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Vol. 62.
Páginas 259-268 (enero - junio 2016)
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Enrique Camacho Navarro
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Los puertos son abrigos naturales o artificiales para resguardar embarcaciones con el fin de trasladar pasajeros o cargas. Los puertos abren las posibilidades de un comercio que desde tiempo atrás se considera necesario en el desarrollo económico. En el Golfo de México, durante el siglo xix, que es el espacio y periodo que toma como tema central el libro que se reseña, los puertos comerciales no fueron únicamente sitios de empuje liberal, también representaron emblemas del progreso. Su existencia se convierte en un estímulo para las actividades económicas que se suponen benéficas para las condiciones sociales de los habitantes de las regiones en las cuales se instalan.

La construcción de los puertos se efectúa con toda una intencionalidad de aparecer como polos que garantizan éxito. Así como se realizan obras de ingeniería para levantarlos, los puertos son construidos como íconos, como símbolos e imaginarios de futuros que se anuncian pletóricos de bonanza. En su portada se aprecia una bellísima imagen de tarjeta postal referente al puerto de Veracruz, que desafortunadamente no presenta el crédito correspondiente, en ella se refleja el papel que desempeñaron estas instalaciones.

La imagen de la portada es representativa de un puerto del Golfo de México. Es una excelente ilustración de que los puertos de esa región fueron considerados polos comerciales que atrajeron a empresarios que eran inversionistas potenciales que beneficiarían a México, no sólo por su dinámica comercial interna, sino por la que podrían impulsar a las naciones circuncaribeñas y sudamericanas. Eso sí, con el liderazgo de las compañías navieras europeas y norteamericanas.

En su momento, los puertos se imaginaron tal y como se representan a través de imágenes como la que adorna la portada de nuestro libro reseñado.

En consecuencia inversionistas, empresarios y comerciantes vieron en sus enclaves portuarios y en sus ámbitos regionales posibilidades de negocios redituables, y esta visión llevó a considerar la navegación en general como un campo de inversión de capital favorable que facilitaría actividades mercantiles mayores e impulsaría circuitos mercantiles con dinámicas coincidentes con el desarrollo y con las demandas de los mercados internacionales.1

Los trabajos incluidos en el texto son siete. En “Languidece un puerto: Campeche en la segunda mitad del siglo xix”, Ivette García Sandoval muestra que su puerto natal es un ejemplo de la construcción esperanzadora de un imaginario lleno de fortaleza, únicamente en la imagen que gobernadores y ciudadanos campechanos creían una realidad innegable, aunque según la propia autora, su trabajo tiene como objetivo realizar

un acercamiento al devenir del puerto campechano a través de los distintos diagnósticos y proyectos realizados en la segunda mitad del siglo xix con miras a la reactivación de la actividad portuaria y el comercio; vinculando estas iniciativas al papel que ha jugado la idea del puerto en la construcción identitaria local y la articulación del proyecto a futuro (p. 22).

La condición de puerto único que mantuvo durante la época colonial, con autorización para comercializar en la península de Yucatán, explicaría el poderío con que se construyó la idea de aquella ciudad-puerto. Pero esa circunstancia histórica explicaría también una realidad que se aborda en los distintos análisis del libro referidos a la península de Yucatán, a saber, el contrabando, el cual, por cierto, se suponía inexistente, pero gracias a los estudios se colige su importante presencia en esa región. García explica las causas de la condición “endeble” de la actividad portuaria decimonónica en su entidad. Explica cuatro factores, que expone de manera pormenorizada, en ellos ofrece una sólida interpretación de que ante la situación precaria del desarrollo del puerto de Campeche, en sentido opuesto se construía una idea del puerto floreciente, rico, hasta consolidarse como “piedra fundamental en la construcción de la identidad campechana” (p. 26).

