Quienes son expertos en historia del arte han dicho ya muchas y muy autorizadas cosas respecto de La Virgen de la Antigua en Iberoamérica, libro que hoy reseñamos, de modo que no tendría caso que yo incidiera nuevamente en esas cuestiones. Aunque, por otro lado, tampoco podría hacerlo, pues no tengo ni la formación ni los conocimientos necesarios para opinar en la materia.
Así que, en consecuencia y por elección, he de bordar por las orillas, como se dice coloquialmente, para referirme a aquello que, en tanto legos —que supongo es una condición que varios compartimos—, puede aportarnos esta obra que la doctora Magdalena Vences nos ofrece y a la que, por cierto, le dedicó muchos e intensos años de investigación, según me consta personalmente.
Den ustedes un paseo, cualquier día, por la catedral de México. Deténganse en alguna o algunas de sus capillas y contemplen la miríada de santos, santas, cristos y vírgenes de sus retablos. Más allá de saber vagamente que esas imágenes son representaciones de los seres que pueblan el reino celestial y que tienen por trabajo recibir, entregar y apoyar las peticiones de una multitud de suplicantes devotos en la oficina ejecutiva de Dios, lo cierto es que la mayoría de nosotros nos quedamos perplejos y sumidos en una ignorancia total respecto de la identidad y el simbolismo que entrañan tales figuras.
Sin embargo, hubo un tiempo en que las santas imágenes tuvieron en estas tierras significados precisos y claros. En alguna etapa sus nombres, atributos e historias fueron conocidos al dedillo por los fieles que las veneraban y que llevaban hasta sus pies, peanas o pedestales sus fervorosas plegarias. Y si esas épocas eran, por cierto, bastante menos ilustradas que la nuestra ¿qué es lo que explica que hayamos llegado a semejante grado de analfabetismo iconográfi ¿por qué nuestros tatarabuelos y choznos, que en lo general ni siquiera podían descifrar las letras del alfabeto latino, sabían tanto de ellas como para considerarlas casi miembros de su familia?, ¿y cómo es que ahora nosotros las desconocemos del todo?, ¿qué mecanismo o acontecimiento vino a romper la cadena de aquel conocimiento centenario y generacional?
La historia de nuestra involución o retroceso en la cultura del santoral cristiano y sus representaciones es larga de contar y, naturalmente, no es éste el lugar ni el momento para detallarla. Sin embargo, bastará con decir que, en el ámbito nacional, su origen mucho tiene que ver con la acción secularizadora de Juárez y con la furia iconoclasta de algunos de sus muy liberales ministros. Y, ya en fechas más próximas, le debe no poco al fantasma antifideísta, individual, profano y materializado que recorre no sólo Europa —como diría Marx— sino a la aldea global de cabo a rabo.
Como sea, y más allá de las discusiones eruditas entre especialistas a las que este libro pueda dar lugar (y no dudo que lo hará), para los que estamos fuera del reducido cenáculo de los entendidos, queda claro que el de la autora, dedicado a una de las advocaciones marianas, no es uno de esos textos que polarizan o cavan fosos, sino, muy por el contrario, es de los que tienden puentes de comunicación. En este caso, entre dos eras: una pretérita —la que pacientemente amasó y modeló nuestras creencias y tradiciones— con la actual, que vive inmersa en una perenne búsqueda y definición de esa cosa huidiza, cambiante, que llamamos nuestra identidad. Es decir, que éste es el tipo de obra que nos ayuda, primero a conectarnos con aquello que fuimos y luego a explicarnos parte de la trayectoria que nos ha conducido hasta el punto de lo que hoy somos. Afirmo esto en el sentido más amplio posible, ya que, aparte de objeto de culto religioso, la Virgen de la Antigua es uno más de nuestros lazos transatlánticos hispánicos que no se forjaron por naturaleza o por eventualidad, sino de manera deliberada y consciente, y justamente para eso, para amalgamar, para crear identidad común en las poblaciones de lengua española de ambos litorales oceánicos.
