El artículo propone una interpretación sobre la crisis de la forma-Estado en América Latina. Consideramos que existe una relación paradójica entre el debilitamiento (fracaso) de la forma-Estado, como principio relacional y estructural que marca el inminente ocaso de la sociedad y de la rearticulación de la comunidad humana; y el fortalecimiento (éxito) del aparato estatal, a través de reformas económicas, administrativas y políticas, que intensifican el proceso de dominación y despojo. Concluimos que existe una comunidad institucionalizada en diversas escuelas de pensamiento, que explican y dan cuenta de una realidad que en términos sistémicos, están basadas en diagnósticos fragmentarios de la realidad, por lo que es necesario retomar categorías como clase social y totalidad, para comprender el antagonismo fundacional del Estado y el origen estructural de la crisis, como orden y condición social.
This article is an interpretation of the crisis of the state-form in Latin America. We believe that there is a paradoxical relationship between the weakening (failure) of the state-form, relational and structural principle marking the imminent decline of the society and the re-articulation of the human community, and strengthening (success) the state apparatus through economic reforms, administrative and political, which intensify the process of domination and dispossession. We conclude that there is an institutionalized community in various schools of thought that explain and account for a fact that in systemic terms, diagnoses are based on fragmentary reality, so it is necessary to use categories such as social class and totality to understand the State foundational antagonism and structural origin of the crisis, such as order and social conditions.
Entendemos forma-Estado como una manifestación política del mismo sistema de relaciones sociales de intercambio mercantil con orientación acumulativa; y la idea de crisis, como una noción de cambio abrupto y radical, como colapso, o una modifica-ción o trastocamiento paulatino, crónico o cíclico.
La crisis de la forma-Estado en América Latina no es la crisis del modelo que se adopta transicionalmente como empresarial, sino de las formas de interacción, del principio fundamental de la relación intersubjetiva. Una línea de interpretación del “problema” es el incentivo que se genera para la separación y fragmentación de los principios que fundamentan al Estado como una relación, es decir como totalidad.1
La argumentación propuesta se centra en la reproducción de la paradoja debilitamiento (fracaso)-fortalecimiento (éxito). El debilitamiento de la forma-Estado, como principio relacional y estructural que marca el inminente ocaso de la sociedad; y el fortalecimiento del aparato estatal, a través de reformas económicas, administrativas, políticas, etc., con la idea de generar un escenario “ideal” para la implementación sistemática de una economía de mercado que revierte el sentido de la estatalidad como totalidad y lo atomiza.
En este sentido, el éxito y fracaso no son otra cosa que la idea de despojo y articulación. Como señala Avalos, “la reestructuración ‘neoliberal’ o ‘posfordista’ del capital, leída desde esta perspectiva, resulta destinada al fracaso, no ciertamente como estrategia de despojo, que en eso ha tenido un éxito rotundo, sino como programa teórico y práctico de rearticulación de la comunidad humana”.2
En este orden de ideas, Gilly y Roux señalan que la expansión de la relación de capital se sostiene en dos procesos concomitantes y entrelazados: explotación (apropiación del producto excedente bajo la forma de plusvalor) y despojo (apropiación violenta, o encubierta bajo formas legales, de bienes naturales y de bienes de propiedad comunal o pública).3
Harvey, advierte sobre el despojo, y señala que no se trata de un hecho nuevo o de un retorno de la “acumulación originaria”, sino de un proceso permanente, que forma parte y acompaña siempre al proceso del capital.4 El fortalecimiento del aparato estatal representa el éxito del proceso de acumulación bajo esta forma, y la idea de desarrollo reemplaza para el imaginario colectivo, la idea de “bien común”. Como plantea Composto, América Latina es una de las regiones del planeta más ricas en biodiversi-dad y, no casualmente, se constituye como uno de los principales destinos de la privatización y mercantilización a manos de transnacionales y estados en la nueva modalidad empresarial.5 Dominación, violencia, despojo y fragmentación son los pilares fundacionales del andamiaje del sistema mundo capitalista.
Magallón es muy claro al decir que la aplicación de las políticas neoliberales en América Latina no significaron cohesión social ni la apropiación de la idea “necesaria” de humanidad. “El mayor problema de estos países sigue siendo la pobreza, la desigualdad social y de oportunidades, la desigualdad en todas sus formas. De ahí la imposibilidad de asumir el credo neoliberal que limita las posibilidades de una realidad social y humana”.6
El presente documento plantea un abordaje de dicha temática, y ha sido estructurado dialógicamente en cuatro momentos. El primero propone una descripción del proceso globalizador neoliberal, a la luz de los cambios y orientaciones necesarias de los estados, enfatizando que será la forma-Estado la que colapsa el proceso de alineamiento de intereses económicos nacionales con los transnacionales, y no la idea política de la democracia procedimental ni las instituciones del aparato estatal, ampliamente adaptables a la nueva lógica del capital. La democracia instaurada es un proceso limitado, defectivo e incompleto.7
Posteriormente se realiza una caracterización de la crisis del Estado desde el enfoque sistémico e institucionalista, que viene a justificar el intervencionismo sistemático desde la política, estableciendo nuevas categorías, no sólo para el análisis sino para las posibles soluciones: discurso de la democracia, gobernabilidad, gobernanza, buen gobierno, gobierno de calidad, eficiencia, eficacia, calidad, etcétera.
En esta línea de interpretación inicia la implementación de acciones para “superar la crisis”. Esto se enuncia en el tercer momento, considerando que las reformas adoptadas fueron puestas al servicio del capital transnacional como base social para la reestructuración global del capitalismo, y no de la restitución de la forma-Estado como entramado relacional.
