Mediante un recorrido por algunas de las principales manifestaciones carnava-leras latinoamericanas en las que predomina o se evidencia la raíz africana, el presente trabajo explora dilemas raciales, analíticos y político-culturales que las nociones de “negro” y “afrodescendiente” han enfrentado en el espacio nuestroamericano, con miras a proponer una tipología cartográfica de las negritudes regionales. La frase, a la vez con tingente y específica, “Don Carnal cuando se viste de negro” permite articular sujetos, escenificaciones y significaciones que muestran, desde un lugar a otro, los diversos estados de legitimidad e ilegitimidad de dichas negritudes, tanto en el nivel simbólico como material, contextualizadas en la relación histórica entre fiesta y sociedad.
By walking through some of the major events in the form of Latin American carnivals in which predominate or evidence African roots, this paper explores racial, analytical and political-cultural dilemmas that have confronted the notions of black and African descent in our own space, with a view to proposing a typology of regional cartographic negritudes. The phrase “When don Carnal dresses in black” allows to articulate subjects, performances and meanings that show, from one place to another, the various states of legitimacy of such negritudes in the context of celebrations and society.
El día 12 de febrero de 1975, en plena dictadura militar brasileña, el diario bahiano A Tarde publicó un breve artículo titulado “Bloco racista, nota destonante”, al aludir a la noticia que estremeció el carnaval de ese año en la tierra de todos los santos, la irrupción del primer bloco únicamente negro y abiertamente político, “Ilê Aiyê”: Conduzindo cartazes onde se liam inscrições tais como: “Mundo Negro”, “Black Power”, “Negro para Você”, etc., o Bloco Ilê Aiyê, apelidado de “Bloco do Racismo”, proporcionou um feio espetáculo neste carnaval. Além da imprópria exploração do tema e da imitação norte-americana, revelando uma enorme falta de imaginação, uma vez que em nosso país existe uma infinidade de motivos a serem explorados, os integrantes do “Ilê Aiyê” —todos de cor— chegaram até a gozação dos brancos e das de mais pessoas que os observavam do palanque oficial. Pela própria proibição existente no país contra o racismo é de esperar que os integrantes do “Ilê” voltem de outra maneira no próximo ano, e usem de outra forma a natural liberação do instinto característica do Carnaval. Não temos felizmente problema racial. Esta é uma das grandes felicidades do povo brasileiro. A harmonia que reina entre as parcelas provenientes das diferentes etnias, constitui, está claro, um dos motivos de inconformidade dos agentes de irritação que bem gostariam de somar aos propósitos da luta de classes o espetáculo da luta de raças. Mas, isto no Brasil, eles não conseguem. E sempre que põem o rabo de fora denunciam a origen ideológica a que estão ligados. É muito difícil que aconteça diferentemente com estes mocinhos do “Ilê Aiyê”.1
El artículo denunciaba el racismo de Ilê, especialmente tomó en cuenta el color negro de sus integrantes, tildaba de “feo espectáculo” y “enorme falta de imaginación” a una inédita y consciente puesta en escena carnavalera de politicidad negra, que combinaba la ritualidad y estética de los terreiros de candomblé con el discurso afroestadounidense del Black Power, para reprochar, a la sociedad bahiana de la época, la vigencia del racismo y el potencial creativo de los negros de las favelas. Pero, además, reproducía hasta la falsedad el discurso oficial del régimen dictatorial, que desde 1968 penalizaba por decreto el “problema racial”, al reprimir no sólo su práctica, sino cualquier forma de discusión sobre el mismo y señalar que en Brasil dicho problema “felizmente no existía”, el texto reproducía una vez más el mito fundante de la propia brasilidad; el imaginario de la convivencia feliz y democrática entre las razas, inaugurado por Gilberto Freyre y abonado luego por el Estado Novo de Getulio Vargas, que persiguió y prohibió el Frente Negro Brasilero en 1937.2
Ante la invisibilización del conficto mediante la censura, los negros del barrio Liberdade resolvieron refundarse en torno a “Ilê Ayê”, la voz yoruba de “Casa Grande”. Tal como lo hiciera el Teatro Experimental Negro (ten) en los años cuarenta, Ilê pintó de negro al “Don Carnal” bahiano, hizo de su propio espectáculo una vitrina de reivindicaciones políticas e identitarias, como recuerda uno de sus fundadores y actual presidente de la agrupación, Antonio Carlos dos Santos Vovô: “En esa época, la participación del negro era sólo tocando y cargando alegorías. No tenía la connotación política que Ilê le dio al Carnaval […]. Cuando creamos el bloco, el nombre que queríamos, que personalmente yo quería que fuese, era Poder Negro, Black Power”, y aunque la Policía Federal impidió su inscripción oficial con ese nombre, el bloco igualmente desfiló. No obstante, lo hizo impidiendo deliberadamente la participación de blancos, con lo que “conseguimos que un gran número de negros comenzara a asumir su negritud”, 3 agrega Vovô.
Para el año 2010, Ilê ya tenía consolidada una escuela popular en pleno barrio Liberdade, había influenciado en la emergencia de muchos otros blocos afrobahianos, era considerado parte fundamental del patrimonio cultural de Salvador, y comienzaba a permitir la participación de mestizos y blancos en su desfile de carnaval. Pero su radicalidad de origen, vuelve a recordarnos cómo los procesos de autoafirmación negra, en contextos de exacerbada discriminación étnica y exclusión social, suelen surgir por la necesidad de invertir el sentido del racismo, aun afirmándo-lo, como lo mostrara la primera gran lucha emancipatoria de la región, la Revolución haitiana, que en su carta constitucional independentista —la Constitución Imperial de 1805— reconoce a todo haitiano como “negro”, prohibiendo a todo “blanco” poner un pie en el territorio con título de amo o de propiedad de la tierra.4
Al mismo tiempo, este breve relato va abriendo nuevas preguntas: ¿por qué un problema que parece racial es enunciado en términos de “negritud” por uno de sus protagonistas?, ¿cuáles son las especificidades y ambigüedades de esa negritud en América Latina, frente al separatismo característico de las experiencias estadounidense y sudafricana?, ¿permite el escenario del carnaval revelar los procesos de visibilización e invisibili-zación que están en juego en la construcción de las negritudes regionales?
