La portada del libro Senderos de violencia es, de inicio, indescifrable: un suelo reseco, algunas piedras mínimas, objetos que parecen ramas o clavos y, en apariencia, un par de prendas sucias y raídas, todo envuelto en un llamativo círculo de color azul intenso. Es en la página legal del volumen donde se encuentra la explicación: se trata de una intervención de la artista visual Susan Harbage Page para documentar los rescoldos que los migrantes indocumentados dejan a su paso en la frontera México-Estados Unidos, como rastro de su infame travesía. Harbage Page ha integrado a lo largo de los diez años más recientes una especie de antiarchivo fotográfico que recupera objetos aparentemente banales y descartables que, en su conjunto, “crean una especie de memoria contrahegemónica, en tanto que se enfrentan al poder y a las historias oficiales”. La intención de la artista es hacer visibles esos objetos por medio de su proyecto Blue Circle Intervention, para así protegerlos y hacerlos visibles a otros. La imagen de portada es, pues, un indicio que condensa la intención y la voluntad del libro: recolectar y darle sentido a un conjunto de textos relacionados con la violencia en América Latina de los últimos años, y hacer posible que éstos conmuevan e interpelen a los lectores.
Oswaldo Estrada se dio a la tarea de recopilar y ordenar un conjunto de excepcionales textos sobre la violencia del pasado y del presente en América Latina. En este caso, recopilar y ordenar no suponen un ejercicio mecánico y aséptico, sino que son los vectores que potencian y dan sentido a una importante y reveladora muestra de la producción literaria y académica sobre las muchas violencias (militar, guerrillera, política, criminal, estructural, simbólica) presentes en las realidades cotidianas de muchos países del continente. Sin duda, la indiferencia es inevitable para el compilador, los colaboradores y, por supuesto, para los lectores. Imposible ante la magnitud y la persistencia de la violencia en América Latina; ante el desgarramiento y el dolor que provoca; ante la indiferencia, el cinismo o la connivencia que la justifican y promueven; ante la evidencia de que está allí, aquí, que ha estado siempre entre nosotros.
¿Cómo ha reaccionado la literatura más reciente de América Latina ante estas realidades? Esta pregunta o, más bien, las posibles respuestas a ésta, le confieren su estructura reflexiva y argumental al libro, que no tiene, y esto es agradecible y estimulante, una pretensión canónica, sino que aspira a ser dialógico en el sentido más esencial y trascendente: en el de motivar la confluencia de saberes y experiencias consolidados, pero también de motivar cuestionamientos explícitos e incertidumbres incómodas. ¿Cómo se narra la violencia latinoamericana del presente o las heridas abiertas del último tercio del siglo xx? ¿Cómo se cuenta el horror de las dictaduras militares en Argentina y en Chile, el conflicto interno en Perú de los ochenta y noventa, las guerras civiles de Centroamérica, el auge del narcotráfico y los crímenes impunes que siguen desangrando al territorio mexicano?, p. 16.
Ésta es la hoja de ruta de todo este emprendimiento. Pienso en el coordinador y en los autores a los que convocó como los emprendedores de la memoria de los que habla Elizabeth Jelin: esos hombres y mujeres que, sin ignorar sinsabores y desgracias, tienen claro que, desde el presente es tan necesario abrir la ventana para observar el pasado como también abrir la puerta para salir en busca del futuro, a pesar de todos los malos augurios que esta voluntad suele concitar. Pero esta tarea no puede llevarse a cabo sólo desde el entusiasmo, sino que debe tener asideros teóricos, metodológicos y axiológicos; es decir, la violencia puede conmovernos o indignarnos, y esto es valioso pero no suficiente por sí mismo, por lo que en este emprendimiento de memoria será vital comprender la violencia y sus manifestaciones, sus motivos y mecanismos, su historia y su presente: “Hay que situarla en su momento histórico, entender su ideología, sus dimensiones culturales y la psicología del terror. Sólo así es posible descubrir, en el terreno de lo simbólico, el trauma, el miedo, la inseguridad y el sufrimiento ocasionados por la violencia” (p. 16).