En este sentido, su debilitamiento es consciente y evidente, pues como señaló Tatcher, “No existe esa cosa llamada sociedad”. Pero si no existe la sociedad, tampoco las clases sociales, y las categorías para pensarlas son simples quimeras inventadas por pensadores confundidos.8 Consideramos que no, y que dichas categorías hoy más que nunca están vigentes y son necesarias.
Finalmente, y a modo de conclusión, se enuncia una serie de interrogantes que no han podido ser resueltos satisfactoriamente, disciplinaria o empíricamente, porque cuestionan las acciones institucionales que han volatilizado los procesos de relación social, generando indebidamente escenarios fragmentados o adjetivados: políticos, sociales, económicos, culturales, ambientales. Legitimar esta “realidad” es el camino hacia el fin de la sociedad.
El proceso globalizador neoliberal. Transformación y dominaciónLas transformaciones concretas del Estado, como aparato institucional, y del nuevo orden internacional privatizado emergente son estratégicas porque se pensaron en detrimento del entramado social, orientando acciones hacia el gobierno en aspectos esenciales de la economía global.9 Se trata de un alineamiento de los intereses de las burguesías nacionales con los del capital transnacional, con una adenda: al costo que sea.
Como advierte Arrighi, “a cada dominación le place esconder su nombre. Se hace necesaria entonces la precisión en el lenguaje. Aquello que se suele llamar ‘modelo neoliberal’ y ‘globalización’ es en realidad una nueva conformación mundial de la relación de capital, el nombre que se ha querido dar a una de sus periódicas mutaciones.”10
Este proceso sistemático, que reproduce la lógica del moderno sistema mundo capitalista,11 funciona y evoluciona en función de los factores económicos, desagregados inadecuadamente de la política, y de una desigualdad jerárquica de distribución basada en la concentración de ciertos tipos de producción (producción relativamente monopolizada, y por lo tanto de alta rentabilidad), en ciertas zonas limitadas.
Como señala Thwaites, las recientes décadas de apogeo mundial de la perspectiva y las políticas neoliberales se sostuvieron sobre dos ejes básicos: a) el profundo cuestionamiento al tamaño que el Estado-nación había adquirido y a las funciones que había desempeñado durante el predominio de las modalidades interventoras-benefactoras; b) la pérdida de autonomía de los estados nacionales en el contexto del mercado mundial, provocada por el proceso de globalización.12
De lo que se trató fue, en primer lugar, de adoptar la lógica neoliberal con la finalidad de establecer un modelo empresarial sobre las bases de eficiencia, eficacia y calidad. En términos elementales: “éxito a cualquier costo”. Y en segundo lugar, alinear los intereses del capital nacional con los del transnacional o supranacional, “vaciando” la idea de Estado-nación. Es la idea de la geografía del globo entero.13
Contrario a lo que concluye Guajardo,14 en torno a que la privatización dejó de lado el tema central de la reforma del Estado y de las nuevas capacidades públicas, de ahí que los efectos de décadas de reformas económicas sean todavía confusos e inconsistentes, el fenómeno globalizador sí implicó una reforma del Estado, en términos administrativos y de la acción pública: tecnificación de la administración pública, eficacia y eficiencia del Estado y nuevas instituciones.15 Incluso no significó una reducción del costo burocrático, como se piensa, porque la tecnificación implicó nuevas instituciones en nuevos espacios, que implicaron mayores y mejores salarios para la “alta burocracia” regional.
Lo que ha imperado desde entonces es el sentido privado en la acción pública: privatizaciones de sectores estratégicos y desregulaciones para generar “competitividad”. Y dado que el fenómeno globalizador busca consolidar un carácter y sentido supranacional, ha sido inevitable la modificación, mas no desaparición del Estado-nación, desde la intersección entre soberanía y territorio. Dicho tema, a decir de Osorio, ha sido tratado de manera sobredimensionada y extrapolada16 para justificar una situación que puede oscilar entre lo que podríamos llamar a) el regreso a un Estado de naturaleza (sin Estado), o b) la implementación de organizaciones supranacionales que puedan ejercer adecuadamente formas de control (bloques). Nuestro planteamiento es que se han efectuado procesos de relación y beneficio del patrón de acumulación internacional, y en detrimento del orden social estatal.
La lectura neoliberal, que justificó un cambio trascendental principalmente en América Latina, significó abandonar el sendero de la industrialización autónoma y adoptar un modelo de desarrollo basado en la apertura económica y la competencia global,17 lo cual ha logrado articular paulatinamente en un mismo discurso el factor “interno”, caracterizado por la acumulación de tensiones e insatisfacciones por el desempeño del Estado para brindar prestaciones básicas a la población enmarcada en su territorio, y el factor “externo”, resumido en la imposición de la globalización como fenómeno que connota la ineludible subordinación de las economías domésticas a las exigencias de la economía global.
El proceso de globalización capitalista, en las últimas décadas, constituye un cambio importante en relación con la integración del proceso productivo mundial, que impacta sobre las formas de ejercicio de soberanía estatal en cuestiones tan básicas como la reproducción material. La puja desatada entre los distintos espacios territoriales nacionales por capturar porciones cada vez más volátiles del capital global y anclarlas de manera productiva dentro de sus fronteras, llevó a denominar esta etapa como del “Estado competitivo” o “Estado de competencia”.18
Éste es el resultado de la crisis del modelo de intervención fordista y propio de la etapa neoliberal. Sin embargo, la integración en la escala global no es una novedad: la emergencia del capitalismo como sistema mundial en el que cada parte se integra en forma diferenciada, planteó desde sus orígenes una tensión entre el aspecto general (el modo de producción capitalista dominante), que comprende a cada uno de sus integrantes en tanto piezas de un todo complejo, y el aspecto específico de cada Estado-nación particular (formaciones económico sociales) inserto en el mercado mundial.