El capítulo “Las vicisitudes de un puerto cerrado a la navegación extranjera. El caso de Laguna-El Carmen (1835-1850)”, de Pascale Villegas y María del Rosario Domínguez Carrasco, aborda la historia portuaria desde una óptica particular. De los pocos puertos abiertos que había, luego de la Independencia de México, uno de ellos fue Laguna-El Carmen. Sobre ese puerto, Villegas y Domínguez exponen el caso desde la investigación centrada en dos periodos en que se decreta el cierre de dicho puerto. Así, los años 1835 y 1849 son estudiados de manera particular para explicar las razones de la emisión de dichos decretos. Dentro de un ejercicio histórico que ofrece el panorama que se vivía en esa primera mitad del siglo xix en el puerto de El Carmen, resalta un punto que llama especialmente el interés del lector. Se trata del manejo de una valiosa fuente documental, la correspondencia del cónsul francés en Campeche: Maurice d’Hauterives, a través de la cual es posible interpretar el cierre del puerto en 1835 mediante decreto del 21 de noviembre de aquel año. Dicha correspondencia se encuentra, y fue consultada, en los Archivos Diplomáticos de París. De esa fuente, junto con otras del Archivo General de la Nación (agn), en nuestro país, destaca la explicación sobre la explotación del palo de tinte, así como de la actividad ilegal de su corte y comercialización, muy a pesar de que el cierre de Laguna-El Carmen fue una intentona por fortalecer el proyecto de Campeche como puerto único en la península de Yucatán. Con otro decreto, el del 26 de diciembre de 1849, no se aplicó la medida aunque en realidad la historia presentada nos muestra que existieron causas que en su momento se creyeron accidentales. Dos grandes incendios frenaron la implementación del cierre, lo cual es tema central de esta parte del capítulo, toda vez que es escenario de un tema paralelo, la considerable movilidad mercantil que la historiografía especializada ha logrado elaborar, y que se condensa en sendos cuadros que ilustran el número de buques extranjeros en El Carmen, sobre las cantidades de su producción exportable, y los años en que se realizó dicha práctica. Así, tanto el contrabando como los incendios, son hechos que explican la continuidad de una fluidez comercial en ese otro puerto del ahora estado de Campeche.

El análisis de Emiliano Canto Mayén, “Sisal: comercio y vida cotidiana (1806-1871)”, aborda la presencia del comercio como creador de riqueza, de acumulación de dinero, de movilidad de mercancías, de generación de empleos, lo cual, en conjunto, anima el día a día de las comunidades donde influye esa dinámica mercantil, factor que hace entender la aparición de los puertos. De esa manera, el autor introduce el objetivo de su escrito, que es explicar la evolución histórica y económica de Sisal y la descripción de las expresiones culturales que provocó la habilitación y consecuente apogeo del puerto, llamado desde la época colonial como Santa María de Sisal, y cuya actividad fundamental fue “la pesca y salazón del pescado”. Pero la actividad mercantil tenía un espacio considerable (p. 58). Ya iniciado el siglo xix fue cuando el flujo de comercio hacia Mérida se ubicó en el lugar preponderante. Mas nunca se perdió la práctica pesquera, que a partir de 1872, nos dice Canto Mayén, volvió a ser la única manera de sobrevivir para los sisaleños, ya que en dicho año se trasladaría la Aduana Marítima al nuevo puerto de Progreso.

La explicación histórica es muy interesante, pues define las razones por las que la habilitación de Sisal, decretada por Carlos IV, el 13 de febrero de 1807, permitiría que con nuevas órdenes reales se fortaleciera el gremio de comerciantes meridenses, lo cual a la postre acrecentaría las discrepancias entre las élites de Mérida y Campeche. Los comerciantes campechanos sostendrían en su Memoria instructiva del comercio de Campeche, que Sisal no era más que un “surgidero incómodo y peligroso […]”, con una “población reducida a quince o veinte chozas o casitas de paja”, y con un “camino difícil y penoso de doce leguas” que deberían recorrer los comerciantes para conducir sus mercancías a Mérida (p. 62). Pese a la denostación campechana, el “surgidero”, fue nombrado como puerto menor, con lo que se concluyó el muelle de Sisal en 1813. El autor abre el espacio de auge de Sisal, que duró hasta principios de la década de 1870, en él hace una incursión a la vida cotidiana, a las bodas y homenajes, a las actividades bélicas, así como a las diversiones practicadas por los sisaleños, hasta que el mencionado traslado de la Aduana a Progreso provocaría el declive del asentamiento portuario. Este capítulo tiene un mérito enorme: ser innovador en el tratamiento historiográfico de las actividades portuarias en Sisal, caso que ha sido desconsiderado por un gran número de estudiosos del tema.