Las narrativas armadas de América Latina constituyen el alma, tormentosa diríamos, del libro. Es importante citar textualmente, en palabras del editor del volumen, lo que implica este revelador membrete: Son “narrativas” en el sentido más amplio de la palabra, en tanto que ellas “narran”, desde diversos géneros, situaciones históricas y posicionamientos ideológicos, múltiples historias de violencia, episodios traumáticos, catástrofes personales o comunitarias. En los mejores casos, estas “narrativas” están “armadas”: nos enfrentan con su talante combatiente, su capacidad contestataria, su espíritu de lucha, su propósito transgresor y disidente. “Armadas” también se presentan en este libro las lecturas críticas que cuestionan actuales representaciones de la violencia, la despolitización de ciertos discursos, la comercialización de la memoria, la estetización del mal y el miedo (pp. 19 y 20).
En tal sentido, nadie debe ser llevado al engaño o la decepción: es un libro a la par brutal e inteligente, que lo mismo apalea y estimula, que no busca complacer a nadie; es también un libro necesario y valiente.
Senderos de violencia se presenta organizado a partir de cuatro capítulos troncales, cada uno de los cuales tiene el doble objetivo de abordar, dicho en términos esquemáticos, una geografía determinada y sus violencias definitorias. Cada capítulo, además de su pertinente número de artículos, está precedido por un texto de creación, de talante biográfico-testimonial, de autores que pueden considerarse consagrados en el canon literario latinoamericano del momento: Juan Villoro (“La alfombra roja: comunicación y narcoterrorismo en México”), Rodrigo Rey Rosa (“La segunda sepultura”), Diego Trelles Paz (“Bioy o la escritura como condición límite”) y Lina Meruane (“Señales de nosotros”). Estos apetecibles textos, que todo lector agradece, funcionan como anticipo, pero también como contrapunto de lo que los subsecuentes ensayos ofrecen para complementar y potenciar cada capítulo. El sugerente recurso del texto-testimonio no debe ser casual ni ingenuo: para hablar de literatura, primero hay que tener literatura; para hablar de la violencia, primero hay que hablar de cómo la violencia ha entrado en nuestra vida.
El primer capítulo, titulado “Fronteras de violencia y narcotráfico”, está dedicado íntegramente a analizar las muchas violencias constitutivas, adyacentes y derivadas de la gran violencia del narcotráfico en México. Sobresalen en esta sección, el texto de Oswaldo Zavala, “Cadáveres sin historia: la despolitización de la narconovela negra mexicana contemporánea”, y el de Alejandra Márquez, “‘Allá derecho encuentras algo’: mujeres y violencia en tres narrativas de la frontera”. Por supuesto, no carecen de mérito e interés los textos “La narconarrativa: el papel de la novela y la canción en la legitimación de los Grupos Armados Ilegales”, de Rafael Acosta, y el muy sugerente “Heterotopías mexicanas: representaciones de la violencia contra los migrantes centroamericanos indocumentados”, de José Ramón Ortigas, que funciona además como un puente con el siguiente capítulo, dedicado, dicho grosso modo, a las representaciones de la violencia en el contexto geográfico y cultural de América Central. Considerado en conjunto, el mayor mérito del primer capítulo radica en desenmascarar los diferentes rostros ocultos de la violencia del narcotráfico, que no puede ser comprendida sin tener en cuenta las varias violencias simbólicas y materiales del neoliberalismo mexicano y global. No menos relevante es el aporte que todos los textos hacen para problematizar las representaciones que simplifican el fenómeno hasta hacerlo parecer, en ocasiones, una interminable persecución entre buenos y malos; un apetitoso mercado para la parafernalia del narco (canciones, películas, camisetas); o, en el peor de los casos, una manifestación tan absoluta como incomprensible del Mal.
“Archivos de violencia latente” es el título del segundo capítulo, compuesto por tres estudios. El primero está dedicado a la obra de Rey Rosa, de título “Sobre la genealogía de la violencia. Una lectura de El material humano”, de la autoría de Alexandra Ortiz Wallner María del Carmen Caña Jiménez entrega un texto, valga la expresión, de naturaleza palpitante: “Violencia latente: pasaportes, puertas y murallas en la literatura y el cine centroamericanos”. Y cierra el apartado un texto que, si bien se aleja de la geografía y el contexto de América Central, ofrece un complemento atinado a los textos previos; se trata de “Ritos de violencia y hábitos hegemónicos en tres representaciones puertorriqueñas”, de John Waldron. Sitenemos en cuenta la invisibilidad, o por los menos la presencia precaria o sólo esporádica que la producción cultural de América Central suele padecer en el ámbito de los estudios latinoamericanos, este capítulo representa una bienvenida llamada de atención para volver la mirada a esa franja del continente y a sus duras realidades llevadas a la literatura y el cine.
