La Revista de filosofía. Cultura-ciencias y educación (Buenos Aires, 1915-1929) es un proyecto pionero en la Argentina en lo que hace a la tematización de la filosofía. En sus textos se elabora una definición, un método y una función propias de la disciplina, en un contexto de importantes cambios políticos en Argentina. En el artículo analizamos conceptualmente la propuesta y la inscribimos en ese contexto. Intentamos reconocer de ese modo el significado de un proyecto editorial que puede leerse como una importante apuesta por repensar el vínculo entre la filosofía y las ciencias de cara a las necesidades políticas y culturales del país.
The Revista de filosofía. Cultura-ciencias y educación (Buenos Aires, 1915-1929) is a pioneering project in Argentina in the reflection about the philosophy. In its texts we find a definition, a method and a function for the discipline, in a context of important political changes in Argentina. In this article we analyze conceptually the proposal and its inscription in that context. We try to recognize the significance of an editorial project which can be read as a significant commitment to rethink the link between philosophy and science in the face of political and cultural needs of the country.
En 1915 José Ingenieros funda en Buenos Aires la Revista de Filosofía. Cultura, ciencias y educación, que fue publicada hasta 1929, incluso trascendió la muerte de su fundador. Con esta propuesta, tanto Ingenieros como los intelectuales y científicos que participaron en el proyecto ponen de manifesto una fuerte voluntad por volver a revisar algunos de los supuestos más básicos del discurso construido por ellos mismos hasta ese momento. Tal como lo describe Oscar Terán para el caso del mismo Ingenieros, allí se observa el tránsito de un cientificismo radical a una reflexión sobre las problemáticas éticas y políticas, que el anclaje en las ciencias físico-naturales hacía difícil formular.1 Si bien los saberes científicos son todavía el objeto de muchos de los artículos recogidos en la publicación, éstos no constituyen en absoluto los te mas prioritarios de la misma. Se despliega allí, en cambio, un abanico de cuestiones que reclaman el ejercicio de “nuevos saberes”, que se aglutinan en lo que empieza a definirse como el campo de las humanidades y, en particular, de la filosofía.
El objetivo de la Revista, sostiene Hugo Biagini siguiendo las afirmaciones del propio Ingenieros, es “despertar el gusto por las actividades mentales”,2 “estudiar problemas de cultura superior e ideas generales que exceden los límites de cada especialidad científca”, “imprimir unidad de expresión al naciente pensamiento argentino” y “contribuir a la renovación de los géneros clásicos de la filosofía (psicología, ética, lógica, estética, metafísica), cuyo reconocimiento es la premisa natural de toda elaboración flosófca”.3 En las páginas de la Revista encontramos algunos de los primeros ensayos argentinos que tratan de sistematizar una determinada concepción del saber filosófico, de darle un lugar y una dirección en la Universidad y de reconocer para éste un papel específico en la conformación de la cultura nacional. Los trabajos que publican allí tanto el mismo Ingenieros, cuanto colegas como Rodolfo Rivarola, Alfredo Colmo, Carlos O. Bunge, Leopoldo Maupas o Gregorio Berman, por nombrar sólo algunos, conforman un amplio corpus de elaboraciones teóricas sobre las humanidades, que da cuenta de la existencia de un importante debate sobre la cuestión.
En lo que sigue atendemos a algunos de los desarrollos que, al versar sobre esta temática, aparecen en los números publicados entre el inicio de la Revista, 1915 y 1918. Nos detenemos, primero y principalmente, en la concepción de la “flosofía” que se esboza allí, para luego analizar las consecuencias que esta definición presenta, tanto en lo que hace a la relación de la filosofía con las otras ciencias y disciplinas desarrolladas en el país, por ese entonces, en el espacio específico de la Universidad de Buenos Aires, como al vínculo que se establece entre la filosofía y la política. El corte cronológico deriva de dos razones, una de índole práctica, que responde a la imposibilidad de abarcar en un artículo de estas características la totalidad de los números, y la otra se desprende de una advertencia de Luis Rossi —que acaso podría discutirse— acerca del giro que daría la Revista hacia 1918, año en que se politizaría de manera manifiesta.4 A partir, entonces, de ese diagnóstico de Rossi, nos interesa estudiar cómo y porqué concibe de un modo particular la filosofía una publicación de pretendido corte académico que se propone ocupar el centro de la escena universitaria.
En lo que hace a la primera cuestión, la definición de “flosofía”, es importante recordar el trabajo de Jorge Dotti sobre la recepción de Kant en Argentina. Si bien no nos interesa tratar aquí la recepción de Kant, este texto es uno de los pocos estudios, referidos a la época, en que se aborda con precisión la cuestión de la filosofía. Dotti inscribe su lectura en el debate positivismo-antipositivismo. Él sostiene que la crítica que reciben los desarrollos positivistas en torno a la filosofía —desarrollos entre los que se destacan los de Ingenieros— se centra en la denuncia, de base kantiana, de que el dominio del discurso biologicista, o lo que es lo mismo, el carácter “omnicomprensivo” atribuido a la biología, termina por inhibir las posibilidades de elaboración de postulados morales y políticos.
