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Vol. 2013. Núm. 57.
Páginas 99-124 (enero 2013)
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La reescritura y la apropiación del discurso en el Manual de zoología fantástica
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Homero Quezada Pacheco
* Coordinación de Humanidades, unam
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En el manual de zoología fantástica, Jorge Luis Borges desplegó una amplísima relación de fuentes históricas, literarias, sagradas, filosóficas y mitológicas, tanto de Oriente como de Occidente. Ante la natural consideración de identificar dicho catálogo como el producto de un imaginario colectivo, Borges, no obstante, fue capaz de impregnarlo de su peculiar estilo a través de pasajes, temas y obsesiones recurrentes. El presente artículo expone que, para Borges, un texto que se repite es susceptible de convertirse en otro, que la reescritura deviene en creación, y que la obra de los demás puede transformarse en germen de representación personal e íntima.

Palabras clave:
Jorge Luis Borges
Literatura fantástica
Animales y literatura
Reescritura y literatura
Apropiación del discurso
Abstract

In the Manual de zoología fantástica, Jorge Luis Borges displayed a wide relation of historical, literary, sacred, philosophical, and mythological sources, both from East and West. Before the natural consideration of identifying such catalog as the product of a collective imagination, Borges, nevertheless, was capable to pervade it with his peculiar style through passages, subjects and recurrent obsessions. This Article reveals that, for Borges, a text that is repeated is susceptible to become in a different text, that the rewriting evolves in creation, and that the work of others may transform in the germ of a personal and intimate representation.

Key Words:
Jorge Luis Borges
Fantastic Literature
Animals and Literature
Rewriting and Literature
Appropriation of the Discourse
Texto completo

Jorge Luis Borges creía que, en literatura, existen muy pocos argumentos para ser contados. Cada repetición, deliberaba, se hace con matices y variaciones que necesariamente deben ser transmutados en belleza, y en esa búsqueda radicaría el deber de un escritor.1 El poeta, narrador, ensayista y antólogo argentino juzgaba, por otra parte, que la literatura realista no era anterior a las sagas escandinavas del siglo xiii o a la novela picaresca; por lo tanto, concluía que la literatura fantástica goza de una tradición mucho más antigua que ninguna otra. Asimismo, su noción sobre lo fantástico era tan espléndida que no vacilaba en facturar algunas manifestaciones de la teología y la metafísica como obras perfectas de la imaginación literaria.2 Al sustraer las apetencias de verdad absoluta y trascendentalismo, Borges resaltaba lo que poseían de extraordinario hipótesis filosóficas y sistemas religiosos, convirtiendo esas ideas en materia prima para consumar ficciones cuyo desarrollo mostraba el ángulo estético y maravilloso de un haz de doctrinas y revelaciones ancestrales.

Muchos de los fragmentos congregados en el Manual de zoología fantástica, en efecto, no fueron escritos como literatura fantástica, pero la operación de editarlos y adscribirlos a ese contexto los hacía ficciones indiscutibles, cuyo valor artístico los circunscribía a una representación que adjudicaba a lo ilusorio una realidad independiente.

En México, la colección Breviarios del fondo de Cultura Económica publicó por primera vez, en 1957, el Manual de zoología fantástica.3 Jorge Luis Borges, en colaboración con margarita Guerrero,4 recurrió al acervo de literaturas y tradiciones filosóficas, históricas y teológicas, nacidas tanto en Oriente como en Occidente, y agrupó alfabéticamente, en un volumen misceláneo, 82 especies de fauna irreal cuya mágica concepción podría adjudicarse a la ancestral fuerza imaginativa del ser humano, procedente de cualquier época y de cualquier latitud.

El orden de cada boceto animal obedecía al mandato de un alfabeto más bien modesto, y en ocasiones hasta servil. A su vez, las limitaciones geográficas e históricas del volumen eran de una fragilidad extraordinaria. Como consecuencia, en la obra son emplazados teólogos como Swedenborg, filósofos como Descartes, Lao Tse y Chuang Tzu, músicos como Jakob Lorber, mitólogos como Apolodoro, orientalistas como Herbert Allen Giles, historiadores como Heródoto y Tácito, viajeros como marco Polo, profetas como Ezequiel, enciclopedistas como Isidoro de Sevilla y Plinio el Viejo, exploradores como Richard F. Burton, hagiógrafos como Santiago de la Vorágine, poetas como Homero, Dante, Ovidio y Lucrecio, novelistas como Flaubert, Kafka y C. S. Lewis…, el inventario de autores y noticias es casi tan admirable como las propiedades mágicas de las criaturas citadas.

A primera vista, podría surgir la sospecha de que el catálogo está colmado, como otras obras de Borges, por autoridades y referencias inexistentes presentadas como fidedignas; no obstante, una exploración medianamente escrupulosa permite descubrir que, en lo general, el escritor desplegó una relación de fuentes susceptible de ser confrontada. Tal procedimiento, por lo tanto, valdría de argumento para rebatir la autoría de una obra conformada por una ristra de figuras procedentes de un imaginario colectivo. La recopilación —efectivamente dominada por una profusa intertextualidad— fue capaz, con todo, de reunir persistentes atributos del antólogo, a tal punto que su voz logró ser escuchada a través de pasajes y obsesiones recurrentes que, en conjunto, podrían ser estimados como invenciones propias, en la medida en que reflejan temas reiteradamente expuestos en otras obras del escritor argentino. La identidad del autor, además, se manifestaba a través de una exposición comentada cuyo estilo sobrio, reflexivo y sutilmente irónico constituye el sello de la escritura borgeana más lúcida y creativa.

Para Borges, reescribir no sólo era copiar: al repetir un texto, éste se convierte en otro; al insertarse en un entorno histórico distinto al de su registro primario, la reescritura deviene en duplicación, traducción, creación. El tiempo, al mudar el contexto de una obra, muda también su comprensión, sus méritos y sus alcances. Borges planteaba que la escritura implica, de algún modo, la relectura de textos previos, y aseguraba que “una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída […]”.5

Cabe recordar que, para la obra de Borges, fuera del presente, el tiempo no existía. Por eso a cada momento acudía una especie de memoria ubicua que anulaba el pasado, evocando imágenes actuales y a la vez remotas. De ahí la superposición de escrituras procedentes de edades muy diversas, en una suerte de palimpsesto interminable. Por eso el anacronismo, las simetrías, las citas, las glosas.6 Borges no sólo se repetía a sí mismo: repetía a los demás porque la literalidad, si se practica lúcida y conscientemente, deriva en la transformación.

Tal procedimiento se despliega visiblemente en el Manual de zoología fantástica, en el cual cohabita sin dificultades una vasta agrupación de seres cuyo origen emana de discursos ajenos, notablemente heterogéneos y diacrónicos. Sin embargo, la distribución, con rigor implacable, ordenaba el desorden no a partir de la languidez del alfabeto ni, por cierto, del ahínco totalizante de la enciclopedia, sino desde una disposición que confería a cada criatura una identidad semejante: la del pasmo y la fantasía.