Como advierte Holloway, la fragmentación de lo “político” en estados nacionales es un rasgo constitutivo del capitalismo: “la reproducción del capital a escala global tiene su contrapartida en la existencia de esos espacios estatales que la posibilitan”.19 Este proceso, como señala Hirsch, refleja un Estado, cuya política y estructuras internas son determinadas decisivamente por las represiones de la “competencia internacional por el lugar óptimo”.20 Sus características son claras aunque sus garantías sociales muy pocas. En primer lugar, hacer óptimas las condiciones de valoración del capital en un ámbito nacional en relación con el proceso de acumulación globalizada en continua competencia con otros lugares óptimos nacionales; y por otra, la democratización, como un proceso dinámico y complejo que siempre está amenazado de involución,21 dentro de un marco institucional liberal, es decir, las decisiones políticas fundamentales desvinculadas de los procesos democráticos de formulación de voluntades y de los intereses expresados por la población. La relación entre la lucha popular y no las ideas de los gobernantes sostiene la (des) democratización.
De acuerdo con Oliver, los estados latinoamericanos reformados son las formas políticas que han abierto las puertas para que el poder financiero global domine las economías nacionales, imponga una globalización unilateral y haya difundido por todos los medios la ideología y las políticas neoliberales mercantilistas.22
En el desajuste que ha generado la globalización capitalista del neo-liberalismo, las transformaciones del aparato estatal responden al sentido de la crisis de la forma-Estado. No se trata de una separación radical entre economía y política, entre estructuras y funciones, entre formas y sujetos, se trata de una crisis social denominada Estado.
Aunque para Marx, como señala Sánchez Vázquez, el lugar teórico del Estado, del poder, de la política, responde al lugar que ocupa en él la vida real, lo político se funda en lo social, cuya anatomía es lo económico, y por eso no puede haber sino una crítica política fundada en la crítica de la economía. Pero esta relación entre lo político y lo económico en la sociedad no excluye el papel activo de la política.23
Como señala Avalos, desde el punto de vista metodológico, el problema de la visión marxista del Estado fue siempre la concepción como entidad separada de la “economía” y la “política”, de la “sociedad” y del “Estado”.24 Frente a este problema, la teoría derivacionista trató de hallar la lógica inmanentemente política del capital. Por ende, siguiendo al autor, el Estado es una forma social, es decir, una relación social llevada al plano del pensamiento, de igual estatuto que la “forma valor”, la “forma mercancía”, la “forma dinero”, la “forma capital”.
La forma-Estado es una manifestación política del mismo sistema de relaciones sociales de intercambio mercantil con orientación acumulativa. Las relaciones sociales capitalistas son relaciones humanas, relaciones entre seres humanos, pero se desdoblan en una esfera económica y una esfera jurídica y política, como dos esferas no sólo diferentes sino separadas, con estructuras y legalidades propias cada una de ellas.
Aunque la transformación de los aparatos del Estado responde a coyunturas específicas, no es gracias a éstas que se ha transformado su sentido, originando la crisis. Lo que se ha “desahuciado” es la estructura del Estado desde su funcionamiento con el modelo neoliberal, y por ende las “recetas” se adoptan desde la modificación de la forma de la estructura. Pero la crisis de la forma-Estado no es en el sentido del modelo, sino de las formas de interacción, que no reconocen incluso, la condición humana. Es la adopción de la lógica estatal de hacer morir o de dejar vivir.25
A decir de Osorio, el capital constituye una unidad económica y política, y desde esa unidad se hacen presentes los fundamentos de lo estatal.26 Sin embargo, el propio capital establece una ruptura en dicha unidad, logrando que lo económico se presente como no político y lo político como no económico. Ante esto, la “epistemología de la desconexión” y el atomismo no es otra cosa que la epistemología del capital, y no puede sino conducir a ver aquello que al capital no le molesta que se vea. En este sentido la separación es necesaria e inherente al proceso de acumulación y de alineamiento de intereses, y no al fundamento intersubjetivo de la relación social (Estado).
Paradójicamente, los intereses que promueven la globalización y las neo-oligarquías que controlan los estados, antes de ser antagónicos son compatibles y complementarios. De ahí su interés por implementar reformas radicales que erosionen la forma-Estado en una dirección perfectamente compatible con la normatividad internacional impulsada por la globalización en materia de los intereses del poder “central”, especulante de forma trans o supranacional.
El sentido social y político de la crisis de la forma-Estado, como plantea Negri, implica un punto de ruptura definitivo con cualquier contrato social para un desarrollo planificado. Significa incluso, que la democracia, como fue entendida en los viejos buenos tiempos, como régimen contractual tanto en sus formas liberales como socialistas, deviene obsoleta.27
Por ende, se está más próximo a la institucionalización de un proceso democratizador que a un proceso de consolidación democrática desde la conjunción de las voluntades, esto último como fundamento del pacto (no obviamos que en la mayoría de países de la región existe una estabilidad de los sistemas, aunque ello no ha significado consolidación de una forma de democracia social).
Como bien señala Holloway, es necesaria la distinción entre la forma-Estado y los aparatos del Estado.28 La primera en una forma no autónoma de desarrollo de las relaciones del capital, lo que no quiere decir que la institución (el aparato) no exista. Es posible hablar de una “doble dimensión” del Estado, como relación de dominación capitalista y como aparato.
La forma no puede tener una existencia desencarnada, ésta se materializa a través del desarrollo institucional del Estado y la actividad de sus agentes. Similarmente, el desarrollo institucional del aparato puede solamente ser la expresión del desarrollo histórico de las relaciones sociales.
