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Inicio Latinoamérica. Revista de Estudios Latinoamericanos Centauros y eruditos: los clásicos en la Independencia
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Vol. 2014. Núm. 59.
Páginas 193-221 (enero 2014)
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Centauros y eruditos: los clásicos en la Independencia
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Hernán G.H. Taboada
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Resumen

A pesar de algunas opiniones en contrario, en las colonias españolas de América no se había desarrollado el estudio moderno de la antigüedad clásica griega y romana, al prevalecer el énfasis eclesiástico en el estudio y uso del latín. La influencia ilustrada de los dirigentes de la independencia propició una moda griega y latina: las menciones de la antigüedad clásica se convirtieron en lugar común, hubo propuestas de establecer el estudio del griego y el latín sobre bases académicas modernas y un general deseo de aclimatar su ejemplo entre nosotros. Por varias razones, sin embargo, no hubo una apropiación latinoamericana de los clásicos, el latín se perdió, el griego nunca se estudió seriamente y la Antigüedad clásica se conoció entre nosotros sólo a través de la interpretación de la Europa burguesa.

Palabras Clave:
Clásicos América Latina
Historia intelectual América Latina
Independencia
Latín América Latina
Griego América Latina
Abstract

Despite contrary opinions, in the Spanish colonies of America the study of the classical Greek and Roman past had not developed. Prevailed the ecclesiastical bias in the study and use of Latin. The enlightened influence on the independence leaders propitiated a Greek and Roman fashion: mentions of the Classical past became commonplace, there were proposals of establishing the study of Latin and Greek on modern academic grounds, and a general aim of establishing its example among us. For several reasons, nevertheless, there was no Latin American Latin appropriation of the Classics, Latin was lost and Greek never became seriously studied. Classical antiquity was known among us only through the interpretation of the European bourgeoisie.

Key Words:
Classics Latin America
Intellectual history Latin America
Independence Latin America
Latin in Latin America
Greek in Latin America
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¿Debemos imitar todos los agüeros y los sueños de los romanos porque en otras cosas fueron grandes hombres?

Antonio Nariño 1812

Como a un número creciente de estudiosos, me han estado interesando en los últimos tiempos las influencias del mundo griego y romano en Nuestra América. No con el afán que veo generalizado de rastrear una herencia considerada bienhechora, sino con el de desenmascarar los usos ideológicos a los cuales dicho mundo fue llamado. Tarea enmarañada porque los usos, del mismo modo que en Europa, variaron su sentido y contenido en tiempos y lugares, con lo que fueron los clásicos empuñados tanto por sectores conservadores como por innovadores.1 Señalador de estas variaciones es un episodio muy especial de la recuperación del clasicismo criollo, en el umbral mismo de nuestras repúblicas.

Razones de una decadencia

Una serie de críticas al lugar tradicional del latín se venían haciendo oír en la América española desde el siglo xviii. En la Nueva España se mostraba José Ignacio Bartolache a veces despectivo de dicha lengua, a la que consideraba un obstáculo a las Luces y en el “Plan de este papel periódico”, en que el 17 de octubre de 1772 anticipaba los contenidos del Mercurio Volante, estampaba: “La dificultad de imprimir barato y la misteriosa ceremonia de que todo lo de las ciencias haya de salir en latín, nos ha privado de muchas y muy bellas producciones. […] En otros papeles periódicos que he visto se guarda supersticiosamente el respeto a los latinos y griegos. No hay para qué; yo me gloriaré de haber nacido español y de que mis nacionales luzcan su trabajo y sean celebrados”.2

Sobre el mismo tema versó un discurso académico que publicó el Papel periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, que abogaba por el empleo del castellano en las ciencias: tanto griegos como romanos alcanzaron la perfección que les reconocemos por haber usado la lengua nativa en sus escritos; un Virgilio o un Horacio no habrían tenido tiempo de adquirir su vastísima erudición, su juicio y su estilo si hubieran estado obligados a aprender un idioma extraño; los franceses dan el ejemplo al utilizar su lengua para las ciencias, en las que destacan, y si no hubiera quienes “por afectar una mezquina e indiscreta erudición prefirieron la latina, hoy tendría España todas las ciencias sujetas a su lenguaje”. Sin abandonar el estudio del latín, llama a ahondar en el castellano, en el cual no saben muchos, con grandes estudios, explicarse medianamente.3

Esta crítica continuó una vez estallada la guerra de independencia. El chileno Camilo Henríquez señalaba en una argumentación sencilla y convincente que las ciencias modernas necesitan un instrumento ágil, no el incomprensible latín.4 Éste resulta sólo un adorno, mejor es tener “jóvenes de lenguas” que manejen las modernas en las secretarías, aconsejaba el peruano Lorenzo de Vidaurre.5 Opinaba Simón Rodríguez que “más cuenta nos da entender a un indio que a Ovidio”, iniciando así lo que mucho más tarde implementaría con sus proposiciones para el Colegio de Latacunga, de 1850, donde se preveía la enseñanza en castellano o quechua en vez de latín. En Cuba ponía en duda Félix Varela la utilidad de dicha lengua para la expresión filosófca. En ella había escrito parte de su obra, por lo que denunciaba sabiendo la anfibología de su sintaxis y fue él quien estableció (1812) que las clases universitarias fueran en castellano y no en latín.6

Nada que no se hubiera visto antes en la Europa transpirenaica y en la misma España. La modernidad y sus exigencias estaban arrinconando el viejo instrumento de comunicación. Fueron cada vez más los clérigos que, según la fórmula, abandonaban el latín de los breviarios por el francés de la Enciclopedia. Un estudioso ilustre como el argentino Juan Bautista Alberdi con displicencia confesaba: “he dado en mi vida cinco exámenes de latín, en que he sido sucesivamente aprobado, y apenas entiendo ese idioma muerto” y según su enemigo Domingo Faustino Sarmiento, quien señalaba alguna pifa clásica en sus escritos, Alberdi leía libros en francés, “por no serle familiar el latín que descuidó de niño”7 (Sarmiento siguió un camino similar, como sus Recuerdos de provincia atestiguan). Hubo también polémicas en las que se denunciaba el carácter “inútil” de las lenguas clásicas. Al ver el panorama de las décadas siguientes, el latín efectivamente entró en retirada: los tratamientos dedicados al tema coinciden en su “decadencia”. A fines del xix, en Venezuela sólo tenía un uso ceremonial,8 y lo mismo ocurre en los demás países. No hablemos de idiomas más recónditos: José María Luis Mora hacía notar que el estudio del griego y el hebreo “desconocidos casi del todo hoy en México”, eran estudiados por el clero regular en la Colonia.9 No nos extrañe, puesto que hasta el estudio universitario de las lenguas indígenas se perdió en las repúblicas.

No creo, sin embargo, que esta desaparición estuviera en la intención de los críticos antes citados. Se ha mostrado abundantemente que muchos de ellos eran buenos conocedores de las lenguas clásicas, como el antes citado Félix Varela, y entre los que más tarde lamentaron la pérdida figuraron personalidades bien comprometidas con la modernidad. Se verá cómo en esos mismos años, entre las turbulencias de las luchas de independencia, hubo propuestas de abrir cursos de latinidad allí donde no existían, y hasta pretendían difundir el griego. Los nuevos planes de estudio que se esbozaron las consideraron, así como la reforma de su enseñanza. Si agregamos otros testimonios a los ya allegados, entenderemos el sentido de la crítica de éstos, cómo estaba dirigida hacia la forma en que se transmitía la lengua, no contra ésta misma.

