:

En la primera categoría Randall incluye todo lo testimonial: novelas testimoniales; obras de teatro que hablan de una época o un hecho; poesía que transmite la voz de un pueblo en un momento determinado; cierto tipo de periodismo; discurso político; colecciones de fotografías; documentos cinematográficos, etc. Pero, el testimonio para sí, como género distinto a los demás, debe basarse en los siguientes elementos: el uso de fuentes directas; la entrega de una historia, no a través de las generalizaciones que caracterizan a los textos convencionales, sino a través de las particularidades de la voz o las voces del pueblo protagonizador de un hecho; la inmediatez; el uso de material secundario; y una alta calidad estética.44

Como puede verse, la clasificación es bastante difusa, ya que en la primera categoría se considera como parte de lo testimonial producciones artísticas de diversa índole. Debe tenerse en cuenta que Margaret Randall obtuvo el apoyo de Nicaragua para promover la creación testimonial, hecho que se aleja absolutamente de lo que sucede en otras áreas, como las del sur, en que los testimonios se escriben, justamente, para desmentir la versión oficial de lo acontecido en tiempos de la dictadura militar impuesta. Noé Jitrik también diferencia solamente entre dos tipos de modalidad testimonial, pero atendiendo a la producción de Sudamérica:

[E]n la denuncia [primer tipo] la escritura es resistencia en palabras [argumenta Nora Strejilevich haciendo referencia a Jitrik], mediada por el marco ideológico del protagonista. En el testimonio, en cambio, se asume el viaje concentracionario como exploración y fuente de cuestionamiento, y por esto mismo es literatura. [...] Quien pasa de la denuncia al testimonio es el sobreviviente que no simplifica el proceso en términos de heroísmo o traición, y que puede llegar a entrever que el ser humano no tiene armas para este tipo de combate.45

Dejando a un lado el sector de la crítica que se centra en el análisis de textos específicos, Elzbieta Sklodovska realiza una revisión exhaustiva de las clasificaciones más interesantes para aproximarse a la variabilidad del discurso. Así pues, hace referencia a Jorge Narváez, quien destaca “los préstamos del periodismo y de las ciencias sociales” en el testimonio. Asimismo, Karlheinrich Biermann distingue entre testimonios autobiográficos46(La montaña es algo más que una inmensa estepa verde de Cabezas Lacayo, Los días en la selva de Mario Payeras, En las cárceles clandestinas de El Salvador de Ana Guadalupe Martínez), documentos sociológico-etnográficos (libros de Randall, Burgos, Pozas) y relatos autoriales (Carlos, el amanecer ya no es una tentación de Tomás Borge). Nubya Celina Casas subraya las constantes de los diversos tipos: “autenticidad, antiliterariedad, combatividad, inmediatez”.47 A pesar de que Elzbieta Sklodovska tenga una visión crítica de este tipo de operaciones clasificatorias y deje explícito a qué intereses obedece, propone igualmente una tipología que distingue entre las modalidades testimoniales según la mayor o menor ficcionalidad del material de base. Así, los testimonios podrían clasificarse en:

[L]os testimonios inmediatos (directos) —testimonio legal, entrevista, autobiografía, diario, memoria, crónica— que pueden servir como sustrato (pre-texto) para testimonios mediatos [...]. Segundo, los testimonios mediatos organizados por un editor según dos modelos: en el caso de valorar la función ilocutoria (la de testimoniar) por encima de la poética, el gestor efectúa tan sólo una ligera novelización de los pre-textos no-ficticios, mientras que en el caso de dar prioridad a la literariedad parte de la matriz novelística (ficticia), modificándola con elementos y estrategias sustraídos de los pre-textos no-ficticios.48

Si se tiene en cuenta que todo proceso de hacer memoria, y por tanto de testimoniar sobre lo acontecido, experimentado en carne propia, conlleva en sí mismo una suerte de ficcionalización, de selección de determinados sucesos, de la recreación propia a que se somete el recuerdo a lo ocurrido, esta clasificación basada en el criterio de la ficcionalidad no sería, tampoco, del todo válida. Aun así, Sklodovska distingue el testimonio noticiero, que es aquel que reacciona frente a las noticias oficiales reproducidas por los medios de comunicación de masas; el testimonio etnográfico, a cargo de un editor, que entrevista a un o una informante y escribe el texto final; y la novela pseudo-testimonial, en la que se reconoce una elaboración literaria mayor que en las dos categorías anteriores.