En este sentido, la idea de crisis alude ante todo, a una noción de cambio, que puede ser abrupto y radical —como en la noción de cambio revolucionario, o en la teoría de la crisis del capitalismo como colapso; o puede referirse más bien a una modificación o trastocamiento paulatino, crónico o cíclico, de los pilares básicos de una configuración social dada.29
A decir de Kaplan, el Leviatán criollo pasó por su momento más deslumbrante cuando hizo las veces de un “Estado sol”,30 pero, como señaló Cardoso, llegó a la playa desfalleciente. Sin embargo, la salida al Leviatán desfalleciente, o al menos así diagnosticado, fue “discutida” en dos sentidos: ¿reforma del Estado o reforma de la sociedad? Es la confusión del síntoma con la enfermedad, lo que se ha traducido en un escenario de “crisis permanente” de la forma-Estado en América Latina, y con ello el inicio de una era de servidumbre voluntaria. Para la cepal es la transformación del Estado para el desarrollo.31
La crisis como un proceso sistémico del EstadoPolíticamente, la historia “ofcial” de América Latina es la historia de confictos sociales, alternativas democráticas y autoritarias en choque, interdependencia y cambios socioculturales necesarios para ser competitivos en un escenario de economía mundial. El punto de partida de la crisis del Estado responde únicamente a una razón sistémica, que no es la razón estructural de la misma, y toma fuerza en los ochenta y noventa, cuando atraviesa por una serie de dificultades que dejaron ver su fragilidad, expresada en la incapacidad de dar respuesta eficiente ante las demandas y obligaciones del entorno. Garretón lo denominaría el agotamiento de la “matriz nacional-popular estatista”.32
Este proceso se caracterizó porque el Estado, cuya estructura era el modelo intervencionista-proteccionista y benefactor, tuvo que asumir los problemas del funcionamiento institucional: las devaluaciones, el desempleo, la constante contracción económica, la necesidad creciente de evidenciar condiciones democráticas, en algunos países inexistentes, ficticias o anómalas, el fracaso de las transiciones democráticas, la creciente violencia como referente de la dependencia y como respuesta para mitigarla; evidenciando el escenario de conficto desbordado del entramado social y ampliando aún más las diferencias en las relaciones de clase, fortaleciendo la diada ricos y pobres, con aumento desmesurado de estos últimos, en relación proporcional a la acumulación, concentración y centralización del capital de los primeros. Fue una “transición simultánea”.33
Esta crisis global, no de la región en particular, y a pesar de que no existe un acuerdo entre analistas sobre la duración y la profundidad del impacto de la misma, ha generado serios efectos económicos y sociales en la región, que se han manifestado en las dificultades para concertar políticas que posean un carácter de Estado, es decir, que sean capaces de reflejar el conjunto de voluntades de los diversos actores en el ámbito nacional.
José Antonio Ocampo, quien se desempeñó como Secretario Ejecutivo de la cepal entre 1998 y 2002, señaló que “ninguna otra región del mundo en desarrollo, emprendió las reformas económicas orientadas a ampliar la esfera de acción del mercado en forma tan temprana y con tanto ‘entusiasmo’ como América Latina”.34 Sin embargo, la expectativa se volvió frustración y las luces se mezclaron con prominentes sombras.
La crisis global, vista desde América Latina, no sólo ha impactado en aspectos financieros. Las crisis alimentaria, energética y de la violencia, se hacen presentes en una sociedad que ha formalizado paulatinamente lo informal en busca de seguridad, diluida como garantía estatal. Como indican Altvater y Mahnkopf, “se trata de trastocamientos del capitalismo global, de su estructura de reproducción y poder”, es una muestra de la “nueva” cotidianidad que vulnera el principio relacional de comunidad humana: incertidumbre, inseguridad, desprotección y vulnerabilidad.35
De esta manera, los estados latinoamericanos se han redefinido desde aquello que puede denominarse cautela y desconfianza.36 Dichos estados son la materialización de la desconfianza histórica, de la amplitud del margen del conocimiento, de la apreciación de que no todo va bien y por supuesto, de una “sensatez” respecto de que aquello que hoy los acongoja debe ser retirado por la acción y no por el paso del tiempo. De ahí que los estados actuales sean propicios no para la estabilidad, sino para la prevención, cuyo argumento de seguridad estatal es la incertidumbre.
Este fenómeno, como señala Tanaka, también opacó el estudio sobre el Estado, porque se implementó, por una parte, la liberalización de la economía y la reducción del papel del Estado y, por otra parte, desde los críticos a esas políticas, la denuncia de sus perversos efectos sociales.37 El tema se sustituyó por la urdimbre de la incertidumbre: “incertidumbre sobre el desarrollo y la evolución de la crisis en los distintos países de la región, sobre la velocidad y profundidad con que afectará a los distintos sectores en cada país.”38
El proceso que enmarca esta crisis estructural refere simbólicamente al agotamiento social, económico y político, y a la situación de vulnerabilidad de la “matriz Estado-céntrica”, entendida como relación Estado-sociedad en términos alternativos del modelo de acumulación y de articulación de intereses. Es la crisis de la legitimación, de la acción social e interacción cultural.39
De acuerdo con Altvater y Mahnkopf,40 aparece así la necesidad de seguridad, que no es otra que la consecuencia de las inseguridades de las interacciones humanas, “que se originan por la complejidad de los problemas que deben solucionarse, y por el software de solución del que dispone el individuo”.41 En este sentido, la causa de la crisis siempre ha sido clara, pero las formas de solución, inadecuadas.
Así se constituyó lo que Collier y Collier denominarían “coyuntura crítica”;42 un momento extremadamente fluido en el que un orden se derrumba progresivamente y empieza a aparecer inciertamente otro. Es una coyuntura fundamental por su plasticidad, porque las estructuras son particularmente moldeables a la acción política, y porque lo resultante del momento tendrá consecuencias de largo plazo.