Así deben interpretarse las observaciones del Periquillo Sarniento (1816) de José Joaquín Fernández de Lizardi: un conocido maestro le estuvo acercando “mucha gramática y poca latinidad. Ordinariamente se contentan los maestros con enseñar a sus discípulos una multitud de reglas que llaman palitos, con que hacen unas cuantas oracioncillas, y con que traduzcan el Breviario, el Concilio de Trento, el catecismo de San Pío V y por fortuna algunos pedacillos de la Eneida y Cicerón”. Cita entonces con anuencia Periquillo la observación del padre Calasanz, de que con semejante método “salen los muchachos habladores y no latinos”, como él, que en efecto sacó

la cabeza llena de reglitas, adivinanzas, frases y equivoquillos latinos; pero en esto de inteligencia en la pureza y propiedad del idioma, ni palabra. Traducía no muy mal y con alguna facilidad las homilías del Breviario y los párrafos del catecismo de los curas; pero Virgilio, Horacio, Juvenal, Persio, Lucano, Tácito y otros semejantes habrían salido vírgenes de mi inteligencia si hubiera tenido la fortuna de conocerlos, a excepción del primer poeta que he nombrado, pues de éste sabía alguna cosita que le había oído traducir a mi sabio maestro. También supe medir versos y lo que era hexámetro, pentámetro etcétera, pero jamás supe hacer un dístico.10

No deja de burlarse Periquillo de un escribano ignorante que llena de fórmulas latinas y referencias a leyes romanas un documento legal para luego confesar que en realidad nada sabe de eso ni le importa, pero “como ya es estilo el poner esas cosas en las escrituras y otros instrumentos públicos, las ponemos los escribanos que vivimos hoy, y las pondrán de aquí a un siglo con la misma ciencia de ellas que los primeros escribanos del mundo; pero ya digo, el saber o ignorar estas maturrangadas nada importa”.11

Buen profeta fue, no por un siglo sino por dos. Tales testimonios, bien leídos, nos están criticando no el latín y su literatura, por los que se muestran curiosos, sino la vieja enseñanza en latín y su deformación, que daba en usos solemnes, peregrinos y ridículos de esa lengua, el vehículo de lo que se criticaba del Antiguo Régimen, las maturrangadas de una tiranía que, según el manifesto del Congreso de Tucumán, un año después de publicado el Periquillo, en 1817, sólo había dejado a los americanos “la gramática latina, la filosofía antigua, la teología y la jurisprudencia civil y canónica”;12 que mantenía su influencia sobre el lenguaje de quienes parecían haber estudiado “en aquellos tiempos / en que se lucía / el latín y el ergo”.13

La burla criolla siempre se había desatado contra ellos, y en las décadas que consideramos pululó, como en la descripción que hizo Florentino González de una clase peripatética en el bogotano Colegio de San Bartolomé: “el silogismo y el epiquerema resonaban en los corredores de los colegios en descompasados gritos, acompañados de fuertes patadas y extrañas contorsiones. El momento de concluir un raciocinio con el retumbante ergo se marcaba siempre por los disputantes con un desaforado grito y una estupenda patada”.14 Riamos por fin ante la cultura clerical de la argentina Córdoba con un crítico que la entendía muy bien: “el maestro zapatero se daba los aires de doctor en zapatería y os enderezaba un texto latino al tomaros gravemente la medida; el ergo andaba por las cocinas y en boca de los mendigos y locos de la ciudad y toda disputa entre ganapanes tomaba el tono y forma de las conclusiones”.15

Creo entonces que el planteamiento hasta ahora hecho —que nos presenta una “tradición clásica” vigente en la Colonia y su repudio y abandono en los nuevos tiempos— debe matizarse. Más bien asistimos al intento de dar nuevo significado a un estilo cultural que dudo en considerar tan generosamente como se ha hecho, y esto ya lo voy a tratar ahora, y de colocar sobre bases más sólidas su enseñanza y transmisión, a la zaga de lo que ocurría en la Europa moderna. Es lo que un nostálgico ha reconocido de buenas intenciones en los promotores de las reformas en Nueva Granada, aunque también señaló los resultados adversos: “buscaban un renacimiento de las humanidades, un retorno a los clásicos. Su autoridad no podía discutirse, por ser todos hombres de disciplinas clásicas. Pero con sus diatribas y burlas contribuyeron a desprestigiar el latín y a formar la animadversión hacia las letras humanas”.16

Aquí sin embargo yo no culparía a diatribas y burlas y sí seguiría la intuición de otro colombiano para explicar el abandono, cuando alude al desorden de los tiempos que vieron a “Bendición Alvarado barriendo en la oscuridad con la escoba de ramas verdes con que había barrido la hojarasca de ilustres varones chamuscados de Cornelio Nepote en el texto original, la retórica inmemorial de Livio Andrónico y Cecilio Estato que estaban reducidos a basura de ofcinas” desde la noche del suicidio del insigne latinista el general Lautaro Muñoz.17 La vaguedad de las mayúsculas y la atribución de retórica inmemorial a dos comediantes conocidos fragmentariamente parecen ser recursos de García Márquez para transmitirnos el sentido de confusión, de ignorancia entre las cuales se perdieron los clásicos entre la basura de oficinas de la América violenta de los golpes militares. Con ellos quedaron en la nada las buenas intenciones de los patriotas y hasta se extravió la tan mentada “tradición clásica” de la Colonia, cuyos alcances sin embargo es necesario ahora sí examinar.

Los antiguos en las indias

Desde la llegada misma de los españoles a América se difundió el latín escrito y hablado, con una vasta literatura en dicho idioma que no ha sido catalogada, mucho menos leída e interpretada, y al mismo tiempo la invasión de la literatura vernácula por los temas ligados a la civilización grecorromana, como en el teatro y muchas formas del discurso público. Estas dos características se han considerado una prueba de la supervivencia de la tradición clásica en la Colonia.18 Como corolario se han arrimado multitud de testimonios sobre el amor a las letras clásicas, su presencia en bibliotecas civiles o eclesiásticas, acompañados de diccionarios y gramáticas, eximios latinistas, incluso indios y mestizos, traducciones e influencias de Ovidio o de Lucano.

Al ser verdad lo anterior, no lo es menos que la cultura asentada en tiempos coloniales, a diferencia de la que llegó en los primeros tiempos de la conquista, respondía a la relativa ignorancia del mundo clásico en España, sobre todo del griego. Fue el país donde más se leyeron sus autores en traducciones,19 lo cual revela curiosidad popular ciertamente, pero también confirma alejamiento de las lenguas antiguas, como lo hace asimismo la exigüidad de ediciones de textos griegos, abundantes en otros países europeos, por la falta de tipos de imprenta.20 Esta cerrazón en el mundo letrado se acompañaba por una actitud irrespetuosa hacia los antiguos, visible en la distinta utilización de su acervo que hacen Shakespeare de un lado y Cervantes o Velázquez de otro,21 por no poca malquerencia eclesiástica del mundo pagano y por jiribilla nacional hacia los romanos, que en tiempos antiguos habían conquistado Iberia, como después hicieran godos y moros.

