Ulises criollo (1935) de José Vasconcelos (1882-1959) constituye uno de los mejores documentos sobre la formación de un intelectual latinoamericano a finales del siglo xix y principios del xx. Parece insertarse en una de las principales corrientes del pensamiento continental: el arielismo, el contraste o conflicto de la cultura latinoamericana frente a la hegemonía anglosajona de Estados Unidos. Este trabajo empieza por tratar de definir a qué género pertenece Ulises criollo, y se centra en indagar qué producía unas veces su desprecio y otras veces su admiración hacia Estados Unidos. Para ello se examinará qué entendía Vasconcelos por “criollismo” e “hispanismo”, nociones sin las que no se puede entender su visión de Estados Unidos.
This paper examines Ulises criollo (1935), the autobiography of the Mexican writer José Vasconcelos, as one of the more suitable texts in order to understand the intellectual formation in Latin America during the late nineteenth and early twentieth century. It focuses on the discussion about the complex cultural relationship between Mexico and the United States, discussion that Vasconcelos assumed from his autobiographical approaches.
Politics, as a practice, whatever its professions, had always been the systematic organization of hatreds. Henry Adams1
Ulises criollo se publicó por primera vez en 1935 (México, editorial Botas), y ese mismo año logró cinco reimpresiones y un éxito sin precedentes, al menos en México, para un libro de no ficción. ¿Por qué razón? El nombre de José Vasconcelos se hallaba todavía latente en la opinión pública mexicana como el caso de un intelectual que, puesto a conquistar la presidencia de su país, había perdido las elecciones de 1929 por la maquinaria política—casi tiránica— de Plutarco Elias Calles. Vasconcelos había ganado protagonismo al argüir denuncias frente a un fraude electoral que lo expuso a varios atentados en su contra, a la persecución y asesinato de varios de sus seguidores y a su situación de exiliado político. De suerte que Ulises criollo, seis años después de aquellas confusas elecciones, parecía de alguna forma una reivindicación. Venía con cierta carga —era inevitable— mesiánica: se trataba del libro de un intelectual que por haber aspirado a la presidencia de su nación traía “implícito” un mensaje bienhechor, esperanzador sobre el futuro. Nunca se concibió —ni siquiera todavía— como las memorias meramente subjetivas o intimistas de quien está a punto de morir y dilucida moralmente sobre su vida, No. En Ulises criollo Vasconcelos se volcó a la interpretación social e histórica de su país: relató y se inmiscuyó —porque en algunos casos fue protagonista activo— en los pormenores del fin del porfirismo y en las vísperas del comienzo de la Revolución mexicana. “Inclasificables sin ser nunca ilegibles [al decir de Christopher Domínguez Michael] las memorias vasconcelianas reinan sobre la literatura en nuestra lengua como las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, reinaron sobre la Europa de la Revolución, el Imperio y la Restauración”.2 Y como Chateaubriand, visto muchas veces como reaccionario, Vasconcelos no se apoya en una teoría ideológica o en un determinado discurso político sino, en esencia, en la narración de su propia vida. Ulises criollo arranca desde su más temprana infancia a partir de sus primeros recuerdos en Oaxaca, pasando por sus entrañables años en la escuela de Eagle Pass, en Texas, sin olvidar su adolescencia “nómada” entre una y otra ciudad mexicana, hasta su aparente arraigo en la capital como abogado de compañías estadounidenses que lo llevarían por primera vez a Nueva York, desde donde conspiró para la caída del régimen porfirista. Termina su narración con el golpe militar de Victoriano Huerta.
No conviene ignorar la enorme influencia cultural de Estados Unidos en la formación intelectual de Vasconcelos, so pena de caer en contradicciones. Ulises criollo se asienta en una tradición muy estadounidense, la de una fascinación por las cuestiones de la individualidad, la identidad y la autobiografía. Si se ve bien, en la tradición puritana y cuáquera de Estados Unidos hubo una mayor necesidad de auto-justificación, de auto-representación o auto-examen de conciencia, porque desde Lutero y Calvino, desde la Reforma protestante, los fieles ya no tenían necesidad de recurrir a la intermediación de un sacerdote o religioso para acercarse a la lectura de la Biblia ni mucho menos a Dios. Y esa necesidad de justificarse en sí mismos llevó, por ejemplo, a que Benjamín Franklin o Abraham Lincoln dejaran autobiografías. La tradición cuáquera y puritana de la auto-presentación (self-presentation) se reforzó, además, con la corriente del trascen dentalismo, tal como se puede ver en los escritos de Henry David Thoreau, Walt Whitman, Emily Dickinson o Henry Adams. Y no se trata del modo de la autobiografía francesa que Rousseau inauguró en Emilio o de la educación (1762). Se trata, en palabras de Paul John Eakin, de un “Protestant-libertarian model of the self which is self-effacing, exemplary, and self-trascending as oposed to the Rousseuasque self, the I affirmed as a discrete presence, essentially private and unique”.3 No debería resultar extraño, pues, que uno de los modelos literarios de Vasconcelos para su Ulises criollo hubiera podido ser la autobiografía de Henry Adams (The education of Henry Adams, primera publicación, 1918), que en Estados Unidos inauguró y dio estatus literario al género autobiográfico.
Henry Adams, que también fue antisemita y quien también padeció el suicidio de una esposa, definió la política como una sistemática organización de los odios (“a systematic organization of hatreds”, frase que hemos usado como epígrafe para este trabajo). Y preguntémonos si no se podría ver esta misma organización sistemática en el desprecio (y a veces admiración) que sintió Vasconcelos hacia Estados Unidos, esto es, en parte de la política nacionalista mexicana. Para ello habría que admitir —apartándonos de la tradición crítica al respecto— que Vasconcelos, aun a pesar de sus múltiples libros, actuó menos como un literato (resignado a la abstracción y a la teoría) y más como un “político” (volcado a la acción y a la práctica de lo que escribía). Como no escribía poesía o cosas, para él, sentimentales, Vasconcelos afirmó en Ulises criollo que para entender la realidad, en la cual se asienta toda política, la poesía no sirve para nada. La “realidad sólo agradece a quien la trata con claro, preciso, definitivo desdén”.4 Y ese desdén es la primera cualidad que se necesita para dominar a los hombres, es decir, es la primera característica del político. De suerte que si aceptamos a Vasconcelos como un escritor-político (no en vano se motivó a escribir Ulises criollo tras perder las elecciones presidenciales), comprenderemos más su cercanía al género del ensayo, y también sus “odios”, esto es. veremos mejor la sistemática organización de su desprecio-admiración hacia Estados Unidos.