Como la proeza de Pierre Menard (que, sin incurrir en el plagio o en la copia llana, se propuso reescribir el Quijote con las mismas palabras que utilizó Cervantes a principios del siglo xvii), Borges, en el Manual de zoología fantástica, se apropió de sus fuentes y asumió que la literatura puede carecer de autores individuales, pues ésta conforma un solo libro, circular e infinito, modificado por las distintas generaciones que lo escriben y lo reescriben.

Además de decantar la poética alucinatoria de Pierre Menard, es innegable, por otro lado, que Borges singularizó el Manual de zoología fantástica con rasgos sobresalientes, como la selección en sí, el manejo de citas poco conocidas, las apostillas imprevistas y sorprendentes que escoltan la información (de suyo, inusitada) y, de manera importante, el planteamiento agazapado de una noción relativa a la literatura fantástica.

En ese sentido, es preciso advertir que, para Borges, una antología, un catálogo, de constituir una simple selección de elementos destacados, se transformaba en un ámbito de revelaciones, razones y debates; se convertía, de hecho, en un espacio donde resurgían, con tesituras inusuales, voces relegadas o sepultadas. Pero Borges no sólo resucitó obras y autores; también se impuso una hazaña singular, ingente y paradójica: requerir y clasificar el caos disperso de lo fantástico, desde las visiones y las pesadillas en el Libro de sueños7 hasta el semblante y la etología de los monstruos de la imaginación en el Manual de zoología fantástica (alguna vez, por cierto, anheló recopilar fundamentos que dieran cuenta de una “biografía del infinito”).8 En esos compendios delirantes, cada pieza a catalogar, si en verdad era extraordinaria y única, debió presentar cierta resistencia a ser convocada. “Por ello, toda antología fantástica es ya un objeto conjetural, entrevisto, imaginado, tan imposible y tan utópico en su construcción como el Aleph o el zahir.”9

En efecto, esto ya podía advertirse en 1940 con la publicación de la Antología de la literatura fantástica,10 en la cual Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo realizaron una inconfundible compilación a partir del propósito de reunir los mejores textos del género. Resulta extraordinario que la colección no sólo congregara cuentos perfectamente acabados, sino que incluyera fragmentos entresacados de sus contextos originales para adecuarlos a la órbita literaria que interesaba a los autores; el resultado permitía admirar la re-invención de textos con un significado inédito, inscrito en un ámbito ajeno a la in tención primigenia de los segmentos escogidos. no importaba que algunas piezas provinieran de enfoques antropológicos, filosóficos o teológicos (idéntica tendencia es percibida en el Manual de zoología fantástica); los autores de la Antología se las ingeniaron para incorporarlas al orden de lo fantástico, en el cual era viable un impulso destinado a transgredir los límites entre la realidad y la ficción. Al parecer, los autores prefirieron revaluar la definición del género no a partir de soportes conceptuales, sino que “principalmente inventaron una nueva manera de concebir, crear y leer el género fantástico.”11 Esa nueva orientación incluía, por ejemplo, la edición de argumentos de diversa índole para recrear episodios insólitos y sobrenaturales, o la eliminación de componentes que estorbaban a los recopiladores, empecinados en crispar la noción de realidad. Con ese sesgo, Borges no sólo hacía palmaria su entrega y participación como lector y promotor de un género, sino que esbozaba una de las aristas de su poética de lo fantástico.

La fundación de una zoología fantaseada por los seres humanos es sin duda restringida, aunque sus posibilidades literarias son extraordinariamente fructíferas. Si bien los recursos para representarla se han diseminado a lo largo de los siglos, esa duplicación, aplicada con el objetivo de resignificar contenidos, puede llegar a ser tan novedosa que en el Manual de zoología fantástica no habrá reparo en trasladar —línea por línea, palabra por palabra— el aspecto de algunas criaturas imaginadas por diversos autores. Es el caso de “un animal soñado por Kafka”; “un animal soñado por C. S. Lewis”; “un animal soñado por Poe”; “El squonk”; la “fauna china” (seres híbridos, a veces con rasgos humanos, a veces mezcla de engendros horripilantes, enumerados por T’ai P’ing Kuang Chi);12 “El hijo de Leviatán” (un dragón con propiedades de pez y mamífero cuyo poder demoledor fue recreado en La leyenda áurea), y “El mono de la tinta” (atribuido a Wang Ta-Hai).

La copia de la escritura, de este modo, revela una amplia red de argumentos escritos por incontables precursores; asimismo, recodifica la repetición al asimilarla a un orden distinto y, sobre todo, al conferirle una presentación distinta a la original. Con entradas como “un animal soñado por…”, Borges seleccionó la parte que le interesaba destacar de alguna obra e insertó un título alusivo a una representación onírica; en los fragmentos escogidos, por lo tanto, se reconoce el propósito de subrayar una serie de valores en conflicto con los estatutos que tutelan el concierto de la realidad.

Los sueños, con sus leyes recónditas e inexpugnables, constituyen recintos capaces de proponer múltiples intuiciones, con derecho propio a permanecer en el más invicto hermetismo. Los sueños, ese embrollo de aspiraciones y evocaciones latiendo bajo la vigilia, forman parte predilecta de la imaginación literaria cuando asumen la dimensión del lenguaje. Por eso para Borges, en esencia, “la literatura es un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente un sueño […].”13 La literatura, concebida como artificio y rigor artístico, compartiría con las invenciones oníricas un “álgebra singular y secreta”.

Borges, así, extrajo pasajes de Perelandra,14 la segunda novela de la trilogía cósmica de C. S. Lewis, en la cual Ransom, el protagonista, tiene la misión de impedir la caída de Perelandra (el planeta Venus). Borges eliminó todo el tablado narrativo de la novela para recortar los fragmentos en los cuales aparecía un cuadrúpedo delicado, grande y de piel lustrosa, cuyo conmovedor canto lo distinguía de otras bestias de aquel planeta, así como la rugosa y deforme enormidad de incontables patas que, en Perelandra, acompañaba al Inhumano y que Borges presentó, por otra parte, en la pieza “un reptil soñado por C. S. Lewis”. Y el mismo procedimiento de copia y apropiación es aplicado a la obra de Kafka con la aparente sencillez de seccionar e intitular segmentos procedentes de, entre otros relatos, “Preocupaciones de un padre de familia.”

Si, como creía Borges, la literatura es “la entonación de unas cuantas metáforas” y si “es verosímil conjeturar que desde Homero todas las metáforas íntimas, necesarias, fueron ya advertidas y escritas”,15 entonces es ineludible la redundancia. Al llevar esa inferencia a la práctica, es natural proponer que la primicia de un libro recae en el resplandor de obras anteriores. Por tanto, es perfectamente válido aceptar que “un texto, cualquier texto, queda […] reducido a su condición de avatar, de forma o de eco de otro texto.”16

En el Manual de zoología fantástica, dicha senda condujo no sólo a la citación literal (en esos casos, el compilador callaba por completo e incorporaba los ejemplares tal y como los encontró), sino que también consentía la miscelánea de referencias, cotejos y verificaciones, para establecer una disposición que acrecentaba la sorpresa y que propiciaba la vigencia de modelos antiguos, cuyo rescate los colmó de una imprevista vitalidad.