Tales actitudes se habían trasladado de este lado del Atlántico, con renovados motivos. Entre la plebe colonial se ha notado una actitud burlesca y carnavalizadora de los clásicos, en consonancia con el modelo hispano,22 y el latín podía servir de instrumento de hechicerías, como en manos del mulato Miguel de la Flor en la Oaxaca del siglo xvii.23 La Iglesia temió estos usos, pero también que los indígenas vieran analogías entre el ejemplo clásico, como también el bíblico, y los cultos prehispánicos que se quería abolir. Con razón se ha dicho que “entre nosotros el latín, que constituía la base de los estudios por su posterior proyección, no tenía por finalidad primaria la de ser instrumento para hacer revivir las creencias, las costumbres, las artes, las letras, las ciencias y la filosofía de la antigüedad clásica, en una palabra el saber de griegos y romanos […sino] capacitar para el servicio de la Iglesia”.24 Cuando se vieron ciertas derivaciones políticas de los estudios clásicos se denunció buscar sólo adornos en las humanidades y no el fundamento de una educación cristiano-política, pues era “corromper las costumbres y precipitar en el abismo de la perdición a todos los reinos que quieran imitar la cultura del de Francia”.25 Aun en los pocos seminarios donde subsistió el griego hasta el siglo xix había escaso interés por la literatura.26 Como se comprobó infinidad de veces, en son de crítica o elogio, la cultura eclesiástica colonial se centraba en la patrística y los tratados de teólogos, canonistas y panegiristas hoy desconocidos. Hay quien los ha visto como la principal influencia ideológica, superior a la de los autores paganos de la Antigüedad, en los hombres de la independencia.27 Por lo menos su onomástica (y la de sus esclavos) deriva del santoral en su mayor parte, al faltar la frecuencia de nombres clásicos que era regla en otras colonias y lo sería entre los criollos de las generaciones posteriores.

En síntesis, las manifestaciones antes aludidas, sobre las cuales han puesto el acento los varios estudios sobre Horacio o Virgilio en Nueva España o el latín en Colombia o Chile, se referen a personajes de gran fuste, a las clases superiores o a ciertos individuos excepcionales. En general es aceptable la conclusión del jesuita Aurelio Espinosa Pólit: “faltaba una tradición clásica arraigada, razonada y convencida en la España del siglo xviii” y en América “no había el arraigo y la fe capaces de resistir a la ventolera de innovaciones”.28 Y si esto sucedía en las alturas, en las escalas más bajas de la sociedad prevalecería la situación que, con cierto prejuicio, no digo que no, los hermanos Robertson describían en la provincia argentina de Corrientes: “algunos clérigos y frailes tienen nociones de latín, pero rara vez puede encontrarse en una biblioteca un libro clásico, o prohibido por la Inquisición”.29 Si la erudición española no alcanzaba el nivel de la transpirenaica, la americana estaba peor todavía y ni siquiera las pocas nociones de los clérigos y frailes correntinos tenían los curas errabundos, groseros e ignorantes con que topó Alexander Gillespie en las pampas: “vi uno solo que conversara en latín, aunque sus rezos se pronunciaran en ese idioma”.30

Algunos cambios, sin embargo, estaban llegando para tener gran influencia. En la Europa nórdica ciertos oscuros eruditos habían empezado a crear las bases de una ciencia fundamental para la burguesía moderna, la filología clásica, y sobre ella un neohumanismo fundamentado en la resurrección del ejemplo antiguo y en el estudio de sus lenguas, especialmente del griego. En Francia, unos revolucionarios que habían cortado la cabeza a su rey se referían continuamente a ese mundo y sus virtudes, como sucedía también entre los fundadores de Estados Unidos. Tales procesos extranjeros se vieron reflejados entre nosotros, cuando se desplazó la desconfianza hispana y católica y la falta de respeto por la admiración y el deseo de emulación. El abandono de la vieja erudición eclesiástica basada en el latín se vio acompañada por los intentos, que no pasaron de tales, para asignar a los estudios clásicos un lugar preciso en los recientes planes de estudio y de modernizar su enseñanza, al aclimatar la nueva ciencia filológica, donde la enseñanza potenciada del griego se sumaría a la del latín.

Se nos ha puesto en guardia hacia la simplista ecuación del latín con el pensamiento conservador y del griego con las rupturas, pero a lo largo de toda nuestra historia dicha ecuación, si no absoluta, muchas veces sirve de guía. Ruptura no sólo en el sentido de una aceptación de las ideas modernas, como nos revela cierto obiter dictum de un estudioso que por tradición familiar estuvo cerca de los estudios clásicos y por vocación cerquísima de la investigación sobre la Independencia: nota Tulio Halperin Donghi que cuando José Joaquín de Olmedo y Gregorio Funes usaron de imágenes clásicas para elaborar el retrato de Bolívar estaban reivindicando para América el “goce directo de una herencia cultural hasta entonces mediada por Europa”.31

La nueva ciencia de la Antigüedad

En la reformulación del estudio de los clásicos que los criollos insurgentes pretendían influyó la oleada de libros que la eliminación de los controles aduanales y de la Inquisición permitió entrar, al tiempo que los exiliados también los adquirían: el abuelo del venezolano Gonzalo Picón Febres, que huía de la furia del realista Boves, se refugió en Saint Thomas, donde pudo hacerse de preciosas ediciones de antiguos y modernos.32 Al volver de su exilio por las guerras, la familia Zárraga, de la ciudad de Coro, trajo “clásicos latinos y griegos y gramáticas hebraicas y caldeas”, que alcanzó a ver Pedro Manuel Arcaya.33 Renombrado fue el afán criollo de reunir ricas bibliotecas, como las de la andina Mendoza donde el joven Domingo Faustino Sarmiento pudo leer, desordenadamente, a los autores del siglo xviii y “las traducciones de las mejores obras griegas y latinas”.34 Con las cuales también se topó el extasiado Mariano Egaña, que en carta a su padre desde París enumeraba la gran cantidad de autores que descubría criticando el oscurantismo de la Colonia y proponiéndose llenar con ellos la biblioteca familiar, incluyendo a muchos moralistas grecorromanos.35

No eran sólo libros: el mismo Mariano Egaña planeaba comprar copias de estatuas antiguas —el Apolo, la Venus, la Diana Cazadora, Ceres, Pan y Baco, Laocoonte— y dudaba de la impresión que causaría entre sus pacatos coterráneos tanto cuerpo sin ropas, porque así se exhibían en Francia las estatuas, como explicaba con cierta sorpresa.36 La escasez de desnudos coloniales es en efecto llamativa. El interés podía hacernos caer en manos de embaucadores, como aquel “guarda de las medallas del Vaticano” que vendió al gobierno de Buenos Aires “una colección de 1 600 medallas antiguas, muchas griegas, sicilianas, egipcias, gálicas, tesoro único en América y poco común en Europa”.37

Con más detalle, por la minuciosidad con que nos legó sus documentos y por los estudios que ha merecido, podemos observar la afición hacia los clásicos y a su nuevo estudio de Francisco de Miranda, quien al pasar por Lausana (1788) había ido a buscar a Edward Gibbon, el historiador de la decadencia de Roma, y conversó con él. Que quisiera conocer más profundamente dicho mundo lo muestran las ediciones y traducciones modernas que compraba, de las que sacaba apuntes y reflexiones y anotaba en griego en sus márgenes; viajó a Grecia, probablemente el primer criollo en hacerlo y el único por varias décadas; con razón se ha dicho que con ello da muestras de una afición nueva, que había nacido en Inglaterra. Ahí hablaba largamente con la hermosa Lady Webster “de la Grecia y de sus inmortales y ruinados monumentos que le inspiraban tal entusiasmo en su noble alma que me decía iría conmigo a ver todas aquellas cosas con todo su corazón”.38 Queda claro por este pasaje que Miranda contemplaba el país del pasado, mientras la Grecia actual, a pesar de lo que se ha dicho, era vista con ojos displicentes.