Esta lectura permite percibir uno de los nudos centrales de lo que nos interesa analizar aquí: el conficto entre la explicación biologicista del mundo y las posibilidades de intervención política en él. El interés de Ingenieros y sus contemporáneos —la mayoría provenientes del campo de la medicina— por definir las humanidades y la filosofía, en particular, responde, en parte, a la visualización de ese conficto que destaca Dotti y a la necesidad de tomar partido ante él. Las novedades aportadas por la biología en los últimos años habían conducido, hasta ese momento, a elaborar una crítica devastadora a los principios fundamentales del discurso ilustrado en materia moral. Libertad y responsabilidad eran denunciados como puras quimeras, carentes de asidero real, por no poseer vínculo alguno con lo experienciable. De igual manera, las críticas recaían sobre las traducciones prácticas de dichos principios, por ejemplo, en el campo jurídico. Y terminaban por presentarse como tímidos esbozos de un modelo político que, en el marco de los grandes cambios sociales producidos en Argentina en ese entonces, otorgaba una importante centralidad a las instituciones de control social.5
En cambio, la pregunta por la filosofía y las humanidades intentaba avanzar en otra dirección: analizada en clave filosófica, coincide con la pregunta por los fundamentos de las acciones políticas y morales y, en ese sentido, puede reconocerse cierta cercanía con la preocupación kantiana. Sin embargo, no conduce hacia el mismo lugar. Los autores de la Revista reconocen el problema y, a diferencia de sus propuestas anteriores, se abocan ahora a pensarlo, pero sin aceptar la solución kantiana.6 Ellos ven en Kant “una doctrina superada por los avances de la ciencia” al tiempo que “uno de los componentes del revival idealista”.7 Dos caracterizaciones que ponen de manifesto tanto el hecho, en el que insiste Dotti, de que no conocían a fondo la doctrina kantiana, cuanto la centralidad que aún otorgan a las ciencias físico-naturales.8
Sobre la cuestión, se destacan en la Revista las intervenciones de dos autores conocidos por su afinidad con el filósofo alemán: Alejandro Korn y Rodolfo Rivarola. Ambos manifiestan sus preocupaciones ético-políticas en relación con las cuales suelen mencionar el nombre de Kant. Sin embargo, ni el primero, quien finalmente se convertirá en uno de los principales críticos del positivismo y defensor del kantismo, ni el segundo, un intelectual más comprometido con el proyecto y la línea de la Revista, embanderan la causa ético-política con la figura de Kant. Un buen ejemplo de ello lo ofrece Korn, cuando, en 1917, haciendo un repaso por la filosofía contemporánea afirma la persistencia, aun en el universo dominado por la ciencia, de una necesidad humana de generalizaciones abstractas, de preguntas metafísicas. Ante el mecanicismo extremo, el futuro decano de la Facultad de Filosofía y Letras festeja lo que considera una reciente vuelta de la mirada filosófica hacia el alma como portadora de una “espontaneidad creadora”, que anima la vida, y el hecho de que allí se recurra finalmente a la metafísica. Ahora bien, esa vuelta de la mirada no es para él, sin embargo, un regreso a Kant. Según Korn, son otros los nombres que, percibe, comienzan a sonar cuando se ve agotada la solución positivista: son Verlaine, en poesía, Anatole France, en prosa, y Nietzsche en Filosofía.9
En el caso de Ingenieros la posición puede resultar aún más ambigua: él insiste en denunciar el “dogmatismo” de la filosofía kantiana, pero lo problemático de ese dogmatismo radica, a su juicio, en que éste se utiliza para combatir la metafísica y con ello la filosofía misma. Ingenieros sale en defensa de la filosofía nada más y nada menos que contra Kant.10 Pero al elaborar esa defensa nuestro autor se vale de una nueva definición de filosofía e, incluso, de metafísica. Ingenieros habla, desde el primer número de la Revista, de “flosofía científca”, ése es el nuevo nombre de la filosofía y de la Revista, su órgano de difusión.11
Las particularidades que se le atribuyen a esta nueva filosofía suponen una definición de “razón” diferente en todo a la kantiana, y que, por lo tanto, no puede ser comprendida sobre la matriz de aquel pensamiento, como sugiere la lectura de Dotti al denunciar la incoherencia de Ingenieros. Estamos, en cambio, ante una definición estrictamente biológica de una razón que, por lo tanto, presenta una constitución y unas funciones íntimamente ligadas al mundo de la experiencia. En el modelo de Ingenieros, la apuesta a redefinir la razón va acompañada de la posibilidad de redefinir también la metafísica.12
Lo que vuelve llamativa y provocativa la posición de Ingenieros es su voluntad de mantener, contra el alemán, el nombre de “metafísica”, al otorgar, no obstante, un nuevo sentido al concepto. En general, Ingenieros equipara “metafísica” con “flosofía”, y ambos conceptos son utilizados indistintamente para dar cuenta de ideas que no están atadas directamente a la experiencia, aunque permanezcan ligados a ella. Tal como lo percibe Ingenieros, el problema que presenta la filosofía kantiana es la separación analítica de dos mundos, el de la ciencia y el de la razón práctica. En contraposición, la virtud de la nueva mirada es la reconciliación de ambos mundos bajo el dominio del primero, lo que conlleva importantes consecuencias en el campo de la filosofía práctica.