Dicha coyuntura crítica implicó dos situaciones en la región. Por una parte, la necesidad de buscar alternativas para resolver la competitividad económica neoliberal, emprendiendo transformaciones del modelo con la intención de impactar en el escenario político y en el imaginario colectivo; y por otra, la pérdida de legitimidad, al buscar responsabilidad en los actores políticos, mas no en los agentes de mercado propiamente existentes, quienes a través del discurso hegemónico garantizaban el funcionamiento de la lógica estatal.
La situación así, asumida como circunstancial, se consensuó desde diversas “escuelas de pensamiento” (Think Tank), y ante demandas crecientes de una sociedad civil más activa y el incumplimiento de los compromisos ante ella, inició el proceso sistemático de “recetas” o “líneas de acción”, que garantizarían, “románticamente”, el desarrollo social y la superación de la crisis.
Los programas aplicados han tenido un fuerte sello eco nómico y fi-nanciero, sin que se expliciten medidas equivalentes en el terreno político. Esta forma de solución de un problema global que se expresa localmente, significó mitigar a través de políticas sociales y económicas el impacto de la crisis, buscando de manera indirecta, incidir en la perspectiva democrática y lograr una mejor gobernabilidad.
La crisis que se diagnosticó señalaba problemas de gobernabilidad, agotamiento institucional y la ausencia de sistemas de partidos competitivos. Inicia entonces, la era de la gobernabilidad democrática: calificar y clasificar a los estados por el grado, nivel, e incluso, calidad de las instituciones y prácticas democrático-procedimentales, aunque no existan condiciones favorables para ello.43
Sin embargo, esto último nunca fue ni ha sido un requisito para aplicar los paliativos institucionales, pues la lógica explicativa de la crisis responde a una “obviedad”: “Las pérdidas que ocasionan las crisis no son recuperables en el nuevo ciclo. La próxima bonanza no asegura alcanzar, por sí misma, lo que perdamos en esta crisis. Veinticuatro años hubieron de pasar para que la región alcanzara los niveles de pobreza que exhibía antes de la crisis de 1980”.44 Así, el costo social de la crisis es proyectado e inevitable, incluso necesario. Es la idea discursiva del “sacrifcio” social en favor del “bien común” del desarrollo.
La política institucionalizada se convirtió y se aceptó, por parte de los actores relevantes del sistema (neo-oligarquías e instituciones), y en gran medida por lo benevolente y bondadosa que sería para los intereses del gran capital, como el vehículo hacia el futuro del Estado. Se decretó que la crisis del Estado latinoamericano no era solamente fiscal, sino de funcionamiento y legitimidad política.45 Identificado el problema, el software de la solución solamente debía ejecutarse.
Ante esto, la necesidad de cambios y reformas estructurales se impuso.46 La intención fue emprender un proceso sistemático de reforma al Estado, al enfocarse a un proceso complejo de liberalización económica, y facilitar procesos políticos que garantizaran la eficiencia, responsabilidad y participación democrática. Éstas, como proceso decretado, serían la salida a la crisis del Estado, de la democracia y de la gobernabilidad democrática.47 Políticas económicas como desagregación de la esfera política y económica.
Pero ¿la crisis del Estado fue correctamente diagnosticada desde el discurso de la democracia, la gobernabilidad, la eficiencia, la responsabilidad? ¿El problema es la “obesidad” del Estado como aparato y la imposibilidad de ejercer control eficaz de la acción política y económica; o se debe a que el Estado burocrático perdió eficiencia y el empresarial le regresará su “esencia”?
Como señala Avalos, Si el punto de partida es el Estado “tal y como se presenta”, entonces el tema de sus transformaciones queda reducido a la descripción de los cambios que se han producido durante los últimos treinta años en esta entidad supuestamente concreta. Por lo tanto, resulta fácil, entonces, entender que las transformaciones del Estado se referen sobre todo a las siguientes modificaciones: a) ha cambiado la función económica del Estado: de un Estado keynesiano, interventor, se ha pasado al repliegue del Estado en materia económica, lo que se ha traducido en la privatización de empresas públicas; b) como corolario de lo anterior, se ha pasado de un Estado extenso u obeso, a un Estado mínimo o modesto, cuya función principal se enfoca en la representación de un espacio económico doméstico frente al exterior, la defensa de ese territorio, y, sobre todo, la garantía eficiente del orden social y económico; c) todo lo anterior, ha sido acompañado por un conjunto de modificaciones en las instituciones políticas y administrativas, y en los procesos de gobierno, cuya comprensión puede ubicarse en las respuestas a las siguientes preguntas: quiénes gobiernan, cómo obtienen su legitimación y cómo gobiernan.48
Ante esta idea de comprender las transformaciones del Estado, el argumento del aparato o de la “forma” del aparato del Estado, que no es igual a la forma-Estado, explora soluciones sistémicas: input-output, demandas-respuestas y considera labor realizada a los procesos de cambio organizacional o institucional que se traducen en indicadores y nuevos modelos eficientes de administración.