Antes, conviene revisar también a qué género y a qué tradición se ajusta Ulises criollo dentro de la historia intelectual hispanoamericana. Casi siempre se ha visto como una autobiografía. Pero al revisar cierta teoría sobre este género se advierte cierta imprecisión, es decir, cierta confusión o contaminación con otros géneros. El teórico John Sturrock sugiere incluso el parecido entre la autobiografía y el autorretrato (el pintor que se retrata a sí mismo), y encuentra mucho la presencia del ensayo por una necesidad explicativa, tanto más cuanto el autorretratado sabe de antemano —como en este caso Vasconcelos— que es conocido, identificable por su público. The autobiographer becomes an autobiographer because his name is already in the public domain: he has done or written something that ensures him a readership. Although he is in part known already, he may feel he is misleadingly or inadequately known, and write in order to correct that, to impose an image of himself whose authenticity no reader is in position to question.5
Ulises criollo pertenecería a lo que en inglés se cataloga como nonfiction prose. Al escribirlo la principal intención de Vasconcelos no fue la de narrar en el sentido ficcional (imaginativo, desinteresado, novelesco) sino interpretar, sentar una comprensión de su época y de su país a partir de su experiencia. Y así Ulises criollo, en cuanto está a caballo entre la autobiografía con aliento narrativo y la crítica social y política, cabalga sobre el género del ensayo que Alfonso Reyes llamó, precisamente, el “centauro de los géneros”.6 También se ha insistido en la posibilidad de que Ulises criollo, en virtud de que pertenece a un género mestizo, sea también una novela como quiere Sergio Pitol, “cuyo protagonista se llama José Vasconcelos”.7 Cierto tejido de episodios cómicos, trágicos, caricaturescos y hasta casi criminales en Ulises criollo, protagonizados por él mismo o sus contemporáneos, deja la sensación de una atmósfera novelesca. Sin duda. Pero, como señala José Joaquín Blanco, este “tejido novelesco es menos relevante que la alegoría de la nación que postula y explica [Vasconcelos]: un sistema de mitos y conflictos en los que él mismo se vio enredado, en cuyo marco actuó enérgicamente, como una malla que terminó por apresarlo”.8 En este orden de ideas, ¿no se inscribe Ulises criollo en la tradición del ensayo hispanoamericano que arranca con la Carta de Jamaica (1815) de Bolívar o con Facundo (1844) de Sarmiento, suerte también de autobiografías a su manera en que hombres públicos, como lo fueron ellos, reflexionaron sobre sus naciones a partir de sus experiencias personales? Liliana Weinberg también parece sugerirlo. Una de las notas más recurrentes y trágicas de la reflexión latinoamericana —piénsese en la infinita serie de cuyos más notables representantes son Simón Rodríguez, Bolívar, Bello, Martí, González, Prada o Mariátegui— es la toma de conciencia de la escasa vertebración de un espacio público para la reflexión y para el quehacer, carencia que implica la base de sustentación para la propia acción del intelectual.9
Ulises criollo cabalga, pues, en el centauro del ensayo hispanoamericano, si admitimos la definición que sobre este género en particular trazó Rafael Gutiérrez Girardot. El ensayo hispanoamericano o su protoforma no surgió, como el de Montaigne y Bacon, para un público cortesano, para una élite dirigente, sino contra el equivalente colonial y, más tarde, engañosamente republicano, de esa élite, contra los antecedentes en el siglo xix de lo que se ha llamado “neocolonialismo”, más exactamente: “intracolonialismo”. Las suscitaciones españolas del ensayo hispanoamericano son crítica social y política, orientación y asimilación de la cultura europea. No reflexión moral y dilucidación de la subjetividad, como en Montaigne y en Bacon, sino interpretación social-histórica de las nuevas Repúblicas independientes y prolegómenos a un programa de acción.10
Esta definición se ajusta muy bien a Ulises criollo. Parafraseando a Gutiérrez Girardot, Vaconcelos concibió buena parte de su autobiografía como una crítica a la élite “neocolonialista” o “intracolonialista” de México, sí, en relación con Estados Unidos,
Del antinorteamericanismo al hispanismoAl precisar el origen del término hispanismo, el historiador inglés Fredrick Pike estableció que éste empezó a usarse a partir de 1898 cuando se dio la independencia de Cuba o, en otras palabras, la pérdida para España de su última colonia americana. Más allá de prejuicios colonialistas contra España por parte de los más liberales, o de simpatías clasistas o de casta por parte de los más conservadores, apareció como una necesidad histórica del entendimiento intelectual, “Spaniards could not fully understand themselves unless they studied Spanish American and Spanish Americans could learn much about themselves by studying Spain”.11 Lo cierto es que no deja de causar extrañeza que el desastre de España de 1898, cuando perdió Cuba, “joya de la corona”, causara solidaridad entre los hispanoamericanos. ¿No era, pues, la “independencia” de España la esencia de las nuevas Repúblicas? Sí, pero como la independencia de Cuba terminó por ser una maniobra del imperialismo de Estados Unidos, varios hispanoamericanos sintieron amenazada su identidad histórica. No se trataba de la retórica patriotera que por un lado atizaba el mito nacional en haber expulsado al imperio español y, por el otro, llamaba a España la madre patria en elogios vacuos. No. La amenaza fue más profunda, removió los ánimos y suscitó grandes reflexiones. El desastre español de 1898 afectó también la conciencia de Hispanoamérica.12 Y, según Gutiérrez Girardot, estimuló al uruguayo José Enrique Rodó a escribir su libro —hoy clásico—Ariel (1900). En carta a su amigo Víctor Pérez Petit, Rodó así lo confesó: Esta ruda contienda arrojó nuestros ánimos en la mayor de las tribulaciones. Queríamos y anhelábamos la libertad de Cuba, último pueblo de América que permanecía sujeto al yugo de España, no obstante sus viriles luchas por la independencia y por la actuación gloriosa de los Martí y los Maceo. Pero deseábamos, al par, que esa libertad fuera conquistada, como había conquistado la de toda Sudamérica, por los hijos de la nación sojuzgada y, a lo sumo, por el concurso de pueblos hermanos […] ¿Qué tenía que ver esa nación extraña [Estados Unidos] en la conciencia de los pueblos de otra raza? ¿Qué tenía que inmiscuirse en algo que para nosotros era un asunto de familia?13
Rodó, en Ariel, formuló una suerte de utopía: una esperanza de que el mundo hispano guardaba la esencia de la civilización grecolatina y que no estaba de suyo, sino por circunstancias históricas, rezagado de los avances de la civilización moderna. El ensayista uruguayo se apoyaba en una de las últimas obras dramáticas de Shakespeare, La tempestad, a modo de aludir a la pérdida de Cuba. Y concibió a Hispanoamérica como una suerte de Ariel, representante del poder etéreo, frente a Calibán, fuerza bruta o inercia terrena. Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, —el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida.14
