Los diez trabajos reunidos en este libro despliegan una pluralidad de perspectivas sobre la aportación al nacionalismo cultural latinoamericano, durante la primera mitad del siglo XX, por parte del mexicano José Vasconcelos (1882-1959) y del ecuatoriano Benjamín Carrión (1897-1979). La tendencia general de los articulos compilados, casi todos firmados por academicos formados en universidades de Estados Unidos, es desestabilizar el objeto de estudio antes que fijarlo en un locus preciso de indagación epistemológica. Con cierto afán de originalidad algunos académicos, basados en confusas perspectivas actuales, acusan a Vasconcelos y a Carrión de burgueses idealistas, de adoradores de la cultura occidental, que pontificaron desde el altar de su clase social una educación “estética” y confusamente “democrática”. Tales perspectivas pueden comprobarse en los respectivos ensayos de los dos editores del libro, Juan Carlos Grijalva (Assumption College) y Michael Handelsman (University of Tennessee, Knoxville).
El artículo de Michael Handelsman se titula “Visiones del mestizaje en Indología de José Vasconcelos y Atahuallpa de Benjamín Carrión”. En él, acusa de “iluso” el pensamiento de Vasconcelos (aunque al menos reconoce que es pensamiento), y se jacta de señalar que lo realmente evidente en la propuesta de Vasconcelos, no es tanto la plena incorporación del indígena al mundo de habla española, como “el ensueño y la nostalgia por una Castilla todopoderosa hecha trizas desde 1898” (p. 40). Handelsman olvida señalar que la “hispanofilia” de Vasconcelos obedece a su “anglofobia”, es decir, a su denuncia contra el imperialismo de Estados Unidos. Para Vasconcelos, el puritanismo anglosajón representa un elemento de desunión y destrucción en comparación con la integración o el “mestizaje” que permitió o toleró el catolicismo durante el imperio español, aun con todos sus defectos. Al hablar de Atahuallpa de Benjamín Carrión, Michael Handelsman encuentra muy reprochable llamar “generosa y viril la semilla de la universalidad hispánica”. Su artículo concluye sobre la necesidad de abandonar las “promesas monoculturales y de matiz colonial de los maestros José Vasconcelos y Benjamín Carrión” (p. 55). Lo curioso es que más abandonadas no pueden estar tales promesas. Vasconcelos y Carrión son ya muy poco leídos. ¿Abandonar sus propuestas a cambio de cuáles otras? ¿De la multiculturalidad de Estados Unidos, es decir, de la división en comunidades de “blancos”, “latinos”, “indígenas”, “afros”? Cierta vaguedad en los juicios de Handelsman no permite sacar una conclusión en concreto.
Por su parte, Juan Carlos Grijalva titula su artículo “A caballo, por la ruta de los libertadores: el legado mesiánico y elitista de José Vasconcelos en Ecuador”. Grijalva explica que el ensayista mexicano llegó a Ecuador el 17 de junio de 1930 procedente de Colombia, cabalgando los Andes a la manera de Bolívar, luego de haber perdido las elecciones presidenciales en su país en 1929. Grijalva reprocha que Vasconcelos haya dicho en La raza cósmica (1925) que el indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la puerta de la cultura moderna, ni otro camino que el ya desbrozado por la civilización latina. El legado mesiánico y elitista de Vasconcelos con tagió a Benjamín Carrión. Grijalva lamenta que Carrión se alejara del “pen samiento indoamericano y marxista” del peruano José Carlos Mariátegui, con lo cual “delata su profundo arielismo y su rechazo a dialogar y nutrirse de los aportes más progresistas, ofreciendo a cambio una interpretación reduccionista y europeizante” (p. 338). ¿Pero no es también el marxismo, el aporte más progresista, europeo? Marx nunca estuvo en Latinoamérica. Grijalva olvida señalar que así como Carrión se dejó contagiar del elitismo y del mesianismo de Vasconcelos, Mariátegui se contagió en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) del dogmatismo revolu cionario de la era rusosoviética. Concluye su artículo acusando a Carrión de “paternalista, conservador y elitista” en su “misión democratizadora y popular” (p. 348). ¿No parece contradecirse en los términos al cuestionar el legado de Carrión y Vasconcelos? ¿No cae en la vaguedad antes que en la polémica? Sin una precisión rigurosa del vocabulario de la historia intelectual, difícilmente pueden arrojarse juicios lúcidos.