Si bien con menor despliegue, una atención parecida puede rastrearse en otros protagonistas de la emancipación o en sus enemigos. Como en el caso de Miranda, numerosos personajes mostraron curiosidad por el mundo antiguo y al mismo tiempo sus lecturas revelan que el interés era satisfecho por obras de origen extrapeninsular. En ambas actitudes se originó una crítica a la vieja cultura eclesiástica, que estuvo acompañada por la insistencia en un nuevo papel de los estudios clásicos. Cuando el ilustrado padre Benito María de Moxó, español que residió en América, donde combatió a los independentistas, criticaba los planes de estudio, era diciendo que el método de latín usado hacía perder el tiempo y no acostumbraba a la antigua cultura.39 En Cuba, hemos dicho que el padre Varela logró que la enseñanza en latín se suprimiera, pero al mismo tiempo las nuevas clases sociales, que aprovecharon el auge económico azucarero, apoyaron desde 1830 instituciones que con nuevos métodos y manuales enseñaban griego, que se endilgó hasta a los estudiantes de medicina; era la lengua de Homero pero “sin desconocerse el mérito del dialecto griego moderno”, del cual hubo alguna traducción.40 En Brasil el Seminário de Olinda y el Seminário de São Joaquim, fundados bajo el Primer Imperio, enfatizaron el estudio del latín y el griego.41

Esta ruptura en la pluma de un realista, en la Cuba que siguió siendo colonia española y en el monárquico Brasil debía repetirse en las nuevas repúblicas independientes, donde el mundo clásico se convirtió en centro de interés.42 Para la Nueva Granada contamos con el detallado estudio de Rivas Sacconi, quien nos muestra cómo muy tempranamente (en 1812, es decir en medio de los peligros de la vuelta de los realistas y de la guerra civil) se aprobó un reglamento de educación superior, que consideraba la enseñanza del latín al dejar en libertad a los docentes para adoptar el texto que creyeran conveniente, les aconsejaba evitar el memorismo y encaminarlos a la traducción de “los autores latinos, escogidos entre los aceptados por todos como clásicos”; muy sintomáticamente, también prescribía impartir “algunos principios de mitología”. Una reorganización más duradera vendría en 1826 (ya terminada la guerra de independencia) y es notable que su autor, José Manuel Restrepo, considerara necesaria “una revolución tan completa” como la realizada en el terreno político, con el fin de demoler el “edifcio gótico” con que otro autor comparaba el sistema de educación existente. Los detalles que da Rivas Sacconi no dejan duda sobre el énfasis en los autores antiguos y no en la erudición clerical, y confirman así el carácter revolucionario que el bastante conservador Restrepo quería imponer en la educación.43

El otro país donde podemos seguir la cuestión es Chile, donde ya muy tempranamente la defensa de las lenguas antiguas asumía un tono moderno, como en las ordenanzas del Instituto Nacional fundado en 1813, según las cuales “la lengua latina, aunque muerta, abre las puertas al estudio de los mejores libros, es indispensable a los eclesiásticos y su riqueza, pureza y propiedad la han generalizado en todos los países del mundo”. La posterior polémica de Andrés Bello reforzó esta línea de argumentación, ya que defendió el uso de la enseñanza del latín, pero sostuvo su utilidad en los tiempos modernos y bregó por modernizar su estudio. Para él era el latín “el principal sendero que conduce al conocimiento de la antigüedad” y simplificaba la adquisición de las lenguas modernas; los nuevos métodos han facilitado su estudio y la filología ha progresado enormemente. Compuso Bello una novedosa gramática latina, editada por su hijo, e hizo traer profesores franceses (1829). Llegado de Europa, el polaco Ignacio Domeyko notó en Coquimbo la existencia de un liceo fundado por un auverniate que enseñaba latín y francés “con métodos modernos”.44

Podemos seguir con ejemplos espigados: el plan de instrucción pública del peruano Hipólito Unanue, tras la obligada crítica al antiguo régimen, preveía estudios de “humanidades y filosofía en lengua vulgar entrando después en el estudio del latín los que lo hubieran menester”.45 En Venezuela se quiso introducir el griego desde 1833.46 Por doquier se vio la redacción de nuevas gramáticas del latín que sustituyeron la vieja de Nebrija (criticada solapada o abiertamente):47 las hubo en Cuba y en Chile la que dije de Andrés Bello (1838); en Nueva Granada compiló una Manuel de Pombo (publicada en Madrid en 1821 y en Bogotá en 1825) junto a otros que reunieron obras menores o editaron autores clásicos o antologías.48 En Cuba se compilaron poco después dos gramáticas del griego, la de Miguel de Silva (1839) y la de Tranquilino Sandalio de Noda (1840), así como un diccionario, obra de Arturo Franchi Alfaro en 1850.49 Aparecieron en Nueva Granada las primeras traducciones del latín: si bien se ha dicho que antes eran innecesarias dado el general conocimiento de la antigua lengua, por lo menos debe de haber coadyuvado a la empresa el mayor interés por dicha literatura.50

Ya sólo las novedades, y el lenguaje usado al proponerlas, trasuntaban la adopción de la ciencia clásica transpirenaica. En sus fuentes la había bebido Miranda, como se vio; ya excelente latinista, Andrés Bello, comenzó el aprendizaje del griego en Londres, a los 30 años. Más específicamente estudió humanidades clásicas en Londres el neogranadino Julio Arboleda en 1830-1831, en los inicios de una larga lista de criollos que buscaron en Europa ese tipo de saber. De ellos emanó una actitud hasta despectiva en relación con la latinidad colonial, visible en el alejamiento de Nebrija, en la adaptación de métodos, manuales, antologías, en la revelación que hacía la gramática de Manuel de Pombo de la pronunciación restituta51 y más abiertamente en críticas como la que expresaba García del Río sobre la educación colonial, con la cual, “se llenaban nuestras cabezas de frases y versos escritos en una lengua muerta”. Elogiaba, por el contrario, que en la Guatemala republicana el gobierno hubiera hecho traducir del francés un Nuevo método para estudiar la lengua latina, y promoviera un curso de historia según el método de Strass.52

Observó María Rosa Lida que cada vez que España ha querido estrechar vínculos con el pensamiento europeo —a comienzos del siglo xvi, a mediados del xviii, a comienzos del xx— “su atención se ha dirigido al mundo grecorromano y sobre todo al griego”; puso como ejemplo a los helenistas que simpatizaron con el erasmismo, al núcleo erudito en torno a Juan de Iriarte en el siglo xviii y al grupo en torno a Emérita.53 La misma regla se aplica a los criollos de la independencia y a contrario se aplica a grupos para los cuales, muy significativamente, la nueva mención no era grata: cuando en el Congreso de Tucumán, que proclamó la Independencia argentina, en los discursos alternaban los nombres de Solón y Licurgo con la República de Platón “los sacerdotes condenaban a los filósofos antiguos como a ciegos paganos”.54 Las razones para el entusiasmo de los unos y la condena de los otros se verán en el siguiente apartado.