Lo que José Enrique Rodó teorizó en Ariel, Vasconcelos, de niño en la escuela de Eagle Pass, pareció vivirlo en carne propia. Los mexicanos del curso no éramos muchos, pero sí resueltos. La independencia de Texas y la guerra del cuarenta y siete dividían la clase en campos rivales […] cuando se afirmaba en clase que cien yankees podían hacer correr a mil mexicanos, yo me levantaba a decir. —Eso no es cierto. Y peor me irritaba si al hablar de las costumbres de los mexicanos junto con las de los esquimales, algún alumno decía: “Mexicans are semi-civilized people”. En mi hogar se afirmaba, al contrario, que los yankees eran recién venidos a la cultura. Me levantaba, pues, a repetir: “Tuvimos imprenta antes que vosotros”. Intervenía la maestra aplacándonos y diciendo: “But look at Joe, he is a mexican, isn’t he civilized?, isn’t he a gentleman?”. Por el momento, la observación justiciera restablecía la cordialidad. Pero era sólo hasta nueva orden, hasta la próxima lección en que volviéramos a leer en el propio texto frases y juicios que me hacían pedir la palabra para rebatir. Se encendían de nuevo las pasiones. Nos hacíamos señas de reto para la hora de recreo. Al principio me bastaba con estar atento en clase para la defensa verbal. Los otros mexicanos me estimulaban, me apoyaban: durante el asueto se enfrentaban a mis contradictores, se cambiaban puñetazos, Pero la repugnancia fue creciendo y llegó a personalizarse. Un rubio sanguíneo, agresivo, gringo acabado, la tomó directamente conmigo. La consabida discusión sobre el valor de los mexicanos concluyó con un “Eso lo veremos a la salida”. […] la ira me hacía olvidar las heridas; no sentía el dolor, aunque me desangraba: por fin, vino el maestro a separarnos. Y como no hubo “shake hands” quedó pendiente el encuentro.15
En esta pelea “escuelera”, asociemos, ¿se asumía Vasconcelos a sí mismo como un Ariel, mientras a Jim, el gringo sanguíneo, lo consideraba como un Calibán? ¿No es, viéndolo bien, un determinismo demasiado facilista? En realidad, lo que Rodó propuso en Ariel no se trata de un manifiesto anti-Estados Unidos. Enrique Anderson Imbert observó que Rodó no intentó concebir en la disputa de los personajes shakesperianos, Ariel versus Calibán, a la América hispana versus la América sajona, o al espíritu versus la técnica.16 No. Eso sería una confesión de conformismo, con el que tampoco estaría de acuerdo Vasconcelos, Anderson Imbert precisó que el mensaje iba más allá de esa dualidad maniquea. El tema de Estados Unidos es sólo un accidente, una ilustración de una tesis sobre el espíritu. Tan distante de la intención de Rodó ha sido oponer las dos Américas y lanzar un manifiesto de tipo político, que Ariel, no fue una obra antiimperialista. Sólo alude al imperialismo moral no tanto ejercido por Estados Unidos como creado por su imitación en la América española. Se le criticó precisamente haber descuidado el problema del imperialismo económico. Pero Rodó no se propuso ese problema. Estados Unidos es un ejemplo, no el tema de su ensayo. Lo que él quería era oponer el espíritu a la concupiscencia.17
Y Vasconcelos sí que rescató esta tesis intrínseca de Rodó, la de oponer el espíritu versus el materialismo, al rechazar la tendencia de los positivistas mexicanos de hacer dinero a como diera lugar en una vulgar imitación de Estados Unidos. También al renegar de participar en varios proyectos ambiciosos de sus jefes neoyorquinos. Uno de ellos, el banquero Beckins, le increpó “Lástima que usted se aferre a su temperamento de dreamer. Si usted quisiera entregarse de verdad a los negocios prosperaríamos más allá de lo que usted imagina”.18 Ante lo cual Vasconcelos se preguntó si no radicaba allí, en la ambición, el éxito de Estados Unidos. También se formuló la pregunta cuando se cruzó con otro negociante estadounidense, Warner, que se sentía heredero de los conquistadores españoles. No era Warner el tipo de capataz. Emulaba más bien el caso del aventurero moderno, negociante y promotor, suerte de Peer Gynt ambicioso, no sólo de oro, sino de poder y de fama. Saltando sobre los frenos de la tradición democrática igualatoria, los yankees se volvían a sentir vikingos rapaces apenas trasponían nuestras fronteras. Toda nuestra literatura revolucionaria se ensañó contra el tipo de negociante intervencionista que aprovechaba la crisis moral de un pueblo para medrar y oprimir sin compasión. Por desgracia, hasta ahora no hemos logrado otra cosa que promover a estos traficantes con el socio que necesitaban: el político, general de una revolución, que les asegurara la impunidad.19
Sin embargo, aunque admitía que gran parte del imperialismo estadounidense recaía sobre la propia debilidad latinoamericana, Vasconcelos a menudo interpretó de una forma facilista la tesis de Rodó, la de pensar que el verdadero heredero de Occidente, de Grecia, Roma y el catolicismo, era Iberoamérica, no Estados Unidos.20 Era, ademas, una tesis que cundía en la época y que Vasconcelos heredaba de prejuicios familiares desde cuando residían en la frontera a finales del siglo xix. El prejuicio patriótico cegaba a su padre: si admitía que los norteamericanos habían traído los ferrocarriles, “eso no quita que sean unos bárbaros […]. Nos han ganado porque son muchos”.21 La idea de que los estadounidenses eran bárbaros tenía mucho de anacrónica. Venía de los tiempos del Imperio romano, cuya frontera norte solía llegar hasta el río Rin, es decir, hasta los países del norte de Europa que muchos siglos después constituyeron el primer impulso migratorio en Norteamérica. Hasta Rubén Darío cayó en aquel anacronismo cuando en su “Oda a Roosevelt” (1905) se expresaba así de los norteamericanos: “[…] hombres de ojos sajones y alma bárbara [.. .]”.22 O cuando auguraba la invasión de los nazis a París: “¡Los bárbaros, Cara Lutecia!”.23 Vasconcelos insistió incisivamente cómo en la frontera, antes de que Texas se urbanizara, la cultura era cosa de latinos. Todo lo nórdico seducía a nuestras gentes, pero todavía no alcanzaba el efecto actual de fascinación. El refinamiento de las costumbres, el esmero de los cultivos, la uva y el vino eran privilegio mexicano. El vino dulce de El Paso era justamente afamado. Las serenatas con banda militar se llenaban de visitantes anglosajones, deseosos de aprender a vivir con abandono gozoso y sencillo. Los cowboys semibárbaros, que empezaban a urbanizar Texas, todavía no construían bibliotecas y clubes; la cultura era entonces cosa de latinos.24