En “Oswaldo Guayasamín, Benjamín Carrión y los monstruos de la razón mestiza (a propósito de los 60 años de Huycayñán, 1952-1953)”, el académico colombiano Carlos A. Jáuregui (University of Notre Dame) lamenta que Carrión, aunque llegó a declararse socialista, deseara la integración del “hombre ecuatoriano” más allá de la lucha de clases y que siguiera el modelo arielista de descenso al pueblo (y al indio) para su elevación civilizadora en la cultura (p. 85). ¿Hubiera preferido Jáuregui que Carrión practicara un socialismo cercano a la lucha guerrillera? Este autor menciona cómo Carrión concibió su proyecto cultural vasconcelista en Cartas al Ecuador (1941-1943), para animar a la fundación de instituciones como la Casa de la Cultura Ecuatoriana (1944), en donde el pintor Oswaldo Guayasamín expuso varias veces. El mural Huycayñán es, para Jáuregui, el resultado de una relación institucional y personal entre Guayasamín y un “burócra ta cultural lector de Vasconcelos” (p. 94). A pesar de que señala cómo ya en 1942, en una exposición en la Cámara de Comercio de Guayaquil, Guayasamín recibió la visita de Nelson Rockefeller, entonces director de la Oficina de Asuntos Interamericanos del Departamento de Estado de Es tados Unidos, Jauregui no sefiala lo suficiente que ese mural nacionalista, Huycayñán, pudo haber sido patrocinado por el imperialismo norteame ricano antes que por Vasconcelos o Carrión. Jáuregui se solaza criticando la ingenuidad de Carrión al pensar que tal mural representaba la ecua torianidad, y se divierte y se pierde hablando de las 150 combinaciones que el mural de Guayasamin ofrećia en torno a la “no-fijeza de Ecuador” (p. 109). No sólo hay un afán de desestabilizar el objeto de estudio sino también, como puede verse, cierto desdén.
Uno de los artículos más rigurosos desde el punto histórico, a pesar de ciertos anacronismos, es el de Esteban Loustaunau (Assumption College), “Imaginar la ecuatorianidad en tiempos de crisis: Cartas al Ecuador y la representación cultural del Ecuador”. En él, Loustaunau contextualiza el pensamiento de Carrión en medio de la crisis por la guerra de 1941 entre peru y Ecuador. Observa que el verdadero motivo del conflicto armado Fue la disputa por el oriente ecuatoriano entre las compañías petroleras Royal Dutch Shell y Standard Oil, es decir, entre el imperialismo británico y el estadounidense por el acceso al río Amazonas. Sin la constante histórica de “imperio” (y este dato se pasa por alto) no puede haber nacionalismo.1 Los nacionalismos latinoamericanos son inversamente proporcionales al imperialismo estadounidense. Divide y reinarás. En el Protocolo de Río de Janeiro, cuando presionado por Estados Unidos, Ecuador cedió a Perú un inmenso territorio, Carrión se dio cuenta de que el origen de las débiles na ciones latinoamericanas era el resultado de un fracaso de unidad histórica. Si bien él mismo contribuyó a asumir un papel de autoridad intelectual como parte de la clase dominante ecuatoriana, Carrión no explotó el na cionalismo cerrado sino que trató de seguir incentivando el hispanoamericanismo y aun el amor a España.
Resulta entonces anacrónico, por parte de Loustaunau, culpar a Ca rrión de la migración masiva de ecuatorianos a España a finales del siglo xx y decir que tal migración “es la rebelión de un pueblo dispuesto a actuar por sí mismo, a pesar de las consecuencias, y así dejar de ser manipulado por los proyectos políticos y culturales de las clases dominantes” (p. 163). Olvida la otra cara de la moneda, el nuevo orden internacional impuesto por el euro, que hizo de España otro polo de recepción migratoria como lo ha seguido siendo —por el dólar— Canadá y Estados Unidos. Loustaunau se apoya en el relato de varios migrantes ecuatorianos en España, y cita el cuento “Los domingos”, incluido en el libro Historias del desarraigo (2005) de Rita Vargas, para señalar cómo un ecuatoriano mestizo y de clase media o pobre, pese a las diferencias, encuentra que la Plaza de España en Madrid, donde está la estatua de Don Quijote y Sancho, “se me parece a la plaza del pueblo” (p. 169). Rara vez un inmigrante ecuatoriano podría sentir lo mismo en las ciudades de Estados Unidos, donde el idioma es otro. Con esta cita del inmigrante, lejos de desmoronarse, se fortalece el hispanismo de Carrión. Si el inmigrante ecuatoriano en España conserva su orgullo nacional es porque, de alguna manera, el mito o el simbolismo de su nacionalidad es muy fuerte. Por lo general, superando prejuicios racionales o históricos, el inmigrante latinoamericano en España suele es pañolizarse.