Esta orientación que es innegable, incluso necesaria para el análisis de ciertas disciplinas residuales como la administración pública y la ciencia política, vista desde los paradigmas institucionalista y neoinstitucionalista es débil al momento de referir el sentido de la crisis del Estado, de la forma en la que se construye y constituye el entramado de las relaciones sociales, no diferenciadas o separadas radicalmente de lo económico y lo político, sino integradas como un Todo, que en el argumento de la interpretación significa una reflexión crítica a los fenómenos de la explotación y la dominación social. En 1985, un influyente libro de Theda Skocpol y otros anunciaba la vuelta de los estudios sobre el Estado (Bringing the State Back In); ello ocurrió, en la Ciencia Política de los Estados Unidos, con el desarrollo de la escuela del nuevo institucionalismo y otras corrientes afines. En el estudio introductorio de Skocpol (1985), la autora citaba varios trabajos para ilustrar lo que consideraba una nueva ola de investigaciones sobre el Estado y, refiriéndose a América Latina, citaba los libros de Alfred Stepan (1978) sobre los gobiernos militares en Brasil y Perú, y de Ellen Trimberger (1977) sobre las Fuerzas Armadas y los Estados en Japón, Turquía, Egipto y Perú. De lo que se trataba era de considerar al Estado como variable independiente para explicar fenómenos políticos, rescatar la autonomía y lo que hoy llamaríamos “capacidad de agencia” del campo del Estado y las instituciones, y no verlos como mera manifestación de factores sociales, como ha sido usanza desde tradiciones estructuralistas.49
Como Refieren Gilly y Roux, Al Citar a Husson, la característica principal del capitalismo mundializado es el descenso de la parte salarial, es decir, de la parte del pib que absorben los asalariados. Esa tendencia equivale, en términos marxistas, a una elevación de la tasa de explotación. Se trata de un resultado sólidamente establecido sobre datos estadísticos indiscutibles y que se aplica a la mayoría de países, tanto del Norte como del Sur.50
Por lo tanto, tirar por la borda las interpretaciones que vinculan el universo de lo político estatal con los diversos procesos de la dominación social, es como señala Avalos, si en la teoría, en el nivel de lo racional, o de lo consciente, no se quisiera reconocer, por incómoda o molesta, una experiencia traumática que no obstante sigue existiendo. “Desalojo” o “represión” fue el nombre técnico que dio Freud a este fenómeno psíquico. Convenientemente llevada al plano social y político, puede hablarse de una sintomática represión de un vínculo traumático; a saber: el que mantienen, de forma constitutiva y “siempre-ya”, la economía y la política.51
Asimismo, analógicamente y guardadas proporciones, cuando el vínculo deviene como necesidad de cambio, y la descalificación es un sinsentido, algunas formas de amputación pueden desempeñar un papel trascendental si las asumimos como castigo. En Freud, a través de la castración se cancela el deseo inconsciente de tener relaciones sexuales con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo. En esa circunstancia, la amputación se acepta.52
Pero ¿qué ocurre cuando existe un desmantelamiento sistemático de la lógica estatal y se acepta? En ese momento se incorpora en la cotidianidad relacional, social, un diagnóstico débil y superficial, que le significará una “privación”, la cual no es más que una “nueva” forma de castigo no-institucionalizado. Por eso la acepta políticamente, a manera de nuevas formas de cesarismo, bonapartismo o bismarckismo.53 Es el establecimiento del autoritarismo democrático caudillezco necesario, progresivo si garantiza el proceso de alineamiento de intereses de la desahuciada economía local, nacional con el capital transnacional, y regresivo si la política imposibilita dicho vínculo y emplea los recursos estatales para inversión y gasto social con políticas asistencialistas.
No se trata de una simple paráfrasis de “ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así lo hacen”,54 porque al interpretar el sentido que asume el entramado social, relacional, como depositario de las “acciones” reformistas estatales, es evidente que existe una necesidad por estructurar la propia realidad social, que se logra a través de la ilusión, pero no para enmascarar el estado real de las cosas. De ahí que su función no sea otra que ofrecer un punto de fuga de la realidad. Es la realidad social misma como una huida de algún núcleo traumático, es la ilusión de lo real. Por eso, “ellos saben que en su actividad, siguen una ilusión, pero aun así lo hacen”.55
De forma complementaria, el sentido de las “recetas” a la crisis del Estado podría expresarse a través de lo señalado por Zizek, quien refiriéndose a Lacan, menciona que fue éste el que evidenció el gran logro de Marx: “demostrar que todos los fenómenos que a la conciencia burguesa cotidiana le parecen simples desviaciones, deformaciones contingentes y degeneraciones del funcionamiento (anormal) de la sociedad (crisis económicas, guerras y demás) son abolibles mediante el mejoramiento del sistema.”56 Analógicamente lo que para Freud sería el funcionamiento de la mente humana: los sueños, los lapsus y fenómenos anormales similares, son las reformas para el modelo de apropiación neoliberal, como productos necesarios del sistema y la fuente de la crisis de la forma-Estado. Las reformas son causa y no consecuencia.
El sentido del “cambio” institucional como superación de la crisis de EstadoEl Estado es un asunto clave para la comprensión de las dinámicas políticas, económicas y sociales en América Latina. No sólo como aparato, sino como proceso relacional, que permite superar el límite del paradigma de las transiciones y la consolidación y los límites de la temática propuesta por el Consenso de Washington.57
Como hipótesis, Oliver plantea que la crisis del Estado no implica la antesala de grandes reformas, de una revolución o de un nuevo estadio histórico, sino que podría bien ser eso u otra cosa, por ejemplo, una reformulación regresiva del papel histórico del Estado en América Latina, reformulación que redefine lo nacional y lo popular como base del Estado, pero restringiéndolo, tal como aconteció con los estados oligárquicos del siglo xix.58
Sin embargo, la transformación del Estado para el desarrollo, y en ello la forma-Estado, no le otorga del todo la razón. La crisis del Estado significó, con elementos democráticos y reaccionarios (democracias autoritarias), y desde una reformulación regresiva del papel del Estado, la implementación de una ola de reformas que buscaron “resolver” el problema sustantivo de la región, identificado como político, pero “resuelto” desde lo económico: gobernabilidad democrática.59
Pero no es un problema de gobernabilidad el que ha llevado al uso del calificativo de estados “débiles”, “inviables”, “fracasados” o “fallidos”, alimentados por los intereses estratégicos del gran capital, incluso a manera de sofismas de distracción; es una de las formas en las que se ha desenvuelto el proceso relacional de la política y el capital.