Un uso político

Todavía en nuestros tiempos el ejemplo grecorromano aparece acá y allá en la discusión política. Son, sin embargo, restos muy agotados de cuando constituían la principal referencia. Su papel en la Revolución francesa ya ha sido objeto de copiosa indagación y a estas tierras llegó entre los abundantes ecos de dicha revolución: el lenguaje de las décadas emancipatorias aparece lleno de Licurgos, Teseos, Brutos y Catones. Nada digo que no haya sido notado repetidamente, sin embargo, me parece necesario añadir que dicho uso excedía el de la retórica: los clásicos eran evocados porque su ejemplo se pensaba era efectivamente útil en los momentos que se vivían. Tomemos al ferviente realista José Domingo Díaz, quien confesaba su primera reacción al conocer en su juventud las doctrinas de la Revolución francesa: “distrayéndome de mis principales estudios, me dediqué entonces con un ardor extraordinario al de la historia de las naciones antiguas”; en las cuales vio las fallas de la democracia y su conocimiento le sirvió en 1815 para refutar las ideas de Bolívar alegando el ejemplo de las repúblicas griegas, nido de intrigas y rencillas, y el de Roma, que fue invencible mientras hubo jerarquías.55

Con ello se entiende la popularidad de los temas clásicos en el teatro, cuya eficacia era reconocida por todos: en Perú 1786 se prohibió la representación de obras sobre “degollaciones o destronaciones de reyes”.56 Los censores sabían lo que hacían, porque hacia el fin de la Colonia el teatro prefirió obras como Roma libre, que tenían más relación con la situación del momento.57 Décadas después los gobiernos patrióticos las promocionaron como medio útil, por declaración expresa de los protagonistas, para difundir ideas políticas, que muchas veces eran declamadas por individuos togados. Todavía en 1835, Ferdinand Wrángel alertaba ante una representación teatral en México porque “en una tierra donde se imaginan tener un César, es un poco peligroso representar un Bruto”.58

No únicamente el teatro, sino que cartas, poemas y artículos repiten el tema. Todo ello debido a que la república, la caída de las tiranías y la virtud antigua tenían una función ejemplar y los ideólogos de la Independencia creían que las instituciones de la Antigüedad se podían revivir en tierra americana. El mismo arte de la guerra siguió los preceptos de los antiguos estrategas: Miranda no hubiera aceptado como vencida una batalla si no hubiera sido conducida y vencida según las reglas de Alejandro y César.59 En la africana Haití, el dirigente Toussaint L’Ouverture, poco letrado pero de amplia inteligencia, leía los Comentarios de Julio César para extraer de ellos nociones de política, de estrategia militar y de las relaciones entre una y otra. El latín y los estudios clásicos cumplieron también en la desdichada isla un papel central, al figurar en sus planes de estudio.60

Herederos del pensamiento ilustrado, en muchos puntos ahistórico, los protagonistas de entonces concebían el pasado humano como una serie de episodios de oscurantismo e ilustración. A los primeros perteneció la Colonia, a los segundos Grecia y Roma, cuya libertad debían resucitar. No era entonces mera retórica la del argentino Tomás Guido al recordar que en los días iniciales del levantamiento su imaginación “se transportaba llena de esperanza a la república de Platón”,61 o cuando la reunión de la Constituyente chilena iniciaba con un estudiado discurso sobre los romanos, los cartagineses y los fenicios. Para infamar el espíritu de los uruguayos en rebelión, el gobierno de Buenos Aires les mandó auxilios, pero además les repetía “constantemente los nombres de Esparta, Roma, libertad, patriotismo”.62

Más ejemplos de este uso podrían continuar indefinidamente y ya han sido reseñados por quienes buscan probar la perduración de los clásicos en nuestra historia. También debe decirse que hay algo más que la mención. Se ha encontrado que el famoso Canto a Junín de José Joaquín de Olmedo (1825) retoma en profundidad la estructura del epinicio griego, cuando introduce —como hacía Píndaro con dioses o héroes cuyas gestas comparaba a las del atleta que era objeto del poema— al rey inca Atahualpa en medio de los sucesos contemporáneos.63 Muchas veces inclusive cuando parecía decirse que el mundo que surgía superaba al que había sido enterrado siglos antes, se lo hacía siguiendo un modelo que de éste emanaba. Véase el ejemplo de Vicente López y Planes, quien compuso unos muy citados versos que rezaban: “Calle Esparta sus laureles / y los suyos calle Roma / silencio que al mundo asoma / la gran capital del sur”. No es que considerara al oscuro villorrio que era Buenos Aires como superior a las heroicas ciudades clásicas, sino que estaba retomando, como descubrió la sagaz María Rosa Lida, un tema de la literatura de aquellas, presente en el “taceat superata virtus” de Claudiano.64 En latín y aun en griego fue compuesto algún panegírico u oda, en honor tanto del realista Goyeneche como de Bolívar.65

Más iluminadores que estos testimonios coetáneos a la lucha son sin embargo los de la época posterior, decepcionada de los intentos por revivir la Antigüedad. Se puede ver el camino hacia esta decepción en los escritos de Bolívar, quien desde la admiración hacia los antiguos pasó a cierto desdén por sus defectos políticos, que veía muy similares a los del continente que él había llamado a la Independencia.66 Éste de Bolívar fue un sentimiento muy difundido entre la generación posterior, que tuvo un sentido histórico más afinado y fue más ducha en modelos. Las páginas autobiográficas de Sarmiento nos permiten calar la hondura de esta transformación: en su desordenada formación en la provincia aprendió algo de latín, al parecer el eclesiástico, y un día, cayó en sus manos la Vida de Cicerón por Middleton, la cual le sugiere estudiar la historia de Roma de memoria, y la de Grecia por los catecismos de Ackerman, lo que realiza solo y en corto tiempo. Imbuido de estas imágenes en busca de “la libertad que la historia de Roma y de Grecia me había hecho querer, sin comprender bien los medios de realizar este bello ideal”, se presenta con altivez ante el gobernador de la provincia “acaso por mi contacto diario con César, Cicerón y mis personajes favoritos”, sólo para ver que “no era en Roma ni en Grecia donde había de buscar yo la libertad y la patria, sino allí, en San Juan”.67

Sarmiento la consideró inadecuada, mientras los polígrafos conservadores empezaron a ver con malos ojos la influencia: no puede ser Bruto un ejemplo y “consideramos que no podemos ser los hombres de la república romana. Ni los de las repúblicas de Grecia, ni los de las repúblicas italianas, sin colocarnos en épocas muy atrasadas y que esto no es progresar en la civilización, sino retrogradar todo lo posible”, decía Antonio José de Irisarri.68 Otro conservador desengañado fue Juan García del Río: “Juzgo ocioso hablar de las repúblicas de la antigüedad y de la Edad Media, porque presumo que ni aun los más ardientes partidarios del sistema republicano querrían ver a su patria en la condición política de Atenas o Esparta, de Roma o Cartago, de Florencia o Venecia”, escenarios todas ellas de disturbios, guerras y demagogos.69 La mofa asoma en la constitución en verso del peruano Felipe Pardo y Aliaga:

Da horror y pena ver atormentado

con fantasmas y ensalmos y embelecos

a vasallos imbeles de Fernando

para hacerlos latino-franco-grecos.70

Pero también los sectores más renovadores criticaban, como José Victorino Lastarria, a cada momento a los políticos de la generación anterior: “en Chile se copiaba la república de los que llevaron ese nombre en la Grecia antigua y en Roma”; “no buscaban los principios de su política sino en la historia de las repúblicas antiguas y de la Edad Media”.71 Hacia la misma época y en el mismo país, el representante de un sector democrático y renovador, el argentino Juan Bautista Alberdi, cuyo poco interés por el latín he expuesto, al reseñar un certamen poético celebrado en Montevideo en 1841 describía cómo la poesía de la emancipación iba por camino distinto a la acción política: “se levantaban naciones, la poesía sólo ensalzaba héroes; se traducían en el terreno de la política los principios anunciados al género humano por el cristianismo y los poetas, olvidando al Dios único, invocaban a los numerosos dioses del paganismo […] se echaban los cimientos de una sociabilidad nueva y original y la poesía no cesaba de hacer de nuestra revolución una glosa de las repúblicas de Grecia y Roma”. Unos años después comprobaba cómo el ejemplo de los guerreros de la Independencia enseñaba “que no basta saber las matemáticas y el griego para ser soldado de la libertad, ni basta ignorar esas cosas para serlo del atraso”.72

Es curioso, porque por esos mismos años, en otras latitudes geográficas e intelectuales, escribía Karl Marx unos conceptos que se hicieron famosos: aquellos que hablaban de la historia que se presenta como tragedia y después se repite como comedia; más útiles para nosotros ahora, hallamos a su lado expuestas estas consideraciones, que son menos citadas: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano”. Sin embargo, una vez que los revolucionarios cumplieron la misión de su tiempo, “desaparecieron los colosos antediluvianos y con ellos el romanismo resucitado”.73

La Grecia de la Francia

También en nuestra América podían haber desaparecido estos colosos antediluvianos, en el sentido que aconsejaba en 1824 el francés Ferdinand Denis, quien había residido en Brasil y se mostraba entusiasta de esa nueva tierra:

Si esta parte de la América ha adoptado un lenguaje que ha perfeccionado a nuestra vieja Europa, debe rechazar las ideas mitológicas debidas a las fábulas de Grecia utilizadas por nuestra larga civilización; éstas han sido llevadas a orillas donde las naciones no podían entenderlas bien, donde deberían haber sido siempre mal conocidas; no están en armonía, no están de acuerdo ni con el clima ni con la naturaleza ni con las tradiciones. La América, brillante de juventud, debe tener pensamientos nuevos y enérgicos como ella.74

Vemos esbozada en este fragmento la generosa preceptiva literaria que tan repetidamente aconsejó tomar la naturaleza americana como modelo. Pero si bien la acatamos y tímidamente hicimos literatura de nuestros rústicos, no nos animamos a expulsar las fábulas de Grecia ni el romanismo resucitado. Mientras la clase que revistiera en Europa el ropaje clásico cumplió su papel histórico, muy mal llevaron a cabo el suyo las que aquí pretendieron desempeñarlo: y nótese que la buena actuación allá y la mala acá son dos caras de la misma moneda.

Para entenderlo hay que recordar cómo al principio la evocación de los antiguos por parte de los insurgentes implicaba la idea de estar reviviendo y aun continuando y superando sus gestas. El Manifesto que José de San Martín leyó antes de la batalla de Maipú, en 1818, hacía saber a sus soldados cómo “vuestros voluntarios sacrificios han renovado los tiempos felices de Grecia y Roma”. Un ufano Bolívar escribía a Santander: “quién dijera que en Colombia, veinte siglos después de la ruina de Cartago, había de verse acontecimiento más brillante que el de Zama”.75 El debate político consideraba conveniente rebatir estas pretensiones: “poco había de la virtud de Roma en don Juan Martín de Pueyrredón”,76 escribían los hermanos Robertson, y el realista Mariano Torrente consideraba que entre la multitud de los patriotas eran “poquísimos los verdaderos republicanos, y desconocidos totalmente los austeros Catones”.77

Desde ese ángulo es visible cómo la Antigüedad vivía en la medida que era apropiada por los criollos: la gramática latina de Andrés Bello fue novedosa en cuanto explicó la lengua desde el castellano actual (y americano), con la conciencia que éste tenía una estructura distinta.78 Los símbolos grecorromanos fueron retomados y reciclados entre nosotros: el gorro que de la antigua Frigia había pasado a los libertos romanos y de ahí a los revolucionarios franceses terminó en las cabezas de los federales argentinos. Las poses clásicas de atlantes y cariátides fueron asumidas en los nuevos escudos nacionales de la Gran Colombia y Chile, pero por indios. El viejo motivo del centauro se reveló el más adecuado para los pueblos jinetes de América, se asentó en el himno colombiano (“Centauros indomables descienden de los llanos”)79 y su refriega con un león, que ya se encuentra en la impronta de un sello de Asiria y en una miniatura de Samarcanda, fue retomado para simbolizar la victoria de los llaneros sobre el león hispano.80

Las citas se podrían multiplicar, sólo están aquí para recalcar el siguiente paso, por el cual con el tiempo el ejemplo antiguo empezó a ser más bien la ilustración de nuestros males. Ya hablé de Bolívar, y a éste escribía Santander el 21 agosto 1826: “Me parece que ya no nos hemos parecido a Roma en virtudes, nos parecemos renovando las escenas de Mario y Sila”. Pontificaba José Antonio Páez en sus memorias: “hemos tenido, como tuvo Roma, pretorianos que quisieron gobernar a su antojo y capricho la república” (él no pertenecía a esa categoría, por lo visto).81 El deán Gregorio Funes se agarraba la cabeza: “cuando fijamos la consideración en nuestras disensiones, no parece sino que Cicerón, Tácito y Salustio escribieron para nosotros”.82

Los antiguos dejaban de ser el modelo porque estaba ocupando ese lugar la Europa moderna. En especial la Francia, su sinécdoque: los franceses, que tienen imaginación, “son los griegos de nuestros tiempos”.83 Sus gramáticas, manuales y florilegios fueron citadas en los planes de estudio,84 ya se mencionó, pero más que ese material de difícil acceso fueron devorados, y cada vez más, los libros en los cuales los nuevos griegos interpretaban a los antiguos. Ambas cosas decía el monarquista José Francisco Heredia al hablar de los jóvenes que, tras atropelladas lecturas, querían dar a Venezuela, “casi en la infancia de la civilización” instituciones republicanas “que no ha podido sufrir la ilustrada Francia, la Grecia de nuestros días”.85

Dicha influencia terminó acortando el camino hacia los clásicos: el muy erudito Hipólito Unanue citaba muy cómodamente a Homero en francés; la Iliada de Pope fue la de Bolívar.86 Se preguntaba con extrañeza Pedro Henríquez Ureña por qué Carlos María de Bustamante, bachiller en artes y licenciado en derecho, que había redactado una inscripción en latín, recurrió, para su traducción escolar de la Eneida hacia 1830, a la versión francesa de Leblond, excusándose por no saber suficiente francés (y salió por supuesto plagada de errores).87 Tales refritos explican la distinta grafía de los nombres antiguos que empezó a divulgarse y por qué las defensas del estudio de los clásicos se dirigían contra quienes afirmaban que todo se había ya traducido, como hacía Andrés Bello en Chile y fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera en México en 1843.88