Por ejemplo, en “El asno de tres patas”,17 Borges asentaba que Plinio atribuyó a Zarathustra “la escritura de dos millones de versos”. A continuación, para solventar y ampliar ese descomunal suceso, señalaba que el historiador arábigo Tabarí afirmó que las obras completas del legendario profeta persa abarcaron “doce mil cueros de vaca”. Se añadía que tal esfuerzo, pese a las adversidades, sobrevivió en el Bundahish, una obra enciclopédica que contiene la información vertida sobre el peculiar asno. Enseguida, Borges brindaba la cita fiel que describía la naturaleza de un équido dotado para disipar la corrupción de los infames.

En otro momento, Borges indaga la historia del incongruente mirmecoleón (león por delante y hormiga por detrás) en las Escrituras, en Claudio Eliano y en Estrabón. Al averiguar en torno a esa inconcebible fusión zoológica, Borges acudió a algún bestiario medieval (no dice cuál) y copió un fragmento admirable sobre el “león-hormiga”: éste “no puede comer carne, como el padre, ni hierbas, como la madre; por consiguiente, muere.”18

En la colección hay también piezas en las cuales las fuentes son apenas visibles, colocadas al margen u ocultas; el texto cede entonces a una libre fabulación, privilegiando una estructura narrativa que engloba un suceso anecdótico completo, con inicio, desarrollo y desenlace, como lo demandan las pautas de un cuento perfectamente estructurado; las historias más notables al respecto son “Escila” y “La Peluda de la ferté-Bernard”. Respecto a esta última, v. gr., nos hallamos frente a una franca narración en la cual no es visible fuente alguna: Borges, de manera directa, da cuenta del terror sembrado por ese monstruo, a orillas del arroyo Huisine, en la Francia del siglo xIV; se trata de un malévolo animal que, sin haber sido recogido en el arca, sobrevivió al diluvio. De cuerpo esférico y con cabeza de serpiente, la Peluda estaba provista de aguijones letales y de su hocico surgían llamas que devastaban las cosechas. Con regusto a leyenda medieval, Borges describe las calamidades perpetradas por la Peluda y las circunstancias que dieron fin a la proterva criatura.19

El animal fantástico emerge en todos los entornos y situaciones, como una regla ineludible en el juego ficcional de las distintas culturas. Borges eligió un patrimonio literario cuyos alcances le permitieron abarcar las creencias más contrastadas y las visiones más distantes. En sus páginas, admitió cientos de presencias y testimonios, pero no se afilió a una sola corriente o región. El Manual de zoología fantástica —ahíto de fantasías asiáticas y europeas— prescindió casi por completo de invenciones surgidas en territorio latinoamericano; las lagunas, sin embargo, estaban perfectamente advertidas en el prólogo del Manual de zoología fantástica20 y refrendadas con alguna ironía en El libro de los seres imaginarios21 (en esencia, la misma obra, aunque en esta última, publicada una década después, Borges añadió 34 textos más y justificó el cambio del título por la inserción de criaturas no zoomórficas). El intento de ceñir una parte de la zoología fantástica, por lo demás, involucraba un repertorio forzosamente inacabado que, no obstante, ofrecía la oportunidad de emprender otra pesquisa y otra colección que, al exceptuar algunas figuras, propiciaría un muestrario distinto que, a su vez, al excluir deliberadamente una serie de piezas, daría pie a un catálogo inédito que, a su vez…, y así hasta el infinito. La pieza omitida, por lo tanto, no debería ser juzgada como un desperfecto en la exposición de animales fantásticos, sino como el acceso vivo e incesante a compilaciones futuras.22

“Chancha con cadenas”, así, es una de las dos únicas figuras nacidas en el territorio correspondiente a América Latina —la otra aparece indirectamente en cierta evidencia, tomada del historiador William Prescott, acerca de que andinos y mesoamericanos creían que los soldados y los caballos de Pizarro y Cortés, como los centauros, eran indivisibles—;23 incluso, en el Manual de zoología fantástica hay más criaturas de origen norteamericano: por un lado, en el jocoso conjunto apiñado en “fauna de los Estados unidos”, cuya concepción imaginaria se forjó entre los indígenas de Wisconsin y Minnesota;24 por otro, en el squonk, endémico del estado de Pennsylvania, que literalmente se deshacía en lágrimas cuando lo perseguían o lo asustaban.25

En el caso de “Chancha con cadenas”, Borges comenzó indicando la fuente bibliográfica precisa y, posteriormente, trasladó de ésta un parágrafo completo sobre la elusiva criatura. Se trata de una fábula del territorio central argentino. La diabólica cerda aparece por las noches y se desplaza a gran velocidad utilizando las vías del ferrocarril. Con las cadenas que arrastra genera un siniestro ruido, intolerable para quienes tienen la desdicha de escucharlo.

Pero no sólo la ausencia de animales fantásticos brindaba la ocasión de esbozar inventarios futuros; en el Manual de zoología fantástica estaba inscrito el comienzo de El libro de los seres imaginarios. En efecto, el registro de entidades ilusorias que no corresponden a la categoría animal se encontraba ya presente en las páginas del Manual, disimuladas entre la nutrida galería de la fauna expuesta. Como polizones en esa barca alucinante, de modo enigmático venían a bordo el Golem, los monóculos, los seres térmicos y la estatua sensible de Étienne Bonmot de Condillac. Casual o premeditada, su inserción entrevió el beneficio de haber concebido una antología posterior cuyos confines fueron ampliados, sin que ello significara, por supuesto, haber concluido con la posibilidad de reorganizar colecciones de manera permanente.

“El Golem”, un ser perteneciente al folclor medieval y a la mitología judía, es mostrado como un hombre artificial creado por los cabalistas gracias a la combinación de ciertas letras de las Sagradas Escrituras: “nada casual podemos admitir en un libro dictado por una inteligencia divina, ni siquiera el número de las palabras o el orden de los signos […]”,26 sentenciaba el antólogo. fabricado con materia inanimada, el Golem despierta a la vida, pero es un hombre sin inteligencia y sin habla. Para ilustrar sus peculiaridades, Borges reprodujo algunos versículos del Talmud y un fragmento de la novela de Gustav Meyrink, que le dio fama occidental a ese hombre de alma sorda y vegetativa.27

Los monóculos, antes de ser el nombre de un lente correctivo, fueron hombres con un solo ojo. Así identificó Góngora al pretendiente de Galatea en su extensa “fábula…”. mejor conocidos como cíclopes, uno de los más célebres fue sin duda Polifemo. Borges congregó autoridades como Heródoto, Homero, Virgilio y Plinio para lidiar con las distintas dimensiones de verosimilitud que esos seres han proyectado en el decurso de las épocas.28