Otro artículo con rigor histórico es el del historiador Javier Garciadiego (El Colegio de México), “Vasconcelos y los libros clásicos”, en el que explica cómo en 1925, a través de un proyecto de ley, Vasconcelos argumentó que “la biblioteca complementa a la escuela, en muchos casos la sustituye y en todos los casos la supera” (p. 192). Semejante lucidez pe dagógica —el admitir que sin bibliotecas poca cosa podía esperarse de las instituciones educativas— no salvó a Vasconcelos de caer en la tentación política al perseguir la presidencia de México en 1929, sufriendo una aparatosa derrota a manos de Pascual Ortiz Rubio. Para entonces Vasconceloscayó en la tentación, soberbia o ingenua, de que sólo mediante la educación y la cultura se podría organizar adecuadamente la coexistencia de los ciudadanos y de que mientras ellos, los intelectuales, no gobernaran no se remediarían los males del Estado. Por lo tanto, en la labor pedagógica de Vasconcelos vista sin demagogia, radica su actualidad.
Así también lo observa con agudeza Yanna Hadatty Mora (unam) en su artículo “José Vasconcelos y Benjamín Carrión, suscitadores de las vanguardias”. En él, Hadatty resalta la publicación de El Maestro. Revista de cultura nacional (1921-1923), en cuya contraportada venía un mensaje con un lenguaje militante y programatico a la manera de un manifiesto vanguardista: “Sabe usted leer y escribir. Enseñe pues a los que no sa ben. Es un deber que le corresponde como mexicano y como hombre. Pida hoy mismo su nombramiento como profesor honorario” (p. 256). Por su parte Carrión, según Hadatty, exaltó el vanguardismo narrativo del escritor ecuatoriano Pablo Palacio en su libro Mapa de América (Madrid, 1930). Carrión tuvo un gran pálpito de crítico literario al considerar las memorias de Vasconcelos, Ulises criollo, La tormenta, El desastre y El preconsulado (19361939), como la mejor novela de habla española de la primera mitad del siglo xx. Ello no quiere decir que Vasconcelos mintiera o que cohonestara con la ficción y el engafio, sino que resaltaba la experien cia propia por encima de cualquier dogmatismo preestablecido. De ahí el artículo de François Perus (unam), “García Moreno, el santo del patíbulo y Ulises criollo: biografia y autobiograFia en los bordes de la ficción“. En el, se atreve a decir que las memorias de Vasconcelos representan un enorme mural, donde el autor se mete en el cuadro que pinta.
Un rasgo intrínseco o implícito en este libro colectivo es el choque sutil entre el enFoque filológico de los articulos firmados desde instituciones mexicanas en contraste con el enfoque de estudios culturales de quienes firman desde la academia estadounidense. Rocio Fuentes (Central Connecticut State University), en su artículo “José Vasconcelos y las políticas del mestizaje en la educación”, observa la obra de Vasconcelos desde los estudios culturales, y se queja de que en El desastre haya opiniones en descrédito de la arquitectura de Uxmal y Chichén Itzá, dos ciudades mayas construidas y abandonadas mucho antes de la llegada de los españoles. Si Vasconcelos lo decía en unas memorias personales, con más intención li teraria que política, resulta necio acusarlo de haber incitado a una política antiindigenista e hispan6fila. Rocio Fuentes, en cambio, acierta desde su óptica de estudios culturales al observar que, cuando Vasconcelos llegó a la Rectoría de la Universidad Nacional en 1920, “encontró un sistema escolar en ruinas, producto de los años de la revolución, el descuido del gobierno y la pobreza del país” (p. 122). La labor de Vasconcelos, a pesar de caer en algunas charlatanerías de las que más tarde él mismo se arrepintió, resulta admirable ante semejante circunstancia.
Con todo, la tendencia de los académicos de las universidades de Estados Unidos no es propiamente la de la admiración. El término “arielista” aparece con frecuencia en varios artículos del libro como si se tratara de algo peyorativo. Tales académicos olvidan, en su llamado al indigenismo y en sus reproches al hispanismo de Carrión y Vasconcelos, el mensaje de José Enrique Rodó en su tan citado y poco leído Ariel (1900):”Ninguna firme educación de la inteligencia puede fundarse en el aislamiento candoroso o en la ignorancia voluntaria”. La conveniencia de aislar a los diferentes grupos etnicos de Mexico o Ecuador, a fin de que la cultura “occidental” no contamine la cultura “indígena”, es cohonestar con el apartheid. El mestizaje cultural y racial, con todos sus vicios y confusiones, resulta mucho más humano. El olvidado legado de Vasconcelos y Carrión, con todo lo elitista y mesiánico que pudo haber sido, debería sonrojar de vergüenza a los pedagogos de nuestro tiempo.