La cuestión, entonces, es cómo pensar la filosofía luego de la afirmación, sin retorno, del dominio de la racionalidad biologicista. La solución aparece de la mano de la “flosofía científca”: una filosofía que niega la posibilidad de reconocer algún ámbito de reflexión independiente respecto de la experiencia, que combate con ello, según sus pretensiones, todo intento de dogmatismo/apriorismo. En ese marco se postula una nueva metafísica: la “metafísica de la experiencia”, con hipótesis “inexperienciales”, pero atadas a la experiencia. Así lo sostiene Ingenieros en el artículo que abre el primer número de la Revista. Al definir esta nueva filosofía dice: si a sus problemas y cuestiones se conserva el nombre de metafísica, la filosofía científica aspira a constituirse como una pura y simple metafísica de la experiencia. […] Las conclusiones más generales de la experiencia científica son la premisa natural de toda elaboración filosófca; los datos de las ciencias físicas, biológicas y sociales nos permitirán transmutar radicalmente los géneros clásicos de la filosofía.13
En términos de Ingenieros, la filosofía define los “ideales”, “faros de toda evolución cultural”, “anticipaciones hipotéticas sobre los resultados de la experiencia venidera, tanto más legítimos y eficaces cuanto mayor es su fundamento presente”.14 La filosofía aparece ante el límite de la experiencia: cuando las ciencias no llegan a explicar algo se recurre a las hipótesis, que son explicaciones que no se derivan directamente de la experiencia, aunque tampoco la contradigan. No sólo no hay enemistad entre filosofía y ciencia, sino que las posibilidades mismas de la filosofía se derivan de su vínculo con la experiencia. Si bien se afirma que la filosofía está atada al grado de desarrollo de la experiencia, esto es, que su razón de ser es dar cuenta de aquello que la experiencia no alcanza, enseguida se advierte que la imposibilidad de contradecir la experiencia es, dicha positivamente, una condición de la filosofía. Cuanto mayor experiencia haya, más precisión habrá en los desarrollos de la filosofía y mayor fecundidad para la filosofía, que podrá “conocer mejor a la humanidad y al mundo en el que ella vive, para inducir orientaciones propicias a su propio bienestar”.15
Ese es el objetivo que recorre todos los artículos de la Revista, la relación ciencia-moral-bienestar. Alfredo Ferreira, por ejemplo, en un artículo de 1918, se ocupa también de la cuestión, vincula la intromisión de la ciencia en cuestiones morales con el antidogmatismo. Allí Ferreira, preocupado por “la educación moral”, destaca la utilidad que implica la ciencia para el desarrollo de la moral: “la ciencia empuja al hombre a conquistar su propio destino, robusteciendo su poder. Nos muestra el radio de lo conocido y el mayor horizonte de lo desconocido, impregnándonos de modestia, pero no de escepticismo”.16 Al hacerlo, la ciencia ata la moral a la experiencia, deja de lado las abstracciones como fuente de sentido de ese ámbito y desconoce con ello cualquier pretensión de postulados morales absolutos: “nuestro sentido y conciencia moral […] es relativa y modificable biológica y socialmente”.17
La moral, de esta manera, se construye y se modifica constantemente en función de las ideas y los descubrimientos de su tiempo. Sin embargo, aunque en el nivel de contenido moral no haya principios irrefutables, porque la experiencia se encarga de actualizarlos permanentemente, en términos formales, parece haberse llegado a un estadio culminante del mismo proceso evolutivo natural: el desarrollo alcanzado por una racionalidad que es antes que nada cientificista, hace que todo precepto moral deba estar atado a la experiencia, una experiencia que se construye por el cruce de aspectos biológicos y sociales. Las condiciones formales se traducen, finalmente, en postulados determinantes para pensar el contenido moral: “el libre albedrío [dice, valiéndose de uno de los modos más usuales aquí de nombrar la libertad individual] es una ilusión subjetiva. El hombre está determinado por el temperamento heredado y adquirido y por el medio físico y social, en el cual actúa, resultado a su turno de ambientes anteriores”.18
Si bien el contenido de la moral es cambiante, su dependencia respecto de la experiencia ofrece, en la argumentación de Ferreira, otro elemento a favor de esta nueva racionalidad: la moral que se desprende de la experiencia es susceptible de ser respetada porque se deriva de necesidades reales antes que de abstracciones. La cita que introduce de Berthelot, un químico francés contemporáneo, es muy elocuente: el hábito de observar y razonar sobre las cosas; el inquebrantable respeto de la verdad y la obligación de inclinarse siempre ante las leyes necesarias del mundo externo, imprimen en el espíritu un sello indeleble: al respetar las leyes de la sociedad al igual que las de la naturaleza y a concebir el derecho de los otros y el respeto que se les debe, como una misma forma del propio derecho y la propia independencia personal.19
La percepción de un déficit en las ciencias naturales, en lo que hace a las posibilidades de ofrecer herramientas para la reflexión y la definición de la ética y la política, es el aspecto más destacado de los debates intelectuales del momento y uno de los temas más recurrente en las páginas de la Revista. Esto nos sitúa ante una nueva cuestión: qué lugar ocupan la filosofía y las humanidades, ahora comprendidas en un sentido novedoso, en el concierto general de las ciencias y cómo se concibe la convivencia entre ambos saberes en el marco general de la Universidad.