Más adelante, el compilador explicaba que a Rudolf Steiner le fue revelado que la Tierra pasó por varias etapas cósmicas. Al principio de una de éstas, la saturnina, los cuerpos no eran visibles ni tangibles, únicamente había estados de calor y formas térmicas. Los hombres, por lo tanto, eran organismos de temperaturas inconstantes; fascinado, Borges dictaminaba que ese tipo de seres son “más asombrosos que los demiurgos y serpientes y toros de otras cosmogonías.”29

En lo que respecta a la estatua sensible de Étienne Bonmot de Condillac, ésta fue introducida de modo arteramente encubierto: “El problema del origen de las ideas agrega dos criaturas a la zoología fantástica.”30 Una de ellas es la estatua imaginaria de un hombre cuya alma, al principio, nunca ha pensado ni sentido. Progresivamente, según Condillac, la primera percepción sensible desarro -llaría la generación de todas las facultades y operaciones de la mente humana. De ningún modo, como se ve, la estatua descrita constituye una representación zoológica. El simulacro, no obstante, fue capaz de concebir, voluntaria o involuntariamente, un volumen publicado exactamente diez años después: El libro de los seres imaginarios.

Las tendencias y los temas de Borges fueron continuos a lo largo de su obra, reapareciendo y transformándose constantemente. Y así como El libro de los seres imaginarios ya estaba previsto en el Manual de zoología fantástica, la semilla de éste se encontraba en “El acercamiento a almotásim” (publicado primero como ensayo en Historia de la eternidad, en 1936, y después como cuento en El jardín de senderos que se bifurcan,31 en 1941). El texto es la reseña de una novela policial inexistente (The approach to Al-Mu’tasim, del abogado Mir Bahadur Alí) que narra las peripecias de un estudiante de derecho en Bombay, consagrado a buscar un hombre de quien procede la más pura claridad espiritual (ese hombre, Almotásim, es quizá un emblema de Dios). En el recorrido, el personaje descubre que Almotásim forma parte de una interminable cadena de hombres que reflejan alguna propiedad de otros, como fragmentos de espejos. Cuando el estudiante ya ha recorrido la inmensa geografía del Indostán, la novela concluye luego de que, al llegar a una puerta, al fondo de una galería, la voz de Almotásim invita a pasar al joven. En la reseña de esa falsa novela, al final, Borges incluye una nota que, a su vez, contiene el resumen de un poema real, el Coloquio de los pájaros,32 del místico persa Farid Uddín Attar; los versos relatan el viaje que treinta pájaros de la Tierra hacen hacia la morada del Simurg, el rey de los pájaros (analogía de la divinidad, origen y destino de los buscadores de la conciencia y la unidad). Cuando por fin los elegidos contemplan al Simurg, “perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos.”33 La alegoría del poema plantea que el Simurg es Dios y que todos los hombres son el Simurg. una vez más, Borges exhibe una inocultable fascinación hacia el valor estético de algunos sistemas religiosos, en este caso del panteísmo sufí, así como de sus vastas posibilidades literarias. Sin ser nombrado, el Simurg figurará tiempo después en “El Aleph”,34 cuando Borges-personaje trata de transmitir la visión de un instante infinito: “Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros.”35

El mismo volátil místico emergerá en el Manual en dos ocasiones: cuando Borges afirme que Lane considera al ave Roc como un sinónimo árabe del Simurg36 y, más adelante, en el propio aposento textual de la criatura. En términos casi idénticos a los asentados en “El acercamiento a almotásim”, “El Simurg”37 del Manual de zoología fantástica amplifica su traza con referencias de Burton, de Flaubert, de Al-Qazwiní y de Edward Lane.

Si el panteísmo, uno de los temas medulares en la literatura de Borges,38 declaraba que todo está en todas partes y que cualquier cosa es todas las cosas (“El sol está en todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.”),39 es válido, en consecuencia, afirmar que un hombre es todos los hombres, que un minuto es la eternidad y que un libro es todos los libros. Para Borges, la totalidad de las páginas escritas a lo largo de la historia formaban parte de una sola obra, previa y absoluta, que era reescrita sin cesar por las distintas generaciones. Cada edición no es más que una reedición de la anterior, sujeta a un perpetuo enlace de caracteres y folios combinados y repetidos. De ahí la necesaria reproducción de textos, tramas y motivos esparcidos con gozosa naturalidad en sus obras, planteadas como la visión parcial de una sustancia discursiva única y anónima.

Por ello, en el Manual de zoología fantástica, el recurso de mezclar breves intervenciones y citas apegadas a su respectiva fuente continúa floreciendo de manera incansable. Así, noticias bibliográficas y cita más o menos cabal conviven en “El kraken”.40 Los datos provienen, por un lado, del teólogo y ornitólogo danés Eric Pontoppidan —que en el siglo xVIII afirmaba que toda isla flotante es un kraken, especie de pulpo gigantesco de la mitología escandinava— y, por otro, del inglés Alfred Tennyson, cuyo poema “The Kraken”41 es traducido en un apartado en prosa que suprimió sin contemplaciones la versificación original.

La apropiación, en ese sentido, involucraría discursos cuya traducción desplaza el acuerdo de lectura original, proponiendo una orientación alterna, empeñada en agrupar la zoología ficticia mediante una estructura que, de alguna manera, tratara de armonizar el inmenso surtido de obras y autores. Si bien el proceso de traducción pudo ser una tarea consumada en la multitud de obras referidas, la ausencia de créditos al respecto permite suponer que el propio Borges intervino en esa labor, a la cual concebía como una perífrasis que privilegiaba el significado global del original y no como la insuficiente reproducción de los detalles de otro idioma.42 Borges declaraba, también, que las traducciones no podían ser un sucedáneo del texto original y que constituirían, en todo caso, un estímulo para que el lector se acercara a las obras tal y como fueron escritas.43 Por ello, lo más probable es que, en el Manual de zoología fantástica, Borges haya traducido a su modo los segmentos que más se ajustaban al proyecto del catálogo, confiriendo a cada versión un sello personal y unificador que contribuyó a que en la obra se nivelaran presencias tan desemejantes.

Por tal motivo, para representar el mantícora (parte humana, parte león, parte serpiente), uno de los depredadores más voraces de Etiopía y la India, Borges acudió a Plinio y a Flaubert y los colocó frente a frente, en abierto diálogo, para enriquecer la imagen aterradora de un carnívoro carmesí proclive a engullir viajeros. Plinio subrayaba la voz del monstruo, parecida a la de una trompeta; Flaubert, su ferocidad y su cola erizada de dardos venenosos. La intervención de Borges se circunscribía, una vez más, a participar de las fuentes (Ctesias y La tentación de San Antonio, respectivamente), pero sin mencionar traductor alguno (tal vez él mismo, al menos en el caso de Flaubert).