El cuarto capítulo, “Puerto Progreso y su actividad mercantil a finales del siglo xix”, es el de Marisa Pérez Domínguez, quien logra una comprensión de cómo Yucatán llega finalmente a tener en sus costas el puerto que tiene supremacía en cuanto al control comercial en la península. “El Progreso” es el nombre indicativo del ideal que se intentaba alcanzar con la propuesta de creación de una infraestructura que permitiese “acercar a Mérida a la orilla del mar”, al reducir alrededor de 40km entre ambos puntos, y explicar así la razón para trasladar en 1870 la Aduana Marítima de Sisal, con más o menos 70km. También con documentación primaria buscada de manera exhaustiva en cajas del agn, como sucede en los demás capítulos, se explica la importancia que adquirió el puerto a partir del activo movimiento exportador de henequén en el plano internacional. Marisa Pérez resalta el seguimiento realizado hacia la presencia de casas comercializadoras que se instalaron en el puerto, describe de manera amplia las nacionalidades, los puntos de embarque, los remitentes, las rutas, el origen de los productos importados que llegaban a México con la finalidad de aprovechar al máximo el intercambio comercial, así como el interesante listado de los artículos de consumo para la sociedad yucateca, y mexicana en general, que tenían el poder adquisitivo para cubrir ese tipo de compras.

Respecto a los remitentes y consignatarios, el estudio muestra el predominio de los estadounidenses, pues dentro de los diez más importantes, es decir los que movían mayores volúmenes, la mitad correspondía a esa nacionalidad, seguidos de Francia y Alemania, con tres y dos, respectivamente.

En el estudio se explica el alto nivel productivo del henequén, así como el impacto que causó en el desarrollo social, económico y cultural de Mérida. Pero también este producto figura como sostén de las “necesidades” suntuarias que se reflejaron en los patrones de consumo, y que repercutió en las modificaciones arquitectónicas de las fincas productivas, lo que llevó al crecimiento urbano de la actual capital yucateca, y al del propio Progreso.

En el artículo se apunta con detalle el tiempo de los productos que, como contraparte, llegaban al puerto mexicano para distribuirse entre quienes habitaban el territorio nacional y da cuenta de los numerosos productos que se importaban.

Los capítulos 5 y 6 se intitulan “Alvarado: de puerto supletorio colonial a baluarte mercantil y militar de la contrainsurgencia española”, de Abel Juárez Martínez, y “Tampico, conjunción regional-eslabón internacional en la primera mitad del siglo xix”, de la pluma de Filiberta Gómez Cruz. A mi parecer, ambos pudieron ubicarse como apartados iniciales, toda vez que sus referencias temporales anteceden a las participaciones ya comentadas, así como también se trata de casos que abordan los inicios del tráfico de cabotaje. En el primero de ellos se encuentra hasta la referencia que el propio virrey José de Iturrigaray, así como sus funcionarios, usaron sobre “los barquitos playeros” refiriéndose al tamaño de poco calado de las embarcaciones. No obstante, el autor sostiene que ese tipo de alusión no correspondía a la realidad, y que “detrás de aquellas apreciaciones superficiales, se movían considerables sumas de circulante de los negociantes de la Cuenca, los cuales impulsaban día a día un intenso tráfico mercantil” (p. 113).

Sin duda que las propias posibilidades de contar con fuentes significativas sobre las actividades comerciales hacen que el trabajo se dedique más a la presencia que tuvo Alvarado en la época de la lucha de independencia, marcando el lugar geopolítico del puerto, que más bien permitió que sirviera “como baluarte militar” de utilidad para ofrecer resistencia por parte de la fuerza española contra las “guerrillas separatistas”.

El segundo de estos capítulos breves, el de Filiberta Gómez, alude en específico a la presencia de Tampico como punto de desembarco y contacto con ciertas zonas, en particular con las mineras y principales ciudades del norte del México independiente. Caso que puede entenderse con gran facilidad. Tampico funcionaría principalmente como punto de almacenamiento y distribución mercantil, al llevar hacia el exterior: plata, maderas, palo de tinte, vainilla, carne y cueros, fundamentalmente. Sus principales destinatarios fueron Inglaterra, con mayor predominio en los intercambios comerciales, seguida de Francia y Estados Unidos. A inicios de la década de 1840, España entraría en la lista de principales remitentes, y sus nacionales se convirtieron en los extranjeros dedicados al comercio de mayor porcentaje a mediados del siglo xix.