Defensas comprensibles en un medio en que los libros europeos pulularon, entre ellos una vieja novela como Las aventuras de Telémaco (1699) de François Fénelon, que al parecer se puso muy de moda entre los curas neogranadinos: en Patía varios de ellos le preguntaron al francés Boussingault si lo había leído, popularidad que le había otorgado un vendedor ambulante que precedía a dicho viajero distribuyendo ejemplares del best seller.89 El Telémaco vuelve a aparecer acá y allá en distintas fuentes y lo estaba traduciendo la mexicana Leona Vicario antes de ser procesada.90 Es significativo cómo los críticos del modelo antiguo entendían que el apasionamiento de los legisladores chilenos por la antigüedad se debía “sin duda por preocupaciones sacadas de las ideas pedagógicas de las clases de latinidad” y se les aconsejaba estudiar a Tucídides “o la excelente historia de Grecia por Mitford”.91 Paradójico que el demócrata radical que fue José Victorino Lastarria esté recomendando la History of Greece (1784-1810) del tory inglés William Mitford, cuyo violento espíritu antijacobino lo llevó a atacar la democracia griega.

El neoclásico arquitectónico que se empezó a utilizar fue trasunto del neoclásico bonapartista, más que del griego: lo vio María Rosa Lida en los remozamientos de la catedral de Buenos Aires por obra de Bernardino Rivadavia, recuerdo francés más que griego y deseo de cortar con la tradición española.92 De los edificios altoperuanos se ha dicho algo similar: “la relación con los clásicos no fue directa sino mediatizada, fundamentalmente a través de la influencia francesa […] el neoclásico en la arquitectura boliviana no refleja un amor a lo clásico ni un conocimiento profundo del mismo”.93 No por muy citados, los versos de Rubén Darío dejan aquí de ser necesarios:

Amo más que la Grecia de los griegos

la Grecia de la Francia, porque en Francia

al eco de las risas y los juegos

su más dulce licor Venus escancia.94

Ni siquiera la Grecia de la erudición alemana, sino esa Grecia producida por la burguesía en francés, con su acompañamiento de manuales de Duruy, traducciones y pastiches. Tal fue nuestro alimento hasta hoy. Se dejaba atrás, arrumbado y sin entender, un corpus literario compuesto en latín, que ya dije no fue sobresaliente pero existió. Más grave, y asunto que amerita mayor estudio, se abandonó una tradición jurídica viva que a través de los siglos había ido glosando el derecho latino, dando coherencia, consistencia jurídica y alternativas a un derecho indiano propio. La adopción de los códigos modernos hizo olvidar esta elaboración, lo cual fue en desmedro de enemigos del Estado liberal (Iglesia, aristocracia, grupos indígenas) en aras de la imposición de la propiedad privada.95

En todo se tapió la estrecha entrada que habíamos abierto hacia la herencia antigua: el facilismo criollo desdeñó el estudio de sus lenguas y prefirió entablar polémicas ruidosas, construir teorías abstrusas, fundar revistas que duraban tres números y traducir desde Cuernavaca a Homero del francés. Cuando aparecía algún cultivo de las lenguas venerables solía ser entre los sectores más conservadores, y para periódicos proyectos de restauración porque, del mismo modo que en Europa, el mundo antiguo más que la libertad republicana empezó a simbolizar la solidez de las instituciones y el fundamento de la moral, al tiempo que los criollos le asignaron la función de colonizar a las grandes mayorías, que respondían a muy otras y heterogéneas tradiciones.

La mayoría de las historias de los estudios clásicos, del latín o de las influencias grecorromanas en América Latina son panegíricas; yo señalé el papel conservador en mi escrito “Romas y Hélades criollas: una trayectoria decimonónica”, en Carlos Huamán [ed.], Voces antiguas, voces nuevas: América Latina en su transfiguración oral y escrita, México, cialc/uaem, 2007, vol. 2, pp. 229-241; de forma más burlesca en “Los clásicos entre el vulgo latinoamericano”, en Nova Tellus, vol. 30, núm. 2, México, 2012, pp. 205-219. Similar perspectiva crítica aparece en Gonzalo Soto Posada, “Latín y cultura en Colombia: rastreo a través de la lengua latina de la presencia de la cultura española en la historia colombiana”, en Ildefonso Murillo [ed.], El pensamiento hispánico en América, siglos xvi-xx, Salamanca, Universidad Pontificia, 2007, pp. 211-236. Sin embargo, Andrew Laird dice con razón que la tradición clásica no es algo monolítico y rastrea la función identitaria que tuvo en nuestra América, véase Andrew Laird, “Soltar las cadenas de las cosas: las tradiciones clásicas en Latinoamérica”, en Carla Bocchetti [ed.], La influencia clásica en América Latina, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2010, pp. 11-31.

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Manuel Lorenzo de Vidaurre, Cartas americanas (1823 y 1827), ed. y pról. de Alberto Tauro, en Colección documental de la Independencia del Perú, t. 1, Los ideólogos, vol. 6, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la República del Perú [s.f.], pp. 472 y 473.

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Juan Bautista Alberdi, Cartas quillotanas (Polémica con Domingo F. Sarmiento), precedida de una carta explicativa de Domingo F. Sarmiento, Buenos Aires, La cultura argentina, 1916, p. 127.

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Ibid., segunda parte, cap. 3, p. 215.

“Manifesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas en Sud América, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles, y motivado la declaración de su independencia, 22 de octubre, 1817”, en Fuentes para el estudio de la historia institucional argentina, recop. y pról. de Alberto David Leiva, Buenos Aires, eudeba, 1982, p. 142.

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José Manuel Rivas Sacconi, El latín en Colombia: bosquejo histórico del humanismo colombiano, 2ª ed., Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977, p. 239n.

Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca, Barcelona, Plaza y Janés, 1975, p. 253.

Laird, op. cit., p. 24.

Lo afirma Teodoro Hampe Martínez [comp.], La tradición clásica en el Perú virreinal, Lima, Sociedad Peruana de Estudios Clásicos-Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1999, p. 51; invoca el gran número de traducciones que menciona María Rosa Lida de Malkiel, “La tradición clásica en España” (1949), en La tradición clásica en España, Barcelona, Ariel, 1975, pp. 339-397.

José López Rueda, Helenistas españoles del siglo xvi, Madrid, csic, 1973, p. 406; Enriqueta de Andrés, Helenistas españoles del siglo xvii, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1988, p. 309.

Lida de Malkiel, op. cit., pp. 388 y 389.

Eduardo Hopkins Rodríguez, “Carnavalización de mitos clásicos en la poesía de Juan del Valle y Caviedes”, en Hampe Martínez, op. cit., pp. 173-190.

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Tulio Halperin Donghi, “Imagen argentina de Bolívar: de Funes a Mitre”, en El espejo de la historia, Buenos Aires, Sudamericana, 1987, p. 139.

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Loc. cit.