Pocas veces, sin embargo, el compilador creyó importante señalar quién se ocupó de alguna versión con el objetivo de contrastar la fisonomía de bestias renuentes a una descripción más o menos nítida. Es el caso del gigantesco Behemoth, reseñado en Job (40:15-24). Borges expuso la traducción literal de fray Luis de León, cuyo propósito de “conservar el sentido latino y el aire hebreo” del colosal herbívoro difiere notablemente de la de Cipriano de Valera, ya que la de éste gana en claridad a los ojos del lector moderno: “agregamos, para aclaración de lo anterior, la versión de Cipriano de Valera: […]”.44

Por otra parte, probablemente a causa de la significativa cantidad de ocasiones en que Plinio fue requerido, Borges, en cierto momento, determinó indicar la versión de la Historia natural utilizada (la primera realizada en español): “Hay un pescado llamado la rémora, muy acostumbrado a andar entre las piedras, el cual, pegándose a las carenas, hace que las naos se muevan más tardas […]”, y al pie de página: “9-41: Versión de Gerónimo Gómez de Huerta (1604).”45

Como sea, con la intención de instituir un orden que se adecuara al perfil del Manual de zoología fantástica, es muy probable que la asistencia de Borges en la traducción —conocedor acucioso de lenguas tanto clásicas como modernas— haya sido decisiva en piezas cuya recreación adquirió un renovado temperamento fantástico.

Atesorando materiales de los demás, Borges estableció, por otro lado, una recreación y una vigencia insospechada al asimilar y reflejar múltiples cánones. Inadvertidamente, sin embargo, entre la espesura de citas, el coleccionista se permitió intercalar algunas invenciones nacidas de su pluma empleando la tenaz táctica de apoyarse en referencias bibliográficas. uno de esos textos aparece casi al inicio de Manual de zoología fantástica: “animales de los espejos”.

Al amparo de una obra que brinda soporte documental, las Cartas edificantes y curiosas (publicadas durante la primera mitad del siglo xVIII), Borges señalaba que en algún tomo de ésta, el padre Zallinger “anotó que el Pez era un ser fugitivo y resplandeciente que nadie había tocado, pero que muchos pretendían haber visto en el fondo de los espejos”.46 Luego de que Zallinger muriera, Borges informa que el trabajo iniciado por el jesuita fue continuado por el profesor inglés Herbert Allen Giles.

El relato (cuya temática aborda una de las obsesiones capitales del escritor argentino) da cuenta del choque fratricida entre los humanos y los habitantes de los espejos. Sometidos en las prisiones especulares gracias a los encantamientos del Emperador amarillo, éstos fueron condenados a reproducir cada acto de los hombres de la Tierra. un horrendo vaticinio, sin embargo, ha declarado que un día esos seres despertarán de su sopor, romperán las ataduras del vidrio, nos invadirán y, esta vez, no serán doblegados. La primera forma que se manifestará será el Pez: “En el Yunnan no se habla del pez sino del Tigre del Espejo”.47 Al terror de suponer que alguien ajeno a uno mismo es quien gesticula al otro lado de la superficie pulimentada, se añade el sobresalto de imaginar entre nosotros bestias sedientas de sangre, además de la espantosa fatalidad de saber que, una vez liberados, los otrora cautivos nos impondrán el castigo de ser los otros, meros imitadores de mohines, de anhelos, de amores y de odios ilusorios.

El recurso de ficcionalizar basándose en registros documentales palpables genera, paradójicamente, una representación incierta de personas, objetos y ciudades, al punto de aceptar lo verdadero como falso y lo ilusorio como auténtico. El hábito de alternar obras imaginarias y obras reales fue tan frecuente en Borges que, muchas veces, resulta casi imposible distinguir cuándo nos hallamos frente a bibliografía verificable y cuándo frente a documentos inexistentes. Si bien en el Manual de zoología fantástica la mayoría de las obras descritas es susceptible de ser identificada, no siempre tendremos la seguridad de saber si todos los acontecimientos expuestos pertenecen a la fuente indicada o si son de inspiración borgeana. Pero quizá eso no importe: el efecto de desconocer en qué momento la literatura de Borges alude a verdades y en qué momento incurre en falsedades favorece la promoción de un territorio fantástico que, pese a su incertidumbre, propone una manera de organizar y de atisbar la no menos dudosa e inextricable realidad.

Así, en “A Bao A Qu”, hacia sus últimas líneas, se provee la fuente legitimadora de la siguiente manera: “El capitán Burton registra la Leyenda del A Bao A Qu en una de las notas de su versión de las Mil y una noches”.48 Independientemente de si tal aseveración es cierta o no, el animal que abre la colección, “A Bao A Qu”, es recreado como una amplia paráfrasis que revela, igual que “animales de los espejos”, evidentes motivaciones borgeanas al ilustrar el tono etéreo y de vinculación hacia la metafísica que tanto apasionaba al escritor argentino. Es muy probable que “A Bao A Qu” sea, asimismo, una invención del propio Borges.

El A Bao A Qu (un animal sensible a la perfectibilidad del alma humana) únicamente puede salir de su letargo milenario, gozar de vida consciente o flaquear, cuando algún ser humano sube la escalera. Si el que asciende carece de altitud espiritual, el A Bao A Qu nunca logrará su forma perfecta. Por el contrario, si el peregrino vibra con las cuerdas de la luz interior y la pureza, el A Bao A Qu cobra su dimensión exacta, irradia una fuerte emisión azul y vive un instante de plenitud incomparable. “En el curso de los siglos”, informa el antólogo, “el A Bao A Qu ha llegado una sola vez a la perfección”.49 Para Schopenhauer, el ser se aprehende, en su estrato más profundo, como voluntad. La voluntad de ser del a Bao a Qu, sin embargo, no depende de sí mismo sino, prodigiosamente, de la inteligencia y el sentimiento de los seres humanos. Entendemos que, hasta hoy, la resurrección de esta criatura sigue aguardando la irrupción de su realidad más intensa.

Como el catálogo mismo, el ser fantástico se configura a partir de un modelo del cual no puede prescindir. Las páginas del Manual se rehacen y se afianzan en la incesante combinatoria de otras páginas, de otras tesituras. A simple vista, esa labor imitaría la realizada por un copista medieval cuyo servicio, consistente en rescatar los restos de una cultura en naufragio, no buscaba las satisfacciones del creador. La tarea de Borges, sin embargo, no sólo emuló un sistema consumado de conocimiento y escritura,50 sino que se permitió aderezar el repertorio con frecuentes comentarios en los cuales el cúmulo de figuras delirantes fue presentado con un irreprochable razonamiento lógico. Al entorno evanescente y confuso de lo imaginado, Borges opuso una enunciación lúcida y metódica. La clasificación de tanto espejismo adquiría estatuto de verosimilitud cuando el compilador adoptaba tonos de credulidad, discusión o seriedad irrefutables. De algún modo, Borges deslizaba la idea de que lo informe daba lugar a la forma y pugnaba por definir lo indefinido mediante el rigor de argumentos destacadamente juiciosos y perspicaces.