En “Las costas del Golfo de México en la mirada de los inversionistas estadounidenses. La naviera Alexander and Son y los puertos del Golfo de México durante la segunda mitad del siglo xix”, José Ronzón León ofrece al público lector una reflexión sobre la mirada y la subsecuente construcción imaginaria que, desde una empresa naviera, se hizo del espacio marítimo y comercial en el Golfo de México durante la época que marca el título.

El trabajo señala la competencia por la supremacía comercial, lo cual es abordado en todos los capítulos de la obra, asunto que da pauta para comentar que surge la posibilidad de que sea estudiada la participación de naciones como Holanda, Bélgica e Italia que no compiten por el control.

Se trata de un capítulo de interés por el hecho de abordar un estudio de caso particular. En él se hace una caracterización de los convenios entre el Estado y la empresa, que en realidad pueden verse como “amarres” que permiten a dicha empresa contar con los permisos gubernamentales y las formas de alcanzar sus beneficios; se ejemplifica sobre la supuesta colaboración que la compañía Alexander and Son ofreció para “impulsar el progreso náutico en México”. La propuesta era que uno o dos jóvenes nacionales podrían beneficiarse al viajar en los navíos para aprender sobre navegación y manejo de máquinas de vapor. No obstante, el requisito es que ellos debían contar con una “buena educación” y con el manejo del inglés, lo que nos lleva a la inquietud sobre quiénes tendrían ese derecho, toda vez que los rasgos mencionados sólo podían cubrirlos miembros de sectores privilegiados de la sociedad decimonónica mexicana. Por último, cabe sólo mencionar un aspecto digno de ser conocido, como fue el de los representantes de la mencionada naviera en Veracruz y en La Habana, ya que la alusión a Jorge Ritter y a Manuel Calvo, respectivamente, son dos líneas de investigación de suma importancia en la historia económica, pero también política, de ambos centros portuarios.

Para cerrar, la obra cuenta con el trabajo de Carlos Macías, “Navegación y comercio en el Caribe mexicano. Intercambio costero y fluctuación demográfica”. Su punto de atención abarca toda la costa este de la península: que incluye los casos de Cozumel, Isla Mujeres y Holbox, además se abre un abanico de posibilidades en la parte sur de ese litoral, para observar su vínculo con la relación comercial y diplomática de Belice. El autor realiza un complejo ejercicio de sumo interés, donde da luz sobre la presencia de Cozumel como isla de importancia geopolítica decimonónica, punto de interés comercial, refugio durante la Guerra de Castas, territorio de interés para la política cubana, en sí de la Corona española, quien la consideró como “joya caribeña”, y que se pensó como puerto de depósito militar, además de haber sido motivo de atención comercial por parte de concesionarios que tramitaron ante el gobierno de Porfirio Díaz el permiso para usufructuar su riqueza. Concluye este capítulo con un inquietante, aunque breve, tratamiento sobre la llegada del famoso Othón P. Blanco a Bacalar, así como las negociaciones que en su momento efectuó éste con el gobernador beliceño, David Wilson (1897-1904).

En todos los análisis aparece un tratamiento adecuado del estado de la cuestión; se refleja la revisión de fuentes de primera mano, informes comerciales, expedientes diplomáticos, testimonios valiosos, así como múltiples interpretaciones historiográficas que, todos en conjunto, son tratados de manera aguda y profesional. Asimismo, en todas las participaciones se encuentran nexos que permiten entender de una manera más dinámica la historia portuaria del Golfo de México. Resultaría muy difícil hacer una historia única, es decir totalizadora, que pudiera atender la representación de todos los puertos de la zona durante el siglo xix. Por ello es posible afirmar que la existencia de este libro es pertinente, pues, todos sus capítulos se pueden leer de manera independiente, al final se pueden realizar conexiones que estructuran una y otra historia pero que también nos muestran un panorama global.

Tal como lo expresa Carmen Blázquez en el “Prólogo”, p. 18.

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