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Vol. 2014. Núm. 59.
Páginas 274-279 (enero 2014)
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Farouk Caballero Hernández
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Con el revulsivo internacional que causó la llegada a la presidencia de Evo Morales, muchos investigadores sociales fijaron su mirada analítica en Bolivia, y los estudiosos de las letras latinoamericanas no fueron la excepción. En este orden de ideas, Begoña Pulido y Carlos Huamán coordinan un trabajo absolutamente necesario dentro de la crítica literaria, que hace enfásis en las literaturas bolivianas. Lejos de agotar los estudios críticos y teóricos de las letras bolivianas, este trabajo pretende dialogar con las tradiciones literarias del continente y, además, abrir nuevas vetas de estudio y análisis sobre una literatura que merece más atención, y que en la academia, en términos generales, se ha dejado de lado por mucho tiempo.

El texto reúne ocho artículos, divididos en tres capítulos que, junto con el prólogo, dan cuenta de la literatura boliviana del siglo xx desde diversas perspectivas críticas; ligadas, en especial, al mito y a la memoria. Desde el prólogo, redactado por Begoña Pulido, se advierte la intención de llenar el vacío crítico en torno a las letras bolivianas y de repensar la noción de mito, tan vilipendiada en los últimos tiempos. Por esto la investigadora sostiene una aproximación que será transversal en todo el trabajo: “Los mitos no son sólo relatos de origen o narraciones cosmogónicas: el hombre ha seguido elaborando mitos que perfilan las carencias, los deseos. El mito de la unidad nacional forma parte de las mitologías de la modernidad, aquellas que surgen en el siglo xix” (p. 12).

Con la propuesta analítica anterior, el lector llega al apartado “Mito y utopía”, cuyo artículo de entrada es también escrito por Begoña Pulido. Allí, la autora rastrea la forma en que los mitos de Tupac Amaru y los hermanos Katari –Tomás, Nicolás y Dámaso– reflejan un proceso de rebelión consonante. Desde el indigenismo se pretende tener una conciencia nacional, aferrada a los ancestros y que se opone al abuso, a la tiranía española, a la cruz y a la espada. Lo anterior permite que en la literatura no sólo se mantenga una tradición oral, con muchas reminiscencias bíblicas, sino que también se configure un tipo de personaje líder y caudillo que represente la utopía revolucionaria, pero que antepone la organización social, política y colectiva del ayllu y las markas, que traerán, en consecuencia, el regreso del incanato. Además, privilegia las cosmovisiones quechuas y aymaras, en detrimento de la imposición bíblica judeocristiana y su, reiterada, noción de pecado.

Seguidamente, Eduardo Huárag Álvarez escribe “Mitos cosmogónicos y el misterio del trasmundo en la tradición oral y la recreación escrita boliviana”. En este texto, la figura de Viracocha, deidad representativa y sacra de la cosmovisión indígena boliviana, es analizada desde la tradición oral. Allí, las intertextualidades míticas permiten ver la transgresión como elemento particular de origen humano. Mientras que el diálogo con el Popol Vuh, y con el cuento maravilloso ruso, ubica una aproximación crítica dentro de un panorama literario universal. A la par, el autor rastrea algunas de las variantes de Viracocha en textos de Sarmiento de Gamboa, el Inca Garcilaso y Francisco de Gamboa. Lo anterior, le permite precisar la forma en que esta figura emblemática muta no desaparece, sino que es utilizada en el relato contemporáneo para mantener una memoria cultural y mítica, como lo representa en la cuentística de Alison Spedding, de quien destaca su aporte, aunque critica la contaminación cristiana que hace del mito prehispánico. Igualmente, sitúa los textos “Círculo”, de Óscar Soria Gamarra, y “Seis veces la muerte”, de Óscar Cerruto, dentro de la tradición literaria del continente, al trabajarlos en diálogo con figuras excluyentes como Juan Rulfo y García Márquez.