Esa es la interconexión entre el capital, entendido como forma social, y el universo de lo político, que no significa una vinculación mecánica entre dos objetos diferentes, sino una compleja relación en el interior de una misma forma social.60 Es en las paradojas de la globalización, donde se advierte el interés de fragmentar el entramado social proyectando realidades adjetivadas: económica, política, social, y de ahí el sentido de las reformas.
Para consolidar este “error”, seguramente de manera consciente, se desplazó el sentido de la teoría y filosofía política en la apropiación interpretativa de la crisis y se recurrió a las formas simplificadas de la acción política-estatal. Es decir, se generó un advenimiento a la lógica de las reformas, las cuales se presentarían genéricamente en dos órdenes. En el primero, las reformas económicas, denominadas inicialmente de “primera generación”, que persiguieron los objetivos del Consenso de Washington: eliminar o simplificar la intervención del Estado, acelerar el crecimiento y contribuir a lograr otros objetivos de desarrollo.
La adopción de estas reformas, en los años ochenta, fue directamente sobre el modelo económico y la racionalidad del mismo, buscando estabilización y desregulación. Se caracterizaron por una desestimación del sistema político, considerando incluso, que la democracia como sistema era costosa e inversamente proporcional al desarrollo económico, por lo que muchas de éstas se estimularon y adelantaron con el claro soporte de sistemas abiertamente autoritarios.61
Las prioridades de los reformadores durante este periodo fueron la reducción del tamaño del aparato estatal y la eliminación o transferencia a otros niveles de gobierno o al sector privado, de los servicios prestados por el sector público para generar ahorro fiscal. Las herramientas “pertinentes” fueron la descentralización, la privatización, la desregulación de la economía y la terciarización de servicios públicos, con el fin último de eliminar patrones culturales disfuncionales para la economía de mercado como el clientelismo, paternalismo e intervencionismo, mismos que, sobra decir, lejos de desaparecer, lograron articularse a la nueva lógica estatal y adquirir nuevas formas instrumentales.62
Pero en los años noventa, como refere Brito, al inventariarse los resultados de la estrategia de desarrollo y de las reformas adelantadas en la década anterior, es decir ante una revisión “crítica” del “Consenso de Washington”, fue evidente que los costos en términos de inequidad y dualización social fueron mayores que sus beneficios, en tanto crecimiento, estabilidad económica y eficiencia pública.63 Así, inicia el replanteamiento de la actuación del Estado y de los gobiernos y con ellos América Latina ingresa en la siguiente etapa de las reformas: “las de segunda generación”, las institucionales. Es decir, el diagnóstico se mantuvo en el mismo sentido.
Estas reformas que se referen a un orden: político, judicial y de la administración pública, se “difundieron” como las coadyuvantes a las metas estipuladas por los organismos económicos. Sin embargo, por su naturaleza implicaron mayor complejidad, pues eran más inciertas y más difíciles de implementar. Por consiguiente, sus posibilidades de éxito dependieron no sólo de la consistencia y el refinamiento de sus detalles técnicos, sino de si el proceso político para aprobarlas e implementarlas era conducente a soluciones, aunque técnicamente no fueran las óptimas, proyectaran estabilidad, adaptabilidad, coherencia y sobre todo, interés público. El problema de la crisis se ubicaría entonces sobre la idea de la voluntad política.
Las nuevas propuestas complementarían lo que había quedado pendiente: estabilización macroeconómica y confrontación de los estilos tradicionales de administrar lo público. Con variantes significativas respecto a los instrumentos y objetivos del cambio, se incluyen, tanto el desarrollo institucional como una radical modernización gerencial de la administración pública, además del “perfeccionamiento” del sistema político democrático. El objetivo fue “refnar” las reformas económicas desde diversos ámbitos, por lo cual se inician procesos de reformas presupuestales, tributarias, de política industrial, social y del sistema educativo.64
Sin embargo, estas acciones se encaminaron a un debilitamiento y fortalecimiento del Estado: debilitamiento (fracaso) de la forma-Estado, y fortalecimiento (éxito) del aparato institucional. La globalización generó una “paradoja del poder del Estado”, porque fue capaz de adelantar aquellas estrategias que podrían aliviar la crisis en la cual se hallaba inmerso, a manera de consenso, entre los factores de legitimidad externos e internos, como ofrecer las bases para una nueva estrategia económica y política en un momento en el que los modelos de desarrollo estaban agotados.65 Las reformas adoptadas fueron puestas al servicio del capital transnacional, como base social para la reestructuración global del capitalismo. El desmantelamiento de la forma-Estado fue entonces necesario.
Por otra parte, los indicadores de impacto de las reformas desde finales de los noventa han intentado proyectar la idea de que el camino establecido es el correcto en términos de mejores garantías y condiciones sociales, sin embargo lo referido es sólo una paradoja más de la lógica del proceso de acumulación y una consecuencia del mismo.
Tomemos un indicador: la pobreza y marginación en la región. Según datos del informe Panorama Social de América Latina de la cepal (2013), para el 2012 el porcentaje de pobreza y marginación en la región fue de 29.4%, con una tendencia a la baja de 1.8% anual, según proyecciones desde el 2002. Sin embargo, estas cifras contrastan con la situación social y laboral en la región.
El mismo informe advierte entre líneas, la preocupación de que la principal ruta para salir de la pobreza, formalmente, se haya agotado: el empleo remunerado es una de las principales vías para salir de la pobreza, pero la mayoría de las personas pobres y vulnerables (de 15 años y más) ya se encuentran ocupadas. Los desocupados representan sólo alrededor de 8% entre los indigentes y 6% entre los pobres no indigentes. Esto de nuevo evidencia una situación persistente en la región, derivada de la heterogeneidad de su estructura productiva, y es que cualquier tipo de empleo remunerado no es garantía de superación de pobreza.66
¿Entonces cuál es el camino? Como señalan Altvater y Mahnkopf, ¿el trabajo negro, el dinero sucio y la política informal?