Así, luego de presentar las distintas figuraciones del centauro, el antólogo anteponía una consideración de abrupta lógica que contrastaba con la naturaleza mágica de la figura “más armoniosa de la zoología fantástica” (para los griegos, símbolo de la ira y la rústica barbarie): “En el quinto libro de su poema, Lucrecio afirma la imposibilidad del centauro, porque la especie equina logra su madurez antes que la humana y, a los tres años, el centauro sería un caballo adulto y un niño balbuciente. Este caballo moriría cincuenta años antes que el hombre”.51

Por su parte, frente a las virtudes regenerativas del ave fénix, uno de los mitos más difundidos desde la antigüedad, el compilador deducía las potenciales causas de su origen: “En efigies y monumentos, en pirámides de piedra y en momias, los egipcios buscaron eternidad; es razonable que en su país haya surgido el mito de un pájaro inmortal y periódico, si bien la elaboración ulterior es obra de los griegos y de los romanos”.52

En ocasiones, la escritura borgeana polemizaba con lo admitido por las referencias citadas. El resultado daba una mezcla de narrativa pura con acotaciones cercanas a la ensayística. La indeterminación genérica promovía un poder expresivo que liberaba un modelo con vastas opciones poéticas.

El cotejo entre desbordante imaginación y discurso racional se hallaba esparcido con cierta frecuencia. un efecto, por cierto, fue el de tropezar con fragmentos susceptibles de ser encapsulados sin menoscabo del resto de la información suministrada. De este modo, al final de “El dragón chino”, escribió Borges: “Chuang Tzu nos habla de un hombre tenaz que, al cabo de tres ímprobos años, dominó el arte de matar dragones, y que en el resto de sus días no dio con una sola oportunidad de ejercerlo”.53

Borges expuso las reconvenciones de otros para, a través de la polémica, resaltar el esplendor de animales que no existen, pero cuya realidad había sido puesta en duda en algún momento; de otro modo, nadie habría impugnado su naturaleza anómala. Por eso, escribía Borges, “En el siglo xvii, Sir Thomas Brown observó que no hay animal sin abajo, arriba, adelante, atrás, izquierda y derecha, y negó que pudiera existir la anfisbena [la serpiente con dos cabezas], en la que ambas extremidades son anteriores”.54

Esa misma vía llevó al compilador a rebasar el mero afán divulgativo, añadiendo puntos de vista personales respecto a algunos monstruos. Así, del dragón occidental dirá:

El tiempo ha desgastado notablemente el prestigio de los dragones. Creemos en el león como realidad y como símbolo; creemos en el minotauro como símbolo, ya que no como realidad; el dragón es acaso el más conocido pero también el menos afortunado de los animales fantásticos. nos parece pueril y suele contaminar de puerilidad las historias en que figura.55

En efecto, del furioso reptil de bocanadas ígneas que personificaba el ego desmesurado del hombre,56 en pugna implacable con la divinidad, los cuentos de hadas han contribuido a tornar esa criatura colérica en un ser grotesco, y hasta risible. Por eso, al reseñar el “Dragón chino”, Borges insistía en esa lamentable opacidad: “En el mejor de los casos, el dragón occidental es aterrador, y en el peor, ridículo; el lung de las tradiciones, en cambio, tiene divinidad y es como el ángel que fuera también un león”.57

Borges acompañaba las pesquisas bibliográficas con dictámenes que evaluaban e interpretaban el animal fantástico: “Si el infierno es una casa, la casa de Hades, es natural que un perro la guarde; también es natural que a ese perro lo imaginen atroz.”

Y ese género de conjeturas se repetirá con mínimas variaciones: “La idea de una casa hecha para que la gente se pierda es tal vez más rara que la de un hombre con cabeza de toro, pero las dos se ayudan y la imagen del laberinto conviene a la imagen del minotauro. Queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso.”58

Como si de material científico se tratara, cuya exposición ofreciera lugar para el debate, el antólogo aprovechaba los enfoques poéticos de sus fuentes para establecer réplicas y objeciones perfectamente razonables.

Forjada en innumerables libros, la imaginación borgeana fue instruida, reacia a la superficialidad o a la simple divulgación. metáfora y dato exacto se combinaban en un discurso ilustrado, cuya sabiduría empleaba distintos elementos para respaldar los componentes ficticios del animal representado. De esta manera, las entidades imaginarias a veces se sustentaban en la firme y compleja erudición de un coleccionista que con frecuencia recurría a la exploración etimológica y que, sin embargo, no se detenía en la simple instrucción, sino que privilegiaba las altas cuotas de poesía inherentes a la zoología clasificada. Como Isidoro de Sevilla, que entendía que en el origen de cada nombre radica una poderosa fuerza evocativa, Borges, en ocasiones, sistematizaba y condensaba algunas criaturas a través del umbral de los vocablos.

Del basilisco, por ejemplo, se dice que era una serpiente que tenía en la cabeza una mancha en forma de corona; por eso, “Su nombre significa pequeño rey […]”.59 a su vez, del Catoblepas, una bestia de andar perezoso y que siempre tiene la cabeza hundida en el suelo (quien vea sus ojos, caerá muerto en el acto), se aclara: “Catoblepas, en griego, quiere decir ‘que mira hacia abajo’”. De igual modo, se indica que cuatro siglos antes de la era cristiana, el Behemoth era una especie de gigantesco hipopótamo; sin embargo, “El nombre Behemoth es plural; se trata (nos dicen los filólogos) del plural intensivo de la voz hebrea b’hemah, que significa bestia”.60 En el mismo tenor, se señala que, entre otros símbolos, el infinito ha sido representado por una serpiente que se muerde la cola: “uroboros (el que se devora la cola) es el nombre técnico de este monstruo, que luego prodigaron los alquimistas”.61 Y sobre el ofidio con una cabeza en cada extremo, se revela: “anfisbena, en griego, quiere decir que va en dos direcciones”.62

El celo letrado de Borges se valía de dispositivos que enriquecieron el perfil de las criaturas imaginarias reunidas (tales como la explicación razonada de éstas —sopesadas, aprobadas o rebatidas— o el origen y significado de algunos nombres vertidos), a tal punto que pudo conciliar un repertorio abiertamente disímil, pero cuya distribución dejaba ver las anomalías intrínsecas.

Ese obvio desarreglo en los criterios de categorización, no obstante, apuntaba a establecer una forma de coordinar incoherencias a través de una disposición igualmente contradictoria y heterogénea que, en el fondo, instituía una forma de tipificar seres imposibles y en sí mismos paradójicos. El endeble orden del alfabeto no hacía sino recalcar la heteróclita variedad de figuras desaforadas y, por lo tanto, se volvía indispensable sistematizar el caos por medios irregulares y, asimismo, caóticos. Como la propia fauna del catálogo, la taxonomía es también fabulosa y, a veces, contradictoria.63 aunque el anhelo de armonizar el caos se manifestaba en el empleo de recursos unificadores, se deja entrever, asimismo, que tal empresa es en verdad irrealizable.