El texto que cierra este primer capítulo es “El mito del Pachakuti como propuesta política de los movimientos sociales contemporáneos en Bolivia”, de Jorge Alfonso Pato. De entrada, el autor explica el significado de las dos nociones, por eso afirma que “Pacha significa a la vez tiempo y espacio, cosmos, universo, mundo, suelo, momento, lugar o tierra; kuti se traduce como vuelta, alternancia, inversión o retorno” (p. 76). Nuevamente hay una alusión directa a la reintegración del cuerpo de Tupac Amaru, que lleva consigo, con el resurgimiento de Inkarri, la reorganización del mundo. En este trabajo se aprecia la forma en que la tradición mítica fortaleció los movimientos sociales que defendieron la propiedad colectiva, el agua y la coca, entre otras riquezas de la región. En esta cosmovisión, la figura de Evo Morales llega como representación del nuevo orden, ligada a las tradiciones ancestrales, por lo que superaba cualquier visión republicana o estatal; al abrir, en principio, una brecha para que los indígenas que no deseaban ser bolivianos se unieran al proyecto político. Sin embargo, los planteamientos lineales y liberales de Evo Morales no correspondieron con la cosmovisión cíclica ancestral.

El segundo capítulo, “Mito y memoria”, lo inicia Carlos Huamán con su texto “Mito, memoria y educación: derroteros de la cuentística boliviana”. El autor ejemplifica cómo el mito es una fuente inagotable para la cuentística boliviana; la cual, no sólo pretende una resistencia identitaria y un compromiso social indígena, sino que se vale de los lenguajes vivos para preservar la memoria y, desde allí, reafirmar la identidad. El trabajo de Carlos Huamán permite ver una ruta de formas literarias en torno al mito, así muestra la tradición en diferentes siglos, inicia con cronistas como Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso, pasa por Alison Spedding, Fredy Estremadoyro, Roberto Laserna, Juan Smani, Ricardo Ocampo, Raúl Leytón, entre otros. Esto, con el propósito de rastrear una cuentística diversa que da cuenta de una realidad heterogénea. Cierra su trabajo con tres cuentos: “Indio Paulino” de Ricardo Ocampo, “¡Indio bruto!” de Raúl Leytón Zamora y “El niño y el bloqueo” de Adolfo Cáceres Romero. Desde estas tres vertientes analíticas, Carlos Huamán unifica la visión de la población desposeída, mayoritariamente indígena y que se resiste desde la memoria; otrora tradición oral, pero hoy cuento escrito.

Posteriormente, aparece María del Carmen Díaz Vázquez con su artículo “Entre el mito y la utopía: la nación boliviana en Aluvión de fuego de Óscar Cerruto”. Este trabajo se centra en otro género literario: la novela. La autora destaca que en la narración de Cerruto se entremezclan memoria, historia, ficción y testimonio. Al ubicar la historia dentro del parte aguas de la Guerra del Chaco, Aluvión de fuego usa recursos periodísticos en el entramado novelesco para alcanzar verosimilitud y, al mismo tiempo, reafirmar una fuerte carga política. Del mismo modo, el texto muestra una lectura que refleja el absurdo de la guerra, evidencia la utopía del Estado-nación –que nunca iguala derechos– y aferra la identidad nacional a la mina y a los mineros. Asimismo, reconoce un acierto del autor al cruzar las nociones de tiempo, tierra y espacio para denunciar con contundencia el racismo, la exclusión y la explotación petrolera de las multinacionales Standard Oil y Royal Dutch Shell.