Vasconcelos nunca dejó de lado tales anacronismos, a pesar de que estuvo a punto de quedarse estudiando filosofía en la Universidad de Texas en Austin, Lo dominó siempre el patriotismo y el prejuicio inculcado por sus padres. “En la frontera se nos había acentuado el prejuicio y el sentido de la raza; por combatida y amenazada, por débil y vencida, yo me debía a ella. En suma: dejé pasar la oportunidad de convertirme en filósofo yankee. ¿Un Santayana de México y Texas?”.25 Y en esta confesión, de si pudo haber sido un filósofo de origen hispánico escribiendo en inglés, Vasconcelos dejó ver su nostalgia por adquirir una disciplina más sistemática. Se quejó de cómo, si todos los positivistas mexicanos imitaban a Estados Unidos, ninguno imitaba su disciplina. Todos se creían muy yankees antes al despreciar la enseñanza del latín, cuando en todos los colegios de segunda enseñanza, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, el latín se impartía hasta por cuatro años. “Se daba, pues, el caso de que un país latino suprimía de sus programas de enseñanza el latín, en tanto que el vecino sajón multiplicaba universidades y colegios en que el latín es obligatorio”.26 Vasconcelos pedía, al mismo tiempo que una reafirmación en el criollismo, una buena asimilación de lo angloamericano. Y por aquí de nuevo incurría en otra contradicción cuando, puesto a fijar su primer viaje a Nueva York, no tenía sino palabras de admiración. Entrábamos de verdad, en aquellos tiempos, y por puerta franca, a the land of the free, prototipo de nuestros sueños de demócratas […]. Llegaba entonces el tren sólo a New Jersey. Cruzamos el río en el ferry. Serían las once, y una iluminación feérica dibujaba el contorno de las más altas casas de Manhattan a la orilla del Hudson. La línea de los muelles se prolongaba interminable de mástiles y chimeneas de barcos pegadas a los espigones. Cuando se mira toma apariencia colosal. Entrábamos en ocasión ordinaria y, sin embargo, el derroche de luces creaba una impresión de fiesta. No nos hubiera sorprendido que de pronto se apagasen las luces como cuando concluyen los fuegos artificiales, Pero arden así todas las noches. Llegábamos a la ciudad que ha vencido la sombra y donde hay gentes que se mueven a todas las horas del tiempo.27
Pero también esta visión de Nueva York habla de la humildad de Vasconcelos. Frente a las altas torres de Manhattan no tiene otra opción sino alzar la vista y empequeñecerse. Destronar por un momento su arrogancia y su insaciabilidad, y ponerse de nuevo los ojos de un niño.
El hispanismo criollo de vasconcelosPara entender la visión de Vasconcelos sobre Estados Unidos se requiere entender también su criollismo y su hispanismo. Ambos conceptos parecen tomar caminos distintos pero desembocan en el mismo mar. Conviene definir cada uno en el sentido en que pudo haberlos entendido Vasconcelos.
Su criollismoVasconcelos trató de explicarlo en la ‘Advertencia”, breve prólogo con el que comienza Ulises criollo Por su parte, el calificativo Criollo lo elegí como símbolo del ideal vencido en nuestra patria desde los días de Poinsett cuando traicionamos a Alamán. Mi caso es el de un segundo Alamán hecho a un lado, para complacer a un Monroe. El criollismo, o sea la cultura de tipo hispánico, en el fervor de una pelea desigual contra un indigenismo falsificado y un sajonismo que se disfraza con el colorete de la civilización más deficiente que conoce la historia; tales son los elementos que han librado combate en el alma de este Ulises criollo, lo mismo que en la de cada uno de sus compatriotas.28
Vasconcelos parte de un episodio de la temprana historia republicana de México cuando en 1825 el entonces ministro de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán, se opuso al embajador de Estados Unidos, Joel Robert Poinsett, de venderle el territorio de Texas y aceptar tratados de libre comercio. El ministro Alamán ya había advertido cómo la doctrina Monroe, ‘América para los americanos”, a fuerza de privilegiar el monopolio estadounidense, aislaría a México de Europa y de sus vecinos latinoamericanos. Como no obtuvo el apoyo del presidente Guadalupe Victoria (José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix). Alamán renunció al ministerio pero se mantuvo firme en su propuesta de una liga de naciones hispanoamericanas. Si se hubiera seguido el plan de Alamán, según explicó Vasconcelos en otro texto, “nos hubiera restituido las ventajas del imperio español sin sus inconvenientes, dándonos una posición única en el mundo”.29 La crítica de Vasconcelos a Estados Unidos no se ejerce contra su esencia intrínseca sino contra la imagen mal asimilada —mal copiada— por parte de la oligarquía mexicana neocolonialista.
El criollismo no sólo se cifró en una oposición a Estados Unidos; se cifró también en una oposición al centralismo, esto es, al monopolio que ejercía en México su capital principal. De ahí que Vasconcelos basara su criollismo reivindicando el campo, la provincia, donde no eran tan perceptibles las influencias cosmopolitas por la homogeneidad de la sociedad. Nació en Oaxaca y vivió de niño en varias ciudades de los estados mexicanos: en Piedras Negras, Coahuila; en Villahermosa, Tabasco; en Toluca, Estado de México. Que el criollismo se reafirmara en la provincia se explica por la significación casi sentimental que entrañaba el campo. Del campo provenía la riqueza que aseguraba la supervivencia de la capital. De suerte que el criollismo de Vasconcelos concuerda bastante bien con la definición que del término trazó el historiador argentino José Luis Romero. En el origen, Latinoamérica había sido un mundo de ciudades. Pero el campo emergió de pronto y anegó esas islas. El campo era el hogar más entrañable de la sociedad criolla y fue el foco del criollismo: una imprecisa filosofía de la vida que hundía sus raíces en una ya secular experiencia cotidiana y que por eso tenía más fuerza emocional que doctrinaria. Era una ideología espontánea, cuyos términos comenzaron a hacerse precisos cuando se enfrentó con la ideología de las ciudades y se desplegó afirmando una manera de vivir y un reducido conjunto de ideas y de normas acuñadas en la experiencia. Como ideología espontánea, el criollismo amalgamó una forma de vida y una forma de mentalidad, sin discriminar esta última con demasiada claridad. […] Campo y ciudad, vida rural y vida urbana, expresan lo polos que puso de manifiesto la irrupción de la sociedad criolla dentro del marco todavía vigente del mundo colonial. Triunfaría la ciudad, pero al precio de cambios profundos en la fisonomía de la sociedad urbana, que debió conjugar las fuerzas de las antiguas burguesías dentro de los nuevos patriciados.30
¿No tiene el criollismo de Vasconcelos una fuerza más emocional que doctrinaria? Lejos de cifrarse en unasimple oposición a Estados Unidos, hay que pensar que su criollismo se nutrió bastante del federalismo estadounidense, del deseo de progreso constante, donde el dinero y el poder no se estancaban en una ciudad capital sino que fluían con la idea de la expansión constante —the last frontier: el último estado anexado, Alaska o la conquista del espacio exterior-Al recordar sus años en Eagle Pass, en la frontera con Piedras Negras, Vasconcelos se solazaba en aquel modo de vida vaquero. “En aquel ambiente de wild west y de cowboys anteriores a la fase del cine, hacerse duros era la consigna, y provocaba emulación”.31 Y exaltaba tal forma de vida frente a la de los “señoritos” de la capital, pues cuando veía llegar a su escuela texana algunos condiscípulos del interior de México, de la capital, notaba cómo ellos, excusándose en la decencia, no sabían defenderse de las agresiones y carecían de las agallas suficientes para responder a insultos y agresiones. “Me evaneció entonces sentirme duro, curtido de soles y nieves, puñetazos, descalabraduras, sustos y victorias [no como] los decentitos de la capital. Pues yo era un bárbaro contento”.32 ¿Detrás de su definición de bárbaro contento no hay esa ideología espontánea de la que habla José Luis Romero al definir el criollismo?