De manera indistinta, por ejemplo, Borges definía un amplio número de animales por su forma: “un caballito blanco con patas traseras de antílope, barba de chivo y un largo y retorcido cuerno en la frente, es la representación habitual de este animal fantástico”.64 Otros estaban resaltados por sus costumbres: “Con el pico y las garras, la madre [pelícano] acaricia los hijos con tanta devoción que los mata. A los tres días llega el padre; éste, desesperado al hallarlos muertos, se abre a picotazos el pecho. La sangre que derraman sus heridas los resucita…”.65 Algunos más, por sus designios: “Lao Tse ha encomendado a los Cinco Tigres la misión de guerrear contra los demonios”.66 Había los que se caracterizaban por sus cualidades y por su medio ambiente: “la pantera es un animal solitario y suave, de melodiosa voz y aliento fragrante. Hace su habitación en las montañas, en un lugar secreto”.67 O, entre muchos otros distingos, los que se identificaban por su intrínseco misterio: “nada sabemos de la estructura del ciervo celestial (acaso porque nadie lo ha podido ver claramente) […]”.68

En los bestiarios medievales, una gran cantidad de animales se vinculaba a los elementos para ubicar cada símbolo en su respectiva demarcación interpretativa; grosso modo: los telúricos se anclaban a lo material, lo subterráneo, lo infernal y lo demoniaco; los del agua apelaban a lo maternal; los aéreos, a la elevación y a la trascendencia; y los ígneos, a la renovación y al tránsito.69 El método ya había sido aprovechado por los naturalistas, y procedía de Empédocles de Agrigento, que en siglo V a. C. formuló la teoría de las cuatro raíces de cosas, “cuyas uniones y desuniones, movidas por la Discordia y por el amor, componen la historia universal”.70 De acuerdo con ese orden, Borges aseguraba que “Si había animales de la tierra y del agua, era preciso que hubiera animales del fuego. Era preciso, para la dignidad de la ciencia, que hubiera salamandras”.71 Esa clasificación, sin embargo, no siempre se cumplirá en el Manual, pues éste albergará una inmensa cantidad de tradiciones fantásticas que se excluirán y se opondrán sin dificultad alguna, utilizando categorías y principios enfrentados en distintos textos; de ahí que Borges expusiera, una casilla antes de “La salamandra”, un juicio como el siguiente: “Heráclito enseñó que el elemento primordial era el fuego, pero ello no equivale a imaginar seres hechos de fuego, seres labrados en la momentánea y cambiante sustancia de las llamas”.72

En esa misma vena, Borges brindó visiones desiguales sobre fenómenos afines a través de lugares y épocas distintas: por ejemplo, el concepto de algunos renacentistas italianos en torno a que los planetas eran animales sosegados, de hábitos regulares y de sangre caliente —entonces, se llegó a hablar de los pelos, los huesos y los dientes de la Tierra—;73 por otro lado, la noción árabe acerca de la Tierra sostenida por un ángel, sostenido por un peñasco, sostenido por un toro, sostenido por un pez llamado Bahamut,74 así como la remota concepción china de que, si el cielo era hemisférico y la Tierra cuadrangular, las tortugas hayan sido una imagen o modelo del universo.75

La irregularidad tocaba también a entidades que no sólo quedaban fuera del reino animal (como las ya señaladas), sino que algunas eran abiertamente mixtas, compartiendo propiedades con el ser humano (el centauro, la sirena, el minotauro o el mantícora), o con el reino vegetal (como el borametz,76 una planta cuya forma era la de un cordero, cubierta con una pelusa dorada, y como la no menos impresionante mandrágora,77 ampliamente utilizada para fines narcóticos y mágicos, que gritaba cuando la arrancaban).

Pese a esa desorganización clasificatoria, es indiscutible que el Manual de zoología fantástica recuperó figuras inestables, y hasta enfrentadas unas con otras, para poner en juego un sistema dinámico e incluyente. “Borges celebra las virtudes del sistema, de cualquier sistema, aunque sólo lo admita en su forma más laxa, más asistemática: esa convención azarosa, esa especie de desorden regular y reglado por el alfabeto.”78 El desorden está presente, pero es un desorden pactado; quizá no haya otra manera de lidiar con la poderosa tensión entre el celo exhaustivo del muestrario y el talante irreconciliable de las criaturas exhibidas.

Por todos estos aspectos, el Manual de zoología fantástica ayudó no sólo a reverdecer el olvidado hábito de compiladores antiguos y diligentes copistas medievales, sino también, al establecer divergencias mediante sus propios métodos de trabajo, dicho catálogo favoreció la inauguración de vías literarias singulares. Si bien es cierto que esa obra no siempre se ha visto beneficiada de hallarse entre las más creativas de Borges, las habilidades y discursos de representación más preclaros del escritor argentino se hallan latentes en el subterfugio de la cita y la compilación. más que reinventar, Borges copió, interpretó y se apropió de los textos al proponer un nuevo principio de autoría a través de prolijas recreaciones, con lo cual demostraba que la escritura de los demás puede transformarse en germen de representación personal e íntima. Además de una colección, por lo tanto, el Manual de zoología fantástica es también una penetrante meditación en torno a la literatura como fenómeno temporal e inestable.

Las propiedades mágicas de los animales que poblaron el Manual de zoología fantástica son, en efecto, sorprendentes. “Pero no menos sorprendente, sugiere Borges, es la coexistencia de términos en cualquier concatenación lingüística, cualquier organización verbal, cualquier sucesión de palabras. La literatura es, después de todo, una monstruosa serie de imaginaciones”.79

Las siluetas imposibles del Manual de zoología fantástica no se agotan porque necesariamente, de alguna manera, son parte inherente de la imaginación humana. “Ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del uni-verso”,80 escribió Borges en el prefacio al Manual de zoología fantástica. Y en efecto, no sabemos si hay un sentido orgánico y unificador de la realidad; sin embargo, es admisible conjeturar sus propósitos y sus secretos. La zoología fan tástica, pese a su inevitable arbitrariedad, puede construir, junto con tantas defi niciones, sueños, teorías, revelaciones, etimologías, uno más de los inter minables esquemas que, a su modo, tratan de explicar el enigma del vasto universo que nos circunda.

Jorge Luis Borges, “Coloquio”, en Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Carlos García Gual et al., Literatura fantástica, Madrid, Siruela, 1985, p. 18.

Ibid., p. 23.

La edición original estuvo al cuidado de Emmanuel Carballo; el tiraje fue de 10 000 ejemplares. Manual de zoología fantástica, México, fce, 1957 (Breviarios, 125).

Emir Rodríguez Monegal ha explicado que, a partir de 1956, cuando los oftalmólogos le prohibieron a Borges leer y escribir, éste tuvo que recurrir a distintos colaboradores. El crítico uruguayo dividió a los devotos copistas en dos grupos. El primero (al que evidentemente pertenece margarita Guerrero) se conformó por asistentes ocasionales que ayudaron a Borges a compilar un libro de ensayos o le sirvieron de amanuenses en la tarea de recoger citas, preparar los materiales y traducir sus apretadas observaciones. El segundo estuvo representado por una sola persona: Adolfo Bioy Casares, el colaborador, amigo y discípulo de Borges que, obviamente, fue más que un secretario. Emir Rodríguez Monegal, “Los colaboradores”, en Borges por él mismo, Caracas, monte Ávila, 1976, p. 223.