Sobre este punto es importante tener presente el libro de Cristina Fernández, José Ingenieros y los saberes modernos. En él presenta una serie de problemas que parecen centrales a la hora de considerar el lugar otorgado a la filosofía en el panorama de las ciencias, y que resumen los debates que se suscitaban en las páginas de la Revista: el de la especialización, el de la utilidad o el interés que subyace en el conocimiento, y el de la “pro fe-sionalización”. Tres cuestiones que, si bien pueden analizarse de manera deslindada, se ligan íntimamente. La crítica a la especialización, que caracterizaría los últimos desarrollos en el campo del conocimiento, se asienta en primer lugar, en el hecho de que ésta quita centralidad a las ciencias naturales y las desconoce como base obligada de todo conocimiento posible y, por otra parte, en la visualización del escaso lugar que poseen, de hecho, los saberes humanistas en la formación general de los científicos y de los profesionales.20 De la mano de esta crítica a la fragmentación de la ciencia, que muchas veces se presenta como crítica a la transformación de la ciencia en técnica, se denuncia el hecho de que el móvil para el progreso de los saberes especializados no es la contribución al desarrollo del conocimiento en general o de la cultura en particular, sino el privilegio de los intereses particulares de los individuos o grupos que los fomentan. A su vez, ambas deficiencias se ligan con una tercera que se define como la “profesionalización de los saberes”. Estas ciencias compartimentadas, desplegadas por individuos que sólo persiguen al practicarlas una utilidad precisa y personal, conducen a la configuración de un modelo de científico diverso, al que se defendía dentro de los grupos consagrados históricamente a estas tareas: el profesional. La cuestión de la profesionalización será un tema muy recurrente al intentar plantear el papel de la Universidad. Para los autores que intervienen en la Revista, en referencia a este tema se suman dos elementos a considerar y resolver: por una parte, el escaso lugar otorgado a las humanidades hasta la fecha, quizá por el efecto mismo que tuvieron sobre la Universidad la imagen de la ciencia y el progreso que fomentaba el positivismo, del cual, ya lo sabemos, no reniegan. Y por la otra, las condiciones actuales de la composición social del país, que han hecho que la Universidad se transforme en un espacio de formación de profesionales en diversas materias y habilidades, al descuidar su rol de generadora de conocimientos.21
Son varios los artículos que expresan este aspecto de las definiciones. Así lo hace el trabajo de Alfredo Colmo de 1915: con el objeto de analizar en qué medida la filosofía ha sido considerada en los planes de estudio de la educación oficial en Argentina, Colmo cuestiona duramente el desplazamiento de la formación filosófca, en virtud de la imposición de una racionalidad atenta sólo a saberes derivados de las ciencias psicofísicas. Discute lo que llama “la apoteosis de lo relativo y fnito”, “lo excesivo de la reacción psicofísica que pretendió reducirlo todo a hechos y a factores específcos”,22 que ha ido más allá del ámbito acotado a la producción de ciertos saberes para instalarse como paradigma de la formación de los hombres o individuos, y reclama, ante ello, una enseñanza filosófica que ofrezca a los jóvenes una cultura general, capaz de embeberlos de “principios superiores” y alejarlos del “empirismo fragmentario”.23
En un sentido similar se expresa Ingenieros en “La filosofía científica en la organización de las universidades”, de 1916, en el que defiende la necesidad de que las universidades estén organizadas con base en un “sistema de ideas generales”, científico y americano, que coordine las actividades que allí se desarrollen y que posibilite el cumplimiento de su función prioritaria: la organización de la cultura al servicio de la sociedad.24 La atención que Colmo destinaba al peligro de la especialización, Ingenieros la dirige hacia los riesgos del dogmatismo ciego en la cultura de su tiempo. Desde allí determina cuál es el sentido de la universidad y sus saberes. Destaca una y otra vez la actualidad de aquella “flosofía científca” a la que nos referimos arriba; es este saber atado a la experiencia y, por lo tanto, atento a un método científico y a un contexto que le ofrece el material de estudio, el que debe proporcionar los elementos para el desarrollo de un “sistema de ideas generales”, que oriente “la común sabiduría de su época”.25
La causa de la ausencia actual de ese “sistema de ideas generales”, Ingenieros la encuentra, precisamente, en uno de los aspectos en que, sin embargo, más ha progresado la universidad en los últimos tiempos, la formación de profesionales. En ésta no hay nada que propiamente permita agrupar las diversas áreas de formación con una única y actual noción de “universidad”. Sólo sobre la base de un sistema general de ideas, dice, puede hacerse real el papel que le cabe a la universidad en la sociedad.