Por lo pronto, y ya que no hay tiempo para tratar sobre las representaciones de otros países hispanoamericanos, en el contexto de México, la Virgen de la Antigua es esa imagen que todavía podemos apreciar en la catedral, dentro de la quinta capilla lateral (contada desde la puerta hacia adentro) o la primera inmediata al brazo del crucero de la epístola. Pero aquí de nuevo topamos con la mencionada pared de la ignorancia litúrgica ¿y qué cosa es el lado de la epístola? Pues el costado izquierdo del altar, lo que implicaría que, desde la perspectiva de los fieles, sería el derecho. Y en todos los templos se le llama de la “epístola” a partir de 1488, cuando un exsecretario pontificio y obispo italiano, Agustín Patrizi, autor de un libro ceremonial, decidió que sonaba fatal y muy rústico decir sólo el “lado izquierdo”, cuando en ese mismo punto se leía en misa la epístola o carta apostólica, razón por la cual bautizó así a tal costado, quedando el opuesto con la denominación de “el lado del evangelio”.
Regresemos al asunto que nos concierne, y como puntualmente nos refiere la autora, aunque la Virgen de la Antigua, de origen sevillano, llegó al parecer mucho tiempo antes, y según conseja a través de la copia que trajo un devoto donante espadero, el tibio fomento a su culto arrancó en realidad en el primer tercio del siglo xvii, inicialmente a cargo de los músicos de la catedral.
Pero la oficialización no le llegaría sino unas décadas después, en 1647 con la organización de una Congregación de Nuestra Señora de la Antigua. Fue sólo entonces cuando se sacó a la imagen de su arrumbamiento, detrás del altar mayor, y se le dispuso en una decente capilla y en retablo propio. Esto hubiera sido imposible si el cabildo catedral —o cuerpo colegiado de clérigos que auxilian a un obispo en el gobierno y administración de la diócesis— no hubiera intervenido y tomado el asunto por su cuenta. Sobre la identidad de tal corporación y para ponerlo en términos simples, hay que decir que, descontando a los obispos, los cabildos catedralicios constituían la aristocracia eclesiástica, los más importantes personajes de sotana dentro de una diócesis, y el hecho de que estos señores de la élite clerical se apropiaran del patrocinio de la devoción a Nuestra Señora de la Antigua se traduciría en muchas e importantes cosas. La primera de las cuales es que el culto a la advocación empezaría a viajar a partir de ahí con velas desplegadas y ganaría muchísimos adeptos entre los grupos más selectos y de mayor alcurnia de la ciudad, quienes se incorporaron en una Cofradía; la segunda, que los oficios y ritos se celebrarían con gran pompa y esplendor, garantizados por el continuo flujo de donativos y limosnas de los distinguidos congregantes, hermanos y otros fieles con recursos.
Por otro lado, la veneración a la Virgen de la Antigua tenía, por origen y a la sazón ya secularmente, una especie de sociedad o pacto sobrenatural con la Corona, con sus conquistas y con la rampante expansión hispánica. Como que en la metropolitana y patriarcal catedral de Sevilla quiso la tradición vincularla en principio al esforzado rey San Fernando, el III de Castilla y famoso expulsor de moros. De ahí que resultara muy adecuado que luego tomaran esa posta los Reyes Católicos, agentes unificadores y homologadores de la Península, quienes la transfirieron a su nieto, Carlos V, dueño de un enorme imperio, antes de que llegara a las piadosísimas manos de un Felipe II, en cuyos dominios el sol trabajaba a destajo, y así sucesivamente.
En síntesis, que una vez que esta imagen mariana consiguió salir de su oscuro rincón en la iglesia mayor de México, lo hizo, como no podía ser menos, por la puerta grande y se ubicó en un santiamén en la piadosa preferencia de los sectores sociales de mayor abolengo, pretensiones y caudal de la Nueva España. Esto es, que ser devoto y formar parte de las santas corporaciones de Nuestra Señora de la Antigua era timbre de poder y prestigio. Porque el caso fue que muy pronto llegaron las licencias y privilegios para entierros, recolección de limosnas, indulgencias, rogativas por los difuntos y por las ánimas del Purgatorio.