Claro: el criollismo de Vasconcelos se entiende mejor cuando se enfrenta con la ideología de cada capital latinoamericana (Ciudad de México, Bogotá. Lima, Buenos Aires, Santiago) arropadas bajo la formalidad, sin la afirmación suficiente en la experiencia y en la realidad empírica. Vasconcelos alababa el criollismo como una ideología espontánea, pero también advertía que en su caso no lograba sistematizarse ni clarificarse. El problema lo encontraba en el centralismo que acendraba en la capital de la República todo el jugo de la cultura, sin inyectarlo a las provincias. La diferencia de vivir en la provincia estadounidense (Texas) y en la mexicana (Coahuila, Tabasco, Oaxaca) estaba en el deficiente sistema educativo de esta última. Incluso cuando pasó a estudiar en una escuela en Toluca, tan cerca de la capital, quedó asombrado cuando la comparó con su “escuelita” pueblerina de Eagle Pass. Allí había un sentido de la disciplina y de la calidad que no se tenía en una escuela tradicional de México. “¿Sería posible que una escuela de aldea norteamericana fuera mejor que la anexa a un Instituto ufano de haber prohijado a Ignacio Ramírez, a Ignacio Altamirano?”.33 Mientras en aquel instituto de Toluca todo se confiaba a la memorización de textos. y el maestro, “un semi-indio, desaliñado y malhumorado, se ocupaba de hacernos sentir su superioridad”,34 en la escuelita texana Vasconcelos ya había aprendido “libertad de imaginación y disciplina para estimar resultados, precisión y aseo en la faena”.35 Y así, aunque crea cifrarlo en una vindicación exclusivamente hispánica, el criollismo de Vasconcelos también está nutrido de lo angloamericano, de ese federalismo inteligente. Y por aquí aparecen sus grandes contradicciones. En vista de la “superioridad” del sistema educativo norteamericano, ¿por qué insistió en el criollismo hispánico?
Esta contradicción se resuelve si se comprende que a finales del siglo xix el criollismo se vio marginado por las pretensiones de las oligarquías capitalinas, Éstas buscaban afrancesarse y más tarde americanizarse, y veían el legado hispánico, criollo, como un defecto, como un obstáculo para el auténtico progreso, En Civilización y barbarie. Vida y obra de Juan Facundo Quiroga (1845), el político argentino Domingo Faustino Sarmiento se preguntó qué retrasaba tanto al continente hispano para estar a la altura de Europa o Estados Unidos. Y dijo que ese atraso se enquistaba en el criollismo mal entendido que admitía las tiranías y renegaba de los métodos democráticos por cuanto los consideraba “impostaciones” de la Revolución francesa, de la Independencia de las trece colonias británicas, y no como algo criollo, propio de la tierra. Y esta dualidad criolla entre civilización y barbarie, Vasconcelos la planteó en el caso mexicano entre Quetzalcóatl (dios civilizador) y Huitzilopochtli (dios sanguinario), entre el proyecto liberal de Francisco I. Madero y la tiranía (¿revolucionaria?) de Plutarco Elias Calles. Y admiró las intenciones civilizadoras de Sarmiento, porque además “tuvo ocasión de ponerlas en práctica, con toda la suma del poder de que dispone, entre nosotros, un presidente”.36 Sólo que Sarmiento contribuyó a ensalzar las pretensiones clasistas de la capital. Trasplantó a Buenos Aires la cultura europea dominante (la francesa y la inglesa) en oposición a la rancia tradición española, cuya herencia veía en la figura de los caudillos pampeanos como Rosas que, para él, representaban el mal que había que expulsar a fin de conseguir la auténtica civilización. El proyecto político de Sarmiento europeizó a Buenos Aires: borró sus plazas coloniales y asimiló el diseño de Londres o de París como antítesis de la estrechez del Madrid viejo de los Austrias. Pero la admiración de Sarmiento por la Europa protestante y por Estados Unidos terminó por ser, según Gutiérrez Girardot, “abstracta y por lo tanto no podía percibir lo que el admirado modelo significaba”.37 Buenos Aires llegó a ser la capital de un imperio que nunca existió. Y detrás de ese cosmopolitismo ponderado por Sarmiento había, como también puede verse en Vasconcelos, una nostalgia por el provincianismo.38
Ahora bien, si los oligarcas argentinos hicieron todo lo posible por imitar a París, los aristócratas mexicanos lograron algo aun más pretencioso: convencer a la propia realeza europea, a Napoleón III, para que Maximiliano y Carlota se trasladaran a México y establecieran un imperio entre 1864 y 1867. Maximiliano y Carlota ocuparon los sitios y los símbolos de los emperadores aztecas y de los virreyes españoles. Construyeron el Paseo de la Reforma como una suerte de Champs Élysées. Y esta invasión francesa, contada muy bien por Fernando del Paso en Noticias del imperio (1987), mereció simpatía en el juicio histórico de Vasconcelos por cuanto se oponía al imperialismo de Estados Unidos. Pero él mismo admitía que los oligarcas mexicanos, arrogantes de que su capital fuera un pequeño París, sólo copiaban los vicios. “¡Ni quien recordase al París de la disciplina científica y el genio literario, mucho menos al París de las libertades públicas!”.39 Y a pesar de que su abuelo materno acompañó a Benito Juárez en su destierro en Nueva Orleáns,40 Vasconcelos renegó de las reformas liberales de Juárez y del excesivo culto a su figura, pues “la verdad era que de libertades no habíamos sabido nunca y nuestra independencia dependía de las indicaciones de Washington desde que Juárez abrazó el monroísmo para matar a Maximiliano”.41 Incluso su crítica al nacionalismo mexicano se extendía más atrás. “Un patriotismo desviado proclamaba como victoria inaudita nuestra emancipación de España; pero era evidente que se consumó por desintegración, no por creación”.42 De suerte que su combinación de criollismo e hispanismo implicaba, pues, una crítica contra la falsa asimilación de la Modernidad que había viciado la concepción nacionalista de México al grado, según él, de ponderar un vago indigenismo por encima de la herencia europea. Y de ahí que Vasconcelos se opusiera a esta tendencia en Ulises criollo cuando rememora un libro de texto de su escuela primaria de Texas en el que se exaltaba al azteca en detrimento del conquistador español. Y era singular que aquellos norteamericanos, tan celosos del privilegio de su casta blanca, tratándose de México siempre simpatizaban con los indios, nunca con los españoles. La tesis del español bárbaro y el indio noble no sólo se daba en las escuelas de México; también en las yankees. No sospechaba, por supuesto, entonces, que nuestros propios textos no eran otra cosa que una paráfrasis de los textos yankees y un instrumento de penetración de la nueva influencia.43