Desde la persistente insistencia en la necesidad de definir la universidad en función del dominio de la ciencia —el sistema general de ideas en el que estaría pensando— y de la atención a las particularidades del ambiente —una universidad científica y americana—, propone allí un plan de organización de la universidad tendiente a cumplir el objetivo: las facultades deberían cubrir la formación profesional, en tanto que la universidad debería encargarse de la formación general. “Las Facultades prepararían técnicos en un dominio especial; la Universidad, los hombres de ciencia sólidamente preparados por una cultura general en las otras disciplinas científcas”. Ahora bien, en esa distribución de tareas e incumbencias se destaca la Facultad de “Ciencias Morales”, de “Humanidades” o de “Filosofía y Letras”. Sobre ésta, a pesar de ser una facultad, recaen, a su juicio, funciones generales: las facultades de filosofía deberían ser “organismos destinados a las síntesis de las ideas generales que exceden los dominios particulares de cada Facultad profesional”;26 sobre ella recae la formación de “doctores”. No obstante, y de acuerdo con la definición de filosofía que ensayábamos arriba, la filosofía no se reduce a una mirada sintetizadora que unifica lo diverso, sino que ella misma se nutriría de lo diverso. Los estudios de filosofía, dice Ingenieros completando el plan, deberían cursarse en las distintas facultades científicas (ciencias físico-matemáticas, jurídico-sociales, médico-biológicas, etc.), aunque allí los alumnos de filosofía deberían acceder, no a los conocimientos en detalle, sino a los grandes resultados de las ciencias. Con este plan, asegura Ingenieros, “se enseñaría, de esa manera, a mirar la realidad, y a inferir los posibles perfeccionamientos de la adaptación de la vida humana a la naturaleza, haciendo trabajar la imaginación sobre la base de la experiencia”.27
A la preocupación teórica anterior, por definir un campo propio del pensar filosófico que quedara contenido en el marco epistemológico de las ciencias naturales, asegurado contra el dogmatismo y la abstracción, se le suma también la necesidad de reclamar un campo específico, aunque general, para este pensamiento. De este modo, se protege a la filosofía de algunas manifestaciones del saber y de la cultura, que se evidencian atadas a los avatares y condiciones de las nuevas formas de intercambio cultural impuestas por el nuevo escenario social y económico. Antes sólo podíamos mantener la filosofía si la reconocíamos devota a la ciencia, ahora, damos un paso más y reconocemos que, así constreñida, reclama un resquicio de autonomía ante las nuevas connotaciones e implicaciones del “saber”.
Si en algo se cifra el reclamo por el reacomodo de las humanidades en el concierto general de las ciencias y de las disciplinas universitarias, ello es justamente la productividad práctica que se les reconoce. A pesar de hablarse de “metafísica”, la filosofía, tal como la presentan en la Revista, no reclama para sí el lugar del conocimiento abstracto, ni en su origen, ni en su sentido. La filosofía es siempre un saber ligado con una utilidad precisa, aunque general.
En un contexto signado por la modernización, por el dominio de la técnica y de los saberes especializados, los intelectuales agrupados en torno a este proyecto dicen advertir las debilidades de las ciencias para hacer frente a las problemáticas éticas y políticas que se desprendían del nuevo escenario social.28 El panorama político había cambiado y en el juicio crítico que dirigen a la democracia naciente, denuncian el dominio de la individualidad y la necesidad de elaborar un referente simbólico sobre el cual asentar la nacionalidad. La utilidad social de los saberes humanistas viene a presentarse con absoluta contundencia: a ellos les cabe el trabajo coordinado con las ciencias para descubrir los rasgos particulares del pueblo argentino —rasgos que la misma experiencia muestra— para luego elaborar sobre éstos un ideal, algo que se configura gracias a la experiencia, pero que la excede y que es condición de futuro. Aquí radica lo que Ingenieros denomina “utilidad moral” de la filosofía.29
Ahora bien, esa utilidad moral, que ya le asignaba un importante carácter práctico, enseguida se combina con una utilidad política. Así se expresan, entre otros, Rodolfo Rivarola, Juan Chiabra y José Ingenieros, al evidenciar una permanente necesidad de referirse al vínculo o a la utilidad de la filosofía para con la política, pero fundamentalmente para con el sistema político democrático. De cara ante las transformaciones que se vivían en Argentina por ese entonces, los autores se autoasignan un lugar prioritario en la dirección de la democracia, desplazan con ello tanto expresiones no democráticas como miradas ingenuas y entusiastas acerca del modelo. Los atemoriza que el gobierno quede en manos de individuos sin preparación, sin conocimientos, sin esa cultura que, decía Ingenieros, ofrece la formación filosófica. El peligro mayor de una república, afirma Rivarola, es “el de entregar el destino común a la inspiración de simpatías populares que pueden favorecer a quienes carecen de educación personal suficiente para el gobierno”.30 La ilustración se vuelve entonces condición del ejercicio de la democracia.
Entre el dogmatismo y la ignorancia, sus dos enemigos, los autores de la Revista intentan pensar en la democracia. Una sutil pero permanente ambigüedad se deja ver en torno a la valoración de este sistema de gobierno, y se insiste en la visualización del peligro que implica el poder puesto en manos de quienes no cuentan con los conocimientos suficientes ni para elegir gobernantes, ni para gobernar. No se censura la democracia en sí misma, se cuestiona tajantemente su independencia respecto del saber. Rivarola es claro al plantear el íntimo vínculo que liga a la filosofía con la democracia: no son lo mismo pero deben darse la mano. La filosofía, dice, se aleja de la política en la negación de la infalibilidad, porque la política requiere de ideas firmes, que se extraen, no obstante, de la filosofía. Sin esas ideas la política se malogra, no la guía un objetivo claro y común, y sin ideas con base filosófica, no la guía un objetivo real.31 La filosofía, en cambio, con el modelo que rige aquí, se ampara en la contingencia.
Algo similar plantean Juan Chiabra y Ernesto Nelson. El primero sostiene que ahora más que nunca le cabe un rol central a la filosofía en la política: tiene que formar a un pueblo que aún no está preparado para el ejercicio de la democracia. Para él, la filosofía y la ciencia se dan la mano para oponerse a los prejuicios y ser condición de posibilidad de la democracia. La oposición a los saberes no sustentados en la experiencia es, de acuerdo con su mirada, la base de una posible realización o manifestación del “sentimiento de rectitud”, propio de los hombres, sobre el que se asienta la idea misma de democracia. Para él “la ciencia representa la destrucción pacífica pero segura del prejuicio”.32 La destrucción del prejuicio es tarea exclusiva de lo que llama la “dirigencia cultural”: el grupo de hombres educados en el Colegio Nacional, que deben tener un lugar en la Facultad de Filosofía y Letras, y que son diferentes de los “trabajadores” que no poseen una cultura que los prepare “para el ejercicio de las funciones directivas más altas”.33 Con lo cual, la dirigencia cultural trocaría sin inconveniente en dirigencia política.