Es en este dilema de la (in)visibilidad que se sitúa el presente trabajo, con la intención de debatir en torno al sentido político de aquellos carnavales latinoamericanos en los que se evidencia la raíz africana, ya sea por la negritud de sus expresiones y cultores, o bien por la trascendencia simbólica de tales manifestaciones en contextos nacionales mestizados, como representación u omisión de “lo negro” o “lo afrodescendiente”. Más allá de las diferencias y similitudes entre las diversas formas que adopta en la región “Don Carnal cuando se viste de negro” —como los blocos afrobahianos, el tumba carnaval de los afrochilenos o los lubolos del carnaval montevideano, por mencionar sólo algunos— en términos conceptuales, el debate se plantea en torno a tres cuestiones centrales: ¿cuál es la pertinencia de pensar como un todo el sentido político de los carnavales latinoamericanos en que aparece la raíz africana?, ¿hay en ellos rasgos compartidos que permitan interpretaciones aplicables en diversos contextos festivos?, y si es así, ¿cuál es la relevancia de articular esta mirada desde la dimensión de su politicidad?
Uno de los primeros intentos por visibilizar el “Don Carnal” americano, como un gran mosaico festivo y cultural, fue publicado por la oea en su Revista Américas de 1986 —en plena década de debates en torno a la afrolatinoamericanidad— donde dedicó su tradicional Sección de Viajes a algunas de las principales festividades carnavaleras del continente, con cuatro artículos: “Río de Janeiro: espectáculo, ritmo y fantasía”; “Nueva Orleáns: frenesí y bullicio”; “Oruro: desfile de tradiciones”; y “Trinidad: ron, música y sol”.5
Escritos desde la otredad viajera, a modo de recomendaciones vi-venciales para potenciales turistas, es justamente frente a estas aproximaciones exotizantes y folclorizantes como éstas, donde se posiciona la hipótesis central del presente texto para responder sus interrogantes. En América Latina, el carnaval es un tiempo-espacio de aparición material y simbólica de lo negro y de lo afrodescendiente, que puede ser pensado como lugar privilegiado de escenificaciones político-culturales de negritud, en la medida en que permite la reivindicación de africanos y afrodes-cendientes frente a condiciones de exclusión social, exotización cultural e invisibilización política en las que han habitado mayoritariamente desde la esclavitud colonial hasta el actual contexto de segregación neoliberal, aun cuando esa aparición está constantemente enfrentada a dinámicas complejas a veces, incluso, contradictorias de pugna, negación, cooptación y reafirmación.
Afro(latino)américa como problemaHacia finales de los años setenta, el ganhés Anani Dzidzienyo enuncia por pri mera vez la noción Afrolatinoamérica,6 secundada años más tarde por el haitiano Pierre-Michel Fontaine,7 quienes aprovecharon el auge de los estudios de área estadounidenses para visibilizar las especificidades políticas, económicas, sociales y culturales de regiones latinoamericanas, en las que predominaba la presencia de grupos de ascendencia africana, de esta manera trascendieron las fronteras nacionales que habían inaugurado décadas antes los trabajos etnohistóricos de Fernando Ortiz sobre los afrocubanos, Gilberto Freyre y Roger Bastide sobre los afrobrasileros, y Ángel Rama sobre los afrouruguayos, entre los más relevantes.8
Desde otra vertiente, una compilación de estudios sobre Estado y Política en Latinoamérica publicada en 1981 —que pretendía revitalizar los debates en torno al Estado nación y sus peculiaridades regionales— incluye un trabajo del sociólogo guatemalteco Edelberto Torres Rivas, donde plantea cómo la profunda heterogeneidad política y cultural de América Latina, esquematizada en las nociones de Afroamérica, Indoamérica y Eu-roamérica impide enunciar características generales.9
Afrolatinoamérica y Afroamérica aparecían entonces como aportaciones relevantes para visibilizar problemáticas comunes de la negritud en la región —aun cuando planteaban nuevos dilemas sobre las posibilidades de reflexionar sobre América Latina como una unidad diversa— pues hacían eco del proceso de visibilización política y académica que militantes afrodescendientes, intelectuales de la etnicidad, el folclor y la negritud, y la unesco comenzaban a gestar en torno al Primer Congreso de Cultura Negra de las Américas de 1977, celebrado en Cali: Este primer Congreso reivindicó el diálogo entre los actores afrodescen-dientes que se autorreconocían en su dimensión académica y más allá de ésta. Allí comenzaría todo un movimiento bajo un enfoque de nuevas tendencias interpretativas “desde adentro” que luego intervendría en la esfera de la academia, lo público y lo político. El movimiento de la década de los años ochenta va a reafirmar esta tendencia […].10
La situación de la población “negra” en los periodos colonial y republicano, su aporte al desarrollo de la diversidad cultural latinoamericana, la discriminación —especialmente hacia la mujer afrodescendiente— y la exclusión del “afro” en la enunciación de su propia negritud, fueron los ejes centrales de tales encuentros, que afirmaban demandas comunes de visibilización inclusiva. A diferencia de los movimientos negros estadounidenses —desde los más reformistas hasta los más radicales en este periodo— tales peticiones fueron articulándose en torno a una identidad afrodescendiente que se definía, más allá del color, en la autoadscripción. Se acuñó entonces “el término afrodescendiente como una nueva identidad política con el propósito de incluir a las personas de ascendencia africana de todos los colores a pesar de una infinidad de diferencias”.11 Surgidas en medio de este debate, las nociones de Afrolatinoamérica y Afroamérica hacían eco de esa nueva identidad. No obstante, al definirse en torno al predominio de grupos de ascendencia africana en contextos territoriales o nacionales, más que en la autoadscripción, también planteaban nuevas invisibilidades, pues dejaban fuera del imaginario cartográfico de la negritud nuestroamericana, identidades que cobrarán fuerza años más tarde, como lo evidencia una de las tantas manifestaciones del “Don Carnal” regional cuando se viste de negro: la “Bajada Afrodescendiente” de los afrochilenos y su tumba carnaval.