Vasconcelos se dio cuenta cómo el rechazo del hispanismo en nombre de un vago indigenismo acusaba inmadurez política al dar otra interpretación a algunos sucesos de la historia; y, además, de la intención perversa y reduccionista de querer “disminuir la huella de la cultura europea en el continente”.44 Y hasta desdeñó los estudios antropológicos o arqueológicos si pretendían exaltar el indigenismo por encima de la cultura europea. Acaso podría firmar las palabras del crítico colombiano Gutiérrez Girardot: “el indigenismo es un racismo al revés y depende del racismo europeo, al cual replica y al mismo tiempo llena de satisfacción”.45 Porque en la crítica de Vasconcelos al indigenismo había, ante todo, una protesta contra la visión determinista de europeos y norteamericanos, Tenía cierta razón. A mediados del siglo xix intelectuales estadounidenses como Washington Irving, Henry Wadsworth Longfellow y William H. Prescott se preguntaron por qué, mientras España perdía todas sus posesiones de ultramar, Inglaterra se expandía en Oriente al tiempo que Estados Unidos anexaba, compraba o simplemente ocupaba lo que antes era el norte de México: Texas, Arizona y California (por no mencionar la compra a Rusia del territorio de Alaska o el apoderamiento de las islas Hawai en el Pacífico). Varios de esos intelectuales contestaron que el elemento hispánico e indígena había impedido ese progreso, El historiador Prescott, por ejemplo, fue tajante al afirmar que todas las características negativas adjudicadas a España —toda su leyenda negra— se habían trasplantado al otro lado del Atlántico, y, según Iván Jacsic, “no vaciló en referirse a los mexicanos como una raza degradada, y manifestó una fuerte preocupación por la posibilidad de anexión del país luego de la guerra [la civil o de secesión], lo que veía como un lastre para los Estados Unidos”.46 Y en adelante, evidentemente, Estados Unidos representó una antítesis del hispanismo: otra lengua, otro tiempo histórico. A juzgar por la historia del imperio vecino para afirmar a la nueva nación, insistía Vasconcelos, no era necesario renegar del pasado colonial, porque la lengua española inevitablemente ya era la lengua oficial de México. Tampoco convenía insistir en que México había recobrado la Independencia, porque la nación no existía antes de la llegada de los españoles, La nación como tal, según Vasconcelos, se afirmaba y sobrevivía gracias al criollismo, a la tradición hispana asimilada en el nuevo continente.
Su hispanismoAdmirador de la educación pragmática de Estados Unidos, ¿por qué siguió valorando Vasconcelos lo hispánico si entrañaba casi lo opuesto? Precisamente porque había notado que el éxito de Estados Unidos no consistía en negar su pasado colonial, sino en asimilarlo a su nuevo carácter nacional. En la pequeña escuela de Texas había notado el grado de asimilación de la Reforma protestante: libertad de cultos, iglesia pluralista, inclinación al autogobierno y a la sociedad política de la democracia. Lo curioso es que tales cosas producían a sus padres resquemor, rechazo. “Nuestra escuela de Eagle Pass era sinceramente democrática y trataba la religión con simpatía respetuosa. Discípulos y maestros acudían el domingo cada cual a su iglesia. Pero mi madre temía esa especie de saturación de ambiente que crea cada doctrina, y me acorazaba contra el peligro de lo protestante”.47 Su madre, claro, era mexicana, católica y de origen hispánico. Y no quería renunciar tan fácilmente a esas tradiciones. Vasconcelos intentó conciliar —asimilar— la educación del hogar y la de la escuela texana. Observó que la cultura estadounidense también era liberada de un imperio, pero nunca había perdido vínculos con éste en la literatura ni en las humanidades a la hora de crear su identidad nacional. “Lo que en materia de español nos llegaba por el pueblo creaba un contraste doloroso con el Shakespeare y los clásicos siempre vivos en la literatura de nuestros vecinos”.48 México, pues, no podía renegar de su legado cultural, de lo hispánico, si pretendía formular una auténtica cultura nacional. Su reivindicación no era gratuita; estaba llena de críticas, en especial, contra la tesis de cierto liberalismo español que abrazaba la filosofía poskantiana del alemán Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832); la abrazaba porque ese liberalismo, al apoyarse en cierto catolicismo, resultaba más admisible al caso español, pues en filosofía de la historia Hegel lo había excluido del porvenir de la civilización occidental, precisamente, por no descender de la Europa protestante y puritana. El anhelo de solidaridad con la nación de nuestro origen era para nosotros imperativo biológico social, aunque para otros haya sido recurso oratorio o pretexto de rápidos provechos. Hubiéramos querido ajustar al de España nuestro camino. De ahí la desilusión con que nos enterábamos en las páginas finales de las historias alemanas de la filosofía, de que la España grande del Primer Imperio mundial estaba metida en la mediocre maraña burguesa del krausismo. […] La tesis krausista peninsular nos resultaba no sólo mediocre, también inmoral, en el sentido clásico de falta de fuerza y decisión ante la responsabilidad.49
El rechazo del krausismo era, en Vasconcelos, otra forma de rechazo al positivismo mexicano. Los krausistas españoles obraban en cierta manera un papel parecido al de los “cientificistas cortesanos” de Porfirio Díaz: en pro del “progreso” renegaban de las virtudes nacionales, de la herencia lingüística y de la tradición humanística. Y así como los ateneístas se rebelaron contra el positivismo campante (¿rampante?) de Porfirio Díaz, en España lo hizo Marcelino Menéndez Pelayo contra los liberales krausistas. De ahí la admiración de Vasconcelos por Menéndez Pelayo. Sólo que no admiró su vertiente filológica (Vasconcelos, como veremos, también desdeñaba la filología) sino su vertiente de historiador religioso, es decir, su ensayo Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882). Por lo menos, Menéndez Pelayo tenía sentido de casta y rehabilitaba las bases africanas de la cultura patria en vez de buscarle fingidas alianzas entre los vikingos de Noruega o los bardos del Rin. Nosotros estábamos también de vuelta en aquello de adorar el fetiche extranjero. […] Por lo demás, y en lo personal, debo a Menéndez Pelayo el servicio de haberme ayudado a lograr mi propia definición, Al dejar el catolicismo no lo había reemplazado. Toda la inmersión en el positivismo no logró hacerme ateo. Cuando fui spenceriano, agnosticismo para mí quería decir teísmo impersonal y una especie de Dios fuerza, pero consciente infinitamente. Y sólo al meditar las páginas de los Heterodoxos reconocí mi filiación. Yo no era un incrédulo, sino un hereje. Todas las religiones me parecen un aspecto de la verdad, aun siendo, fundamentalmente, cristiano y creyente. De la Iglesia me apartaban cuestiones accesorias. De suerte que la Inquisición me hubiera quemado, no por impío, sino por disidente. Por lo mismo mis antecedentes espirituales debía buscarlos entre los de Miguel de Molinos y no en William James, como equivocadamente veía hacerlo a no pocos de mis contemporáneos, Don Marcelino, pues, me reincorporó a mi especie mental, librándome de toda esa corriente de savias híbridas que ha producido en nuestras universidades hispanoamericanas simios pragmatistas, behavioristas o fenomenólogos a lo germano. Mis propios yerros, por lo menos, son hispanos.50