Nelson por su parte, en contra del “escolasticismo reinante en América”, rescata el modelo pragmatista de Dewey y vuelve a afirmar, desde allí, la filiación entre experiencia e inteligencia. Esa filiación es, una vez más, habilitadora de una política democrática. En el medio, entre la experiencia y la inteligencia por un lado y la democracia por el otro, se afirma la necesidad de un “pensamiento propio”, algo que le falta a América por los prejuicios mismos entre los que vive. Al ampliar, en comparación con Chiabra, el universo social del ejercicio de la democracia, Nelson exalta, valiéndose del filósofo norteamericano, el rol de la educación: es ésta, al fomentar la curiosidad y la observación, la que aleja la violencia que contiene toda autocracia. En el ejercicio de la democracia con base en el saber científico no podrían manifestarse limitaciones sociales, si todos son sometidos al mismo proceso de educación, todos deberían ser sujetos políticos con igual legitimidad. En ese modelo, son sólo razones de orden práctico las que obligan a mantener, temporalmente, una delimitación simbólica: “la vida social, la civilización, es un perpetuo experimento que reclama el tributo de la inteligencia humana para mejorar la vida y la conducta a la luz de la experiencia acumulada”.34
En la propuesta de la Revista, en el contexto de la disputa por el dominio del campo filosófico a principios del siglo xx, se advierte que la definición de la filosofía que proponen sus autores, en armonía con una concepción del saber en la que dominaba el modelo de las ciencias biológicas, podía traducirse también en formulaciones políticas. En primer lugar, pudimos ver que más que un quiebre con un modelo positivista, la Revista sugiere cierta continuidad atravesada por la necesidad de adaptación de aquel esquema a un nuevo lenguaje y a nuevas problemáticas. Ahora bien, el despliegue de los otros elementos nos permite sugerir que las razones de ese reposicionamiento y de esa preocupación por ganar el dominio del campo de la filosofía —en el que aún no habían participado los llamados “positivistas”— estriban en razones de orden más práctico que teórico. De esta manera, si en la distancia del modelo kantiano pueden reconocerse algunas imperfecciones teóricas y alguna falta de coherencia, éstas pueden explicarse al considerar el escenario en el que se despliegan sus argumentaciones. Si en el vínculo entre ciencia y metafísica aparecía un malestar, ligado a la falta de claridad teórica en la pretendida conciliación entre los términos, reconocemos aquí las razones que explican la voluntad de ligarlos: había que dirigir la cultura para dirigir la política, y en la dirección de la cultura se medían algunas fuerzas en conficto. El malestar que generaba el desarrollo tecnológico y los cambios económicos y sociales eran compartidos por un amplio sector de los intelectuales y escritores de entonces, pero al interior de ese grupo, las posiciones eran variadas y se avizoraba el predominio de un discurso que se enfrentaba con esos datos de lo real, en virtud del sostenimiento de ideales manifiestamente conservadores Los autores de la Revista encuentran, en cambio, en la filosofía científica una herramienta que, sin renegar del progreso y de los cambios, puede pensar más allá de lo que éstos imponen. Y la preocupación por la cultura, por la difusión de la cultura, y por el vínculo entre ésta y la democracia habla también del modo en que se comprometían tanto con el saber, como con las transformaciones más estructurales.
La Revista da cuenta de una disputa en la universidad y en el campo de la cultura en general, en un espacio que vivía muy de cerca las transformaciones sociales de los últimos años. Se trataba de una universidad que abandonaba su carácter elitista para ampliar su campo de legitimación, al incluir a diferentes sectores que avanzaban sobre el dominio del espacio cultural y económico. Ante la ampliación del universo universitario y cultural, ante la expansión y la apertura de la accesibilidad a la cultura y ante la transformación de los parámetros de valoración de esas expresiones, el grupo de intelectuales, ya legitimados por el dominio de la ciencia, intentaba mantener la hegemonía y encontraba en la antigua imagen de la filosofía, como madre de las ciencias, una posibilidad relativamente viable que, no obstante, reclamaba algunos ajustes. En el contexto de una facultad en la que tenían importante incidencia, podían reclamar la centralidad del saber filosófico, cuyo dominio aún no estaba puesto en disputa pero que se les aparecía como una poderosa herramienta de supervivencia.35
Esta definición de filosofía y este pretendido dominio en la academia y la cultura se hacen aún más evidentes en sus reflexiones en torno a la política y a la democracia, y en el hecho mismo de que estas reflexiones tengan efectivamente lugar en la Revista. Por el contenido de los artículos destinado a la cuestión política advertimos el intrínseco vínculo que se establece entre tres elementos: aquella filosofía que sólo ellos ejercían, su centralidad en el ámbito de legitimación por excelencia de la cultura, la universidad, y una concepción de la política y de la democracia que la hacía subsidiaria del saber. A partir de estas nociones los autores reclamaban su protagonismo político, en oposición a otras expresiones que se hacían presentes tanto a través de una caracterización banalizadora de las masas electoras, como a partir del reconocimiento del poder del discurso nacionalista, que ganaba terreno en la cultura para luego avanzar en la política. La presencia misma de esos artículos en la Revista es la clave que guía esta interpretación: ¿a qué se deben estos desarrollos, en una revista que parece tener pretensiones teóricas, que incluye la tematización de problemáticas estrictamente filosóficas, cuando no científicas, y la toma de posición ante ciertos debates candentes en el campo de la filosofía por ese entonces? ¿A qué se deben estos desarrollos? al hecho mismo de que la “utilidad práctica”, o política, era un elemento singular de esa filosofía que ellos definían y dominaban. Y, visto en el sentido inverso, la presencia de esos artículos arroja luz sobre los otros textos que se publican allí: si era necesario definir la filosofía y su vínculo con la ciencia, ello se debía, precisamente, a razones e intereses políticos. Era, aquí también, la experiencia la que dictaba los tiempos de las reflexiones teóricas.