El texto final del segundo capítulo es “El Tío: el castigado y el castigador en la mina boliviana”, de María Fernanda Sigüenza. Ella se centra en la figura del Tío, personaje absolutamente relevante dentro de la tradición oral boliviana; pues es, por antonomasia, el señor y amo de las minas y de los mineros. Desde la fórmula del relato oral y contrastando diferentes versiones sobre el mismo personaje, la autora propone una interpretación que permite ver el castigo para los mineros perezosos, ambiciosos e irresponsables que le desobedecen y el éxito para los que le oyen y le obedecen. En su perspectiva, muestra que los relatos, entorno al Tío, son elaborados con lenguajes vivos, marginales y con alto grado de oralidad, lo que permite una riqueza inagotable para la cuentística boliviana. Además, precisa la relación directa con el catolicismo, pues el Tío es un ángel caído del cielo condenado a vivir en el subsuelo, por lo que podría interpretarse como un Lucifer boliviano. El capítulo final, “Poesía y utopía”, se centra en la poesía boliviana como género literario que permite la vigencia de la tradición oral y mítica, dentro de la salvaguarda de la memoria. El primer trabajo lo escribe Eva Castañeda Barrera: “De la sutil irrupción a la liberación del lenguaje poético: Gustavo Medinacelli”. Allí se hace una lectura que privilegia la dimensión estética, pero que no olvida las relaciones directas con el contexto social, político e histórico que le sirvió como base al poeta. De igual manera, denuncia la poca colectividad de los autores bolivianos, pues recalca que no existe un gremio cultural general, sino esfuerzos aislados e individuales; lo cual, impide un proceso sólido. No obstante, destaca que la poesía boliviana tiene su propio ritmo artístico y aunque se relaciona con figuras latinoamericanas y universales, no se incluye dentro de todos los movimientos modernos. Como punto de referencia, la autora toma la Segunda Gesta Bárbara, movimiento lírico que propuso nuevas formas libres y desacralizó las formas conservadoras. Además, contó con la participación de Beatriz Schule, José Federico Délos, Fausto Aoiz y Gustavo Medinacelli, entre otras figuras del verso. Es precisamente Medinacelli, quien hace del lenguaje cotidiano y popular un lenguaje vivo dentro de la poesía, ligado a la memoria del pueblo, que tuvo que migrar y llegar a un lugar extraño que no le pertenece: la ciudad. Medinacelli también se erige como representante de una tradición lírica que dialoga con figuras como Breton, Paz, Vallejo y movimientos como la antropofagia, para crear lo que la autora denomina como surrealismo boliviano.

Finalmente, Jorge Aguilera López presenta su trabajo “Ínsula, exilio y retorno en la poesía boliviana”, donde propone una línea analítica para trabajar la poesía dentro del concepto de tradición literaria. Así, utiliza el nombre de Ricardo Jaimes Freyre como predecesor, continúa con Franz Tamayo como sucesor, destaca el aporte significativo de la Segunda Gesta Bárbara, retoma la contribución de Arturo Borda e inicia su análisis en la figura de Óscar Cerruto, quien junto a Pedro Shimose y Mónica Velázquez constituyen la columna vertebral de su postura crítica. Aguilera López le muestra al lector el panorama de la poesía boliviana del siglo xx, para concluir que este género se reinventa desde las formas y los lenguajes anclados en la tradición oral, con la finalidad de abrumar la percepción individual y dar paso a una cosmovisión colectiva.

En definitiva, éste trabajo no puede sólo calificarse como una aproximación interesante y pertinente dentro de los estudios literarios latinoamericanos, pues esos adjetivos quedan muy cortos ante la claridad argumentativa de las posturas críticas, las relaciones teóricas, el bagaje analítico y el lenguaje sencillo, no simplista, con el que se extiende la invitación para que los investigadores continúen llenando el vacío ante la inmensa riqueza de las literaturas bolivianas. En las letras del altiplano, el mito cambia su naturaleza oral para fijarse en el texto escrito; en el cual, los autores experimentan dimensiones estéticas, pero no pierden, ni por asomo, sus denuncias políticas, críticas y sociales que, además, dan cuenta del contexto que enfrentaron. Por eso, concluyo afirmando que la emancipación en Bolivia se advierte en sus literaturas, porque ambas requieren una transgresión del orden establecido para, paradójicamente, alcanzar la justicia desde un lenguaje vivo; que se vale de la tradición oral, desentierra los mitos, protege la memoria, muestra las utopías, pero que, sobre todo, representa un riquísimo símbolo cultural que merece la pena estudiarse con la clara pretensión de nunca agotarse.

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