Que Vasconcelos desdeñara la filología se entiende cuando se observa que su hispanismo no siguió el camino del de Pedro Henríquez Ureña o Alfonso Reyes, sus compañeros del Ateneo de la Juventud. En Ulises criollo no precisa que sean exactamente ellos, pero se refiere a que sus colegas (los ateneístas) “se dejaban llevar por la afición erudita [por] el contagio de los estudios detallistas y formales, gongorismos y prosa de filólogos que tropiezan con la sintaxis”.51 Y que él tenía la conciencia tranquila de no caer en esa “nueva religión del saber por el saber, más necia que la misma religión que en aquel instante superábamos”.52 Pero, ¿superó Vasconcelos realmente lo religioso? Me atrevería a decir, incluso, que ni siquiera pudo alejarse lo suficiente del krausismo y del positivismo. Si Vasconcelos elaboró un pensamiento filosófico, a juzgar por lo que se lee en Ulises criollo, en una educación y en un modo de vida fundados en la experiencia secular, en el criollismo, se precipitó con frecuencia en un nuevo dogma. Sustituyó una fe por otra. Y en su desdén por la filología, su obra no se robusteció en la revisión de la literatura del Siglo de Oro español, ni en la revaloración o traducción de los clásicos latinos o griegos; ni siquiera ejerció en rigor la crítica literaria, el comentario de textos, como formación espiritual o creadora. Se le hacía algo impráctico. “Para soñar basta con la poesía; y no hay nada más triste que rebajar el sueño al nivel de una realidad que sólo agradece a quien la trata con claro, preciso, definitivo desdén”.53 Pero este rechazo de Vasconcelos por la poesía y los estudios literarios es tema para otro trabajo.54 En todo caso su idea del hispanismo, así, sin filología, permite comprender mejor lo que asimiló del arielismo, es decir, su idea contradictoria de Estados Unidos.
Conclusiones: “próspero” vasconcelosSin la disciplina personal ni el pragmatismo, inculcado por la pequeña escuela texana, Vasconcelos no hubiera logrado todo lo que se propuso desde joven. El peligro de la dispersión y la pereza latinoamericana ya lo había advertido Pedro Henríquez Ureña (su colega en el Ateneo y su principal asesor en las reformas universitarias) cuando en 1926 sentenció que el enemigo principal de nuestro continente es “la dispersión y la falta de esfuerzo; la pereza y la incultura, o la vida en perpetuo disturbio y mudanza, llena de preocupaciones ajenas a la obra”.55 Vasconcelos se vio inmerso en esa inestabilidad. Durante sus años de estudiante de Derecho cuenta cómo pasó muchas veces de la exaltación por ciertas lecturas filosóficas a la apatía por la falta de estímulos sociales; de la abnegación por la muerte de su madre al goce con ciertas muchachas non sanctas.56 O de cierto desdén por la política y hasta indiferencia por el régimen de Porfirio Díaz a enrolarse en la conspiración de Madero contra el régimen, una vez que se fue a trabajar a Nueva York. Y aunque su principal anhelo fue el de hacerse filósofo, no se encerró en ninguna torre de marfil mientras escalaba en el reconocimiento intelectual, sino que aceptó cualquier tipo de empleo como jurista o abogado, perdiendo muchas horas de estudio. Mi buen sentido práctico ya desde entonces me anticipaba la frase que después conocí en Nueva York: The only bad job is no job… Ni un instante pensé en renunciar y, al contrario, me cuidaba bien de complacer aumentando siempre un poco más sobre la faena rigurosa de cada día. Necesitaba vencer la indigencia: ganarse la vida ¿no era la primera obligación del filósofo? Ya después habría tiempo para escribir mazos, torrentes de ideas. Delante de mí se alzaba, emuladora, la imagen de Espinosa, vidriero óptico, rebelde, solitario y proscrito, formulando a la postre, y a pesar de todos los yugos, el mejor libro de su tiempo.57
Con todo, si bien no hay falta de esfuerzo ni mucho menos pereza e incultura, sí que encontramos en Vasconcelos, a juzgar por Ulises criollo, una vida en perpetuo disturbio y mudanza. ¿No afectaron a su obra literaria tantas preocupaciones ajenas? Vasconcelos desliza constantes comentarios a propósito de su íntimo deseo de convertirse en filósofo. Logró escribir casi diez libros de tema filosófico, desde sus primeros escarceos como Pitágoras: una teoría del ritmo (1921), pasando por una voluminosa Historia del pensamiento filosófico (1937), unaLógica orgánica (1935), unManual de filosofía (1950) hasta un tratado de Rlosofía estética (1952) y otro de Todología: filosofía de la coordinación (1952). En ninguno de estos libros, conviene decirlo, formuló una filosofía propiamente suya.58 No hay nada gratuito en que su libro más difundido en Hispanoamérica sea La raza cósmica: misión de la raza iberoamericana (1948), Por lo demás, en Ulises criollo, según Jorge Cuesta, “la filosofía de Vasconcelos encuentra su genuina, su auténtica expresión”.59 Pero sus interpretaciones más celebradas no son las filosóficas sino las socioculturales en torno al papel de Hispanoamérica en relación —y en contraste— con Estados Unidos.
Michael Domínguez, “Estudio preliminar”, en Los retornos de Ulises. Una antología de José Vasconcelos, México, sep/fce, 2010, p. 28.
Paul John Eakin, “Introduction”, en Paul John Eakin [ed.], American Autobiography. Retrospect and Prospect, Madison, The University of Wisconsin Press, 1991, pp. 13 y 14.
John Sturrock, “Theory Versus Autobiography”, en The Culture of Autobiography. Constructions of Self-Representation, ed. de Robert Folkenflik, California, Stanford University Press. 1993, p. 23.
Citado por Patricia Funes, Salvar la nación. Intelectuales, cultura y política en los años veinte latinoamericanos, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2006, p. 393. El título del ensayo de José Joaquín Blanco es Se llamaba Vasconcelos. Una evocación crítica, México, fce, 1993.
