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Vol. 2014. Núm. 59.
Páginas 280-284 (enero 2014)
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Fabián Campos Hernández
CIALC-UNAM
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El año pasado se presentó al público el libro de Pablo Monsanto (Jorge Ismael Soto) comandante de las Fuerzas Armadas Rebeldes (far) y de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (urng), titulado Pablo Monsanto. Somos los jóvenes rebeldes. Guatemala insurgente, el cual aporta información sobre varios pendientes sin resolver de la historia de la lucha revolucionaria guatemalteca de la segunda mitad del siglo pasado.

El primer aporte es que fue escrito, precisamente, por Pablo Monsanto. Los militantes de las far se han caracterizado, hasta ahora, por ser los menos proclives a plasmar sus memorias o su visión sobre los 36 años de lucha armada en Guatemala, a diferencia de los militantes de las otras organizaciones que conformaron la urng. Mismo que viene a ser reforzado por el hecho de que el autor es, junto con Ricardo Rosales dirigente del Partido Guatemalteco del Trabajo, uno de los sobrevivientes que tuvieron el grado de Comandante en Jefe de sus respectivas organizaciones. Es una obra que da cuenta de la versión de los hechos de quien estuvo en el más alto nivel de decisión en la conducción de la lucha revolucionaria en ese país.

A esa primera característica se suma el tema del libro: la lucha armada en la Sierra de las Minas durante los años sesenta. La historiografía sobre la lucha armada en Guatemala, y también en el resto de América Latina, suele ser contradictoria. Al fragor de las expectativas inflamadas por el triunfo en Cuba se postuló que el locus revolucionario era exclusivamente la montaña, la sierra, el campo. Esta idea-eje ha sido retomada en lo escrito sobre Guatemala hasta hoy, el lugar central de la lucha armada era la montaña y los revolucionarios los enmonta-ñados.

Como contraparte de esta ideológica y mitificada afirmación, la lucha que se daba en la ciudad y los combatientes urbanos no eran completamente revolucionarios, o en las palabras del mejor expositor de esta dicotomía, Regie Debray:

El terrible abandono en que han tenido que vivir numerosos focos durante meses, a veces años, no se explica tanto por el sabotaje larvado, el desinterés o la tración de sus aparatos de superficie [se refiere a los aparatos urbanos] como por una diferencia irreductible de condiciones de vida, luego de pensamiento y comportamiento, entre unos y otros. El mejor de los camaradas, en la capital o en el extranjero, aun destacado en misiones importantes, dedicado a su trabajo, cae bajo el golpe de esa diferencia, que vale por una “tráción objetiva”. Muchos de ellos lo saben. Cuando una guerrilla habla con sus responsables urbanos o en el extranjero, trata con “su” burguesía. Aun si tiene necesidad de una burguesía —como de un pulmón artificial para los momentos de asfixia—, no puede perder de vista esa diferencia de intereses y de medio: los dos no respiran el mismo aire, Fidel Castro ha tenido la experiencia de ello y no ha vacilado, aun a riesgo de quedar solo en momentos muy difíciles, en condenar y repudiar a “su” burguesía, inclinada a hacer alianzas sin principios.1

Ante esa idea-eje uno esperaría que fuera la lucha armada en la sierra, precisamente, la que ocupara el mayor número de páginas, de la que más detalles se conocieran y de la que más análisis académicos se tuvieran, y que también a más políticos y militares concitara. Sin embargo es tratada con más generalidad que la lucha urbana, convirtiéndose entonces en un mito fundacional no sólo para los revolucionarios, sino también para los historiadores, en el cual no se profundiza, en buena parte, por el mismo desconocimiento que de ella se tiene. A resolver ese problema abona Somos los jóvenes rebeldes.

Al narrar casi día a día la vida del Frente Guerrillero Edgar Ibarra, no sólo recupera la cotidianidad de la lucha armada y le regresa la humanidad a los actores de ese proceso, sino que nos brinda por primera vez la oportunidad de incluir en los análisis históricos, con información de primera mano, la lucha armada en la Sierra. Y es de suponer que, a menos que otros actores de esos años, como César Montes o Pizarrón —quienes ya han escrito sobre su experiencia durante la guerrilla rural— vuelvan a escribir para ampliar e incluso discutir lo que se plasma en este libro, lo escrito por Pablo Monsanto se consolidará en la posteridad como la versión más completa de lo ocurrido en el oriente guatemalteco.