Es importante señalar que, para el caso de Ingenieros, no es propiamente la Revista de filosofía el primer intento de ampliar el horizonte de la ciencia. Terán advierte que son esos años que transcurren entre 1911 y 1914, el tiempo del exilio de Ingenieros en Europa, los años en que comienza a divisarse un desplazamiento en este sentido. Dice Terán sobre “El hombre mediocre”, el texto, para él, más representativo de este momento: “si bien se mantienen expresamente invariantes el naturalismo biologicista y evolucionista, así como la adhesión al positivismo criminológico, también irrumpen un conjunto de nociones eticistas que se engarzan rápidamente con consideraciones sobre la relación de los intelectuales con el poder político”. Oscar Terán, José Ingenieros: pensar la nación, Buenos Aires, Alianza, 1986, p. 70. Del mismo modo, la experiencia de la Gran Guerra y la lectura que hace Ingenieros de ésta es otro de los elementos que ayudan a dar sentido a esta novedad en su producción. Ante la contundente caída de los viejos modelos que pone de manifesto la guerra, se reclama la necesidad de desarrollar y sostener nuevos valores morales que contribuyan a la orientación del porvenir. Cfr. José Ingenieros, “El suicidio de los bárbaros”, en Los tiempos nuevos, Buenos Aires, Elmer, 1957.
Hugo Biagini, Elena Ardissone y Raúl Sassi, La revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación (1915-1929). Índices, Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, 1984, p. 6.
Dice Rossi, “la apoliticidad originaria de la Revista será, en parte, dejada de lado. A partir de 1919 la Revista tomará una posición política de fuerte compromiso con la Revolución Rusa, siguiendo la misma inflexión ideológica que su director”. Luis Rossi, “Los proyectos intelectuales de José Ingenieros desde 1915 a 1925: la crisis del positivismo y la filosofía en la Argentina”, en José Ingenieros y Aníbal Ponce, Revista de filosofía. Cultura, ciencia y educación, Bernal, unq, 1999, p. 53.
Sobre esta cuestión hay trabajos importantes para consultar: Beatriz Ruibal, Ideología del control social. Buenos Aires, 1880-1920, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993; Massimo Pavarini, Control y dominación. Teorías criminológicas burguesas y proyecto hegemónico, Buenos Aires, Siglo xxi, 2002; Hugo Vezzetti, La locura en la Argentina, Buenos Aires, Paidós, 1985; Lila Caimari, Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955, Buenos Aires, Siglo xxi, 2004. Nosotros mismos hemos analizado el tema en: M. C. Galfione, F. Galfione, “Legislar la supervivencia. Saber médico y control de la peligrosidad en los desarrollos criminológicos de José Ingenieros”, en Revista de Historia del Derecho, núm. 44, Buenos Aires, Instituto de Historia del Derecho. En http://www.scielo.org.ar/pdf/rhd/n44/n44a03.pdf y en M. C. Galfione, “Psicología, delincuencia y control social. Una lectura de los aportes de José Ingenieros a los debates en torno a la cuestión criminal”, en Universitas. Revista de Filosofía, Derecho y política, núm. 17, Madrid, Universidad Carlos III, enero de 2013. En http://universitas.idhbc.es/n17/17-05.pdf.
Cabe destacar la excepción que constituye Rodolfo Rivarola, quien rescata mucho más el pensamiento de Kant, aunque sin ahorrar críticas al filósofo alemán.
Jorge Dotti, La letra gótica. Recepción de Kant en Argentina, desde el romanticismo hasta el treinta, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras-uba, 1992, p. 114.
Es interesante recordar que hasta ese momento, en Argentina, las lecturas de Kant son escasas y se realizan en su totalidad en el marco de los debates en torno al derecho penal. En ese sentido, más que referirnos al conocimiento y la visión que tendría Ingenieros de la filosofía kantiana, en los términos de Dotti, quizá convenga limitarnos a considerar la posición de este autor en relación con la recepción que se hacía aquí del filósofo alemán. De este modo, resulta relevante recordar el fuerte rechazo de Ingenieros a la llamada Escuela Clásica de derecho penal, que retoma alguna conceptualización kantiana. Al reconocer que ése es un ámbito de interés de Ingenieros, parece más productivo hablar de sus diferencias con las derivas de la filosofía kantiana en nuestro medio que de sus diferencias con la filosofía kantiana misma. Sobre las lecturas de Kant entre los representantes locales de la Escuela Clásica se puede consultar el trabajo: Thomas Duve, “¿Del absolutismo ilustrado al liberalismo reformista? La recepción del Código Penal bávaro de 1813 de P. J. A. von Feuerbach en Argentina y el debate sobre la reforma del derecho penal hasta 1921”, en Revista de Historia del Derecho, núm. 27, Buenos Aires, 1999, pp. 125-152.