Rafael Gutiérrez Girardot, “Formas del ensayo hispanoamericano”, en Tradición y ruptura, Bogotá, Mondadori, 2006, p. 201.
Fredrick Pike, Hispanismo. 1898-1936. Spanish conservatives and liberals and their relations with Spanish America, Londres, University of Notre Dame, 1971, p. 5, La fecha de 1898, precisamente, pasó a designar también una de las generaciones más importantes de la historia de la literatura española, la del’ 98, que cronológicamente coincidió —y se encontró y dialogó— con el modernismo, el movimiento literario surgido en Hispanoamérica cuyo principal embajador en España fue Rubén Darío.
En México, según Alexandra Pita, “la guerra del ‘98 también tuvo un fuerte impacto, dado el legado de rechazo frente a las terribles intervenciones extranjeras experimentadas en el país durante el siglo xix. El primer crítico de este nuevo intervencionismo fue Francisco Bulnes. con la publicación de su ensayo El porvenir de las naciones hispanoamericanas (1901). Pero sería sobre todo desde 1914, con la intervención naval y militar en Veracruz, que cobraría mayor fuerza el discurso antiimperial”. Alexandra Pita y Carlos Marichal Salinas [coords.], Pensar el antiimperialismo: ensayos de historia intelectual latinoamericana, 1900-1930, México, El Colegio de México/Universidad de Colima, 2012, p. 28.
Es curioso que, vista desde la tradición crítica de Estados Unidos, La tempestad de Shakespeare nunca se haya visto desde la perspectiva de Rodó, como una oposición entre las dos Américas, Se ha visto, eso sí, como una obra que inaugura la “prehistoria” de la literatura estadounidense, incluso la autobiografía, a juzgar por lo que precisa Daniel B. Shea. “In this earliest period one does as well to think of Shakespeare’s Miranda as the very figure of an American autobiography conceived but not yet born. The writing of American autobiography properly speaking, would be left to the New World descendents of Miranda and Ferdinand”. Daniel B. Shea, “The prehistory of American Autobiography”, en Eakin, op. cit., p. 26.
Pese a la observación ya citada de Anderson Imbert, la tesis facilista de Rodó ha seguido propagándose a juzgar por los ensayos recogidos en Leopoldo Zea y Hernán Taboada, Arielísmo y globalizatión, México, fce/ipgh, 2002.
Rubén Darío, “Oda a Roosevelt”, en Poesía, ed. de Ernesto Mejía Sánchez, Caracas, Ayacucho, 1977, p. 255.
Citado en Salvador Méndez Reyes, El hispanoamericanismo de Lucas Alamán (1823-1853), Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 1996, p. 140. El texto de Vasconcelos es Bolivarismo y monroísmo. Temas iberoamericanos, Santiago de Chile, Ercilla, 1937, p. 179.
Citado en Funes, op. cit., p. 58. El ensayo de Vasconcelos es Indoiogía: una interpretación de la cultura iberoamericana.
Rafael Gutiérrez Girardot, “El ‘98 tácito: Ariel de José Enrique Rodó”, en La generación del ‘98: Relectura de textos, Málaga, Universidad de Málaga, 1999, p. 37.
Es posible advertir ciertos parecidos entre el libro de Vasconcelos y el de Sarmiento. Ambos se mueven en el género impreciso del ensayo con aliento narrativo; ambos plantean una crítica social y política, y ambos evocan un paisaje provinciano (Sarmiento el de la pampa argentina. Vasconcelos el de las llanuras de Texas) al que comparan con reminiscencias orientales. Sarmiento vinculó la pampa con “cierta tintura asiática”, pues “alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el Eufrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que cruza nuestras soledades para llegar a Buenos Aires, y la caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna”. Facundo, Buenos Aires, Ministerio de Educación, 2001, p. 42. Vasconcelos, en su turno, comparó las llanuras de Texas, donde “el cielo es más ancho que en otros sitios de la Tierra”, con las noches de Persia, “cuya magnética incitación al sueño produjo los cuentos deLasmíl y una noches” Vasconcelos, op. cít., p. 32 Claude Fell también encuentra un parecido entre ambas obras por cuanto se mueven en la dicotomía de civilización y barbarie, cuando Vasconcelos “reconstituye la reacción maderista a la decadencia que se había apoderado del país”. Fell, “Introducción del coordinador”, op. cít., p. XLVIII.
Iván Jacsic, Ven conmigo a la España lejana: los intelectuales norteamericanos ante el mundo hispano, 1820-1880, México, fce, 2007, p. 26.
De ahí que, puesta la balanza de la calidad literaria e intelectual, su obra escrita tambalee al lado de la de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, sus más inmediatos contemporáneos. Él mismo lo entrevió cuando “al salir de México descubrió que su figura intelectual no tenía las dimensiones que él le atribuía, engañado por la soberbia convicción de su grandeza, la ciega devoción que le rendían sus discípulos y colaboradores más cercanos, y también, por el elogio de intelectuales extranjeros invitados a México durante su gestión ministerial”. Pitol, “Liminar” op. cit., p. xxv.
Pedro Henríquez Ureña, “El descontento y la promesa”, en José Luis Abellán y Ana María Barrenechea [eds.], Ensayos, París, Archivos, 1998, p. 285.
He encontrado una mención, a propósito del trato de Vasconcelos con prostitutas, en Salome (1934), el diario “filosófico” de Fernando González (1895-1964), un escritor colombiano contemporáneo a Vasconcelos y muy en simpatía con sus tesis criollistas. Su diario relata su estadía como cónsul de Colombia en Marsella en tiempos de entreguerras, y la mención de Vasconcelos, valga aclarar, está llena de ironía. “Ayer estuvo nublado y llovió. Almorzamos con los Nicolaides. Él contó acerca de los bajos fondos de Marsella, fumaderos de opio y putería. Dizque acompañó a Vasconcelos por allá y que las mujeres, vestidas con tuniquitas, medio ocultas en los portones, como arañas, le quitaron el sombrero a Vasconcelos y se entraron con él, llamándolo. Nos pareció exquisito que estas putas jugaran con ese filósofo indio”. Fernando González, Salomé, Medellín, Otraparte, 2002, p. 2. En http://www.otraparte.org.
Sergio Pitol recuerda cómo no hubo ninguna empatia en el encuentro que Vasconcelos tuvo con José Ortega y Gasset, el filósofo español por excelencia. “No podía haber diálogo: el instrumental filosófico del mexicano, un compuesto de vitalismo, energía irracionalista, Bergson, hinduismo, Schopenhauer, refutaciones a Nietzsche, mesianismo, exaltación dionisiaca, concepciones decimonónicas, extraídos a veces de tratados de segunda clase, de ninguna manera se conciliaba con el discurso filosófico que Ortega se había propuesto introducir a España a través de la Revista de Occidente”. Pitol, “Liminar”, op. cit., p. XXV.