Es en la fronteriza ciudad costeña de Arica, ubicada sobre el Pacífico chileno, donde desde hace algunos años sorprende la reconstrucción de la tradicional “Bajada Afrodescendiente por la Avenida 21 de mayo” y el juego carnavalero del tumba carnaval. Iniciado y concluido con el desentierro y entierro del carnavalón en el valle de Azapa, el “Don Carnal” afrochileno ha sido recuperado y recreado oralmente por los afrochilenos del nuevo milenio paralelamente con su propia reconstrucción identita-ria, proceso de afirmación que adquiere la forma de reivindicación frente a un imaginario nacional predominantemente blanqueado, que ha teñido de un criollismo impostado la idea de chilenidad desde sus albores republicanos. Como señala Marta Salgado, actual presidente de la primera organización afrodescendiente de Chile, Oro Negro, “muchas veces en mi propio país he pasado por extranjera tan sólo por mi color, mi pelo rizado, y tengo que decir con orgullo que soy chilena, teniendo que soportar la incredulidad de muchos y muchas”,12 y agrega que “aunque en Chile lo africano no está presente en el grado en que está en otros países latinoamericanos, negar su influencia es una lamentable afrenta contra nuestra historia e identidad como pueblo”.13 Y es que los antiguos “morenos” del valle de Azapa y de los barrios Lumbanga y el sector de La Chimba de la ciudad de Arica, eran peruanos hacia finales del siglo xix. Puerto peruano colonial, Arica exportaba metales e importaba mano de obra negra esclava para el trabajo en cañaverales y plantaciones de algodón en Azapa y Lluta, hasta que durante los siglos xviii y xix —con el proceso de abolición de la esclavitud— va siendo reconstruida por los esclavos libertos, quienes crean sus propios barrios, desempeñan diversos oficios y festejan con música danzas a la vida, como también en el valle de Azapa, donde cultivan además pequeñas porciones de tierra adquiridas en forma de pago, llegan a representar más de 60% de la población local.14
La empresa expansiva anglo-chilena por el control de la minería del salitre, que representó la Guerra del Pacífico (1879-1883), cambió por completo este panorama. El Tratado de Ancón (1883) que le siguió para zanjar el conficto dio paso a un macabro proceso de chilenización, que legitimó la persecución, la represión y el exilio de la población afro e indígena, así como la prohibición de sus manifestaciones culturales, por considerarse expresivas de peruanidad (nótese la ignorancia). La única salida para los morenos de Arica y Azapa fue el camuflaje, ya fuera por la vía de la migración hacia territorios bolivianos o peruanos, o mediante su ocultamiento y mestizaje con indígenas y chinos, pues las élites chilenas estaban empeñadas en ganar el plebiscito que zanjaría la territorialidad de las ciudades limítrofes en disputa con Perú. Pero el Tratado no fijaba las condiciones en que este plebiscito se celebraría, ni establecía el procedimiento que debía seguirse en caso de que no se realizara, como fue el caso, por lo que se desencadenó entonces un largo litigio entre ambos países, hasta la firma del Tratado de Lima (1929), donde se acuerda la anexión de Tacna a Perú y de Arica a Chile, al legar a los morenos del Norte Grande chileno toda la violencia de la autonegación identitaria y la disgreación familiar.15
No fue sino hasta el año 2000, en el marco de la “Conferencia Internacional sobre la Discriminación y el Racismo” desarrollada en la ciudad de Santiago —convocada por la Alianza Estratégica Afrolatinoamericana y la Fundación Ideas, como parte del proceso de preparación hacia la Conferencia de Durbam (2001)— que los morenos y morenas de Arica y Azapa comenzaron a reconocerse como partes de una misma raíz africana en el nivel continental y regional, en torno a una identidad afro(indo)chilena que viene reivindicándose y (re)construyéndose desde entonces, mediante diversas iniciativas de puesta en valor de sus antiguas manifestaciones culturales, como estrategia de visibilización de esta historia no contada tras la epopeya chauvinista de la Guerra.
La organización Lumbanga —la voz congo de “Caserío”— del valle de Azapa, comenzó entonces a desarrollar un proceso de reconstrucción oral de la memoria afrochilena negada, a través de mesas de conversación con sus abuelos morenos, donde comienzan a sonar nuevamente sus antiguas prácticas festivas, como recuerda el abuelo Gregorio Bravo Dávila (Timo), en una entrevista realizada por el investigador vivencial de la cultura afro-chilena y activista de Lumbanga, Cristian Báez: Las fiestas de carnaval eran bien familiares, duraban ocho días se iba bailando y jugando de casa en casa, tocando bombos y guitarra, acompañado con una canción de carnaval ¡hay carnaval qué hiciste!, no me acuerdo mucho, pero también tenía baile que se pegaban de cadera con cadera, en donde las mujeres tumbaban al suelo a los hombres, esas mujeres eran tremendas negras. Como le decían… Tumba, tumba carnaval… así le decían, estas morenas les pegaban con su tambembe. En estas fiestas las familias azapeñas se visitaban con sus muñecos, que le llamaban Carna-valón, cada uno tenía uno, recuerdo que lo subían a un burro al muñeco y salían tocando con bombos y guitarra cantando y jugando carnaval, al llegar donde la otra familia, los dueños de casa los recibían, se ponían a jugar y bailar la ronda del carnaval.16
Hoy, aunque ya no tan morenos como las aceitunas cultivadas en su valle, los afrochilenos hacen de expresiones como la “Bajada Afrodescendiente por el paseo 21 de mayo” en la ciudad de Arica, y el juego carnavalero del tumba carnaval, un espacio de reivindicación identitaria ante un Estado nacional que porfía su carácter pluriétnico y multicultural. Apoyados por cultores y activistas afrodescendientes de otras latitudes van aprendiendo y apropiándose de nuevos bailes y toques, que utilizan no sólo para autoafirmarse y reconstruirse sino, además, para visibilizarse en una región que tradicionalmente ha sido identificada por el predominio de comunidades mestizas, quechuas y aymaras, así como por el legado ancestral de la cultura chinchorro. Su participación en el Carnaval Andino Con “La Fuerza del Sol” (Inti Ch´amampi), celebrado en la ciudad de Arica desde el año 2002 sigue creciendo, al mismo tiempo que buscan incidir en las políticas censales, culturales y educativas, convencidos de que es sólo escenificando su negritud festiva lo que puede quebrar la histórica negación de su papel y el de sus abuelas y abuelos morenos en la retórica oficial sobre la chilenidad.
Es en este momento que emerge la necesidad de problematizar las nociones de Afrolatinoamérica y Afroamérica —operadas con base en la determinación de un porcentaje significativo de población afro en los países de la región— ya que, paradójicamente, aun cuando surgen buscando visibilizar la negritud nuestroamericana, acaban invisibilizando la espe-cificidad de la presencia africana y afrodescendiente en aquellos países como Brasil —donde muestra rasgos inéditos difícilmente generalizables a la negritud regional— o como en Chile, donde suele omitirse por ser minoritaria, no encontrarse aún censada y transformarse por el contacto con tradiciones étnico-sociales.