Pese a todo, Sklodovska reconoce —y este rasgo es lo que da valor, a mi entender, a su estudio— que “enfoques comparativos y temáticos conllevan el mismo peligro que la aproximación genealógica: en lugar de la delimitación producen el desdibujamiento del concepto ‘testimonio”’.49 Si bien es cierto que todo análisis que se precie debe dar cuenta, cuando menos, de la multiplicidad de teorías que se gestaron en torno al género y, asimismo, de la imposibilidad de llegar a unas conclusiones satisfactorias respecto al asunto en cuestión. Existen otros enfoques tipológicos basados en el criterio temático o ideológico, como los de Lucila Fernández, respecto al testimonio cubano, cuya categorización distinguiría entre aquellos que hablan de “la lucha insurreccional, de la indagación de la tradición histórico-cultural o la experiencia del periodo de tránsito al socialismo”;50 o Anna Housková, que disocia los testimonios “centrados en el heroísmo del pueblo (épicos) y los que ven al pueblo como protagonista del acontecer cotidiano (podrían llamarse, tal vez, intrahistóricos)”.51 Ambas propuestas son igualmente insatisfactorias e insuficientes para dar cuenta de la totalidad de la creación testimonial llevada a cabo en Latinoamérica.

A modo de conclusión

La re/visión que se ha propuesto en el presente escrito recoge el sentido que le da Adrienne Rich al término: revisar es volver a mirar desde un posicionamiento crítico en un presente, desde el que se tiene una perspectiva (temporal) de cómo ha sido la suerte del fenómeno que pretende analizarse. En la actualidad el testimonio sigue estudiándose con interés en la academia por los Estudios del Testimonio, los Estudios de la Memoria, los Estudios Internacionales del Trauma, los Estudios del Genocidio y otras tantas ramas interesadas en desentrañar el cruce que existe entre la escritura generada a raíz de acontecimientos como la revolución o el terrorismo de Estado y la historia, personal y colectiva, que se deriva de ellos. Así, el fenómeno del testimonio se presta a numerosos estudios realizados desde distintas disciplinas, como por ejemplo de las aporías en torno a la noción de subjetividad y de verdad, abordado en el terreno filosófico (J. Scott, F. Birulés), el lugar del testigo en la historia cultural (G. Agamben, J. Peris, etc.), el estatuto del recuerdo y el lugar de la memoria en la historiografía, hecho desde la hermenéutica (P. Ricoeur), etcétera.

En este caso, he querido limitarme a revisar la gran labor que hizo la crítica literaria latinoamericana y, sobre todo, la latinoamericanista, al procurar:

  • a)

    Hallar una definición lo suficientemente abarcadora como para recoger la gran variedad que presenta el —supuesto— nuevo género que se gesta de los años sesenta en adelante. Desde la teoría del género (G. Genette, J. Derrida, A. Fowler), se demuestra que en el propio acto crítico de describir/caracterizar el género se oculta la creación/fundación del mismo. A pesar de la gran cantidad de propuestas críticas que existen, no hay una definición que abarque la gran variedad que presenta la modalidad discursiva testimonial. Si bien, cabe decir, las distintas definiciones que se dan sirven para ir trazando un panorama que a priori parece inabarcable. Mabel Moraña logra subrayar tres rasgos caracterizadores del género —sea éste considerado como nuevo o como la innovación de los testimonios que se habían escrito con anterioridad—: el primero es que todo testimonio está escrito o bien por el/la propio/a testigo de los acontecimientos que se narran, o bien mediante un/a informante que le transmite la información a un/a editor/a o transcriptor/a que los narra (testimonio mediato, extendido en Centroamérica entre las comunidades indígenas). De aquí se puede extraer otro aspecto que se dará siempre respecto al testimonio: éste parte del contexto histórico convulso que se vive en carne propia. De ahí el segundo rasgo que destaca Mabel Moraña: la voluntad documentalista, que no está reñida con la estética ni con el estilo que emplee el/la autor/a del testimonio. Por último, la relación entre ficción/realidad, o dicho de otro modo, entre literatura e historia, dos vías de conocimiento que no se excluyen, sino que se complementan para revisar el pasado y dejar en herencia al presente su legado.

  • b)

    La búsqueda de una definición satisfactoria se completa con el trazado por parte de la crítica literaria de diversas genealogías que, al parecer de Elzbieta Sklodovska, varían en función de los conocimientos e intereses del crítico que las realiza. Así pues, no es extraño que el testimonio se emparente con la literatura documentalista europea de los años treinta (A. M. Amar Sánchez), con las crónicas de Indias y la literatura canónica del xvii al xix del continente (Gustavo V. García) o con la pedagogía libertaria de los oprimidos y la Teología de la Liberación que aúna ética y estética (G. Yúdice). De nuevo, las genealogías propuestas ilustran posicionamientos críticos e interpretativos distintos e igualmente sugerentes para abordar la lectura de los testimonios que, desde mi punto de vista, precisa de un pacto de lectura que dote de verificabilidad [veritas factum] a la narración testimonial.