Por otra parte, la relación desigualdad y desconfianza, que complementan la triada analizada por la cepal, tampoco muestra resultados y expectativas óptimas, pues concluye que uno de los grandes desafíos que continúa enfrentando América Latina es la reducción de los elevados niveles de desigualdad en la distribución del ingreso. En la mayoría de los países se observa que un conjunto reducido de la población acumula una gran proporción de todos los ingresos generados, mientras que los más pobres sólo alcanzan a recibir una escasa porción.
Según el coeficiente de Gini que mide la desigualdad, en la región es de 0.51, nivel de desigualdad sustancialmente más alto que otras zonas del mundo, al tener en cuenta que Estados Unidos tiene 0.378 y los países de la ocde 0.313. De ahí que el promedio simple de los valores en América Latina indique que 10% más rico de la población recibe 32% de los ingresos totales, mientras que 40% más pobre recibe 15%. Entre 1997 y 2011, tanto la percepción de injusticia distributiva como la desconfianza en las instituciones (Poder Legislativo, Poder Judicial y partidos políticos) se asociaron con el coeficiente de Gini. Es claro que donde existe una desigualdad objetiva en la distribución del ingreso, se aprecia una mayor percepción de injusticia distributiva y una mayor desconfianza institucional.67
De la misma forma, Bárcena señala que en América Latina son necesarios procesos de reordenamiento institucional, comercial y estructural, aun más severos que los iniciados a finales del siglo xx, con el fin de “ofrecer” una estructura productiva y exportadora basada en ventajas comparativas estáticas, en muchos casos (América del Sur): vinculadas a los recursos naturales, en otros, relacionados con salarios bajos, manufacturas intensivas en mano de obra o servicios.68 Además, todavía existen muy pocas ventajas competitivas dinámicas, hay baja inversión y rezagos en innovación, ciencia y tecnología, educación e infraestructura, informalidad del mercado de trabajo, un alto costo de la violencia (7.7% del pib en Centroamérica) y vulnerabilidad asimétrica al cambio climático.
¿Esta es la idea de la transformación del Estado para el desarrollo? No. La transformación del Estado en América Latina significa entonces, el inicio de un conficto generado por la mundialización del capital dentro y fuera del espacio institucionalizado. Lo que referimos no es lo que imposibilita el desarrollo, son las consecuencias del proyecto de desarrollo globalizador. El fortalecimiento (éxito) institucional bajo la premisa de incrementar los niveles de apropiación y producción del capital contrasta con el debilitamiento (fracaso) de las garantías sociales que política y económicamente, y de manera complementaria, habían sido las garantes del pacto social.
La realidad no es como señala Prada, una crisis económica, una crisis política, una crisis del Estado, una crisis de la democracia formal, que responde a momentos, circunstancias e intereses diferentes.69 La crisis de la forma-Estado es la crisis del proceso relacional, “es la segunda muerte de Leviatán, aquella que aniquila al Estado como unión de los hombres en una condición que supera al estado de naturaleza donde la vida es breve, insegura e infeliz.”70
ConclusionesLa historia reciente de América Latina es entonces la historia de las reformas. Pero ¿qué se modificó? ¿Se logró configurar un Estado, como aparato estable, inclusivo, incluyente, eficaz, medianamente democrático? ¿Las relaciones sociales que definen la forma-Estado lograron una armonización? ¿Los agentes de mercado no se asumen como sociedad civil y viceversa? Si estos interrogantes y los muchos más que se pueden y deben de recogerse, desde la filosofía y la teoría política, mal llamada heurística, están resueltos y pueden ser sostenibles desde el discurso y la acción de las reformas, estamos ante un nuevo sentido de la forma-Estado. Pero como estos procesos han sido “cosméticos”, la interpretación y discusión de lo que implica la crisis de la forma-Estado están vigentes y van más allá de la comprensión del límite estructural que determina la existencia de todo Estado como aparato de dominación.
Como señala Thwaites, la “nueva literatura” sobre los cambios que ha impuesto la propia dinámica del capitalismo global a la definición de los “espacios”, sobre los cuales se ejerce la soberanía atribuida al Estado-nación, aporta una interesante perspectiva, referida al proceso de globalización y su impacto tempo-espacial, sin embargo, se focaliza en el análisis de los espacios estatales del centro capitalista, muy especialmente en Europa.71
Es así que muchos de los rasgos que son leídos como novedad histórica, en el caso de los estados nacionales europeos (por ejemplo, la pérdida relativa de autonomía para fijar reglas a la acumulación capitalista en su espacio territorial, comparada con la etapa interventora-benefactora) no lo son para los estados denominados periféricos.
El problema de estos diagnósticos está en la coherencia lógica interna y en la solvencia académica, aceptada por una comunidad institucionalizada en diversas escuelas de pensamiento, como señalamos, que buscan explicar y dar cuenta de la realidad y construir nuevos “sentidos comunes” capaces de guiar y legitimar cursos de acción que puedan tener un impacto efectivo en la realidad que metodológicamente se pretende modelar.
Por ello es necesario reconstruir para el futuro, desde herramientas metodológicas y categorías que permitan descifrar la política como antagonismo y las razones de la interacción y orden social no como posibilidad, sino como mecanismos de superación y transformación. Las categorías de clase social y de totalidad permiten hacer frente crítico a esta orientación neoinstitucionalista o de elección racional, en la que predomina el individuo y no el sujeto. La realidad latinoamericana como posibilidad aún se expresa y debe expresarse en términos del Gran Meta Relato.
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