La propuesta de “Don Carnal cuando se viste de negro” nace como respuesta a esa necesidad de visibilización contingente y específica de la negritud en América Latina, ya sea expresada en términos de reivindicación de “lo negro”, como en el caso de Ilê Aiyê, o en términos de “afro-descendencia”, como lo muestra la experiencia de los afrochilenos, pues se trata de pensar el escenario de identidades y alteridades, de reivindicaciones y negaciones que están en juego. Pero, ¿por qué insistir en las nociones de “negro” y “negritud” para pensar una etnicidad que desde los años ochenta viene siendo reivindicada en torno a “lo afrodescendiente”?, y más aún, ¿por qué abordar la dimensión política y cultural de esa etnici-dad a partir de la festividad del carnaval?
La propuesta de “don carnal cuando se viste de negro”Desde su surgimiento, las discusiones sobre las ideas de “raza” y “etnici-dad” han transitado entre la paradoja y la ambigüedad, respectivamente.17 La noción de raza, surge a inicios del siglo xvi como sinónimo de linaje, y sólo en el siglo xviii comienza a esbozarse su sentido fenotípico para la clasificación de la diversidad humana (con base aparentemente científica), hasta extenderse su uso propiamente racista durante el siglo xix —asociando “naturalmente” atributos morales, intelectuales e identitarios a rasgos físicos constatables— en el contexto expansivo de la modernidad europea, para legitimar la jerarquización de la otredad.18
Paradójicamente, aun cuando la genética ha mostrado la imposibilidad de probar la racialidad humana,19 el racismo estructural y discursivo ha seguido operando en nuestras sociedades desde las formas más segre-gacionistas —que en América Latina se expresan en el solapamiento del color, la exclusión y la precariedad— hasta las más encubiertas, donde la negación y la exotización se dan cita para omitir su vigencia.
El grito del cubano José Martí, “no hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores lámparas, enhebran y reca-lientan las razas de librería […] el alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos de forma y color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas”,20 denunciaba ya en 1891 las nefastas consecuencias humanitarias de la falacia racial de su tiempo. No obstante, lejos de desaparecer, ésta fue encontrando nuevos camuflajes. Tal como planteara el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro hacia finales del siglo xx, “[…] la propia expectativa de que el negro desaparecerá por el mestizaje es un racismo”.21 Y es que ser afrodescendiente sigue siendo excusa para ensanchar las estadísticas de mayor precariedad sociopolítica y socioeconómica en el nivel regional.22
En la encrucijada, la academia optó por el uso de las nociones de “grupo étnico” y “etnicidad” para abordar la enunciación de la diversidad humana, intentando desmarcarse de la carga racista que había teñido por décadas las ideas de raza y color. Sin embargo, la salida de la paradoja fue la entrada a la ambigüedad; la etnicidad operaba como significación de la identidad y de la diferencia, del mismo modo que podrían enunciar las distinciones de clase, de género o incluso de raza, aun cuando comenzó a generarse un cierto consenso de que la raza apelaba a aspectos biológicos, mientras que la etnicidad a especificidades culturales de corte identitario, dentro de fronteras nacionales.23
Pero, ¿cuál es la posición del propio sujeto afrodescendiente en este debate? ¿Qué reflexiones han surgido a partir de las nuevas tendencias interpretativas “desde dentro”, propulsadas desde los años ochenta por los “afros” de América Latina? Desde el punto de vista del líder de la Red de Organizaciones Afrovenezolanas, Jesús “Chucho” García: “Nosotros”, ingenuamente o por ignorancia o simplemente por resignación, nos hemos conformado en la mayoría de los casos con la mirada del colonizador y neocolonizador instalados en cualquier tribuna: la academia, la Iglesia, la intelectualidad inorgánica, el Estado, la política, y otras, que legitiman sus construcciones discursivas de la dominación estructurada sobre la base del racismo y la discriminación racial. Hemos visto cómo en las primeras construcciones discursivas los europeos nos convirtieron en africanos abstractos, luego en negros, posteriormente en razas, inmediatamente en esclavos, y así montaron un marco conceptual que luego de quinientos años continúa acompañado de prácticas reproductoras desde sus iniciales instrumentos ideológicos hasta la reproducción trágicamente compulsiva introyectada en nosotros mismos.24
La propuesta de “Chucho” García consiste en generar un programa de deconstrucción ideológica que reivindique una afroepistemología, que desconozca el conocimiento edificado desde la otredad discriminante sobre lo negro, para volver a enunciarlo desde un “nosotros afrodescendiente” inclusivo, al tener como referencia la experiencia de los intelectuales de la negritud francófona y, posteriormente, hispanoparlante del Caribe de los años treinta y cuarenta, aunque también reconoce que “por ironía de la historia, esa estructura de conocimiento fue legitimada por las ciencias sociales y las humanidades de los antiguos estados que practicaron el comercio de africanos esclavizados y los sistemas esclavistas”.25 Una nueva paradoja es la que enfrenta la propia noción de “afrodescendiente” en nuestro tiempo: El término Afrodescendiente, gestado y negociado en redes transnacionales del movimiento negro en América Latina, fue adoptado posteriormente por la onu, por ong, y por organizaciones internacionales de diversa índole (desde la Fundación Ford hasta el Banco Mundial). Como categoría política el significante afrodescendiente también representa la voluntad de desarrollar lazos diaspóricos con miembros de la diáspora africana global a través de las Américas y en otras partes del mundo. Sin negar la gran importancia y los efectos positivos del proceso de Durban, es también necesario el criticar la tendencia a atribuirle un significado excesivo en la constitución de las acciones y organizaciones locales, nacionales y hemisféricas que componen lo que ahora podemos describir como una constelación de movimientos sociales negros en la región latinoamericana.26
En estos términos, el intelectual afrocolombiano Agustín Lao-Mon-tes advierte cómo, aun cuando la enunciación de la afrodescendencia ha constituido un avance en la visibilización de la diáspora africana en América y el Mundo, ésta también ha posibilitado la emergencia de élites conservadoras que aspiran a encontrar un lugar en el actual segregacio-nismo neoliberal, de espaldas a sus comunidades de origen y referencia. El autor agrega que “al mapear la política Afro en el continente americano hoy en día una de las contradicciones patentes es entre Colombia y Venezuela. De un lado, la élite afrocolombiana se está convirtiendo en una vitrina transnacional y en un laboratorio imperial para un panafri-canismo conservador neoliberal, mientras que por otro lado, la Red de Organizaciones Afrovenezolanas abandera iniciativas para articular una izquierda hemisférica afro”,27 lo que muestra la ambigüedad política que alberga la enunciación de la afrodescendencia al priorizar la raíz africana por sobre otras formas de adscripción identitaria, tales como la inclinación ideológica o la clase.