  • c)

    De igual modo, las taxonomías que se proponen son muy variadas. Pese a la diversidad de tipologías que se establecen a fin de clasificar los testimonios, las aproximaciones descritas de V. Casaus, M. Randall, N. Strejilevich, K. Biermann y E. Sklodovska se basan en el mismo criterio clasificatorio: el espectro que hay entre la historia y la ficción, es decir, en un extremo se situarían aquellos testimonios que apuestan por narrar lo que acontece al testigo en determinado contexto desde un grado cero de la escritura, y en el otro extremo se situarían las novelas testimoniales, en las que el estilo literario y la elaboración escrituraria es más evidente.

Como puede deducirse de lo que se ha dicho hasta aquí, la labor que realizó la crítica literaria fue crucial para darle un espacio al testimonio entre los géneros literarios, asegurando así un legado necesario para nuestro presente.

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El pensador francés, en La arqueología del saber, trad. de Aurelio Garzón, México, Siglo xxi, 1969, pone de manifiesto que cuando se realiza un estudio desde una disciplina determinada, habitualmente se da por sentado el significado de los términos que se emplean en el análisis del objeto en cuestión. Por ejemplo, en el caso de la cr쳩ca literaria, se utilizan términos como autor, obra, tradición, literatura, cuyo significado se da de antemano como evidente, cuando en realidad, bien merecen una deconstrucción que ponga de relieve, primero, cómo se han constituido y, segundo, en qué sentido se emplean.

En obras como Testimonio: sobre la política de la verdad, trad. de Irene Fenoglio y Rodrigo Mier, México, Bonilla Artigas Editores, 2010.

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Bajo esta expresión, Barbara Harlow estudia testimonios como el de Domitila Barrios de Chungara en Bolivia (1977), Rigoberta Menchú en Guatemala (1983), Leila Khaled en Palestina (1973), Elvia Alvarado en Honduras (1987), o Miguel Mármol en el Salvador (1987) en trabajos como Resistance Literature (1987) o en el arartículo “Testimonio and survival: Roque Dalton's Miguel Mármol" (1996).

Derrida, op. cit., p. 8.

Alastair Fowler, “Género y canon literario”, trad. de José Simón, en Miguel A. Garrido Gallardo [ed.], Teoría de los géneros literarios, Madrid, Arco/Libros, 1988, p. 100.

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Jara y Vidal, op. cit., p. 2.

Víctor Casaus, “El testimonio: recuento y perspectivas del género en nuestro Paísrdquo;, en Jara y Vidal, op. cit, p. 330.

Para ampliar este aspecto, puede consultarse el espléndido artículo de Merce Picornell, “El género testimonio en los márgenes de la historia: representación y autorización de la voz subalterna”, op. cit., p. 288.

Miguel Barnet, “La novela-testimonio: socio-literatura”, en Jara y Vidal, op. cit., pp. 331 y 332.

Christina Dupláa, La voz testimonial en Montserrat Roig: estudio cultural de los textos, Barcelona, Icaria, 1996, p. 28.

Ibid., p. 27.

Entre los actos institucionales que contribuyen a conceptualizar el testimonio como un género, el de Casa de las Américas es el más mencionado por la cr쳩ca. Jorge Narváez señala otros, como el primer seminario “Literatura testimonio”, que organiza Bernardo Subercaseux en 1971 en la Universidad de Chile o el seminario “Teoría del Género Testimonio”, que tuvo lugar en 1981, en Chile también, gracias a la Sociedad de Escritores, cuyo propósito era “iniciar [la] investigación sobre la presencia del género en la historia de la literatura chilena”, en Jara y Vidal, op. cit, p. 237. Asimismo, añade que el artículo programático de Margaret Randall, “¿Qué es y cómo se hace un testimonio?” o el prólogo que escribe Roque Dalton en su libro sobre Miguel Mármol deben contarse como puntos de inflexión en la evolución del género.

John Beverly, Testimonio: sobre la política de la verdad..., p. 22.

Ibid., p. 128.

Nora Strejilevich, “El testimonio, modelo para re-armar la subjetividad: el caso de Tejas verdes", en Canadian Journal of Latin American and Caribbean Studies/ Revue Canadiennedes études Latino-Américaines et Caraïbes, núm. 31, 2006, p. 203.