El tercer capítulo, “Géneros de violencia”, está dedicado íntegramente a Perú. Y no es para menos, toda vez que la literatura peruana relacionada con el conflicto interno ha sido abundante y polémica, un gran repositorio y activador de las muchas memorias en torno a los años de la violencia entre Sendero Luminoso y el aparato contrainsurgente del Estado peruano. Se trata, en muchos casos y aspectos, de una literatura de proporciones abrumadoras en el sentido de que en novelas, cuentos, poemas, obras de teatro y testimonios encontramos mucho de todo lo no dicho, relación que con los años dejaron casi 70 000 muertos y un país al borde del colapso social y moral. Los tres textos que integran esta parte del libro: “La violencia en el Perú desde dentro y desde fuera”, de Liliana Wendorff; “Las mujeres disparan: imágenes y poéticas de la violencia en la novela peruana”, de Rocío Ferreira, y “Narrar el horror: nuevos senderos de la violencia simbólica en la literatura peruana”, de Oswaldo Estrada, nos presentan nuevos enfoques y apuestas de análisis en torno a esa violencia que muchos preferirían dejar en el pasado y el olvido. Pero ocurre que la memoria es tenaz, aunque se mantenga en silencio o soterrada, sale a la superficie para nombrarse y nombrar los abismos de lo ocurrido. En suma, la producción literaria y académica sobre el conflicto en Perú deja claro que éste se encuentra lejos de ser un capítulo cerrado de la historia reciente del país, la cual, justamente, puede ser re-interpretada y, sobre todo, re-interpelada, por medio de la literatura y el arte.
Cierra el desarrollo del libro el cuarto capítulo “Fracturas de la memoria”, compuesto a partir de estudios dedicados a las experiencias de violencia política y profunda fractura vivencial y simbólica, derivadas de las dictaduras militares de Chile y Argentina. Componen este apartado los textos de Dianna C. Niebylski, “En Estado de violencia: abyección y miseria en Impuesto a la carne y Fuerzas especiales de Diamela Eltit”; Ksenija Bilbija, “Transacciones y f(r)acturas neoliberales: el valor de la pena desde Luz Arce a Arturo Fontaine”; Corinne Pubill, “Represores y torsión poética de resistencia en Madrugada negra de Cristián Rodríguez”, y Fernando Reati /‘Complicidad social y responsabilidad individual en la posdictadura argentina”. El colofón del capítulo y del libro lo cierra un texto híbrido, “Cuerpos y ausencias. Por una poética de la memoria”, de Sandra Lorenzano, quien se ubica a medio camino entre la creación y el ensayo, y realiza un puntual repaso por un conjunto representativo de experiencias memoriales argentinas, propias del clima de época de reconocimiento nacional de los crímenes y horrores de la dictadura.
Al final, después de leer este libro, que habla con inteligencia pero también con pasión sobre el pasado y el presente de la violencia en nuestro continente, que la literatura se ha empeñado en no dejar pasar, y hacerlo por igual con intensidad, sorpresa, indignación, esperanza, decepción, asco o tristeza, el lector, con toda su carga de ideas y sentimientos a cuestas, no puede sino recuperar una parte del poema de Blanca Varela que abre el volumen: “qué horrible dolor en los ojos / qué agua amarga en la boca / de aquel intolerable mediodía / en que más rápida más lenta / más antigua y oscura que la muerte / a mi lado / coronada de moscas / pasó la vida”. Este no es un libro que hable de la violencia de la vida y la muerte que pasan allá lejos, siempre lejos. Es un libro que nos habla de nuestro aquí y ahora. Éste no es, pues, un libro de erudición, aunque lo sea, no es un libro sobre la mezquindad, el odio y el pozo insondable de la estupidez humana, aunque lo sea; es, ante todo, o tendría que ser, un libro de amor, de verdad y de esperanza, que podría “ayudar a que amanezca”.