Jorge Luis Borges, “Notas sobre (hacia) Bernard Shaw”, en Otras inquisiciones, Madrid, Alianza/Emecé, 1976, p. 158.

Guillermo Sucre, “IX. Borges: marginal, central”, en La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana, México, fce, 1985, p. 145.

Jorge Luis Borges, Libro de sueños, Buenos aires, Torres agüero Editor, 1976.

Jorge Luis Borges, “Avatares de la tortuga”, en Discusión, Buenos aires, Emecé, 1964, p. 129.

Esperanza López Parada, “El documento perdido, los coleccionistas y los falsificadores. Las antologías de Bioy y Borges”, en Una mirada al sesgo. Literatura hispanoamericana desde los márgenes, Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 1999, p. 69.

Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, Antología de la literatura fantástica, Buenos aires, Sudamericana, 1940.

María José Ramos de Hoyos, “La Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo”, en Rafael Olea franco [ed.], Fervor crítico por Borges, México, El Colegio de México, 2006, p. 220.

asombrosamente, al contrario de lo que suponía Michel Foucault en el célebre prólogo a Las palabras y las cosas, ese taxonomista chino existió en el siglo x a. C., y fue él —y no una supuesta enciclopedia china inventada por Borges— el responsable de la clasificación plasmada en “El idioma analítico de John Wilkins”, relativa a una singular división de animales: “a) Pertenecientes al emperador, b) animales embalsamados, c) amaestrados, d) lechones […] k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello […] n) que de lejos parecen moscas.” Cfr. David Hancoks, A Different Nature: The Paradoxical World of Zoos and Their Uncertain Future, Los Ángeles, university of California, 2001, pp. 25 y 26.

Borges, “Nathaniel Hawthorn”, en Otras Inquisiciones…, p. 57.

C. S. Lewis, Perelandra, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1995.

Jorge Luis Borges, Historia de la eternidad, Buenos aires, Emecé, 1953, p. 74.

Jaime Alazraki, “El texto como palimpsesto: lectura intertextual de Borges”, en La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, Madrid, Gredos, 1983, p. 433.

Jorge Luis Borges, “El asno de tres patas”, en Manual de zoología fantástica [en adelante, MZF], México, FCE, 1981, pp. 28 y 29.

MZF, p. 103.

Ibid., p. 120.

“Por lo demás, no pretendemos que este libro […] abarque el número total de los animales fantásticos. Hemos investigado las literaturas clásicas y orientales, pero nos consta que el tema que abordamos es infinito.” Jorge Luis Borges, “Prólogo”, en MZF, p. 9.

“Un libro de esta índole es necesariamente incompleto […] Invitamos al eventual lector de Colombia o del Paraguay a que nos remita los nombres, la fidedigna descripción y los hábitos más conspicuos de los monstruos locales.” Jorge Luis Borges, “Prólogo”, en El libro de los seres imaginarios, Buenos aires, Kier, 1967, p. 5.

Esperanza López Parada, “El monstruo en la biblioteca: Manual de zoología fantástica”, en Bestiarios americanos. La tradición animalística en el cuento hispanoamericano contemporáneo, Madrid, 1993 (tesis de doctorado en Literatura, facultad de filología, universidad Complutense de Madrid), p. 157.

MZF, pp. 51 y 52.

Ibid., pp. 74 y 75.

Ibid., p. 138.

Ibid., p. 80.

Siempre atento a los conocimientos de la Cábala, Borges se ocupó en distintas ocasiones del Golem en temáticas donde un soñador es soñado y un creador es creado; su poema “El Golem”(en El otro, el mismo, de 1964) vendría a ser una variación del cuento “Las ruinas circulares” (en Ficciones, de 1941); en ambos, aparece la imagen que evoca al ser hecho por otro, y que remite al autómata de la mística judía. Asimismo, en su conferencia “La Cábala” (incluida en Siete noches, de 1979), Borges vuelve a ocuparse del Golem y de la idea acerca de que en cada ser humano hay una partícula de divinidad.

MZF, pp. 104 y 105.

Ibid., p. 133.

Ibid., p. 18.

El jardín de senderos que se bifurcan pasó a formar parte de Ficciones a partir de 1944.

Farid Uddín Attar, Coloquio de los pájaros, Madrid, Sufí, 2003.

Jorge Luis Borges, “El acercamiento a Almotásim”, en Nueva antología personal, Buenos aires, Emecé, 1968, p. 95.

El Aleph” se publicó por primera vez en la revista Sur en 1945 y luego, en 1949, dio título a la colección de cuentos homónima.

Jorge Luis Borges, “El Aleph”, en El Aleph, Buenos aires, Emecé, 1996, p. 259.

MZF, p. 33.

Ibid., pp. 133 y 134.

Jaime Alazraki, “Panteísmo”, en op. cit., pp. 74-89.

Plotino, apud Borges, “El acercamiento a almotásim…”, p. 95.

MZF, p. 95.

Alfred Lord Tennyson, “The Kraken”, en The Collected Poems of Alfred Lord Tennyson, Hertfordshire, Wordsdworth Edition Limited, 1994, p. 36.

Rafael Olea franco, “Borges y el civilizado arte de la traducción: una infidelidad creadora y feliz”, en Nueva revista de filología hispánica, vol. XLIX, El Colegio de México, julio-diciembre de 2001, pp. 439-441.

Jorge Luis Borges, “La Divina Comedia”, en Siete noches, Buenos aires, Emecé, 1997, p. 13.

MZF, p. 40.

Ibid., p. 125.

Ibid., p. 14.

Ibid., p. 15.

Ibid., p. 12.

Ibid., p. 12.

López Parada, “El monstruo en la biblioteca…”, p. 91.

MZF, p. 53.

Ibid., p. 30.

MZF, p. 68.

Ibid., p. 13.

Ibid., p. 65.

Antonio Medrano, La lucha con el dragón. La tiranía del ego y la gesta heroica interior, Madrid, Ediciones Yatay, 1999, p. 20.

MZF, p. 67.

Ibid., p. 101.

Ibid., pp. 36 y 50.

Ibid., p. 39.

Ibid., p. 149.

Ibid., p. 13.

López Parada, “El monstruo en la biblioteca…”, pp. 140 y 141.

MZF, p.146.

Ibid., p. 118.

Ibid., p. 142.

Ibid., p. 116.

Ibid., p. 55.

Ignacio malaxecheverría, “Sobre el bestiario”, en Bestiario medieval, Madrid, Siruela, 1996, pp. 228-229.

MZF, p. 131.

Ibid., p. 132.

Ibid., p. 128.

Ibid., p. 16.

Ibid., p. 34.

Ibid., p. 97.

Ibid., p. 42.

Ibid., pp. 98 y 99.

López Parada, “El monstruo en la biblioteca…”, p. 141.

Sylvia molloy, “Prólogo a El libro de los seres imaginarios”, en Las letras de Borges y otros ensayos, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1999, p. 238.

MZF, p. 8.

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