De este modo, tal como sucede con las nociones de “raza”, “color”, “negro” y “etnicidad”, las conceptualizaciones en torno a “lo afrodescen-diente” van apareciendo en nuestra historia reciente como construcciones sociales dinámicas, polisémicas, ambiguas y en disputa, complejidades que obligan a posicionarse frente a su uso, aun cuando esa toma de posición se haga de manera implícita ¿Desde dónde se plantea entonces la propuesta de “Don Carnal cuando se viste de negro”?, o más específi-camente, ¿en qué sentido se enuncian y articulan las ideas de “negritud”, “negro” y “afrodescendiente”? […] mi negritud no es una mancha de agua muerta en el ojo muerto de la tierra mi negritud no es una torre ni una catedral se zambulle en la carne roja del suelo se zambulle en la carne ardiente del cielo agujerea el agobio opaco de su erguida paciencia […].28
A partir del reconocimiento de los momentos en que tales ideas han sido enunciadas “desde dentro”, se trata en primera instancia de recuperar la negritud en su sentido más amplio, es decir, como expresión etnicitaria en construcción y reconstrucción constante, aun cuando bebe del sentido con que fuera acuñada en la década del treinta del siglo pasado por el poeta martinico Aimé Césarie en el poema Cuaderno de un retorno al país natal (1939), que puede ser leído como un llamado al autorrecono-cimiento, al orgullo en la búsqueda de lo propio, invisibilizado, discriminado, objetivizado por lo otro, que en el contexto de Césarie era lo blanco, lo occidental.29 La trayectoria histórica de las respuestas a ese llamado, acogido en contextos y momentos diversos por los afrodescendientes en América Latina, visto a través del tiempo-espacio del carnaval, sintetiza así la pregunta general y específica del “Don Carnal cuando se viste de negro” en una de sus caras: cuando su expresión es protagonizada por los propios afrodescendientes —ya sea como “negros” o como “afros”— como sucede en las experiencias de Ilê Aiyê y los afrochilenos.
En esta faceta, el carnaval comprendido como un espacio de aparición de esa negritud resignificada y actualizada “desde dentro”, a través de la auto-escenificación, es el sentido en el que emerge su dimensión política, pues más allá de la efímera contingencia característica del carnaval, dicha aparición expresa un proceso de etnicización que, en términos del sociólogo mexicano Gilberto Giménez, sucede “cuando una colectividad plenamente establecida desde mucho tiempo atrás en el territorio de un Estado, y cuyos miembros son reconocidos como ciudadanos plenos de dicho Estado, sigue considerando que sus raíces están fuera de dicho territorio”, lo que revela así “una experiencia colectiva de discriminación y opresión”,30 al aludir al proceso de configuración sociocultural de los denominados “pueblos emergentes”, que Darcy Ribeiro definiera en 1969 como grupos étnicos que se rebelan contra el Estado nación, para constituirse en torno a un proceso de descolonización.31
El “Don Carnal” nuestroamericano es un mosaico móvil y contingente de tales experiencias de emergencia. Pero ellas no sólo se expresan mediante auto-escenificaciones de la negritud en carnavales afro-descendientes o mestizados, sino también a través de representaciones de “lo negro” escenificadas desde la otredad. Y es que también la carna-valización “desde fuera” de esa negritud está presente en esta mirada, pues la identidad sólo puede construirse y comprenderse teniendo en perspectiva la dimensión de la alteridad; la respuesta y la representación “hacia” y “de” la afrodescendencia es la otra cara del negro “Don Carnal”, que evidencia el juego de reivindicaciones, prejuicios, exotizacio-nes y negaciones por el que ha transitado la significación de “lo negro” y “lo afro” en la región.
Cual Rey Momo, la ambivalencia del “Don Carnal nuestroamericano cuando se viste de negro”, así como su dinámica y polisémica politicidad, van esbozando las trayectorias (re)signifcantes de las negritudes regionales. Es el caso de las llamadas de candombe y las comparsas de lubolos, dos de las más antiguas expresiones del carnaval montevideano.
Para el cultor, activista e historiador afrouruguayo Tomás Olivera Chirimini,32 el surgimiento de las llamadas de candombe comienza en el marco del proceso de abolición de la esclavitud en Uruguay, marcado por la contingencia de la Guerra Grande (1839-1851) y la permisividad de las élites en turno, durante las conmemoraciones de reyes y Corpus Christi de la liturgia católica de la época. Según sus investigaciones, los negros de origen bantú que llegaron esclavizados al Río de la Plata, una vez libertos y asentados en los actuales barrios Sur y Palermo, salían convocando a los habitantes de las barriadas a ocupar las calles de la ciudad danzando al ritmo del candombe, el que se habría cristalizado durante la primera mitad del siglo xix “con un toque típico, específico, que jugaba con cuatro tipos de tambores”. 33
Se trataba de la llamada “época de auge del candombe”, cuando “las llamadas salían a recorrer por cualquier motivo Montevideo, siempre a pie […]”,34 agrega Chirimini en su relato. No obstante, como era de esperar en una época en la que los idearios de civilidad y blanquitud predominaban entre las élites latinoamericanas postindependentistas, las llamadas de candombe pronto encontraron la discriminación proscripti-va, como documenta la historiadora uruguaya Milita Alfaro: Por ejemplo, la resolución adoptada en 1807 por el Gobernador Francisco Javier Elío, prohibiendo absolutamente los candombes “dentro y fuera de la ciudad” y amenazando a los contraventores con “el castigo de hasta un mes en obras públicas”. O aquella otra —igualmente restrictiva pero más realista— por la cual, en 1816, el Cabildo de Montevideo prohibía dentro de la ciudad “los bailes conocidos con el nombre de tangos” y sólo autorizaba “extramuros, en las tardes de los días de fiesta y hasta la puesta de sol”.35
Irónicamente, este proceso de prohibición hacia la expresión callejera del candombe, fue dando paso a la progresiva emergencia de “salas de candombe”, que según la autora “proliferaron por entonces en la costa sur, oficiando como instituciones de asistencia mutua y, fundamentalmente, como locales de congregación de las distintas “naciones” africanas”,36 espacios que Chirimini caracteriza además como “lugares cerrados donde se realizaban las antiguas coronaciones de los Reyes Congos o Angola, que era el recuerdo del África, cuando un guerrero ascendía a la categoría de jefe”.37 Aparentemente, es sobre el imaginario de estas “salas” que surgirán luego los tradicionales personajes de la Mama Vieja, el Gramillero y el Escobero, protagonistas de los desfiles de candombe callejero en el carnaval motevideano desde la decadencia de los salones —por la alta mortandad heredada de la Guerra—. Pero, ¿cómo se da este vínculo entre el candombe y el carnaval? Cuando desaparecen las últimas salas de candombe, hacia 1890, el negro ya está siendo protagonista del carnaval desde 1870. Si bien había aparecido antes. De hecho, en 1834 aparece por primera vez la palabra candombe en forma escrita, en un periódico que habla de cómo los negros estaban “molestando en el carnaval” de ese año, ruidosamente y desde temprano[…].38