A medida que corrían los años la devoción florecía con más pujanza, como lo demuestran —a lo largo del resto del siglo xvii y de todo el xviii— el creciente enriquecimiento y adorno de la capilla, con renovación de altares, derroche de afiligranadas maderas doradas, profusión de reliquias y ricas pinturas, que se acumularon en una acelerada, luminosa y espectacular carrera, cuyo abrupto cierre (que acaso fue también premonitorio de su próxima decadencia) lo trajo, a principios del xix, el reemplazo de aquel deslumbrante aparato barroco por las frías e impersonales líneas rectas del estilo neoclásico, que son las que actualmente vemos ahí. Y todo esto nos lo cuenta, con un riguroso respaldo documental, la fluida prosa de la doctora Vences, así que les recomiendo leerla.
Pero otra cuestión en la que cabe reparar es que el fomento devocional a la Virgen de la Antigua coincidió precisamente con el despuntar de una advocación que habría de hacerse, de algún modo, su competidora: la de la Guadalupana. De forma paradójica y concordante, quien dio su aprobación para que se imprimiese un texto rimado del presbítero Ambrosio Solís Rodríguez, que legitimaba la añeja tradición de la Virgen sevillana fue el bachiller Miguel Sánchez, el mismo que recogió, puso por escrito y dio a prensas en 1648 la correspondiente a la de la Señora del Tepeyac, en un opúsculo titulado Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la Ciudad de la de México. Celebrada en su Historia.
No voy a meterme ahora en el relato sobre las apariciones de María a Juan Diego ni en otras prolijidades que son de todos conocidas, pero sí debo señalar que esta antigua devoción, originalmente sólo de indios, saltó por entonces la frontera de aquella humilde república, para hermanar bajo su milagroso y democrático manto a criollos y mestizos por igual, siendo muy eficazmente espoleada, entre otros, por la Compañía de Jesús y el clero secular, hasta cubrir toda la Nueva España y luego trascender con vigor creciente a la etapa y linderos nacionales.
También es indispensable subrayar que mariofanías como la de la Guadalupana y la de la virgen de Ocotlán, Tlaxcala; o milagrerías como las de la Señora de Jacona, en Michoacán, la de Zapopan en Jalisco, la de Juquila en Oaxaca y un largo etc., tanto en México como en Hispanoamérica, son tradiciones pías cinceladas, pulidas y perfeccionadas por el estrato clerical durante el siglo xvii, a las que de inmediato dio una gustosa y general acogida la feligresía de las localidades bendecidas y aun la de más extensas comarcas. De esa misma centuria, aunque ampliadas y corregidas en los años 700, datan igualmente obras como el Zodiaco Mariano del jesuita Francisco Florencia, que conforma un nutrido catálogo de santuarios y portentos obrados por las distintas advocaciones de la Virgen en tierras novohispanas.
Esta epidemia de militante marianismo registrada en los 600, desde luego no puede leerse como la entusiasta respuesta de la gente a un súbito interés de la Madre de Dios por aparecerse y meter mano en los asuntos y problemas de los mortales americanos, sino que ha de verse más bien en los términos de un proceso inductivo y consciente de identificación y arraigo de las comunidades. Puesto en otras palabras, lo que en la fase de constitución de los estados nacionales hicieron los himnos patrios y las banderas para aglutinar a sus sociedades, mucho tiempo atrás ya lo habían hecho los santos y milagrosos patrones al congregar en voluntaria unidad a los fieles del terruño, de la alcaldía, del reino, del imperio.
Llegados a este punto, nuevamente, se yergue la figura de Nuestra Señora de la Antigua que, llevada en el poderoso e imponente barco de un culto catedralicio, cuya primera cubierta era ocupada sin discusión por la crema y nata de la sociedad novohispana, cubría serena el trayecto identitario entre ambos hemisferios imperiales. Y si no borraba las líneas divisorias entre los ricos y los pobres, entre los indios, las castas y los blancos, sí pregonaba en cambio por los mares que todos confraternizaban por el solo hecho de ser súbditos de Su Católica Majestad, y por haber sido elegidos y bendecidos desde las alturas.
No me queda sino reiterar lo que ya he venido diciendo en estas cortas líneas, les aconsejo lean La Virgen de la Antigua en Iberoamérica. Si no por otra cosa —y los beneficios son múltiples, lo garantizo— aunque sólo sea por calar en las convicciones más profundas de nuestros ancestros y en sus formas de sociabilización ritual, que mucha cuenta darán ellas de las bases de nuestras creencias y de nuestra forma peculiar de percibir al mundo.