Otro aporte desmitificador del libro a la historiografía, acaso sin proponérselo, es volver el centro de atención a los años sesenta, los cuales se convirtieron en el eslabón mítico que unía a las organizaciones revolucionarias con la primavera democrática (1944-1954). De tal manera que lo escrito hasta ahora sobre los 36 años de guerra en Guatemala—testimonios o escritos académicos— suelen establecer una línea de continuidad entre la primavera democrática, la contrarrevolución, los inicios de la lucha armada y las organizaciones que conformaron la urng, y que mantuvieron una guerra en contra del ejército gubernamental a partir de 1981 hasta 1996. La lectura atenta de Somos los jóvenes rebeldes nos permite cuestionar la primera parte de esa cronología. Los combatientes de los años sesenta abjuraron de las reformas dentro del marco legal burgués, no sólo se rebelaron con las armas, sino que se plantearon la destrucción total del sistema político y económico, la transformación de las relaciones sociales y la construcción de un nuevo estado de las cosas. En otras palabras, las motivaciones para asumir la lucha armada en los años sesenta en Guatemala no sólo no tuvieron como su referente las reformas políticas de los años cuarenta, sino que, ideológicamente, fueron su negación total.

Asimismo, el texto convoca a cuestionar muchos de los mitos sobre la guerra civil en Guatemala. No fue durante los años setenta que los revolucionarios guatemaltecos volcaron su mirada sobre el componente indígena como parte de las fuerzas insurgentes, tampoco fue en los ochenta que el gobierno y el ejército guatemalteco decidieron exterminar a la población civil para contener el desafío revolucionario, decisión que la justicia guatemalteca ya condenó como genocida. El genocidio, su instrumenta-lización de tierra arrasada, la incorporación indígena a las filas revolucionarias se dio desde los años sesenta. Esto debe conducir a una revisión exhaustiva de cómo se ha construido la historiografía guatemalteca al res pecto. Hay más en común entre los años sesenta y los años de guerra que les siguieron, que de todos ellos con la primavera democrática.

Todo lo anterior invita a una lectura propositiva. Aunque en ello no reside lo más importante de sus aportes a la historiografía. Es en lo que no dice, lo que no aborda, es en sus ausencias que Somos los jóvenes rebeldes adquiere toda su relevancia para los interesados en el tema. Un único ejemplo de las muchas provocaciones que contiene. Si bien dijimos que es un aporte al conocimiento de la lucha armada en el oriente guatemalteco y que pone en evidencia al mito de la historiografía, cae, por razones comprensibles —una de ellas, que el autor no tuvo una experiencia importante en la lucha urbana—, en el mito y lo reconstruye. La ciudad no tiene un espacio destacado en el libro. Probablemente de manera inconsciente, refrenda lo expresado por Debray: los revolucionarios, los rebeldes fueron los que estuvieron en la sierra, en la ciudad se encontraban los politiqueros, que por omisión o intencionalmente comprometieron e hicieron fracasar la primera década revolucionaria en Guatemala.

Esto pone en evidencia una necesidad de la historiografía y una impronta para los investigadores: la construcción de una visión global del proceso revolucionario guatemalteco de los años sesenta, que abarque además de la gei, los cuatro frentes de guerra de las far, y la guerrilla rural y urbana de Yon Sosa, para presentarnos por fin la historia de esos años en que la guerrilla urbana era mucho más activa que la rural, y que el movimiento social y político se definía en la capital del país y no en las estribaciones de la sierra. Es decir, Somos los jóvenes rebeldes puede, si así lo deciden los investigadores, convertirse en un detonador que provoque una revisión profunda de los métodos de investigación y sus postulados, algunos en la acepción negativa de ideología, es decir la de falsa conciencia.

Para finalizar. El libro de Pablo Monsanto no es un libro de sucesos del pasado, de relatos que han concluido y que no interpelan al presente, al contrario, lo hace y de manera muy fuerte. Reclama a los poderes políticos y económicos guatemaltecos, que no han abandonado sus posiciones de poder ni sus formas de ejercerlo. Interpela a los académicos y escritores de derecha, que mantienen una ofensiva por la hegemonía sobre el pasado, que demonizan a la izquierda para justificar un modelo político, económico y social excluyente, represor y contrario a los derechos y justas aspiraciones de las y los guatemaltecos. Negar, rebatir, cuestionar sin mencionarlos, las formas en cómo militares en situación de retiro y académicos de los tanques de pensamiento de la derecha guatemalteca están construyendo la historia guatemalteca posterior a 1962 es una de las batallas que da Somos los jóvenes rebeldes.

Regie Debray, ¿Revolución en la revolución?, La Habana, Casa de las Américas, 1997, p. 58.

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