Doris Sommer, “Not Just a Personal Story”, en Sklodovska, Testimonio hispano-americano..., p. 84.

Mabel Moraña, “Documentalismo y ficción: testimonio y narrativa testimonial hispanoamericana en el siglo xx”, en Mabel Moraña [ed.], Políticas de la escritura en América Latina: de la Colonia a la Modernidad, Caracas, Ex-cultura, 1997, p. 121.

Nora Strejilevich, El arte de no olvidar: literatura testimonial en Chile, Argentina y Uruguay entre los 80 y los 90, Buenos Aires, Catálogos, 2006, p. 17.

Moraña, op. cit., p. 121.

Ibid., p. 121.

Mempo Giardinelli, citado en Sklodovska, Testimonio hispano-americano..., p. 66.

Ibid., p. 65.

Ana María Amar, “La ficción del testimonio”, en Revista Iberoamericana, núm 51, p. 433.

Renato Prada Oropeza, “De lo testimonial al testimonio. Notas para un deslinde del discurso-testimonio”, en Jara y Vidal, op. cit., pp. 4 y 5.

Foucault, op. cit, p. 35.

Gustavo V. García La literatura testimonial latinoamericana: (re)presentación y (auto)construcción del sujeto subalterno, Madrid, Pliegos, 2003, p. 73.

Ibid, p. 85.

Ibid, p. 93.

Ibid, p. 117.

Strejilevich, op. cit., p. 24.

George Yúdice, “Testimonio y concientización”, en John Beverley y Hugo Achúgar [eds.], La voz del otro: testimonio, subaltemidady verdad narrativa, Guatemala, Papiro, 2002, 224.

Ibid., p. 223.

Loc. cit.

Sklodovska, op. cit., p. 68.

Dupláa, op. cit, p. 30.

Strejilevich, op. cit., p. 34.

Esta categoría es sumamente problemática por cuanto, si bien es cierto que los géneros, como ya se ha estudiado, tienden a la hibridación, y entre el testimonio y la autobiografía hay una contigüidad evidente, como estudia Doris Sommer en “‘Más que una mera historia personal’: los testimonios de mujeres y el sujeto plural’”, el género autobiográfico puede considerarse hegemónico para el humanismo occidental, mientras que el testimonio es, más bien, marginal (en algunos casos, aún sigue siéndolo, como pone de manifiesto Nora Strejilevich). En todo caso, Sommer señala notables diferencias entre los dos géneros, aunque reconoce que en un primer momento, ella consideró al testimonio como un subgénero de la autobiografía. Mientras que el testimonio -hay que tener en cuenta que ella se centra en los testimonios mediatizados, en el que las informantes son mujeres: Domitila Barrios, Rigoberta Menchú y Claribel Alegríamdash; se caracteriza por ser un acontecimiento público, hecho desde y para la comunidad, en tanto el sujeto que se presenta en tales escrituras es parte de las experiencias colectivas que se narran, la autobiografía se distingue, por el contrario, por su carácter solipsista y la búsqueda de un estilo individual(izador). No sucede así en el testimonio centroamericano, en el que predomina la construcción de una retórica interpersonal, porque se escribe para contribuir a enriquecer la historia común del pueblo donde estas mujeres quieren ser reconocidas. Se instaura as몠el testimonio, en un acto político, de resistencia, de manera más notoria a como puede serlo la autobiografía que, hay que reconocer, constituye en ocasiones una poética de la diferencia, como argumenta Shirley Neuman, que también debe considerarse pol쳩ca, aunque siga otros derroteros que el testimonio en el contexto histórico de las luchas sociales, de etnia y de género latinoamericanas. La dialéctica que mantiene con el contexto no facilita la asunción de la teoría posestructuralista que pone de manifiesto la (con)figuración del yo autobiográfico como una creación en/por el lenguaje: “En la construcción de sí, Rigoberta no descubre una cara agradable al mirarse al espejo, sino que el espejo le devuelve la imagen de una comunidad que le confiere a ella una identidad y de la cual nosotros [las lectoras] somos miembros potenciales”. Sommer, op. cit., p. 318. Esta teórica concluye diciendo que el testimonio crea un género distinto —aunque relacionado con— la autobiografía, y que el pacto de lectura que requiere es específico y determinante para clasificarlo, justamente, como género autónomo.

Sklodovska, op. cit., p. 78.

Ibid., p. 98.

Ibid., p. 79.

Loc. cit.

Loc. cit.

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