Alejandro Korn, “Corrientes de la filosofía contemporánea”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, año 3, núms. 4-6, Buenos Aires, 1917, pp. 200-201.
A juicio de Dotti, se observa aquí una importante inconsistencia en el propio discurso de Ingenieros. La crítica de Ingenieros a Kant sería, para él, “una objeción singular, si nos atenemos a las continuas polémicas que el pensador argentino ha mantenido contra lo que consideraba divagaciones metafísicas”, Dotti, op. cit., p. 138. Sin embargo, como sugerimos en lo que sigue, no estamos de acuerdo con la lectura de Dotti.
José Ingenieros, (“La Dirección”), “Para una filosofía argentina”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 1, núms. 1-3, 1915, p. 3.
Sobre este tema se puede consultar el trabajo de Ana María Talak, “El problema de la conciencia en los primeros desarrollos de académicos de la psicología en Argentina: José Ingenieros”, en Cuadernos de Neuropsicología, vol. 1, núm. 2, 2007, pp. 139-149.
Alfredo Ferreira, “Direcciones para la educación moral”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 4, núms. 1-3, 1918, p. 83.
Esta crítica puede verse con detalle en el trabajo de Ingenieros, “La filosofía científica en la organización de las universidades”, escrito en 1915 para el II Congreso Científico Panamericano y publicado en 1916 en la Revista, en el que se destaca, primero, el carácter científico de la filosofía y, por tanto, su vinculación con las ciencias naturales, y, segundo, su importancia como formación general en todos los campos.
Se observa aquí, según parece una crítica velada al escaso reconocimiento que tenía la Facultad de Filosofía y Letras, fundada en 1896, quizá en algún sentido que aún no hemos indagado, a su perfil teórico-político. Según Pablo Buchbinder “la crisis cultural de fin de siglo; la necesidad creciente de diferenciar la práctica de las humanidades de otro tipo de profesiones y fortalecer, en consecuencia, el rol de las instituciones culturales; la necesidad de ‘espiritualizar’ la sociedad a partir, entre otras medidas, de la transformación de su sistema educativo, constituyen entonces el marco en el que fue finalmente decidida, por el Poder Ejecutivo, la creación de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires”. Pablo Buchbinder, Historia de la Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Eudeba, 1997, p. 27.
Alfredo Colmo (1915), “Los estudios filosóficos en nuestra enseñanza ofcial”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 1, núms. 3-4, 1915, p. 26.
Aclaramos aquí que Colmo distingue la formación filosófica de la formación de filósofos, en el primer caso, se trata de un aporte tendiente a instruir a los jóvenes de “principios superiores” que sustenten una cultura general, mientras que la formación de filósofos supone el trabajo con los resultados de las diversas ciencias.
José Ingenieros, “La filosofía científica en la organización de las universidades”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 2, núms. 1-3, 1916, p. 288.
Loc. cit. Estas definiciones se diferencian de la propuesta de Ricardo Rojas, para quien habría una desigualdad bastante más marcada entre las ciencias y las humanidades, y en la que las ciencias se ocupan de cuestiones universales en tanto que las humanidades deben atender a problemáticas estrictamente nacionales. Cfr. Cristina Fernández, José Ingenieros y los saberes modernos, Córdoba, Alción, 2012, p. 40.
Una buena descripción de este contexto argentino y de la posición general que adquieren los intelectuales ante el mismo puede leerse en el trabajo de José Luis Romero, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo xx, Buenos Aires, A-Z, 1998.
Rodolfo Rivarola, “La actualidad política y los estudios de la Facultad de Filosofía y Letras”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 3, núms. 1-3, 1917, p. 340.
Cfr. Ibid., p. 314 y R. Rivarola, “Filosofía, política y Educación”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 1, núms. 1-3, 1915, p. 39. Es interesante observar aquí la expresión de aquello que planteábamos en un principio respecto de la filosofía: lo que da realidad a la política es su vínculo con la filosofía; ésta, concebida con el tamiz de las ciencias, aporta la experiencia. La filosofía no es la que ofrece los ideales persistentes que también hacen, sin embargo, a la política.
Juan Chiabra, “Función de las facultades de filosofía en la cultura superior”, en Re vista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 1, núms. 1-3, 1915, p. 172.
Ernesto Nelson, “Función de las doctrinas filosóficas en la vida social”, en Revista de filosofía. Cultura, ciencias y educación, Buenos Aires, año 3, núms. 1-3, 1917, p. 17.
Precisamos aquí que en la misma Facultad de Filosofía y Letras no era completo el predominio de esta posición. Ricardo Rojas había sido designado en 1913 profesor titular de Historia de la literatura argentina, constituyéndose como uno de los principales opositores ideológicos al proyecto que encabeza Ingenieros. Sobre algunas de las diferencias entre Rojas e Ingenieros puede consultarse el trabajo de Fernando Degiovanni, Los textos de la patria. Nacionalismo, políticas culturales y canon en Argentina, Buenos Aires, Beatriz Viterbo, 2007.