Aun cuando el candombe tenía una dinámica espacial y temporal propia hasta la primera mitad del siglo xix, en la década de los años setenta del mismo siglo su desarrollo va a experimentar una insólita transformación. Junto con la emergencia del primer periódico editado por afrouruguayos entre agosto y noviembre de 1872 —La conservación, que aspiraba a la defensa de “los derechos de la raza”—39 el año 1876 irrumpen en el “Don Carnal” montevideano dos comparsas de “blancos” pintados de “negros”, que danzaban por las calles de la ciudad al ritmo del candombe: Los Negros Esclavos —que luego de desfilar entre 1868 y 1870 habían desaparecido— y Los Negros Lubolos, conformada por jóvenes de sectores medios y altos, que “se vestían con ropajes que eran (supuestamente) reminiscencia de las naciones […] y usando corcho quemado y tizne “se presentaban perfectamente teñidos de negro”.40
Tomada de una de las antiguas naciones afrouruguayas, la expresión “lubolos” fue así reapropiada y resignificada por “blancos”, al reivindicar performáticamente el legado ancestral africano del Uruguay. Pero, tal como documenta el investigador estadounidense George Reid Andrews, “[…] a diferencia de las comparsas afro-uruguayas, Los Negros Lubolos no admitían mujeres como miembros del grupo. Ni tampoco admitían negros”.42
Paradójicamente, la reivindicación simbólica de la negritud ancestral era enunciada de espaldas a sus descendientes contemporáneos, quienes sólo eran tomados en cuenta como objeto de sátira y exotización sexual, en la mayoría de las letras interpretadas en el carnaval por los lubolos. Aun así, la ambivalencia también tenía un lugar en este proceso, pues aun cuando estas peculiares comparsas de candombe tuvieron un origen so-cialmente segregacionista, en ciertas ocasiones su contenido discursivo desempeñó el papel absolutamente contrario, al incluir en sus letras la denuncia hacia las injusticias en las que habitaron y habitaban entonces esclavos y negros libres, como ejemplifica el siguiente fragmento interpretado por Los Negros Esclavos en el Carnaval de 1883:
A todo africano que ven en la calle Muy pronto le dicen: andáte al cuartel. Y si uno no quiere, le dicen que calle ¡Si no una Paliza le dan a Comer! Mientras que uno sirve, le sacan la chicha Y viva la patria con su libertad; Cuando no se tiene ni para camisa Lo larga y le dicen andá a trabajar […].43
Al contradictorio carácter de las comparsas lubolas frente al problema racial de la época, se sumó la relativa cautela de las expresiones propiamente afrouruguayas. Para Milita Alfaro, aun cuando en este periodo lo lúdico y lo sexual fue acompañado por la temática de la discriminación racial en las llamadas afrouruguayas, muchas veces éstas venían de puño y letra “blancos”,44 aspecto al que Reid agrega: “[…] la mayoría de las comparsas afro-uruguayas estaba más limitada y era más cautelosa en atacar el racismo o la desigualdad racial que los grupos tiznados”, pues a su juicio, “los jóvenes de clases media y alta se sentían en un terreno mucho más seguro al atacar el orden establecido”.45
No fue sino hasta mediados del siglo xx que las llamadas serán reconocidas y normadas como manifestación específica del carnaval montevideano, época en la que el candombe volverá a sufrir una oleada de transformaciones, tales como la incorporación de la vedette en su desfile, y el desuso del tambor más grave, el bajo, en la cuerda de tambores. Se trataba de un nuevo proceso de institucionalización y mercantilización del desfile, que será seguido en la década de los años setenta por otro de diseminación y desafricanización, en medio de la dictadura uruguaya; la persecución hacia los negros de los barrios Sur y Palermo, redundará entonces en la expansión del candombe por otros barrios de Montevideo, así como por otras zonas del país, hasta ser considerado, en nuestros días, parte fundamental del patrimonio identitario nacional. Como expresa Chi-rimini: “Hoy, el candombe es una de las músicas más características del Uruguay, siendo declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en el año 2009, en sus barrios tradicionales”, reconocimiento que, no obstante, omite la desafricanización de sus actuales cultores.
Y es que hoy, afros y no afros, negros y lubolos, se dan cita en el candombe para reivindicar el aporte africano a la cultura nacional uruguaya, haciendo de su práctica una lucha vigente contra la discriminación racial, aun cuando sigan enfrentando diversas tentativas de cooptación mercantil e institucional, como la intensión de hacer del desfile un candombódro-mo, inspirado en el arquetipo carioca de carnaval-espectáculo.
El ejemplo de las llamadas afrouruguayas y los lubolos, evidencia así la profunda complejidad que puede albergar una sola manifestación afrodescendiente en el contexto del carnaval nuestroamericano cuando se viste de negro, más aun cuando se trata de una expresión musical como el candombe, que posee desde su inicio una dinámica espacial y temporal propia, haciéndose el “Don Carnal” de manera coyuntural y mutable. Si a esa complejidad agregamos la enorme distancia temporal, territorial y simbólica que representan las experiencias de Ilê y los afrochilenos, además de que se trata sólo de ejemplos específicos resaltados en medio del enorme mosaico de expresiones de negritud y su trayectoria histórica, que pueden cartografiarse en la región desde la perspectiva del carnaval, nuestro recorrido vuelve irremediablemente sobre sus preguntas iniciales: ¿cuál es la pertinencia de pensar como un todo el sentido político de los carnavales latinoamericanos en que aparece la raíz africana?, ¿hay en ellos rasgos compartidos que permitan interpretaciones aplicables en diversos contextos festivos?, y si es así, ¿cuál es la relevancia de articular esta mirada desde la dimensión de su politicidad?
Reconstrucción de los sentidos políticosMás allá de la infinidad de especificidades rastreables en las diversas manifestaciones del festejo carnavalero latinoamericano, en las que aparece la raíz africana, es posible plantear que todas ellas comparten, efectivamente, un rasgo distintivo: su capacidad de expresar una idea, un sentido de negritud, ya sea enunciada desde la mismidad —como reivindicación de “lo negro” o de “lo afrodescendiente”— o bien desde la otredad —como representación de la alteridad o como alegoría de la convivencia interracial—. Los entrecruces de estas posiciones de escenificación y (re)signifcación, permitirán reconstruir así una primera cartografía de sus sentidos políticos.