El Centinela (Buenos Aires), 24 de abril, 1824, en Biblioteca de Mayo, Buenos Aires, Senado de la Nación, 1960, t. 9.2, pp. 261ss.

El interés de Miranda es el que más atención ha recibido, véase Juan David García Bacca, Los clásicos griegos de Miranda: autobiografía, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1967; Terzo Tariff, “Los clásicos griegos de Francisco Miranda”, en Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, t. 83, núm. 329, Caracas, 2000, pp. 250-268; Miguel Castillo Didier, Grecia y Francisco de Miranda: precursor, héroe y mártir de la independencia hispanoamericana, Santiago, Universidad de Chile, 2001; Carla Bocchetti, “El diario de viaje de Francisco de Miranda: Grecia en el contexto de la independencia americana”, en Carla Bocchetti, La influencia clásica en América Latina…, pp. 53-75; Efthimia Pandís Pavlakis, “Francisco de Miranda y Grecia: una relación diacrónica”, en Efthimia Pandís Pavlakis, Anthí Papageorgiou y Susana Lugo [eds.], Estudios y homenajes hispanoamericanos, Madrid, Ediciones del Orto, 2012, t. 1, pp. 9-13. Como digo en el texto, esta bibliografía atribuye a Miranda una actitud de amor a la Grecia de sus tiempos que más me parece ser proyección de las ideas de sus autores: a mi juicio Miranda se muestra en su diario más bien admirador de los turcos.

Benito María de Moxó, Cartas mexicanas, facsímil de la edición de Génova, 1839, pról. de Elías Trabulse, México, Fundación Miguel Alemán, 1995, pp. 317ss.

Elena Vérez de Peraza, “El griego en Cuba”, en Journal of Inter-American Studies, vol. 1, núm. 1, 1959, pp. 27-31; María Elina Miranda, “Der Neuhumanismus und das Studium der klassischen Sprachen und Literaturen in Kuba in der zweiten Hälfte des 19. Jahrhun-derts”, en Philologus, núm. 133, 1989, pp. 147-150 y “Enseñanza y tradición helénica en Cuba”, en id., La tradición helénica en Cuba, La Habana, Arte y Literatura, 2003, pp. 11-27.

Filomena Yoshie Hirata, “Tradição clásica no Brasil”, en Omar D. Álvarez Salas [ed.], Cultura clásica y su tradición: balance y perspectivas actuales, México, unam, 2011, vol. 3, pp. 111-124.

Junto a los estudios generales, lo hacen los dedicados específicamente a dicha época: Mario Briceño Perozo, Reminiscencias griegas y latinas en las obras del Libertador, Caracas, Texto, 1971; Stoetzer, “The importance of classical…”; Mariano Nava C., Envuelto en el manto de Iris: tradición clásica y literatura venezolana de la Emancipación, Mérida, Universidad de los Andes, 1996.

Rivas Sacconi, op. cit., pp. 300-304, 306 y 307.

Sobre este tema, la introducción y los textos presentados en Andrés Bello, Gramática latina, y Walter Hanisch Espíndola, El latín en Chile, Santiago, Biblioteca Andrés Bello, 1991, pp. 87, 91 y 145.

Hipólito Unanue, “Instrucción pública” (1824), en Colección documental de la independencia del Perú, t. 1, Los ideólogos, vol. 8, Hipólito Unanue, invest., recop. y pról. de Jorge Arias-Schreiber Pezet, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, p. 849.

Fernández H., op. cit., p. 13.

Rivas Sacconi, op. cit., p. 324, n. 37.

Ibid., pp. 320ss.

Miranda, “Der Neuhumanismus…”, y “Enseñanza y tradición helénica en Cuba…”.

Rivas Sacconi, op. cit., p. 269.

Ibid., p. 321n, cf. p. 320n.

Juan García del Río, Meditaciones colombianas (1829), Bogotá, Biblioteca de Cultura Colombiana, 1945, pp. 388 y 402.

Lida de Malkiel, op. cit., p. 366.

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C. L. R. James, Los jacobinos negros: Toussaint L’Ouverture y la Revolución de Haití (1938), México, fce/Turner, 2001, pp. 96, 169, cf. la anécdota en p. 236.

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Mariano Torrente, Historia de la revolución hispano-americana, Madrid, Imprenta de D. León Amarita, 1829, vol. 1, p. 70.

Léanse las observaciones del latinista Aurelio Espinosa Pólit en la introducción a la Gramática latina de Bello.

Manuel Briceño Jáuregui (sj), “Reminiscencias griegas en el himno nacional de Colombia”, en Briceño Jáuregui, Humanismo clásico: ensayos, Cúcuta, Letras Colombianas en el norte de Santander, 1987, pp. 113-120.

Ernesto Mora Queipo, Jean González Queipo y Dianora Richard de Mora, “El centauro llanero: sus mitos y símbolos en la identidad nacional venezolana”, en Opción, vol. 23, núm. 53, 2007, pp. 91-111.

J. L. Salcedo Bastardo, Historia fundamental de Venezuela, 4ª ed. revisada, Caracas, Universidad Central de la República, 1972, p. 403.

Funes, op. cit., p. 17.

Simón Rodríguez, Sociedades americanas (1828), pról. de Juan David García Bacca, ed. de Oscar Rodríguez Ortiz, cron. de Fabio Morales, biblio. de Roberto J. Lovera-De Sola, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1990, p. 66.

Rivas Sacconi, op. cit., p. 307n reproduce detalles del plan de educación ya citado de Restrepo (1826), que aconseja la obra sobre prosodia de G. Rey, “compuesta para los liceos de Francia”, la obra de César Du Marsais, el método de Port-Royal y la gramática latina de Guenoult.

José Francisco Heredia, Memorias del regente Heredia, pról. de Blas Bruni Celli, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1986, p. 42.

Unanue, “Observaciones sobre el clima de Lima y sus influencias en los seres organizados, en especial el hombre”, en Colección documental…, t. 1, pp. 39-237, p. 348n; Manuel Pérez Vila, La biblioteca del Libertador, Caracas [s. e.], 1960.

Pedro Henríquez Ureña, “Traducciones y paráfrasis en la literatura mexicana de la época de la independencia (1800-1821)” (1913), en sus Estudios mexicanos, ed. de José Luis Martínez, México, fce/sep, 1984, pp. 195-206, aquí pp. 196-197.

Osorio Romero, op. cit., pp. 63-117.

Boussingault, Memorias, Bogotá, Banco de la República, 1985, t. 5, p. 48.

Henríquez Ureña, op. cit., p. 92.

Lastarria, op. cit., p. 427.

Lida de Malkiel, op. cit., p. 365n.

Fernando Cajías de la Vega, “La arquitectura neoclásica en Bolivia”, en Classica boliviana. Primer encuentro boliviano de estudios clásicos, La Paz, Universidad de Nuestra Señora de la Paz-Unión Latina-Embajada de España, 1998, pp. 153-155.

“Divagación” (1894), en Prosas profanas, Rubén Darío, Poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, p. 184.

Reitero que merece más espacio esta interesante propuesta, que proviene de Miguel Arteaga Araníbar, “El abandono del latín como estrategia de los grupos de poder para la transformación del derecho de propiedad en América”, en Classica Boliviana: Actas del III Encuentro de Estudios Clásicos, Cochabamba, Sociedad Boliviana de Estudios Clásicos, 2004, pp. 57-63.

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