La negritud auto-escenificada como reivindicación de “lo negro”, tendrá así mayor preponderancia en las zonas en las que la presencia africana fue mayor desde la Colonia, es decir, en El Caribe y en los puertos de la trata esclava ubicados sobre el Atlántico, principalmente en Brasil.46 Desde el punto de vista material, su sentido político gira predominantemente en torno a la disputa por participar legítimamente en el espacio festivo, al enfrentar tentativas diversas de prohibición por parte de las élites en turno, mientras que en términos simbólicos, esa politicidad se expresa en la reivindicación del legado ancestral africano y en las nuevas manifestaciones culturales afrodescendientes, surgidas en Nuestramérica como resultado de resistencias, adaptaciones, camuflajes y mestizajes con otros sectores étnico-sociales. Se trata de manifestaciones que aun siendo prohibidas y discriminadas en su origen y primeras etapas de desarrollo, serán progresivamente cooptadas por dinámicas de patrimonialización, institucionalización y mercantilización, al perder su capacidad de expresar la misma negritud que enunciaran en su origen, para dar paso al imaginario de “lo exótico”, “lo típico” —o “lo patrimonial”, en términos contemporáneos— e incluso en algunos casos “lo nacional”.
Los blocos afrobahianos, el Carnaval de Trinidad, el candombe uruguayo, el Carnaval de Barranquilla, y el progresivo abandono de las expresiones originarias del carnaval de Veracruz, tales como el danzón y el son jarocho, entre otras, podrían ser entonces leídos desde esta clave interpretativa, aunque tal vez el caso más emblemático sea el del samba carioca, ensalzado al estatus de género nacional durante la época del Estado Novo, luego de una larga marginación de sus cultores y su disputa por entrar al festejo.47
En este contexto, la alegoría y la textualidad también expresan la dimensión política de estas auto-escenificaciones de “lo negro” en el “Don Carnal” latinoamericano, cuando buscan la crítica o la sátira política, como en el caso del calypso trinitario, o del repertorio musical de Ilê Aiye, pues se trata de expresiones de resistencia que serpentean frente a las tentativas proscriptivas y cooptantes a las que las festividades carnavaleras están constantemente expuestas, por su peculiaridad y potencia. Encontramos aquí además manifestaciones tales como los medio pintos (o negro pintos) del Carnaval del Callao en Venezuela —que se mofan de la exotización de la negritud— o los tiznados de las fiestas novembrinas en Cartagena, quienes encarnados por jóvenes afros y no afros de sectores populares, ridiculizan la criminalización y la segregación de la ciudad amenazando a los transeúntes con una pinta.
Por otra parte, la negritud auto-escenificada como reivindicación de “lo afrodescendiente”, tendrá mayor relevancia en la costa Pacífica y en la zona Andina, donde incluso cuando la presencia africana fue menor desde el periodo colonial, las comunidades negras y morenas han venido reivindicándose en torno a una identidad común afro-diaspórica, desde la década de los años ochenta hasta nuestros días.
Tal como sucede con la propia noción de afrodescendiente, el sentido político de tales manifestaciones del “Don Carnal” regional, expresa dinámicas complejas de invisibilización, reivindicación comunitaria de derechos colectivos, y cooptación —tanto para la legitimidad y contención del orden social, como para la expansión de posibilidades de mercado a través de su valorización como activos culturales— de modo que su sentido político está en un constante tránsito entre la emergencia, la ambivalencia y la pugna.
Aquí encontramos expresiones tales como el tumba carnaval de los afrochilenos, las llamadas del Carnaval esmeraldeño y su Festival Internacional de Música y Danza Afro, y el Carnaval del Fuego de Tumaco, entre otras, destacando especialmente el caso de la saya, “manifestación suprema de la cultura de expresión afroboliviana”,48 a partir de la cual fue fundado el Movimiento Cultural Saya Afroboliviano (2000)49 que articula las demandas por inclusión y reconocimiento de los “negros” en Bolivia, al tiempo que mantiene viva la pugna por la propiedad intelectual comunitaria de un ritmo que en la década de los años ochenta fuera inscrito erróneamente por la agrupación Los Kjarkas como caporal.
En la otra vertiente, la negritud representada desde la otredad como expresión de la diversidad étnico-racial, será mayoritaria en zonas en las que predomina hasta nuestros días la presencia de comunidades y poblaciones mestizo-indígenas.50 Es el caso de los caporales y las more-nadas del carnaval de Oruro, que simbolizan la memoria de la esclavitud negra desde la perspectiva del “cholo” boliviano, donde el sonido de las matracas de los morenos evoca las cadenas de la esclavitud, mientras que los cascabeles y la galantería de los caporales rememoran el ascenso social del negro que dominaba a sus pares.51 Pero también aparecerán en México las representaciones de negros legadas de las múltiples resigni-ficaciones que tuvieron las Danzas de Conquista, donde por ejemplo “el negro” —junto a jaguares, monos y serpientes— es uno de los personajes rituales fundamentales de los carnavales en los Altos de Chiapas.52
Finalmente, la negritud representada desde la otredad como alegoría de la convivencia interracial, aparecerá de modo lúdico, irónico, pero al mismo tiempo indulgente e invisibilizante mediante la pinta, como en el caso de los lubolos del Carnaval montevideano, o más claramente, en el juego de negros en el Carnaval Andino de San Juan de Pasto. Aquí, tras el imaginario del “todos somos uno” y de la ausencia del racismo, la festividad patrimonializada desde el año 2009 por la unesco oculta el hecho de estar situada en una de las zonas de mayor presencia afrodescendiente de Colombia, la Región Pacífica, cuyas condiciones de vulnerabilidad extrema —por el conficto armado, el desplazamiento forzado, la exclusión política y la pobreza material— se actualizan macabra y continuamente, aun cuando se trata del primer país en encarar un proceso constituyente que reconoce derechos colectivos a las “comunidades negras”.53
Así, la aproximación hacia una tipología festiva del carnaval nuestro-americano cuando se viste de negro, desde su dimensión de politicidad, viene dada por la posibilidad de abstracción de las muchas formas en que se construye y (re)signifca históricamente esa negritud, al tener especialmente en cuenta sus escenarios contingentes y específicos de aparición festiva, contextualizados en la peculiar dinámica social de su tiempo.
Los múltiples sentidos por los que transitan las negritudes latinoamericanas dentro de esta relación, entre lo festivo y lo social, expresará diversos estados de legitimidad que evidencian la propia dinámica sociopolítica de su práctica, estética y configuración de sentido; en pugna, negación, resistencia, cooptación o afirmación, la reconstrucción de los procesos de edificación de las negritudes nuestroamericanas, tanto en el nivel simbólico como material, van expresando así sus sentidos político-culturales en (re)construcción constante.
El uso de tales categorías introduce así una nueva complejidad: la consideración a la vez contingente y específica de la trayectoria y la movilidad de los negros “Don Carnales”, pues manifestaciones que en el pasado pudieron estar en pugna o reivindicación, hoy pueden estar siendo cooptadas o negadas, como también en algunas sucede de modo inverso. Pero es justamente esta complejidad la que hace a la festividad del carnaval un tiempo-espacio privilegiado para la comprensión de los procesos de emergencia, resignificación, disputa y reivindicación de “lo negro” y “lo afrodescendiente” en América Latina.
El trabajo expuesto pretende ser un aporte en la edificación de esta mirada regional, al reconstruir la polisemia característica del carnaval —más allá de las lecturas folclorizantes, exotizantes o meramente estéticas— desde su sentido vital, subversivo y (re)creativo del orden social.
El bloque carnavalero Ilê Aiyê, llamado “Bloque del Racismo”, ofreció un feo espectáculo en este carnaval. Además de la inadecuada exploración de la temática y de la imitación norteamericana, y reveló una enorme falta de imaginación, cuando en nuestro país existe una infinidad para ser mostrados, los integrantes de “Ilê Aiyê” —todos negros— llegaron a burlarse de los blancos y de las demás personas que los observaban desde el palco oficial. Por la propia prohibición existente en el país contra el racismo, es de esperar que los miembros de Ilê vuelvan de otra forma el próximo año, y usen de otro modo la liberación natural del instinto característico del Carnaval. Afortunadamente no tenemos problema racial. Ésta es una de las grandes felicidades del pueblo brasileño. La armonía que reina entre las parcelas de los diferentes grupos étnicos, constituye, por supuesto, uno de los motivos de inconformidad de los agentes de irritación, que desearían añadir a los propósitos de la lucha de clases, el espectáculo de la lucha de razas. No obstante, en Brasil, ellos no lo conseguirán. Y siempre que ponen fuera el rabo, evidencian el origen ideológico al que están ligados. Es muy difícil que suceda de otro modo con estos muchachos de ‘Ile Aiye’”. “Portando carteles con inscripciones tales como: ‘Mundo Negro’, ‘Poder Negro’ o ‘Negro para ti’”, en Jornal A Tarde, Salvador de Bahía, 12 de febrero, 1975, p. 3. Traducción de Lorena Ardito y Claudio Laso. Cursivas mías.
Felipe Arocena, “Brasil: de la democracia racial al estatuto de la igualdad racial”, en Revista Argumentos, vol. 20, núm. 55, México, uam-Xochimilco, Nueva Época, septiembre-diciembre de 2007, pp. 97-115.
Los testimonios de Antonio Carlos dos Santos Vovô fueron tomados del Documental: “Ilê Aiyê: O mais belo dos belos” (2012), de la serie de documentales Que bloco é esse?, patrocinado por Petrobrás y realizado por New Content.
Como señala la citada Constitución en sus artículos 12 y 14. En Nelson Chávez Herrera [comp.], Primeras Constituciones. Latinoamérica y El Caribe, pról. de Alexander Torres Iriarte, Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho/Banco Central de Venezuela, 2011.
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Autor de textos fundamentales sobre los afrouruguayos, entre los que destacan Los candombes de Reyes: las llamadas, Montevideo, El Galeón, 2000 y Memorias del tamboril, Montevideo, Latina, 1996, ambos en co-autoría con el intelectual montevideano Juan Antonio Varese. Es además líder, investigador y cultor del Conjunto Fol-clórico “Bantú” y presidente de la Asociación Civil “Africanía”.
Entrevista a Tomás Olivera Chirimini, en su casa ubicada en el barrio Sur, primer barrio extramuro de la ciudad de Montevideo, durante la visita de campo al Carnaval montevideano 2013, desarrollada en el marco de la estancia de investigación enero-junio de 2013, del proyecto “La politicidad de Don Carnal: lecturas políticas de lo festivo y lo carnavalero en América Latina”. Registro en audio, 6 de febrero, 2013.
En Milita Alfaro, Carnaval. Una historia social de Montevideo desde la perspectiva de la fiesta. Segunda Parte: Carnaval y modernización. Impulso y freno al discipli-namiento (1873-1904), Montevideo, Trilce, Uruguay, 1991, p. 146.
George Reid Andrews, “Recordando África al inventar Uruguay: sociedades de negros en el carnaval de Montevideo, 1860-1930”, en Revista Estudios Sociales, núm. 26, Bogotá, abril de 2007, p. 91.
Zona en la que se estima habría llegado a cerca de 60% del total de africanos esclavizados a América.
Fuentes consultadas: Revista Nossa História, É carnaval. Como nasceu a festa, año 2, núm. 16, Consejo de Investigación de la Biblioteca Nacional de Brasil, febrero de 2005; Nelson Fernándes, “La ciudad y la fiesta. Orígenes, desarrollo y significado de las ‘escolas de samba’ de Río de Janeiro (1928-1941)”, en Revista electrónica de Geografía y Ciencias Sociales Scripta Nova, núm. 24, 1º de julio, 1998; Carlos Sandroni, Feitiço decente. Transformações do samba no Río de Janeiro (1917- 1933), Jorge Zahar ed., Río de Janeiro, ufrj, 2001 y Hermano Vianna, O Misterio do Samba, 4ª ed., Jorge Zahar ed., Río de Janeiro, ufrj, 1999.
Mónica Rey Gutiérrez, “La saya como medio de comunicación y expresión cultural en la comunidad afroboliviana”, en xiii Reunión Anual de Etnología, 18, 19, 20, y 21 de agosto de 1999, t. ii, La Paz, musef, Bolivia, 2000 (Anales de la Reunión Anual de Etnología).
Referencias: Asociación de Conjuntos del Folklore (acfo), Revista Bolivia Carnaval de Oruro, acfo, Oruro, 1999; Marcelo Lara Barrientos, Carnaval de Oruro. Visiones oficiales y alternativas, Oruro, Centro de Ecología y Pueblos Andinos y Latinos Editores, 2007; y Marianela Alvarado R., “Profundizando en el origen de la danza del moreno”, en xiii Reunión Anual de Etnología…
Victoria R. Bricker, Humor ritual en la Altiplanicie de Chiapas, trad. Judith Sabines Rodríguez, México, fce, 1986 (Sección de Obras de Antropología).